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El Príncipe y el Dragón por Lumeriel

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Nolofinwë despertó con un escalofrío recorriendo su espalda. Tardó unos segundos en comprobar que estaba solo. Rodó entre las mantas enredadas en sus piernas para yacer bocarriba, con la vista fija en el techo sembrado de gemas. Durante un rato contempló los juegos de la luz rebotando de un cristal a otro. Realmente, mantuvo los ojos abiertos mientras interiormente rememoraba lo sucedido unas horas antes.

Haber saltado sobre el dragón como un poseso hambriento de lujuria no le causaba grandes problemas: Nolofinwë nunca había sido tímido en la intimidad y no iba a empezar ahora, cuando había conseguido acostumbrarse a su nueva vida y aprender a aceptar lo que su compañero tenía para ofrecer. Ciertamente, ser la pareja de la Bestia que protagonizaba las más terribles leyendas del pueblo común no era su idea de una idílica vida conyugal; pero Nolofinwë era, por encima de todo, práctico. Hasta que llegaba al punto concerniente a su medio hermano.

Un estertor agitó el pecho del príncipe, quien se cubrió los ojos con el antebrazo. Sí, había llegado a ese punto de sus recuerdos en que su mente fuera inundada por preguntas e imágenes de Fëanáro. Una parte de él se tranquilizaba achacándolo a la curiosidad: el hijo de Míriel no había crecido junto a él, no había sido su hermano. Fëanáro era para él un misterio que desentrañar, una leyenda que tocar y sentir, menos real que los Valar en su montaña de cristal y oro. Sin embargo, Nolofinwë había experimentado con otros misterios antes sin sentir la necesidad de perderse en  ojos de plata, en  manos que prometían placer, en labios que ofrecían saciar.

Un siseo de impaciencia acompañó el ademán con que giró en el improvisado lecho para hundir el rostro entre las almohadas. Aspiró con fuerza, llenando sus pulmones del aroma del dragón, esperando desterrar los pensamientos que avanzaban una vez más por derroteros prohibidos, terribles. Finwë nunca aceptaría semejante pecado bajo su techo. Finwë – que había entregado a su segundo hijo a una Bestia para que fuera devorado, de una u otra forma – no condonaría jamás el hecho de que sus hijos violaran la más elemental de las leyes de los Valar: ‘no yacerás con tu propia sangre’.

Nolofinwë se incorporó de un salto, lanzándose fuera del lecho. ¡Realmente no estaba pensando en tener sexo con Fëanáro, ¿no?! ¿Acaso había perdido la razón desde que la Bestia lo reclamara? ¿Estaba convirtiéndose él mismo en una bestia sin sentido de lo que era… correcto?

Necesitaba ocupar su mente, dejar de pensar estupideces.

 

Se vistió casi demasiado rápido, rasgando la casaca cuando forcejeó con una de las mangas. Se recogió el cabello en una coleta retorcida en la parte de atrás de la cabeza y buscó las herramientas que dejara ignoradas desde su visita anterior a Tirion.

 

Antes de tomar el túnel que le llevaría a la puerta, el joven se aseguró de que el dragón no se encontraba en la caverna. Mientras recorría el corredor a paso ligero, pensó que quizás debería de haber intentado que el dragón le hablara antes de hacer esto; pero era evidente que la criatura no parecía dispuesta a ahondar en el tema de estar tan cerca de la antigua morada de Fëanáro y Nolofinwë empezaba a tener cada vez más sospechas.

 

El cerrojo tenía capas de herrumbre que dificultaban su movimiento. Nolofinwë se concentró en aceitar el metal y remover el óxido con pequeños golpes, aprovechando para desplazar el vástago unos milímetros cada vez. También puso aceite en las bisagras, asegurándose de frotarlas para que la sustancia impregnara.

Al cabo de casi una hora de trabajo, el elfo había conseguido descorrer el cerrojo y se dispuso a tirar de la puerta, que se abrió lentamente a pesar de la grasa mineral en las bisagras.

Una vez que la abertura fue lo suficiente amplia para dejarle paso, Nolofinwë recorrió las herramientas y se deslizó al otro lado del umbral.

