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The last of the wilds por Sherezade2

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Notas del capitulo:

Ultimo capítulo. 

Este fanfc está dedicado a mi querida amiga y tambien autora Nezalxuchilt, quien también escribe incríbles historias. Espero que hayas tenido un feliz cumpleaños, querida mía. Esto va completamente para tí. Con un agregados extra de tus adoradas milf. 

Te quiero mucho. Gracias por hacerme amar estos hermosos personajes; gracias por ser mi amiga. 

   Capítulo III

 

      Albafica estaba entre sus piernas; los suaves cabellos del omega rozaban sus muslos, haciéndole cosquillas. Verónica gimió y resopló entre las sabanas; la boca del otro príncipe atendía su sexo y le proporcionaba el mayor de los placeres. Era algo caliente, sinuoso y mojado que lo enloquecía; era la maravillosa lengua de su amor.

   —Podría hacer esto toda la noche.

   Verónica sonrió ante las palabras de Albafica. Con un tirón lo colocó a la altura de su boca y esta vez probó la dulzura de sus labios directamente con los suyos. La noche era templada y serena; los rayos de luna que se filtraban entre las cortinas mecidas por el viento iluminaban a medias sus cuerpos desnudos.

   Ni de cerca estaban de enterarse que en las caballerizas del palacio, Manigoldo y Hakurei de Altar ya estaban desmontando. Sus cuerpos y sus sentidos sólo estaban prestos al placer y a las caricias que se entregaban mutuamente. Se sentían tan enamorados, tan encantados en su pasión tierna y loca que no había espacio en ese momento para nada más.

   Media hora más tarde, cuando el cansancio propio de la satisfacción los hizo quedarse dormidos, Albafica despertó sobresaltado cuando dos pesados toques en la puerta lateral de su recámara lo sacaron de su placentero descanso. Verónica se removió entre las sabanas pero no se despertó. Albafica se colocó una túnica y él mismo abrió la puerta; la doncella encargada de aquella zona se sorprendió al verlo. Era obvio que esperaba que Verónica atendiera ya que supuestamente dormía con el futuro rey consorte para atenderlo en su descanso nocturno.

   —Su alteza… — dijo la joven y de inmediato bajó la cabeza, sonrojándose marcadamente. Era el efecto intimidante que Albafica producía en casi todos los que lo miraban de cerca.

   —Habla, es muy tarde —fue lo que contestó molesto el taciturno príncipe.

   —Soy yo… mi viborita.

   El sonido de esa voz hizo que Albafica temblara de pies a cabeza. Las sombras de la noche lo cubrían tras la figura de la doncella, sin embargo, no necesitaba mostrarse para que el omega lo conociera.

   Manigoldo dio dos pasos al frente y la luz de los hachones lo hizo visible. Un poco más delgado, tostado por el sol y con una barba de muchos días su aspecto distaba mucho de un príncipe que en pocos días se juramentaría. Sin embargo, era él… ni más ni menos era él.

   —¿Qué pasa? ¿No vas a saludarme como me merezco?

   Albafica retrocedió unos pasos; todo su cuerpo temblaba. No era que no quisiera, que no ansiara lanzarse por completo a esos brazos. ¡Qué le cayera un rayo si no quería hacerlo! A pesar de esto, esta vez, no era la irresistible presencia de su Alpha la que lo hacía temblar. ¡Verónica estaba en su cama! ¡Desnudo! ¡Al carajo todo¡ ¡No podía ni pensar!

   —Muy bien, entonces yo saludaré.

   Con la conocida sonrisa sardónica que lo caracterizaba, Manigoldo rompió la distancia que lo separaba de su omega y de un solo movimiento lo tomó en brazos. Albafica se entregó al beso hambriento y salvaje, muy propio del carácter de su hombre. Sus besos eran tan diferentes a los de su otro amante; voraces, avasalladores; sin embargo no eran ni mejores ni peores a los de Verónica… sólo eran distintos.

   —No es que extrañe el hecho de que estés asombrado por mi repentino arribo; aun así, te noto algo disperso.

   Manigoldo frunció el ceño, observando detenidamente el rostro de su prometido y su postura tensa. Sin importarle ni un poco la expresión escandalizada de la doncella, tomó el cuerpo de Albafica en sus brazos y con su pie pateó la puerta de la recamara para cerrarla una vez estuvieron dentro.

   Albafica miró hacia el lecho, sintiendo que su corazón saldría de su pecho; sin embargo, el lugar donde minutos antes reposaba Verónica estaba vacío, y en su lugar sólo quedaba un remolino de colchas y sábanas desechas.

