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The last of the wilds por Sherezade2

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Notas del capitulo:

=) Gracias por leer. 

  Capítulo II

 

      Se despertó con la sensación de aquellos labios de cereza sobre su piel; la suavidad de la larga cabellera azul entre sus manos; el aliento tibio y dulce contra su rostro. Inolvidable… inquietante.

   Había pasado ya una semana desde aquello y sin embargo, para Verónica, era como si no hubiera transcurrido ni un minuto. Nunca había conocido una dulzura más adictiva que la de aquellos labios, nunca había sentido un olor tan fascinante y abrumador en otra piel. Los besos de Manigoldo no eran  dulces ni suaves; el aroma del hombre tenía un almizcle salvaje y salado; de Alpha. Carecía de la delicadeza natural y armoniosa que solo podía tener un omega.

   Tembló. ¿Por qué sentía así? ¿Por qué pensaba así? ¡Era un omega! Los omegas gustaban de los Alphas, los betas también podían gustarles con menor intensidad, pero era el Alpha el complemento perfecto para los de su clase. Otro omega estaba fuera del círculo de posibilidades. Era una aberración, un pecado.

   No podía seguir así. Se estaba consumiendo en ambigüedades ridículas que no lo conducirían a ninguna parte, y que le estaban atormentando la cabeza y el corazón. Durante aquellos días, Albafica no le había dirigido la palabra en ningún momento; aparentemente molesto. Se habían cruzado las miradas muchas veces sin poder evitarlo, pero nada más que eso. El día del beso, ambos habían corrido en direcciones opuestas hacia las salidas del jardín y no volvieron a verse hasta la mañana siguiente.

   Molesto consigo mismo por seguir dando vueltas una y otra vez sobre el mismo tema, se levantó de la cama y se colocó un grueso abrigo negro antes de salir hacia la gran terraza. Los pasillos estaban casi desiertos, con unos pocos guardias vigilando en las puertas y otros pasando ronda. Pasó de ellos con un asentimiento de cabeza y siguió su camino. El amplió balcón estaba a pocos pasos de distancia, con los grandes ventanales abiertos de par en par. La brisa fresca de finales de verano levantó al vuelo sus largos y sedosos cabellos rubios. Sus ojos se entornaron, distinguiendo la silueta apostada al otro extremo de la terraza; impecable y perfecto en su largo camisón blanco y sus cabellos como el mar. Albafica ladeó su rostro y lo miró; en sus manos, una rosa negra yacía escondida; hermosa y lúgubre, como una mariposa nocturna.

   —¿Tampoco puedes dormir? —preguntó el extranjero, con ese acento precioso del otro lado del mar.

   Verónica lo miró a los ojos y negó con la cabeza. Su mirada se desplazó hacia la rosa por breves instantes, volviendo luego a su acompañante. Albafica notó el gesto y se acercó lentamente. Sus dedos delgados acariciaban la rosa, separando uno a uno cada uno de sus pétalos.

   —¿Te gustan la flores? —preguntó cuándo estuvo a pocos pasos de su acompañante. Verónica negó con la cabeza.

   —Prefiero los insectos de colores; de esos que brillan en la oscuridad.

   —Las rosas negras son como insectos de la noche —respondió Albafica—. Sin embargo, no son las más bellas… ni las más peligrosas.

   Verónica lo miró con curiosidad. Albafica continuó con su monologo; también continuó acercándose.

   —Las rosas blancas son las más bellas de todas… y también las más peligrosas. Son venenosas, ¿Lo sabías? Una sola gota de su néctar puede matar a mil hombres con más efectividad que un ejército.

   —¿Leíste eso en algún libro de botánica? —preguntó Verónica, inquieto, viendo el último pétalo de la rosa caer de las manos de Albafica.

   —Me pinché con una —respondió el susodicho, cortando por completo el espacio entre ellos—. El veneno no me mató…. Se metió en mis venas e infectó mi sangre; me hizo más mortal que una flecha. Mataba con solo rozar.  

  Los ojos de Verónica se abrieron cuan grandes eran; se veían hermosos así de inmensos; aterrados, consternados y llenos de asombro. El viento volvió a mecer ambas cabelleras, rozándolas entre ellas. Albafica alzó una mano, acariciando con sus dedos los labios llenos y sonrosados del hermoso duque.

   —Ya he sido curado  —susurró en voz baja, acariciando al otro omega con su aliento—. Habrías muerto hace una semana si no fuese así; tú impertinencia te habría costado la vida.

   Verónica intentó retroceder unos pasos pero Albafica lo detuvo, tomándolo por una mano.

   —No puedo dejar de pensar en ti.

   —Esto es una locura… Lo sabes —jadeó Verónica, sin ni siquiera intentar alejarse de aquel cuerpo que sólo lo atraía más y más.

   —Quería saber que era lo que veía en ti; por qué te amaba tanto —anotó el extranjero, tomando entre sus manos varias hebras de la preciosa cabellera rubia—.  Pero me estrellé contra tu belleza, tu fortaleza y honestidad.

   —Somos omegas.