Del otro lado estaba en completa oscuridad. Aunque Nolofinwë, como todos los elfos, poseía una visión aguda incluso en las sombras, el joven prefirió no confiarse en sus ojos solamente: dejando la bolsa en el suelo, buscó yesca y pedernal para encender una mecha. La luz obtenida le permitió encontrar una antorcha en la pared junto a la puerta y procedió a prenderla.

Ya con más claridad a su favor, el joven elfo pudo darse vuelta y pasear la mirada por el lugar.

La estancia era lo bastante amplia como para dar albergue a un centenar de personas. El centro era ocupado por una amplia mesa encima de la cual seguían desplegados pliegos de papel y una extraña bola de cristal oscuro. A un lado se hallaba otra mesa más larga, esta ocupada por utensilios que cualquiera esperaría encontrar en el local de un herbolario o perfumista: balanzas de diferentes tamaños, probetas, matraces, pipetas, tubos… Nolofinwë intentó recordar los nombres de cada objeto, sorprendido.

Luego de inspeccionar la mesa de laboratorio de cerca, comprobando que algunos líquidos se habían evaporado mientras otros dejaran huellas coloridas o sedimentos en los recipientes, Nolofinwë se volteó al otro lado de la estancia.

La pared contraria era ocupada por un dibujo de los Árboles en el momento exacto en que sus luces se mezclaban. En algún momento, el mural debió ser de brillantes colores; pero ahora el polvo había opacado la belleza de los trazos. Debajo de la pintura había otra mesa de trabajo.

El príncipe fue hacia esta tercera mesa. Gemas y fragmentos de metal yacían desperdigados por la superficie. Lentes de joyería y herramientas de orfebrería se mezclaban entre el polvo del tiempo y el polvo de piedras preciosas. En un extremo de la mesa, una hoja de un cuaderno había sido fijada a la madera con un alfiler de rubí: en la hoja estaban dibujados tres óvalos brillantes que Nolofinwë reconoció como las gemas que usaba el dragón.

Con el ceño fruncido, Nolofinwë giró en el lugar, fijando su atención en el estante que llenaba la última pared, junto a una estrecha puerta cerrada, la cual debía de comunicar con el sótano de la fortaleza. El estante estaba abarrotado de pergaminos y volúmenes. Al acercarse, Nolofinwë comprobó que los títulos de los libros estaban escritos tanto con las sarati como con las tengwar de Fëanáro. Muchos debían de ser posteriores a la invención del alfabeto que hoy empleaban los Noldor. Pero la sorpresa del príncipe solo aumentó al comprobar que muchos de aquellos libros tenían como autor ¡a Fëanáro mismo!

La mayoría de los libros eran estudios lingüísticos o alquímicos, con algún que otro volumen dedicado a la química pura. También habían dos libros de viajes que el joven arrebató de la estantería: fueron escritos en la primera adolescencia de su hermano y relataban sus excursiones por Aman, enfatizando en los hallazgos de yacimientos minerales y en la recopilación de datos botánicos. Además de las obras de Fëanáro, había al menos tres recopilaciones de relatos de las Tierras Crepusculares y un cuaderno de bocetos.

Nolofinwë hojeó el cuaderno, reconociendo a Fëanáro en el modelo principal de muchos de los dibujos. En casi todos los que aparecía, Fëanáro miraba directamente al dibujante, incluso si la obra en cuestión estaba enfocada a un detalle específico – como la forma de los ojos, de la boca, la nariz, el cuello ligeramente arqueado. Fëanáro lucía muy joven en algunos apuntes por lo que Nolofinwë adivinó que el pintor debió de ser alguien cercano a él.

Con este pensamiento en mente, el príncipe volvió a estudiar la estancia. Que él supiera, Fëanáro no había llegado a construir un laboratorio en Formenos, ya que la aparición de la Bestia y su supuesta muerte ocurrieron antes de que la fortaleza fuera terminada. Además, era evidente que quienquiera que usara aquel laboratorio era un admirador del hijo de Míriel, alguien que había poseído el intelecto suficiente como para diseñar unas gemas que equiparaban la luz de los Árboles y, todavía más, que poseían  inmensos poderes mágicos.