   —¿Pasa algo? —preguntó de nuevo Manigoldo, sintiendo que de repente un suspiro ahogado había salido de la boca de su omega.  Albafica negó con la cabeza y acariciando la barba del Alpha lo besó. Lo besó como había querido hacerlo desde que lo vio. No tenía idea que a dónde había ido Verónica pero estaba claro que los había salvado a los dos.

   —Quiero… quiero que me hagas el amor.

   —Y yo quiero que me expliques por qué él está aquí… mejor aún… ¿Por qué está escondido detrás de tu cortina?

   El corazón de Albafica dio un vuelco. Mirando hacia los cortinajes de la terraza captó de inmediato la insinuación de la silueta de su amante. Para casi todo el mundo, algo así, en medio de una penumbra tan profunda, habría pasado por completo desapercibido. Desafortunadamente, se trataba de Manigoldo; el líder y guerrero más perspicaz que había conocido. El olfato de un sabueso y los instintos de un zorro le tendrían celos y gracias a esas habilidades los había descubierto.

   —Yo… yo… ¡Yo lo quería… lo necesitaba conocer!

   —¿Y también necesitabas seducirlo? ¿Acostarte con él?

   De no haber sido por las penumbras de la noche, la palidez intensa que cubrió el ya de por sí pálido rostro de Albafica hubiera sido completamente evidente. Manigoldo le dedicó una sonrisa de soslayo y, en unas pocas zancadas, llegó hasta el escondite de su primo y descubrió las cortinas que lo cubrían. Verónica estaba allí, temblando y cubierto sólo por una ligera sábana que a duras pena lograba tapar su preciosa desnudez. Manigoldo lo miró y se acercó un par de pasos más, acorralándolo contra su cuerpo y la pared. El omega resoplaba; sus ojos lucían mucho más bellos así… enormes y asustados.

   —Veo que te has divertido mucho con mi prometido, Vero. Y yo que pensé que estarías llorando por mí.

   Una cachetada cruzó el rostro de Manigoldo, haciéndole sonreír. Allí estaba su pequeño rarito; ese era el omega que conocía y que amaba más que a su vida. Sabía que por más desnudo, asustado y humillado que estuviese, su orgullo herido era la máxima de sus virtudes. Esos ojos que se debatían entre la rabia y el temor le miraban con una intensidad que podía traspasarlo. No entendía cómo era que él y Albafica habían terminado enamorados; sus caracteres más bien los obligaban a matarse entre ellos.

   —Todo esto ha sido mi culpa —dijo de repente Albafica, acercándose hasta ellos—. Verónica no tiene nada que ver. Yo pedía que lo trajeran aquí… yo… yo lo seduje.

   —¡No! ¡Eso no es cierto!

   Alarmado, Verónica salió por fin de aquellas gruesas cortinas y se abalanzó contra Manigoldo. Sus hermosas manos de pianista se aferraron a la guerrera del Alpha, sacudiéndolo con violencia. Manigoldo sólo se limitaba a escuchar, sin mostrar ninguna expresión en su rostro. Estaba disfrutando la situación, la estaba disfrutando mucho.

   —Manigoldo… sabes que él es inocente. ¡Lo sabes!

   Manigoldo miró a Albafica y tomando a Verónica de la cintura lo estrechó entre sus brazos. Verónica se sorprendió pero no se resistió al agarre; todo lo contrario; su cuerpo se estremeció y su postura se hizo tensa. Manigoldo seguía siendo el Alpha de su vida; el único que lo hacía sentir como si fuera mantequilla.

   —Dime una cosa, Vero. ¿Todavía sigues siendo virgen?

   La pregunta hizo enrojecer a Albafica y palidecer a Verónica. Ambos omegas se miraron a los ojos y tímidamente agacharon la mirada. Manigoldo sonrió, deslizando una mano bajo la sabana que cubría el cuerpo de Verónica, encontrando a tientas una firme nalga. El Alpha la estrujó con su mano, para sorpresa y asombro de ambos omegas. Albafica gimió; la sola escena le produjo una repentina e intensa erección.

   —… o acaso ya te entregaste a mi futuro esposo —continuó Manigoldo, jadeando cada palabra contra el hermoso y sorprendido rostro—. No te culpo, tranquilo. Sé que es irresistible.

   Anonadado por aquellas palabras, Verónica intentó soltar una nueva bofetada sobre el viril rostro del Alpha, sin embargo, esta vez Manigoldo fue más rápido, deteniéndolo antes de que lograra su cometido. Los ojos del omega estaban encendidos de ira y dolor. Las lágrimas empezaron a surcar su rostro, silenciosas e imparables.

