Navidades. Durante los pasados años, aquella festividad había pasado a un segundo o tercer plano para Hermione Granger. La guerra había terminado, pero había tantas cosas que estaban mal, que necesitaban ser corregidas, arregladas, que no disfrutaba del tiempo en familia.
Había tenido oportunidades, desde luego. Ella nunca faltaba en alguna de las grandes comilonas que la familia Weasley (bueno, en particular, Molly) creaba para alimentar a todo un regimiento. Había recuperado a sus propios padres también y solían tener unos días relajados juntos. En ambos hogares la cantidad de adornos navideños era superlativa, conscientes las familias de que tenían que alegrar el ambiente.
—¡Pero tienes que animarte, Hermione! —le decía Ron todos los años, con toda la alegría del mundo, cuando veía a su pareja con aquel rostro ausente—. ¡Es Navidad, estamos bien, somos felices! Todo se ha acabado ya, podemos vivir en paz.
¡Ese era el maldito problema! ¡Fiestas felices a la mínima oportunidad! ¿Y si ella no quería formar parte de ello? Cada vez que la Navidad se acercaba pensaba en exactamente lo mismo: toda la comunidad mágica metiendo apresuradamente todos los destrozos, muertos y traumas debajo una enorme y abultada alfombra.
Y no era sólo durante esas épocas. El Profeta hablaba de juicios, castigos y demás, pero raramente mencionaba nada sobre las víctimas. Nada sobre un San Mungo saturado desde el mismísimo final de la guerra. Nada sobre las secuelas psicológicas. La radio, otro tanto. Esa facultad para esconder y mentir sobre lo malo era una de las peores cualidades del mundo mágico. Se negaba a admitir la realidad.
—Hay tanto que hacer, Harry —le contó durante el tercer año de Navidades desde el fin de Lord Voldemort. Estaban escondidos en el antiguo cuarto de Fred y George—. Te sorprenderías lo poco que se ha molestado el Ministerio para ayudar a sanar a sus ciudadanos.
—No debería decir esto, pero… Lo veo.
—¿Qué quieres decir?
—Ron y yo somos aurores novatos y se nos dice a quién hay que perseguir, sin importar lo que dejamos atrás. A Ron le parece bien ese discurso.
—Sí, «sonrisitas Ron» lo ve todo bien repartiendo justicia —replicó con amargura.
—No es exactamente así… —le defendió Harry—. Pero no quiere recordar. Le parece mejor actuar.
—¿Y tú?
Hermione sabía lo obsesivo que podía llegar a ser su mejor amigo cuando se lo proponía. Todos los años en Hogwarts había tenido uno de esos arranques.
—Ojalá pudiera hacer más.
Un poco de alivio descendió hacia el estómago de Hermione, como una pastilla digestiva muggle que calma los peores ardores.
—Yo no puedo seguir así. Necesito hacer algo. Necesito hablarlo.
—¿Y tus padres? Han recuperado la memoria, ¿verdad?
—Es… distinto. Se perdieron la peor parte y no ven lo que ha quedado. Perciben que algo no anda bien del todo, especialmente en mí, pero…
—Ya. Oye, si necesitas hablar de cualquier cosa… —Hermione asintió. No le representaba un verdadero consuelo—. ¿Cómo estáis con Ron?
Hermione cambió de peso a la pierna derecha, bufó y echó una mirada al techo.
—No sé qué decirte. Esta positividad forzada no es de ninguna ayuda. Me siento desplazada en toda la familia porque no sé fingir una sonrisa. —Dio una zancada y se sentó al lado de su amigo, en la cama—. ¡Quiero estar bien! Pero necesito… sanar. Y hacer algo.
—¿Por eso has querido entrar a trabajar en el ministerio?
—Espero cambiar las cosas desde dentro. Ser yo —se señaló, con un porte elegante como si enumerara una lista interminable de notas y señalara sus antiguas chapas de protección contra abusos a los elfos domésticos— me ha abierto ciertas puertas. Creo que, ahora mismo, trabajar es lo único que me da paz mental. Me da la calma de saber que hay algo en reparación en este mundo roto.
—El Departamento de Regulación y Control de Criaturas Mágicas es un buen comienzo. Voldemort se ganó muchos seguidores fuera del terreno humano.
—Y no sólo eso. Ahora estoy hasta arriba de trabajo, lo que se agradece —dijo, con un leve tartamudeo que le indicaba que estaba a nada de ponerse a llorar—, pero quiero seguir con la P.E.D.D.O. Seguir protegiendo a los elfos domésticos y a todos aquellos a los que los magos les hayan quitado derechos.
Harry la miró fijamente con un toque melancólico. Hermione recordó inmediatamente a Dobby sólo por su mirada.