Nolofinwë bajó la vista al cuaderno en sus manos y llegó a las hojas finales. Nuevamente aparecían bocetos de las gemas y el joven comprendió que el dibujante era también el alquimista. La Bestia, por otro lado, aseguraba que las gemas tanto como las joyas que le regalara a Nolofinwë le pertenecían.

El joven se volvió nuevamente hacia el librero, avistando otro cuaderno de notas casi oculto detrás de los libros de viajes. Se apresuró a cogerlo y ya lo abría, distinguiendo un vestigio de escritura en tengwar, apretada y rápida, cuando un golpe arrojó la libreta lejos de su alcance.

Nolofinwë contempló con ojos dilatados al dragón frente a él.

 

La Bestia estaba aún en su forma semiélfica. Las escamas negras cubrían su piel casi en su totalidad, dejando solo el parche de piel morena en medio del cual relumbraba oscuramente la gema oval.

No puedes estar aquí!

El príncipe noldorin pestañeó varias veces.

-          Es un laboratorio -, dijo, ignorando la ira en el tono del dragón -. Un taller. ¿Es… es tuyo?

No puedes estar aquí! Vete! Ahora!

La última palabra fue un rugido que casi hizo a Nolofinwë retroceder, protegiéndose la cabeza con los brazos. Con un esfuerzo, el joven se mantuvo firme en el lugar.

-          Fue aquí donde fueron creadas las gemas -, insistió -. ¿Cuándo…? ¿Antes de mi nacimiento? Hiciste las gemas antes…

El príncipe quedó en silencio, comprendiendo algo de repente.

La Bestia lo observó, suspicaz, mientras el joven giraba sobre sí mismo, paseando una mirada frenética por las mesas de trabajo, los libros, el cuaderno de apuntes a metros de él…

-          Te traje de vuelta -, musitó, abstraído -. Te até a la cordura. De vuelta. – Giró frente al dragón con un salto, la comprensión centelleando en sus ojos azules. La Bestia casi retrocedió -. Elfo. No te transformas en elfo: vuelves a tu forma original. Eres un elfo.

¡No!

El rugido llenó mucho más que la mente del joven, estremeciendo el aire en torno a ellos con descargas eléctricas.

Nolofinwë no reculó. Apretando los puños hasta que sus nudillos blanquearon, continuó, con determinación:

-          Eres un elfo. Es lo que fuiste antes… lo que eres ahora. ¿Por qué te niegas a volver a serlo? ¿Por qué no permites que te vea? ¿Por qué…? Dices que me amas, que soy tu alma gemela… ¿no entiendes que solo siendo un elfo puedo corresponder a lo que sientes?

Los ojos plateados de la Bestia se dilataron, desconcertados y heridos. Nolofinwë avanzó en su dirección; pero el dragón dio un paso atrás, rehuyendo su contacto. El príncipe se detuvo.

-          Solo si eres un elfo puedo elegirte -, repitió con rabia -. Solo si eres un elfo puedo… puedo darte lo que quieres. Solo puedo amar a un elfo, no a… no a esto -, lo indicó con un ademán.

El dragón volteó la cara, casi avergonzado de su apariencia.

Nolofinwë fue repentinamente consciente de su injusticia. Incluso si el dragón fuera un elfo, ningún elfo podía compararse a Fëanáro, igualarlo, sustituirlo; pero el hijo de Indis se aferró a la esperanza de que si este amante que ya conocía, que ya deseaba estuviera a su lado, él podría… algún día… dejar de desear lo que nunca tendría.

-          Necesito que seas un elfo -, insistió, dejando que toda emoción desapareciera de su voz -. Necesito que seas…

No puedo darte lo que deseas.

Nolofinwë se estremeció interiormente ante la derrota en el tono del dragón.

No puedo ser… lo que quieres.

Sin esperar respuesta, la Bestia saltó hacia la puerta, las alas negras rompiendo la piel en la espalda para abrirse húmedas y satinadas.

Nolofinwë se quedó en el lugar, con la vista fija el frente.

¿Injusto? Sabía que lo era. El dragón no borraría los sentimientos que Fëanáro provocara en él; pero Nolofinwë tomaría cualquier opción a su alcance para alejarse de la oscuridad en que empezara a hundirse el mismo día que el dragón le eligió.


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