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El Príncipe y el Dragón por Lumeriel

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Acostado en el duro suelo, con la espalda pegada a la pared, Nolofinwë vigilaba a la Bestia.

La criatura dormía plácidamente, ajena a la rabia que hacía brillar los ojos azules del príncipe. Con la cabeza apoyada en las patas delanteras y las alas relajadas, el dragón parecía lejos de imaginar que el elfo se mantuviera despierto, maquinando la forma de matarlo y sacarle el corazón.

Nolofinwë bufó silenciosamente. En el fondo, era consciente de su actitud infantil: ¿qué esperaba? ¿Que ese animal se comportara con consideración? ¡No era un elfo, por el amor de Eru! Sin embargo, por momentos, el joven olvidaba que estaba en poder de una Bestia. Además, si realmente quisiera matarle, ¿por qué no había traído armas del palacio en lugar de herramientas para abrir la maldita puerta?

-          Porque soy un cabrón idiota -, masculló entre dientes el joven.

Con toda sinceridad, no quería que la Bestia muriera. Solo estaba furioso por el camino que tomara su relación. Creía que podrían haber llegado a un entendimiento, a una convivencia como buenos amigos. Después de todo, el dragón no había asesinado a Fëanáro: el crimen de que se le acusaba no existía y la Bestia contaba con suficiente inteligencia como para avergonzar a más de un noldo. ¿Por qué había tenido que suceder de esta forma? ¿Por qué el dragón tenía que ser tan… humano hasta el punto de experimentar lujuria? ¿Lujuria por él?

Nolofinwë sorbió por la nariz y se limpió el rostro con un brazo. Se sentía como una doncella ultrajada y aunque era consciente de su propia ridiculez, no podía evitar sentirse herido. Había creído que la Bestia lo… ‘apreciaba’ lo suficiente para no volver a hacerle daño. Y allí estaba, pagando el precio de su ingenuidad mientras su interior quemaba y el recuerdo del semen y la sangre secándose en sus muslos le provocaba náuseas.

El dragón se agitó y alzó la cabeza, volteando a observar la cueva con algo similar a sorpresa. Al descubrir a Nolofinwë, la criatura ladeó la cabeza y se incorporó sobre las cuatro patas para dirigirse a su lado.

Impulsivamente, el príncipe se sentó, echando la cabeza atrás y flexionando las rodillas contra el pecho.

-          ¡No te acerques! – ordenó.

El dragón se frenó en pleno movimiento, estudiándolo con atención.

¿Nolvo?

 

Nolofinwë alzó una ceja.

-          No te di permiso para llamarme de ese modo -, declaró con frialdad.

El dragón se sentó en los cuartos traseros.

No molesto antes

El joven se ruborizó ante el recordatorio. Ciertamente, no había protestado cuando en su forma semiélfica la Bestia le llamara de modo tan cariñoso durante el sexo.

-          Creí que podía confiar en ti -, replicó, ignorando la respuesta del dragón -. Creí que no volverías a herirme; pero ya veo que eres solo una bestia salvaje, una criatura sin principios ni honor. No sé cómo pude creer que eras… semejante a nosotros.

Los ojos del dragón se abrieron con asombro para enseguida estrecharse.

No mi intención herirte    Te deseo   Demasiado   Creí que sabías

-          ¡No! – gritó Nolofinwë, poniéndose en pie de un salto -. ¡No sé nada! ¡Eres un dragón! ¡Un animal! ¡Una bestia! ¿Cómo puedo saber que me deseas? ¡No eres uno de nosotros! ¡No deberías...! – Se recostó en la pared, cansado -. Deberías de querer devorarme, matarme… destrozar mi cuerpo. Es… podría aceptar eso. Podría entenderlo. Pero no puedo… No puedo mirar a mi familia y saber que soy… que tú…

No vuelvas a ellos

El joven pestañeó, aturdido por la fiereza en la voz ronca en su mente. Sacudió la cabeza, desviando la mirada.

-          Son mi familia -, señaló en voz baja.

 

Soy tuyo  Te doy todo  Joyas  gemas  Las mejores  

Nolofinwë lo observó, frunciendo el ceño.

-          ¿Qué me importan las joyas? – inquirió, confundido -. Ni siquiera sé dónde las consigues. A quién se las robas.

¡Mías! Todas mías    Para ti     Hechas para ti    

Esta vez, la cólera y el orgullo inundaron la mente del elfo como una oleada de fuego, obligándole a cerrar los ojos.

Nolofinwë dejó escapar un ruido de asombro cuando un contacto húmedo recorrió su garganta. Abrió los ojos para encontrarse al dragón ante él, sosteniéndose en las patas traseras para apoyar las garras delanteras en la pared, a ambos lados de la cabeza del joven. Cuando él abrió los ojos, el dragón alejó la cabeza ligeramente para observarlo con pasión que rayaba en la posesividad.

Mi tesoro, declaró el dragón en un ronroneo ronco, bajando de nuevo la cabeza para olisquear el cuello del príncipe. Mío

-          ¡No! – gritó Nolofinwë con firmeza y con ambas manos, empujó a la Bestia lejos de sí.

Tomándolo desprevenido, el dragón cayó al suelo. De inmediato se revolvió para enfrentar al elfo con la cólera iluminando sus ojos plateados.

-          No -, repitió el joven -. No más. No volverás a tenerme en esta forma. Soy tu prisionero; no tu propiedad. Y te mataré si vuelves a usarme así.

No puedes 

Nolofinwë percibió la burla en el gruñido mental.

-          No soy una doncella -, escupió entre dientes y el recuerdo de Fëanáro sosteniendo… acariciando su mano y comparándola con las de una mujer llenó su pecho de rabia caliente.

Lo sé  Más hermoso que cualquier doncella  Más… exquisito

 

-          Soy un guerrero. Un príncipe. Y te mataré. ¡Puedo hacerlo!

No puedes

 El dragón se acercó, moviéndose sinuosamente como un gato que juega con su presa. Con un ágil salto, volvió a apresar al joven entre su cuerpo y la pared de la caverna.

Soy tu alma gemela

-          Ridículo -, rugió Nolofinwë -. Deja de tocarme. O entonces, me mataré.

Esta vez, el dragón retrocedió aceleradamente. Echando nerviosas miradas al joven, empezó a pasearse delante de él, sacudiendo la cabeza a cada rato.

No tienes armas, le recordó al cabo de un momento, sin dejar de moverse.

-          No las necesito. Aseguran que los elfos podemos abandonar nuestro cuerpo a voluntad. Iré a las Estancias de Espera…

Te buscaré! Te traeré de vuelta! Te encontraré en otro cuerpo… en otro tiempo. Eres mío. Mi compañero. Mi alma gemela. Tú me trajiste de vuelta. Tú me ataste a la cordura. No te dejaré ir. ¡Nunca!

 Nolofinwë se apretó las sienes. Los rugidos del dragón y la enloquecida cólera reverberaban en su cerebro, provocando la sensación de que le aporreaban el cráneo.

-          Detente -, suplicó -. ¡Detente, por favor! ¡No puedo cerrar mi mente y me estás volviendo loco!

Silencio.

Nolofinwë se dejó caer al suelo, jadeando.

Lo siento

 

El apagado susurro fue lo último que percibió antes de escuchar el aleteo con que la Bestia desapareció en uno de los túneles.


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