—Es un gran proyecto —se limitó a decir, con cierto orgullo por su amiga. Ésta asintió, un poco más calmada.
—¿Cómo te va con Ginny? —preguntó, dispuesto a cambiar de tema—. Parecéis felices.
—Lo somos, no lo negaré. Ella tiene su carrera en el Quidditch, yo con los aurores, y nos damos apoyo. También tenemos que fingir alegría en estas fechas pero…
—Pero no todo el tiempo —remató Hermione, con desagrado.
—Exacto.
A pesar de la insistencia de la familia Weasley, Hermione se había negado en rotundo a vivir en la Madriguera, a diferencia de Harry. El contacto era más escaso y causaba más conflictos con Ron y con Molly (que actuaban en curiosa sintonía en contra de ella). No quería sentirse atrapada en el bucle de eterna felicidad sin encontrarse a ella misma y digerir a su manera el final de la guerra. Por ello tenía un piso en Londres que compartía con otros trabajadores de su departamento. Más frío y distante, pero más preparado para concentrarse en su trabajo.
—Voy a contarte algo —le dijo Harry, frotándose las manos para entrar en calor. Su voz asustó a Hermione, que se había enterrado en pensamientos—. Pero no se lo digas a Ginny o a ningún Weasley, o ella misma me agarraría de la túnica de madrugada y me usaría de Quaffle para sus entrenamientos.
Aquella amenaza hizo estallar en risas a la pobre Hermione de pura sorpresa. Harry sonrió un tanto, pero parecía tenso.
—Vale, no diré nada —prometió, sonriendo.
—Ginny… Cuando no estoy bien y no me siento comprendido, lo deja todo, me sube a esta habitación…
—¡Eh! No quiero hablar de vuestra vida sexual —bromeó Hermione. Harry consiguió reír un poco.
—No, no es eso. Ella… me cuenta cosas de sus primeros años en Hogwarts. —Hermione entendió por dónde iban los tiros, pero dejó que Harry se explicara a su antojo—. Tiene secuelas del diario de Tom Riddle. A veces tiene pesadillas sobre ello. Pasó todo nuestro tercer año culpándose de su debilidad, y le costó un montón aceptar que estuvo fuera de su mano. Sólo cuando decidimos formar el ED contra Umbridge fue capaz de afrontar sus miedos y empezar a digerirlo. Por eso nos entendemos. Y también te entiende a ti. Te ha defendido con uñas y dientes mientras no estabas en casa.
Hermione sonrió, muy agradecida. Harry tenía mucha suerte. Ella sólo deseaba que Ron tuviera las mismas agallas que su hermana para defender a su novia, o hiciera el intento de entender que necesitaba sanar por su cuenta. No se iba a doblegar a cualquier norma moral familiar por las buenas.
—A veces bromeamos sobre si algún día nos despertaremos a la vez por culpa de alguna pesadilla —se rio Harry.
—Qué desagradable…
—Pero reconfortante. —Harry volvió a frotarse las manos. Quería decir algo más—. Ron es mi mejor amigo y es genial para muchas cosas, pero… entendería si las cosas cambian entre vosotros.
Harry solía ser tan bobo para algunas cosas que a veces Hermione quedaba asombrada por su ya no tan nueva capacidad de notar tensión en el aire. Sí, Hermione había pensado seriamente en romper con Ron. Temporalmente.
—Me veo formando familia con él —admitió Hermione, muy seria—. Pero no ahora. No en el estado en el que estoy. No puedo tener a alguien que no me apoye igual que le apoyo yo. No todo se limita al romance y a ser dulce y todo eso.
—Te entiendo perfectamente.
—¿Me entiendes? —replicó con sorna.
—¡Claro que sí! Antes de Ginny salí con Cho, ¿recuerdas? Un desastre de épicas proporciones.
—Eras un niño, Harry.
—Pero ahora entiendo dónde fallé y qué pasaba. No es tan distinto de lo que te pasa a ti.
Hermione miró al suelo y asintió, admitiendo que ambas relaciones tenían un desequilibrio en su historia. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Si le dejo… nadie en esta familia me lo perdonará. Nunca. No lo entenderán. Y no quiero un «para siempre» como ese. Quiero poder volver. —Harry miró hacia la puerta de la habitación, esta vez sin saber qué decir—. Vamos, tenemos que bajar. Hemos estado mucho rato aquí.
—Vale.
Harry la alcanzó antes de que ninguno tocara la puerta y abrazó a su mejor amiga. Hermione se relajó un tanto, reconociendo el apoyo y también el «haz de tripas corazón» que Harry también tenía que sacar.
