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El Príncipe y el Dragón por Lumeriel

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Descubrir que una criatura de semejante maldad se paseaba libremente en las Tierras Bendecidas – y que su hermano había sido asesinado por ella – provocó encontradas emociones en Nolofinwë. Siendo apenas un niño, no podía salir en busca de la Bestia para vengar a su hermano; pero tampoco entendía por qué los Valar no destruían a la criatura. En ese momento, tomó la determinación de que sería él quien pusiera fin a la existencia del monstruo.

A pesar de su tierna edad, Nolofinwë se tomaba muy en serio los preparativos que antecedían a cualquier tarea, por lo que – en tanto aguardaba a alcanzar la edad y la fuerza física necesaria para enfrentar a la Bestia – el muchacho se dedicó con ahínco a aprender todo lo posible acerca de la naturaleza de su enemigo.

Después de años de estudio, el príncipe se había formado en su mente una idea de cómo luciría el animal en cuestión, basado en los libros que hacían referencia a la fauna de las Tierras Crepusculares, así como a las monstruosidades creadas por la maldad de Melkor. Aparejado a sus estudios, Nolofinwë había comenzado a entrenar desde que fue capaz de tensar un arco.

Habiendo apenas abandonado la segunda infancia de los Eldar, el príncipe Nolofinwë era el más hábil arquero de Tirion-sobre-Túna y tenía fama de buen jinete, así como de ser inalcanzable en la carrera. En los últimos años, el chico había conseguido además que los Guardias Ektëllo y Laurefindë – los mejores soldados al servicio del Noldóran – accedieran a llevarle en alguna que otra excursión en los bosques y las minas cercanas a la urbe. Sin embargo, faltaba mucho para que el joven príncipe fuera capaz de usar una de las armaduras que adornaban las galerías palaciegas o de empuñar sin dificultades una de las rectas y cortantes espadas noldorin.

Fue por la fecha en que Nolofinwë comenzara a prepararse para ingresar en la Academia de Lenguas que su madre, la reina Indis, anunció su segundo embarazo. El año de gestación transcurrió rápidamente y cuando el Príncipe Heredero vio al bebé – una preciosa bola de rizos dorados y dulces ojazos azules – se propuso más que nunca impedir que en el futuro la Bestia tuviera oportunidad de dañar a este hermano.  

Esa misma jornada, avanzadas ya las Horas Plateadas, Nolofinwë despertó con la antigua sensación de ser espiado.

Un oscuro presentimiento apretó el corazón del muchacho, quien sin vacilar buscó el arco que colgaba de una clavija en la pared junto a su cama y abandonó el lecho. Con una flecha lista para ser apuntada, Nolofinwë siguió el camino que le indicaba el peso en su estómago y con desaliento, se encontró en el corredor que conducía a las habitaciones de la guardería.

Con pasos cautelosos, el príncipe se dirigió a la recámara en que el pequeño Arafinwë debía de dormir, cuidado por las dos niñeras. La puerta de la alcoba estaba abierta y el muchacho se deslizó al interior sin ruido.

La impresión le congeló en el lugar, incapaz de hacer el uso esperado de su arma: inclinada sobre la cuna, permanecía una silueta oscura. La luz plateada de Telperion era absorbida por las sombras de la criatura y Nolofinwë no pudo reconocer en un inicio ningún rasgo identificable.

La criatura se inclinó aún más sobre la cuna en que el pequeño príncipe dormía y un gemido escapó de los labios de Nolofinwë.

-  ¡No! – demandó en un murmullo.

La bestia giró en su dirección y un par de ojos almendrados, resplandecientes como plata batida, se fijaron en él. Al minuto siguiente, la bestia se había dado la vuelta y saltado por la ventana abierta.

Sin pensarlo dos veces, Nolofinwë corrió a la ventana y saltó en su persecución.

Por suerte para él, los macizos de azaleas – en época de floración – amortiguaron su aterrizaje, permitiéndole incorporarse con poco más que unos rasguños. Nolofinwë alzó la vista para comprobar que la Bestia no alzara el vuelo, tal como contaban las historias y al asegurarse de que el cielo permanecía despejado, volvió a fijarse en las veredas del jardín. No tardó en identificar el rastro en la gravilla: las excursiones con Laurefindë y Ektëllo tenían que servir para algo después de todo.

Nolofinwë tomó aire, empuñó el arco con firmeza y echó a andar con paso ágil, sin cuidarse de las diminutas piedras encajándose en sus pies descalzos.