   —Yo te amaba… no sabes cuánto.

   —Sí, lo sé —resopló Manigoldo, estrechándolo más contra su cuerpo—. Y yo también te amo. Sin embargo, también es verdad que soy un jodido cerdo y no pude evitar revolcarme con éste —masculló, señalando con su mentón a Albafica—. Es tan hermoso que pensé que un último desliz antes de casarme contigo no mataría a nadie, pero henos aquí… comprometidos en matrimonio.

   —¿Entonces no lo amas? ¡¿No le amas?! ¡Eres un infeliz! ¡El sí te ama! ¡Te ama con todo su corazón!

   Las lágrimas de Verónica se convirtieron en dagas que perforaron el corazón de Albafica. La pasión, la indignación con la que lo defendía lo estremecieron. Era tan bello, tan dulce y maravilloso que por un momento sintió ganas de tomarlo y llevárselo consigo lejos de allí. Manigoldo no lo merecía; él mismo no lo merecía. Se sentía indigno, inadecuado para un ser tan gentil y generoso.

   —Verónica…tranquilo. Yo sé que él sigue amándote a ti.

   Albafica tomó una sábana más gruesa y acercándose a la pareja, arrebató al omega de brazos del Alpha y despacio lo cubrió con una manta más gruesa. Con dulzura acarició los suaves cabellos de Verónica y depositó un beso en su frente. Manigoldo miró todo desde su posición, estudiando a detalle cada movimiento de los otros hombres. La dulzura, el afecto que se prodigaban era palpable en cada movimiento, en cada mirada.

   —Te equivocas, viborita… Yo también te amo.

   Las manos de Albafica quedaron congeladas a cada lado de la cabeza de Verónica. Su respiración se entrecortó y sus ojos se aguaron. De todos modos, ni una lágrima salió de ellos. Parecía anonadado, confundido más no apesadumbrado. Tampoco estaba feliz; parecía como si las palabras de Manigoldo fueran algo que ya había escuchado antes.

   —Ya te lo dije antes de aceptar el compromiso… no te creo.

   —¿Me creerás si te muestro esto?

   La mano diestra del Alpha se perdió entre su abrigo. De repente, una rosa blanca y hermosa estaba en su mano. Albafica dejó salir un grito y con su cuerpo apartó a Verónica, lleno de absoluto pavor.

   —¡¿Cómo?! ¡¿Cómo es que puedes sostener eso?!

   En el rostro de Manigoldo volvió a aparecer la sonrisa sardónica que tanto lo caracterizaba. Comprendía perfectamente el horror de Albafica al estar viendo de frente y tan cerca esa flor que años atrás casi le cuesta la vida. Esa flor que había hecho de su vida un inferno y que irónicamente de una forma u otra los llevó a conocerse. Era una flor hermosa y fatal; igual a Albafica.

   —Cuando supe tu historia me interesé mucho en esta flor —relató Manigoldo, llevándola hasta su nariz para absorber su aroma—. Duré meses buscándola hasta que la encontré. No te preocupes… se le ha removido todo el veneno. Los facultativos del reino han dado por fin con el antídoto. Nunca más nadie deberá morir por tocarla ni vivir el mismo tormento que viviste tú, mi viborita —le sonrió, tomándolo del mentón—. El pensar en que de repente tu veneno se volviera a activar y te matara me enloquecía. Sí, es cierto que tu padre me obligó a comprometerme y que sentí mucha rabia al saber que me habías ocultado tu verdadero abolengo, pero no nos mintamos… caí rendido por ti desde la primera vez que te vi.

   Albafica tomó la flor entre sus manos y en ese momento sus ojos finalmente se inundaron de lágrimas. Había pasado tanto sufrimiento por culpa de esa simple florecita; tanto dolor, tanta culpa. Ahora, gracias a Manigoldo podría ser libre, completamente libre por fin. Ni siquiera había considerado la posibilidad de que el veneno se volviera activar en su sistema, pues se suponía que ya no quedaba nada en su cuerpo. Sin embargo, Manigoldo si lo había pensado y había arriesgado su vida otra vez al buscar aquella flor. Ahora podría tomar el antídoto y evitar cualquier riesgo por si las dudas. Si eso no era una prueba de amor, entonces no sabía qué lo era.

   —Mi amor…

   Los fuertes brazos se Manigoldo lo estrecharon. Mientras tanto, Verónica observaba la escena anonadado; conocía la historia y comprendía todo lo que aquella flor significaba; lo qué no sabía era qué sentir… qué hacer.  

