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El Príncipe y el Dragón por Lumeriel

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Nolofinwë tosió para aliviar su garganta. El polvo le llenaba los pulmones y la boca, y cada parte de su cuerpo dolía. Abrió los ojos para encontrarse en completa oscuridad. Tardó un momento en recordar lo que ocurriera y cómo el suelo, el techo, las paredes se hundieran para arrastrarle junto a los obreros. Se pasó la lengua por los labios para humedecerlos; pero solo consiguió tragar más tierra y escupió con esfuerzo. Trató de levantarse y fue cuando notó que tenía un peso en la pierna izquierda. Buscó en su bolsillo, esperando que la caída no le hubiese hecho perder la yesca y el pedernal.

Siempre preparado para lo peor, le había repetido Ektëllo en todo momento ante la mirada sarcástica de Laurefindë, y Nolofinwë se tomaba los consejos de sus maestros muy en serio. Arrancó una tira de su camisa y la encendió como si fuera una mecha. No era mucho; pero le proporcionó luz suficiente para comprobar que tenía el pie atrapado a la altura de la pantorrilla por un montón de rocas. La claridad le permitió además descubrir que los escombros cayeran conformando una especie de cúpula que le protegía tanto como le atrapaba. Por otro lado, supo que no podía remover las rocas que apresaban su pierna sin arriesgarse a provocar un derrumbe que lo sepultara totalmente.

Se sentó, apoyándose en las manos para observar sus alrededores. Con toda certeza, se encontraba en la gruta que se abriera con el primer derrumbe. Una observación preliminar le había permitido apreciar que era bastante profunda, por lo que se precisaría equipamiento para descender e iniciar las labores de rescate. Esta reflexión le llevó a preguntarse cuántos de sus compañeros  habrían tenido su suerte. Cogió aire y entonó una de las llamadas comunes entre los mineros. Aguardó unos minutos antes de repetirla. Al no recibir respuesta por segunda vez, empezó a vocear los nombres que conocía de los que le acompañaban en el momento del desastre.

Las lágrimas llenaron sus ojos cuando ninguna voz respondió. Perdidos. Por una maldita veta de oro – que él descubriera – una decena de buenos elfos había muerto. Cierto que podían renacer pasado un tiempo; pero eso no paliaba el dolor que causaría a sus familias; el temor y el sufrimiento que debieran experimentar en sus últimos momentos.

No era la primera vez que se producían accidentes en las minas; pero Nolofinwë no esperaba tener que tomar parte en uno apenas en su primer proyecto. Solo esperaba que a partir de ahora tomaran las medidas necesarias para garantizar la seguridad de todos.

Se reconvino mentalmente por pensar tal cosa. Era su culpa; no de Salgant. Él debía de haber sido más eficaz a la hora de convencerlos para que perforaran el granito. Él tenía que haber logrado que entendieran el peligro. Él era el único responsable por la muerte de los obreros y si lograba salir de aquí, era su obligación velar por sus familias hasta que ellos fueran liberados de las Estancias de Mandos. Claro que, realmente, no tenía muchos medios para sostener a una decena de familias: como príncipe, todo lo que poseía era una mesada entregada puntualmente por el Tesorero Real. Fuera de sus ropas y joyas, y sus libros, no poseía mucho más. Un caballo, dos perros, un arco, un juego de dagas… y una cota de malla pasada de moda desde antes del Gran Viaje – herencia de su tío abuelo Orokáne[1], quien permaneciera en las Tierras Crepusculares: realmente, no era un gran patrimonio para empezar. Tal vez si vendía las joyas consiguiera la cantidad suficiente para pagar el importe del salario de cada uno de los obreros a sus esposas e hijos.

Un buen rato después, Nolofinwë había inventariado todas sus joyas, tasándolas según lo que aprendiera de la señora Indomaikë[2] en el taller de la Maestra Urusdilmë[3]. No tenía idea de cuánto tiempo había transcurrido; pero sí le quedaba claro que con mucho regateo podría obtener dos meses de salario de los comerciantes si vendía todas sus alhajas. Se dedicó a escuchar por si captaba algún sonido de que avanzaban los trabajos de rescate. Solo percibió el silencio absoluto a su alrededor.

El dolor en su pierna aumentó, ascendiendo hasta su cadera y por un momento, le cortó la respiración. Se obligó a respirar para concentrarse en pasar la crisis. Cuando el dolor se alivió lo suficiente como para poder concentrarse de vuelta en escuchar por cualquier señal de movimiento, se recostó en el suelo y trató de ver en la oscuridad. Desde hacía un buen rato la mecha que encendiera se había consumido y realmente no le apetecía quemar toda su ropa solo para tener algo de luz. Además, la llama consumiría el oxígeno del lugar en  corto tiempo.