   —Y esto está prohibido, lo sé —asintió Albafica, con sus dedos rozando la pálida mejilla contraría. Sus frentes se pegaron una contra la otra, y sus labios quedaron a milímetros de distancia.

   —Te casarás con Manigoldo y yo terminaré por regresar a mi hogar y me buscaran otro marido —resopló Verónica, apretando sus ojos como respuesta a la dulce caricia.

   —Así será —respondió Albafica.  

   Sus labios se juntaron de nuevo. Albafica pegó su cuerpo contra el de Verónica y sus dedos se desplazaron hacia el cuello del omega, acariciándolo suavemente en dulces cosquillas. Verónica respondió tomando a su acompañante por la cintura, pegándolo todavía más a su cuerpo. El viento les acariciaba y jugaba con sus cabellos y sus ropas; como si en algún momento pudiese ponerlos a volar.

   Esa noche hicieron el amor sobre las sabanas algodonosas de la cama de Albafica. Se desnudaron mutuamente y mientras lo hacían, Verónica se preguntó si acaso se detendría de tocarle si siguiera siendo venenoso. Supo que no cuando volvió a tomar esos labios que había deseado durante esos agónicos días y los recorrió con su lengua. Albafica los separó con un gemidito, permitiéndole jugar con su lengua.

   Sabía tan bien, tan dulce. Si esa dulzura era consecuencia de haber estado envenenado, entonces bendita aquella flor que lo pinchó. Manigoldo seguramente había pensado de igual forma, supo enseguida, por lo bien que lo conocía. La piel de Albafica era como caminar sobre seda, como bañarse en finos y perfumados aceites. Soltando sus labios, devoró su cuello, y llevó una de sus manos a la estrecha cadera. Albafica pujó y levantó su cadera; la erecciones volvieron a rozarse, húmedas y necesitadas. Ambos gimieron sobre la boca del otro y volvieron a besarse. Albafica bajó su mano y tomó ambos miembros, bombeándolos juntos contra su mano. Eran prácticamente del mismo tamaño y grosor. También estaban igual de duros y mojados.

   Esa noche no hicieron más que eso. Se exploraron, se besaron y conocieron un poco más de sus cuerpos. Las siguientes semanas fueron un poco más que simples besos y caricias. Se escapaban a la mejor oportunidad, tomaban más baños de los necesarios sólo por el placer de tocarse y amarse hasta la saciedad. Se dedicaban caricias secretas bajo la mesa mientras pretendían escuchar con atención las banalidades de los otros cortesanos. Comenzaron a entenderse sólo con las miradas y los gestos; sabían que en la corte los rumores de su repentina cercanía y amistad empezaban a ser la comidilla de los nobles. Empezaban a temer ser descubiertos.

   —Tenemos que ser más cuidadosos —dijo Verónica, en medio de uno de tantos besos de aquella noche.

   —No me importa lo que diga la corte —respondió Albafica, desnudo entre los brazos del otro omega—. Sólo Manigoldo me separará de ti, y el aún no regresa.

   —No tardará en volver —respondió Verónica— fue lo que le escuché decir a mi tío Sage.

   —¿Y crees que él me separará de ti? —frunció el ceño Albafica.

   —¡Por supuesto que lo hará! —replicó Verónica—, será tu esposo.

   Un suspiro salió de la garganta de Albafica. Sabía que las palabras de Verónica eran ciertas, aunque pensar en ellas produjera tanta desazón en su corazón. Las cosas no habían salido ni un poquito como las había planeado. Jamás pensó en llegar a adquirir todos esos sentimientos por otro omega, y menos por el antiguo prometido del que sería su esposo. Sí, era una locura total, pero ahora se sentía tan enamorado de Verónica como lo estaba de Manigoldo y no quería renunciar a ninguno de los dos.

   Sin querer pensar más en ello, tomó a su amante y lo arrojó a la cama, tendiéndose sobre él. Le separó las piernas con cuidado y se instaló sobre su cuerpo. Tenía tantas ganas de poseerlo, pero no podía arruinarlo de esa forma. El tenía un matrimonio asegurado, su precioso Verónica no, y aunque fuera un omega, no quería dañar la primera experiencia que éste tuviera con su primer Alpha.

   Primer Alpha, maldición. La sola idea de su hermoso Verónica entre los brazos de un Alpha cualquiera le producía una ira, una rabia y una mal genio terrible que no sabía cómo explicar. Extrañamente, imaginarlo con Manigoldo, gimiendo de placer bajo ese cuerpo que ya el conocía tan bien, no le producía ni el más leve malestar. Podía confiar que Manigoldo lo trataría con la delicadeza y la gentileza que Verónica merecía, como lo había tratado a él cuando lo desvirgó.

   Sacudió de nuevo la cabeza y se entregó de nuevo al placer, frotando sus caderas contra la otra pelvis, mientras su boca buscaba ansiosa el otro par de labios. Verónica gimió y alzó más sus caderas, aumentado la fricción. Sus manos resbalaron por la suave espalda, apartando la azulada cabellera hasta encontrar el par de montículos respingados al final de ésta. Se besaron de nuevo, les encantaba besarse. Cuando el orgasmo llegó ambos quedaron tendidos y sudorosos sobre la cama, Albafica acariciaba la baja espalda de Verónica, tendido a su lado y comenzó en ese momento a pensar seriamente en la posibilidad de no tener que renunciar a él.