   —Mi bichito, ven —lo llamó Manigoldo, invitándolo al abrazo. El omega se quedó quieto, paralizado y entonces el Alpha se acercó y lo halo hacia él. Verónica cayó entre los delicados brazos de Albafica y los poderosos de Manigoldo y sintió una extraña calidez, como si estar entre los dos no fuera algo perverso y retorcido… como si aquel extraño triángulo amoroso fuera exactamente lo que debía suceder.

   —Sé que les sonará una locura, pero amo a ambos. No renunciaré a ninguno de los dos—. Manigoldo tomó a cada omega en uno de sus brazos y con fuerza los estrechó contra su pecho—. Cuando mi espía en palacio me escribió diciéndome que habías mandado a traer a Verónica aquí con la intensión de humillarlo, quise venir y azotarte —le dijo a Albafica con un tono que mostraba que la amenaza guardaba más lascivia que rencor—. Vaya sorpresa recibí cuando varias semanas después me escribe alertándome sobre “conductas viciosas entre omegas” —remató con su sonrisa torcida.

   —Quise odiarlo… pero no pude —confesó Albafica, acariciando el suave rostro de Verónica—. De hecho te odié un poquito a ti por haberlo traicionado —siseó con una precioso puchero.

   —Albafica sólo quería ser amado aunque fuera una vez —sollozó Verónica, su rostro envuelto en lágrimas—. Nunca fue su intensión separarme de ti, pero su padre no iba a permitir su deshonra y un nuevo dolor.

   —Y yo soy incapaz de separarme de ustedes —anotó Manigoldo, aumentado el agarre—. Díganme… ¿quieren casarse conmigo? ¿Los dos?

   Albafica y Verónica perdieron del todo los colores. De no haber estado entre los brazos del Alpha, muy seguramente ambos habrían caído desmayados. Manigoldo les sonrió y tomando suavemente el mentón de Verónica lo besó, deleitándose en la dulzura y suavidad de estos. Lo soltó después de varios segundos, virando entonces hacia Albafica para repetir la acción. Ambos omegas temblaban, incapaces de resistir el encantador embrujo de aquel hombre; su lado más sumiso les pedía entregarse, rendirse completamente a sus encantos.

   —Ambos quieres ser míos… lo desean —afirmó el Alpha, acariciando ambas espaldas y absorbiendo con su agudo olfato el dulce aroma que emanaba de ellos—. Uno de ustedes entrará en celo pronto… y ese serás tú… Vero.

   Verónica afirmó con la cabeza; sus ojos se cerraron y su cuerpo se inclinó en dirección al Alpha. Albafica se colocó a espaldas de Verónica y lo abrazó, todo ello bajo el control dominante de las feromona de Manigoldo.

   —Es hermoso lo que ha nacido entre ustedes también —anotó cuando los omegas se juntaron en un tibio y cálido beso—. Yo también soy incapaz de separarlos —jadeó, acariciando ambas cabelleras mientras el beso entre los omegas se hacía más y más profundo—. ¿Lo ven? —preguntó, mirándolos a los ojos cuando el beso se rompió—. Ustedes tampoco se quieren separar.

   Manigoldo tomó a sus omegas de la mano y despacio los condujo a la cama. Con cuidado los desnudó… a uno por uno. A Albafica ya no lo conocía, a Verónica no. No iba a desvirgarlo hasta la boda pero había otras formas en que lo podía probar hasta que ese momento llegara.

   Porque llegaría.

   Era un hecho…

   Albafica sería su esposo y Verónica también. ¿Cómo? Pues bien… eso ya lo verían.

 

 

   En el salón del trono toda la corte se encontraba reunida. Los duques de Mizar también habían sido convocados al reciento, molestos aún por el desplante hecho semanas atrás a su hijo. Verónica estaba de pie en el balcón principal del segundo piso; desde allí observaba el panorama, acompañado por los donceles y doncellas más prestigiosos del reino. Albafica acompañaba a su suegro al lado izquierdo del trono real, junto a su padre; al lado derecho se encontraba Shion y Yuzuriha, esperando ansiosos la coronación  de su hermano.

   —Nobleza, vasallos, clérigos y maestres ¡Salud! ¡Benditos sean!

   Con estas palabras, Sage abrió el discurso de coronación de su heredero. Era una mañana hermosa y soleada, llena de buenas energías; perfecta para la ocasión.

  Un toque de trompetas precedió la entrada del futuro rey, quien seguido de sus más leales escuderos caminó hasta las escalinatas del trono, postrándose a los pies de su padre. Estaba impecable y solemne en una guerrera azul que combinaba perfecta con sus cabellos. La espada en su cinto era el regalo más preciado de su padre; el arma que libró tantas valientes batallas.