La vereda que siguiera la criatura conducía al vergel antiguo, abandonado desde mucho antes del nacimiento de Nolofinwë. El muchacho descubrió que el monstruo había destrozado la cortina de hiedra que cerraba el acceso y saltó a través de la abertura al tiempo que posicionaba la flecha.

El lugar estaba desierto. Frente al príncipe solo se alzaba la fuente que representaba a tres maiar femeninas tomadas de las manos cual si danzaran en un círculo. La fuente estaba seca y el musgo cubría el cuerpo de las estatuas como un segundo vestido. Por todos lados crecían en completo desorden arbustos silvestres, florecidos en disímiles tonos.

Nolofinwë avanzó cuidadosamente, inclinándose un poco, como Ektëllo le enseñara a moverse en el bosque, para disminuir el peso sobre sus pasos. Había llegado a la altura de la fontana cuando una vez más le asaltó esa conocida sensación de estar siendo observado. Irguiéndose, giró en el lugar y descubrió que la Bestia ocupaba la única salida.

Por primera vez, Nolofinwë pudo comparar la imagen que creara en su mente con la realidad.

La Bestia no era tan grande como supusiera por las descripciones de criaturas similares encontradas en los libros: como mucho, era de la talla de un caballo adulto. Su cuerpo tenía  constitución similar a la de un felino, con miembros elásticos y ágiles. La cabeza, sin embargo, era de nuevo parecida a la de un corcel; pero en lugar de orejas, lucía un par de retorcidos cuernos que se elevaban como una corona y la mandíbula era mucho más fina que la de un equino. Detrás de la Bestia se alzaban las negras alas, plegadas y ligeramente curvas, y la larga cola asaetada descansaba en el suelo, delante de sus patas.

Nolofinwë le observó, desconcertado por el increíble parecido con un gato enorme: ¡solo faltaba que se lamiera una de las garras delanteras! El chico mantuvo el arco en ristre mientras daba unos pasos a un costado, buscando sorprender a la criatura. La Bestia ladeó la cabeza, siguiendo sus movimientos con los brillantes ojos de pupilas alargadas.

El príncipe se frenó en cuanto notó su atenta observación. La Bestia sacudió la cabeza y mostró ligeramente los colmillos.

-  ¿Por qué estabas en el cuarto de mi hermano? – demandó Nolofinwë con falsa firmeza.

La Bestia lo observó fijamente y volvió a enseñarle la dentadura; pero por algún motivo, el muchacho comprendió que no pretendía amenazarle.

-   ¿Puedes entenderme? – inquirió, antes de percatarse de la estupidez de su pregunta.

La Bestia soltó un bufido impaciente y el chico lo tomó como una afirmación.

- ¿Qué hacías en el cuarto de Arafinwë? – exigió de nuevo - ¿Ibas…? ¿Ibas a hacerle daño? Como… como a mi otro hermano.

La mención del príncipe muerto provocó una inesperada reacción en la criatura, que profirió un siseo furioso y se incorporó cual si fuera a saltar sobre el chico. Nolofinwë alzó el arco, comprendiendo al mismo tiempo que la delicada flecha no provocaría daño alguno al poderoso animal: la piel brillaba como las cotas de malla que viera en la armería.

Sin embargo, la Bestia volvió a sentarse, sacudiendo la cabeza.

-  Creí que las criaturas de las sombras eran capaces de hablar como nosotros -, comentó el chico, desdeñoso, lo cual le valió una nueva mirada iracunda de la criatura en cuestión -. ¿Por qué no te comiste a Arvo? – interrogó de nuevo y frunció el ceño al recordar algo -. ¿Por qué no me comiste a cuando viniste a mi habitación hace años?

Por un segundo, la Bestia se quedó inmóvil, cual si no pudiera creer que él recordara ese incidente.

Un ruido obligó a niño y bestia a voltear la cabeza. De inmediato, varias voces gritaron el nombre del Príncipe Heredero.

-   Me están buscando -, comprendió el chico, desalentado -. Deben de haber notado que no estoy en el palacio. – y girando frente a la Bestia, agregó: - Tienes que irte antes de que lleguen aquí. – como la Bestia le observara con expresión aparentemente curiosa, Nolofinwë sonrió: - No te hagas ilusiones: no somos amigos. Es que quiero ser yo quien te mate y todavía tendré que esperar unos años para eso.

Los ojos plateados de la Bestia se agrandaron, comprensivos y una vez más, mostró los colmillos en una mueca similar a una sonrisa. Se incorporó y se dio la vuelta para abrir las alas.

Nolofinwë contempló fascinado los apéndices extenderse antes de que la criatura echara a volar sin aspaviento. En el momento en que se elevaba, la punta de su cola rozó suavemente la mejilla del príncipe.


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