   —Dime una cosa, Verónica —preguntó, levantando un poco la cabeza para poder verlo bien a los ojos—. ¿Sabes por qué te hicieron venir a la corte?

   —Porque Manigoldo lo exigió así —respondió con pesadumbre Verónica. Albafica negó con la cabeza.

    —Te equivocas —respondió, sonrojándose un poco—,  fui yo quien lo exigió. Quería conocerte, humillarte y verte regresar a tus tierras sin nada. Si Manigoldo iba a ser mío amándote a ti, entonces por lo menos me quedaría con tu dignidad.

   —¿Quiere decir que Manigoldo no sabe que estoy aquí? —preguntó Verónica, totalmente anonadado. Albafica negó con la cabeza.

   —Me va a matar cuando se entere.  

   —¿Por qué se comprometió contigo? —Verónica se levantó, quedando sentado en el lecho, la sábana deslizándose sobre su espalda. Si Albafica seguía diciendo una y otra vez, que Manigoldo seguía amándole, entonces no entendía que era lo que había pasado allí.  

   —Me enamoré de el hace un año —confesó Albafica, como si estuviera viendo en su mente ese momento exacto—. Fui atacado por un grupo perteneciente a los últimos salvajes del sur y éstos me hirieron con una flecha.

   —Manigoldo… él…

   —Sí —confirmó Albafica—, él estaba ayudando en la frontera. Se acercó a pesar de mis advertencias y retiró la fleca de mi cuerpo. Creí que  mi veneno lo había matado pero no lo hizo. Me sonrió… “No eres tan venenoso como creías”, me soltó con descaro. Los médicos descubrieron poco después que llevaba meses sin tener veneno en mi sangre.

   Verónica agachó la cabeza, asimilando cada una de las palabras dichas por Albafica. Ahora entendía los sentimientos del omega, lo que seguía sin entender era los sentimientos de Manigoldo. ¿Se habría enamorado él también? ¿La lejanía, la guerra y la soledad habrían hecho mudar sus sentimientos hacia ese hermoso omega?

   —Yo no le dije que era el príncipe de ese país y le pedí que pasara conmigo mi celo —se sonrojó un poquito—, pensaba que él tenía alguna clase de inmunidad a mi veneno y quería sentir una única vez lo que era ser amado.

   —¿Te habló de mí?

   Albafica afirmó con la cabeza, sus cabellos cayendo sobre el rostro de Verónica.

   —Todo el tiempo. Cuando se enteró que yo era realmente un príncipe y que mi padre se había enterado de lo nuestro, sentí su odio por primera vez. Me dijo que se haría responsable, que se casaría conmigo a pesar de mi negación. Por esos días se certificó lo de mi curación y entonces se selló el compromiso.

   —Manigoldo… Manigoldo jamás te hubiera dejado deshonrado.

   —Así es —afirmó Albafica—. Aunque mi padre usó algo más para presionarlo. Dijo que nunca me había visto tan feliz desde lo de mi accidente y que haría lo que fuera por conservar mi sonrisa.

  —¿Qué podría tener tu padre para presionar a un príncipe extranjero? —se extrañó Verónica, frunciendo el ceño. Albafica se encogió de hombros.

  —No lo sé, pero debe ser algo muy importante como para hacer que Manigoldo empezara a verse repentinamente muy feliz por nuestro compromiso, a pesar de tu perdida.

   —¿Tú… tú llegaste a matar a alguien alguna vez con tu veneno, Albafica?

   Albafica se revolvió en el lecho, serio; sus ojos volviéndose repentinamente tormentosos y brillantes.

   —Lo hice —respondió entonces con un susurro estrangulado —yo maté alguien con mi veneno, Verónica… maté a mi papá.

 

  Más allá de las murallas que cercaban el enorme castillo de Calabria, un caballo rastrilló el camino, aminorando el paso sobre la vera. Su jinete agarró las riendas y la brisa nocturna hizo caer el capuchón de su capa. Sus cabellos azulados se mecieron contra el viento y surcaron su rostro joven y sonriente.

   Manigoldo de Cáncer volteó para mirar de soslayo al otro jinete que marchaba a su lado. Su rostro estaba cubierto también por una gruesa capucha. El resto de su guardia los seguía muy de cerca, algunos metros detrás. Habían llegado a casa, habían llegado por fin.

   —¿Cuántos años pasaron desde tu partida? —preguntó, recibiendo una negación de cabeza por parte de su acompañante. Sonrió y volvió su vista al frente, aspirando la frescura del aroma a lluvia—. Bueno, no importa —comentó entonces, azuzando de nuevo la montura—. Sigamos la marcha; tío Hakurei. Dos bellos omegas me esperan.   

 

   Continuará…

      

  

 

Notas finales:

Next cap. 

Rencuentro por partida doble. 

Manigoldo frente a su par de nenas, ¿que hará?.

¡Hakurei!


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