   Los salvajes del sur… los enemigos que más habían conocido su filo.

   —Padre querido. ¡Bendito seas!

   Sonriente y lleno de amor en su mirada, Sage bajó los escalones que lo separaban de su hijo y se colocó frente a él. Albafica y Verónica veían el momento desde sus posiciones, con sus corazones latiendo furiosos en sus pechos. Toda la corte guardaba un respetuoso silencio; la misma brisa parecía haber mermado su sonido en contemplación del acontecimiento.

   De repente, el sonido de un corcel a galope  rompió el encanto del momento. Un jinete veloz y con espada en mano se abalanzó contra la guardia, abriéndose camino hasta Manigoldo y Sage.

   —¡Cuidado, padre! —exclamó el príncipe, cubriendo al omega. Sage reparó en los movimientos estudiados y preciosos del agresor y de repente se quedó frio como el hielo. Esa técnica, esa grácil y perfecta forma de moverse y sostener la espada. No había nadie que blandiera la espada como él… nadie.

   —¿Quién eres? ¿Qué es lo que deseas? —masculló Manigoldo, afrontando un golpe de espada con su propia arma. El sonido del metal chocando los tenía a todos espantados. Todo sucedía muy rápido, con mucha confusión. De repente otro sonido surcó el ambiente. Manigoldo estaba a punto de ceder ante la presión de su atacante cuando una flecha, veloz y certera se clavó en el cuello del atacante, matándolo en el acto.

   El hombre cayó al suelo junto cuando la guardia se acercó. Metros más atrás, otro hombre a caballo sonrió, mostrando su amarillenta dentadura. Sus tatuajes, su cabellera enmarañada y sus ojos como el carbón daban cuanta de su raza: era un salvaje del sur… ni más  ni menos.

   —Lo siento… llegamos tarde —dijo en su lengua.

   Un grupo de salvajes se acercó y, tomando el cadáver del muerto, lo montaron en otro caballo antes de que la guardia revelara su identidad. Gruñeron cuando los soldados quisieron arrebatarles el cuerpo y entonces por fin alguien más habló.

   —Lo siento… ellos son mis invitados.

   Lugonis, padre de Albafica bajó desde el segundo piso y presentado sus respetos al rey y a la corte continuó:

   —Recientemente mi reino ha firmado un tratado de paz con ellos. Debido a esto consideré respetuoso invitarlos al compromiso oficial de mi hijo Albafica. Parece que finalmente decidieron presentarse… y en qué momento. Ahora parece ser que hemos quedado en deuda con ellos.

   —¿Y qué pretenden? —se estremeció Sage.

   —Posiblemente lo mismo que con mi reino: paz, armonía, tratos comerciales y culturales.

   —¿Usted entiende su idioma?

   —Algo —aceptó el hombre, y acto seguido inquirió—. Entonces… ¿están de acuerdo en firmar la paz?

   Manigoldo miró a su padre; algo en su mirada decía a Sage que su hijo esperaba una respuesta afirmativa de su parte. Toda la corte guardó silencio, la guardia se mantuvo atenta y el líder de los salvajes desmontó.

   —Hecho —aceptó por fin Sage, realizando una reverencia a sus nuevos aliados.

   —Muy bien —sonrió afablemente Lugonis—. Luego de la coronación fijaremos la fecha del bautizo. Manigoldo deberá convertirse al credo de los salvajes; es un punto inapelable para firmar la paz.

   Todos se quedaron boquiabiertos. Albafica y Verónica se miraron a la distancia… ¿Entonces… sería posible que…? Los labios de Albafica se curvearon en una tenue sonrisa, Verónica le devolvió sutilmente el gesto. No entendían nada de lo que estaba pasando, ni siquiera estaban seguros de que estuvieran pensado lo mismo; solo sabían que amaban a Manigoldo y que confiaban plenamente en lo que hacía.

 

 

   Sage subió hasta lo más alto de su torreón y ordenó a su escolta y pajes esperarlo abajo. Su corazón galopaba al ritmo de un caballo desbocado; sentía la tensión de sus músculos en cada escalón que subía. La euforia y la ansiedad subían hasta su garganta, estrechándola a tal punto que se sentía difícil respirar.

   Cuando alcanzó el final del camino, su cuerpo actuó por reflejo, quedándose paralizado bajo el umbral de piedra.

   En el extremo de la torre, de pie y tan hermoso como lo recordaba, estaba Hakurei… su querido y amado Hakurei. Sus cabellos cenizos ondeaban con la gracia de mil gaviotas, sus ojos inteligentes y astutos le devolvían una mirada intensa y apasionada.