Se obligó a repetir mentalmente las declinaciones de los verbos en vanyarin para mantenerse despierto. Un leve ruido por encima de su cabeza le hizo contener la respiración un segundo, prestando oído.

Como el sonido se repitiera, sintió su corazón saltar. Se incorporó en un codo.

-          ¡Aquí! – voceó, con todas sus fuerzas -. ¡Estoy aquí! ¡Estoy atrapado! ¡Aquí!

Guardó silencio, jadeante; pero nadie le respondió. Ahora ni siquiera escuchó el ruido y comprendió que con toda certeza se había tratado del movimiento de las piedras nada más. Se volvió a acostar, desalentado: tal vez pasaran días antes de que lo encontraran. Tal vez para entonces su pierna ya no sirviera.

Se tensó al oír el mismo ruido; pero ahora desde atrás de él. Esta vez, el ruido continuó, cada vez más cercano y Nolofinwë lo identificó como el evidente sonido de algo que se movía a través de la piedra y la tierra. No estaba seguro de dónde exactamente se hallaba; mas, había esperado que el auxilio llegara desde arriba.

Buscó nuevamente el pedernal y la yesca, y desgarró otro pedazo de camisa para encenderlo. Sus manos temblorosas consiguieron su objetivo justo a tiempo para que la tierra por detrás de su posición se estremeciera y cayera, dejando un agujero a la vista.

Lo primero que Nolofinwë vio fue el destello de los almendrados ojos plateados y antes de que pudiera evitarlo, una risa de alivio escapó de sus labios resecos.

-          ¿Por qué habría de sorprenderme? – murmuró, retorciéndose todo lo que podía para observar al dragón.

La Bestia terminó de ampliar el boquete y se introdujo hasta la mitad en el sitio, quedando por encima del príncipe. Se inclinó para olfatear al muchacho.

-          ¡Hey! – protestó Nolofinwë -. Deja de olerme como si fuera una chuleta.

La criatura ignoró sus quejas y se estiró hasta tocar la pierna atrapada con el hocico. Con una de las garras, empezó a tirar del pantalón; pero se detuvo cuando el chico dejó escapar un gemido estrangulado.

La Bestia bajó la cabeza para observar a Nolofinwë del revés.

-          Está… rota, creo -, explicó él -. Y atrapada entre las rocas. Si… si me libero, tal vez esto se… desplome completamente. No… no creo que quieras pulpa de príncipe como… desayuno.

La Bestia le gruñó y volvió a concentrarse en la pila de rocas. Con cuidado, extendió una garra y empezó a mover las piedras más pequeñas. Cuando hubo removido suficientes como para que las más pesadas se aflojaran, retrocedió de vuelta al agujero que abriera y agarró al príncipe por la camisa con los dientes. En cuanto dio el primer tirón, el pie se liberó un poco, provocando que la estructura temblara ostensiblemente.

-          Mejor te largas rápido -, propuso Nolofinwë cuando fragmentos de roca cayeron en su rostro y su pecho.

En lugar de hacerle caso, el dragón se adelantó y se bajó hasta tocarle el pecho con el suyo. Nolofinwë no perdió tiempo en rodearle el torso con los brazos lo mejor que pudo, aferrándose a la base de las alas con ambas manos. De inmediato, la Bestia retrocedió velozmente, arrastrándolo con todas sus fuerzas.

El chico se mordió el labio inferior cuando su pierna se liberó al fin y el dolor se extendió hasta su columna como un corrientazo.

Apenas traspusieron el boquete y la bóveda se desplomó con un violento estruendo, derramando polvo y rocas en todas direcciones.

La Bestia siguió moviéndose por el túnel, arrastrando a Nolofinwë, hasta que alcanzaron un espacio más amplio. Solo entonces, el muchacho soltó el cuerpo tenso del animal y se dejó caer al suelo.

Cuando el dragón se inclinó sobre él, estudiándolo con sus penetrantes ojos, Nolofinwë sonrió débilmente.

-          No habrá pulpa… príncipe… jalea de prínce… para ti… gatito…- balbuceó y se desvaneció.



[1] Oro- elevado; káne: valor. Valor elevado. Q.

[2] Indo: mente; maika: agudo, penetrante. Mente aguda. Q.

[3] Urus: cobre; -dilmë: amiga de. Amiga o amante del cobre. Q. 


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