La fiesta siguió su curso sin que nadie notara la repentina tristeza. Más bien, nadie quiso hablar de ello. Ginny y Arthur echaron un ojo al rostro algo descompuesto de Hermione, pero no dijeron nada. El resto de los Weasley ni siquiera tomaron cuenta de ello. Ron seguía engullendo comida sin parar como cuando estaban en Hogwarts. Era increíble que adelgazara por la tensión de su trabajo como auror en lugar de engordar, con el hambre que siempre tenía.
—¡Eh, chicos, mirad! ¡Está nevando! —avisó George.
Todos corrieron a mirar por la ventana de la cocina. Incluso Hermione. La nieve era algo habitual, pero había cierto encanto a que lo hiciera en Navidades. A Hermione le traía recuerdos de cuando viajó con Harry a Godric’s Hollow para ir a ver la tumba de sus padres (e intentó olvidarse de cómo había acabado aquella noche). La nieve en un pueblo sencillo en la noche, rodeado de silencio, era una calma que deseaba.
En ese momento, por eso, era de día. Había amanecido con un sol invernal radiante, pero a lo largo de la mañana se había ido tapando y el frío se quedó quieto como un conejo asustado. Y, al final, la nieve.
Cuando el resto de la casa perdió el interés, se quedó ella sola delante de la ventana, que tenía una vista de las colinas verdes de su alrededor, del pantano y también del delicado pueblo de Ottery St. Catchpole.
Una lechuza tuerta con una carta en el pico le bloqueó la maravillosa vista y picoteó con nerviosismo el cristal. Pobrecita, se estaba pelando de frío. Hermione le abrió la ventana tan rápidamente como supo y la acercó a la chimenea mientras tomaba la carta.
—¿De quién es? —preguntó Ron—. Dime que no es trabajo, por favor…
—Es de Luna…
—¿Luna? ¿Luna Lovegood?
—¿Acaso conoces otra Luna que no sepamos? —se burló Ginny.
Con toda la familia expectante, Hermione abrió la carta. Un pequeño picotazo le advirtió de que tenía otro trabajo antes de eso.
—Oh, claro, pobre. —Tomó su deteriorado bolsito con hechizo de extensión indetectable y ordenó—: Acciogominolas.
—Ay, podría haberte dado yo, querida… —dijo Molly, cayendo en la cuenta cuando ya era tarde.
—No pasa nada.
La lechuza tuerta se comió un par de gominolas hechas para ellas con todo el gusto y se acercó un poco más al fuego, cerrando los ojos por unos segundos. Luego, Molly la dejó salir.
Hermione, distraída de aquello, leyó para todos:
¡Hola, Ginny, Harry, Hermione, Ron!
¿Qué os parecería pasar un rato en mi casa contemplando los peribelibedes de la nieve? Son criaturas preciosas que se posan encima de los copos para que caigan más rápido y cuaje la nieve en el suelo. Son raros de ver, pero he conseguido atraer a una bandada, no os arrepentiréis. Neville ya está en camino. ¡Como en los viejos tiempos!
Os quiere,
Luna Lovegood
La risita general ante el horrible nombre de esas criaturas, más parecidos a un trabalenguas en latín que cualquier otra cosa, no fue nada en comparación con la sonrisa que sostuvo Hermione a lo largo de toda la carta. Era tan sencillo. No había hablado de Navidades. Ni de fiesta, ni de comida a carretadas, sólo de un rato juntos, los seis amigos.
No sólo le parecía una vía de escape de esa prisión de felicidad, sino que la extravagancia irritante de Luna se le había asentado en el cuerpo como una maravillosa forma de despejarse. Quizás una parte de ella le decía «eso no existe» y el empezar una discusión se le presentaba como una forma magnífica de recuperar y recordar algo tan épico (según Hermione) como afianzar sus amistades a través de la activa rebelión contra Umbridge formando el Ejército de Dumbledore.
—Vamos, ¿no? —inquirió Ginny. Hermione asintió inmediatamente. Miró a Harry, que sonreía con ganas.
—No sé si quiero conocer a esas criaturas —repuso Ron.
—Anda, ¿crees que esos peri-lo-que-sea son reales? —se rio Hermione.
A Ginny no le gustó ese comentario, pero animó algo a Ron a levantarse.
—¡Menos mal que esta chica os ha enviado la lechuza para después de comer! —saltó Molly Weasley—. No me gustaría que os perdierais la comida de Navidad.
—Anda ya, mamá, si se podría hacer una cena con todo lo que ha sobrado —se rio George. Molly refunfuñó.
—Id, pasáoslo bien —les dijo Arthur, con las palmas abiertas y empujándolos—. ¿Hace cuánto que no os veis?
Con la decisión tomada y algún remoloneo de Ron porque quería seguir comiendo por pura gula, los cuatro tomaron sus abrigos y se prepararon para desaparecerse.