   Los ojos de Sage se llenaron de lágrimas. ¡Lo sabía! ¡Lo había sabido desde el mismo instante en que le vio blandir la espada! ¡Era él! ¡Lo reconocería aunque estuviera ciego, sordo y mudo! ¡Ni siquiera su olor había cambiado! Ese olor intenso a lluvia y arena, tan intenso como el de cualquier Alpha aunque no lo fuera.

   —Eres un maldito… ¡Te odio y te desprecio! ¡Eres un maldito!

   A pesar de sus palabras, el cuerpo de Sage se recuperó y con el ímpetu de un sediento tras un oasis, surcó la distancia que lo separaba de su hermano y de un solo movimiento se lanzó a sus brazos.

   Sin perder ni un poco su compostura; algo que Sage realmente odiaba, Hakurei lo apretó con fuerza y sin mediar más palabras acercó sus labios y lo besó.

   Ni mil años serían suficientes para hacerle apagar el fuego de amor que lo consumía. Ser correspondido sólo empeoraba las cosas. Hakurei aceptó el matrimonio de Sage con un estoicismo que le obligó a partir a cuanta guerra encontraba. ¡Pero la muerte perversa lo esquivaba! Ahora esa misma parca se había llevado al marido de Sage, un hombre bueno y noble al que deseaba que se estuviera retorciendo en los más profundos infiernos. Quiso regresar ese mismo año, pero fue capturado por los salvajes del sur justo el día que  pensaba volver al reino. Para su fortuna, el ejército de Lugonis lo rescató, firmando con su entrega la paz.

   —Eras tú… sabía que eras tú. ¡Estás vivo!

   Hakurei sonrió, besando la pálida mejilla de su hermano.

   —El cochino de Manigoldo se ha enamorado de dos omegas. Me pidió que lo ayudara y lo hice; haría lo que fuera por él… sé que es tu favorito.

   —Ese degenerado —rió bajito Sage, sobando cariñosamente la mejilla de su hermano.

   —Podrá casarse con ambos —comentó socarronamente Hakurei—. Los salvajes del sur son polígamos. Una vez se bautice podrá pedir la mano de su primo; tal parece que Verónica también está de acuerdo.

   —El omega extranjero lo pervirtió —dijo entre besos Sage—. Pasaron semanas enteras revolcándose hasta que llegó Manigoldo y se les unió.

   —Los salvajes del sur también aprueban el incesto, ¿sabías? —comentó lascivamente Hakurei, apretando la nalga de Sage.

   —¡No seas cerdo! —lo riñó el gemelo, apretándose más contra el otro cuerpo.

   Hakurei rió y entregado a las caricias volvió a apoderarse de esos labios que tanto anhelaba. ¡Que la muerte se fuera al carajo! Ya no dejaría que ni ella lo separara de Sage.

 

 

   La boda entre Manigoldo y Albafica se celebró al inicio del otoño y para la llegada del invierno ya se estaba anunciando que tomaría un segundo esposo tal cual ordenaba el credo al que se había unido meses atrás.

   Verónica lucía precioso en su túnica blanca y según el ritual de los salvajes era justamente el primer esposo quien debía conducirlo hacia el altar. Albafica caminó a su lado hasta dejarlo de pie junto a Manigoldo, la sonrisa de los tres iluminó la fría mañana y dio algo de brillo al ambiente invernal.

   —Por fin… por fin serás mío.

   Un encantador sonrojo cubrió las mejillas de Verónica ante el galanteo de su futuro marido. Al término de la ceremonia los recién casados partieron a la torre del rey y una vez acomodados por lo sirvientes fueron dejados en privado.

   —Aún no puedo creer que esto esté pasando —suspiró Verónica, entregándose cálidamente al brazos de su Alpha. El celo estaba comenzando a llegar y con él, las inmensas ganas de por fin ser tomado por completo.

   Manigoldo lo desnudó paso a paso, tomándose su tiempo; deleitándose francamente ante cada pieza de tela que caía, ante cada centímetro de piel expuesto. Albafica era como un copo de nieve, pero en esos meses no le había faltado su amor. Verónica en cambio sería suyo por primera vez; ese deseo que había existido desde la adolescencia sería finalmente materializado.

   —Eres hermoso… —le susurró al odio, mientras lo tendía sobre la cama. La noche que había regresado al reino lo había tenido en sus brazos, sin embargo, en esa ocasión  no podía tomarlo por completo.

   Ahora sí, ahora era su esposo. Ahora no tenía que reprimirse. Le hubiese gustado que Albafica pudiese estar también pero su primer esposo quiso darles el espacio que ellos también tuvieron la noche de su boda. No había celos ni envidias; eran simple protocolos y los cumplían.

   Manigolodo se dedicó a acariciar palmo a palmo el cuerpo tan anhelado. Ahora que lo pensaba, nunca se le cruzó de forma real por la mente la posibilidad de renunciar a su primo. No sabía cómo, no sabía cuándo, pero sabía que encontraría la manera hacerlo suyo a pesar de estar casado y lo hizo. No había posibilidad de que le hubiese entregado a Verónica a otro… a otro que no fuera Albafica.

   El calor aumentó al mismo nivel que las feromonas. El frio de la noche nevada era difícil de apreciar dentro de las mantas y el choque de pieles. Manigoldo era experto en el arte de amar; Verónica había adquirido una tierna experiencia por la que el Alpha estaba considerando premiar a Albafica. La boca de Verónica sabía a frutas y a miel, a vino y néctar; su forma de besar era más suave que la del otro omega, pero no por ellos menos diestra y apasionada.

   Cuando Manigoldo bajó hasta su pezón, Verónica dejó escapar un gemidito y se arqueó; el Alpha le chupeteó, jugando con su lengua y casualmente llevó su mano a la entrepierna del omega.

   Los fluidos empezaban a florecer gracias a la necesidad del celo. Verónica separó sus piernas y de esta forma manifestó silenciosamente a su marido la urgencia de ser poseído.

   Manigoldo jugueteó entre sus muslos y luego de un rato, introdujo sus dedos en el húmedo y suave interior que le invitaba a entrar. Verónica se deshizo en contorciones de placer y buscó la boca de su hombre antes de sentir cómo sus piernas se humedecían de calor.

   —Tómame… por favor, mi amor. Hazme tuyo… hazme tuyo ahora.

   El miembro de Manigoldo respondió por él. Estaba duro como una roca y listo para entrar. Despacio se ubicó en el sitio correcto y poco a poco comenzó a empujar. Verónica se agarró a las sabanas y gimió más alto; la presión en su entrada se hizo quemante y deliciosa, desesperante.

   —¡Tómame! —exclamó el omega, justo en el momento en que su intimidad se amplió, recibiendo ansiosamente el pene grueso y enorme del Alpha.

   —¡Joder! —gruñó Manigoldo, perdiéndose en la calidez y suavidad de aquel pasaje. Sus manos se aferraron a las caderas suaves y agitadas que buscaban más y más fricción. Su pequeño era un goloso tan lascivo como su otro omega. No podía esperar para tenerlos a ambos sobre la cama; cogérselos a los dos.

   —Mani… te… te amo —sollozó Verónica, perdido en el placer. Manigoldo suavizó sus embestidas, bajando un poco el torso para alcanzar sus labios. Lo besó… lo besó como ya podía hacerlo; cómo un Alpha besa a su omega, como un marido besa a su esposo.

   Cuando el clímax llegó, Verónica sintió el semen mezclarse con sus fluidos, buscando hacerle un hijo. Su cuerpo se sentía pesado y tembloroso. Chilló un poquito cuando sintió que Manigoldo lo tomaba con gentileza, colocándolo sobre su estómago. Ni siquiera tuvo tiempo de decir nada más cuando el hombre lo penetró de nuevo.

   Manigoldo sonrió por lo bajo. Su querido primito sabría que su noche de bodas sería, literalmente… toda una noche.

 

 

   A la mañana siguiente, Verónica se despertó con el olor de la vainilla y el caramelo en su nariz. Haciendo un encantador mohín de placer, bostezó y se estiró. Cada articulación de su cuerpo se resintió y el dolor en sus músculos lo terminó de despertar. Había en su piel recuerdos muy vistosos de la noche anterior; la más importante, la marca de apareamiento en su cuello.

   —Veo que fuiste igual de intenso que siempre —riñó Albafica a su marido, viendo los moretones en la hermosa piel de Verónica. Manigoldo sonrió y le palmeo una nalga.

   —Más respeto a tu marido y señor —ordenó, lanzándose sobre él. Albafica lo besó, deshaciéndose de la molesta túnica que cubría su cuerpo. Después de unos cuantos besos, su mirada se posó sobre Verónica y suavemente lo acarició, besándolo también.

   —Por fin… por fin podemos estar juntos los tres —lloriqueó el príncipe de Mizar, devolviendo las caricias de Albafica. Desde la primera boda de Manigoldo, ambos omegas habían tenido que interrumpir sus encuentros nocturnos por seguridad. Las ganas de volver a besarse, de volver a  tocarse se habían vuelto una agonía. Cada mirada era una lenta tortura… cada noche de soledad para Verónica, una eternidad.

   En medio de las caricias, Manigoldo los separó un momento y se puso en medio de ellos. Verónica lo miró y el Alpha lo olisqueó, besando su marca de apareamiento.

   —Eres mío… —le dijo, lamiendo su cuello—. Sin embargo, hice una promesa el día de mi boda con Albafica. Mi viborita quiere tenerte… quiere hacerte suyo; es un pervertido al que le gusta tomar el control.

   —Sólo una vez intente meterte un dedo —se defendió el omega, sonrojado. Verónica los miró a cada uno de ellos a los ojos y su boca se abrió. Su inocencia jamás le permitió pensar si quiera en aquella posibilidad. A pesar de amar profundamente a Albafica, nunca pensó que un omega pudiera desear aquello.

   —Hay omegas dulces e inocentes como tú —susurró Manigoldo, deslizando sus manos por la suave y sedosa cabellera de su nuevo esposo—. Y luego, hay omegas viciosos, atrevidos y perversos como este —señaló a Albafica, tomándolo del cuello para un beso salvaje y brutal.

   Verónica los observó, los estudió palmo a palmo. La forma en la que se amaban era obscena, animal, como de bestias. Sintió humedecerse de nuevo y se estremeció. ¡Quería eso! ¡Lo deseaba con todas sus fuerzas! Quería que Albafica lo tomara también; que lo hiciera suyo una y mil veces, al tiempo que era tomado por Manigoldo. Los tres juntos, unidos, siendo uno solo; era algo que necesitaba sentir.

   Cuando Albafica se colocó sobre él, llenándolo de besos, Verónica estaba deshecho en humedad. El paso del miembro entre sus nalgas no revirtió ninguna molestia, salvo una pequeña quemazón que de inmediato se transformó en placer. Sí aquello era un vicio, vicioso sería para siempre. No le importaba ni siquiera ser descubierto, ser juzgado por ello. Se había entregado a dos hombres por completo, y lo seguiría haciendo.

   Mientras tanto, Manigoldo se instaló tras la espalda de Albafica. Ver la curvatura de su espalda acentuándose tras cada embestida, calentó su sangre a un punto en qué jamás pensó que fuera posible. Primero tanteó sus nalgas y robando un poco de los fluidos de Verónica, deslizó dos dedos entre la ranura, encontrando el dulce anillo de presión.

   Un sonoro gemido abandonó la garganta de Albafica cuando Manigoldo lo invadió. Las manos grandes de su marido frotaron su pecho y Albafica giró su rostro por un momento para agradecerle con un húmedo beso. Las manos de Verónica se explayaron por los muslos de Albafica; sintiendo la tensión que se formaba en ellos cuando embestía y cuando era embestido. Era como si de esta forma él también pudiera sentir a Manigoldo; unidos los tres.

   —Sí… así —jadeó Albafica cuando los dedos de su esposo fueron remplazados por su imponente falo. Chilló y embistió más fuerte a Verónica, quién también gimió de placer.

   —Estoy cerca… o estoy tan cerca —exclamó el omega, con lágrimas en los ojos. Albafica tomó su pene y lo sacudió. Verónica se arqueó y abrió más las piernas; su cuerpo entero era un solo latido. Se sentía tan usado, tan mundano, tan profano; gozando intensamente con un hombre tan omega como él. Un hombre que en teoría no era su esposo… un hombre que por naturaleza no debería querer.

   Encontraron el placer juntos y felices. El amor era algo inesperado a lo que no se pudieron contener. Crearon una pantomima, fingieron un falso ataque contra el rey, revirtieron leyes antiguas y hasta profesaron una nueva fe.

   Todo eso hicieron para estar juntos; todo eso y más… mucho más con tal de nunca separarse.

   Manigoldo escribió un manuscrito con este precedente para que otro vicioso como él lo usara si lo llegaba a necesitar. Muchos años después su tatatataranieto lo descubrió entre miles de libros empolvados y lo leyó.

   El hombre sonrió. Después de tantas generaciones, nunca nadie más había vuelto a usar el ritual pagano para contraer nupcias. Los salvajes del sur se consideraban extintos… aunque quizás, solo quizás, aun podrían quedar los últimos de ellos.

   Sólo debía buscarlos, encontrarlos y firmar de nuevo la paz. Entonces podría bautizarse, convertirse y tomar en matrimonio a los dos… a sus dos omegas.  

 

 

   FIN…

  

 


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