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Al final del problema quedamos los dos por mei yuuki

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Notas del fanfic:

Estas historias son para el reto de la Semana Multifandom de Motín Fanficker; intentaré tenerlas dentro del plazo establecido, aunque esta vez me encuentro complicada con los tiempos. Sin más que agregar, ¡gracias por leer!

Notas del capitulo:

Prompt 1: “¿Estás borracho?”

Advertencia: Este one-shot no pretende incentivar el uso de alcohol para los trastornos del sueño.

     Sentado a la mesa de la cocina, enfrente de él, Sherlock llenó ambos vasos con whisky y le extendió el suyo con una mirada incitadora.

     ―No necesitas hacer esto ―le recordó William con aparente desinterés, al tiempo que cerraba los dedos en torno al frío cristal―. Simplemente deberías dormir.

     ―Dije que tenía sed, ¿no? Me quedaré hasta que la sacie.

     ―Espero que no lo lamentes por la mañana.

     Eran las tres de la madrugada, y como el resto de las noches recientes, William había sido incapaz de conciliar el sueño. Quizá era porque a diferencia de antes, ahora se pasaba los días sumergido en el más denso ocio, pero al cerrar los ojos debajo de las sábanas su mente se resistía a suspender toda actividad. Como si eso no bastara, imágenes y desagradables pensamientos le eran arrojados sin descanso.

     Aunque dormían juntos y era casi imposible que no se percatara, en un principio intentó ocultar su insomnio de Sherlock; se limitaba a permanecer rígido sobre la cama, con la vista pegada al techo, hasta que la oscuridad comenzaba a desvanecerse y advertía el canto de algunas aves. Podría haber seguido así, esperando los amaneceres y fingiéndose dormido en las raras ocasiones en que él se despertara, de no ser porque el cansancio empezó a arrastrarle cuando se suponía que estuviera despierto. Los círculos oscuros que tomaron forma debajo de sus pestañas fueron el último indicio delator.

     Puesto que ya lo sabría, esa noche se levantó a pasar las horas en la diminuta sala de estar del apartamento. Se hallaba sobre el sofá, al amparo de una solitaria vela y con un libro que eligió al azar encima del regazo, cuando un Sherlock descalzo y despeinado le encontró. Que se ahorrase las preguntas y le propusiera beber fue inesperado, incluso refrescante, y decidió desechar la negativa que guardaba bajo la lengua.

     Miró el contenido ambarino de su vaso antes de darle un sorbo; el ardor descendió por su garganta mientras le oía preguntarse:

     ―¿Por qué no hicimos esto hasta ahora?  ―Tomó un trago e hizo tintinear el hielo con un movimiento de muñeca. ―Habría sido interesante salir contigo entonces ―añadió, y William pudo atisbar en sus ojos azules las memorias de los días que compartieron antes de hundirse en el Támesis y desaparecer. Una media sonrisa de pura nostalgia tiró de la esquina de su boca.

     ―Probablemente te hubiese rechazado. ―Bebió de nuevo; la mano de Sherlock alcanzó la suya libre y empezó a jugar con sus dedos.

     ―Pero habrías cedido al final, porque también lo deseabas ―replicó―. Es una pena que mi mejor evidencia, esa carta que escribiste, se perdiera para siempre.

     ―Es algo bueno, sería problemático que se hiciera pública.

     ―Sabes que nunca la habría revelado, Liam, aunque tuviera la oportunidad ―se echó a reír y William retiró su diestra, ligeramente incómodo ante el recuerdo. No tenía sentido arrepentirse ahora, pero su consciencia todavía acusaba aquello como un acto de egoísmo y debilidad.

     Se deshizo del alcohol restante de su vaso de una sola vez y lo volvió a llenar antes de que Sherlock lo hiciera. El fuego que le quemaba el paladar se le subió a los pómulos y la idea de sus sentimientos más inconfesables siendo vertidos sobre papel se disolvió en el lapso de dos tragos.

     Lo rellenó dos veces más; hasta que, al cabo de un tiempo, fue interrumpido por la voz de su amante.

     ―Oye, bebe más despacio ―le llamó la atención―. A este ritmo te vas a emborrachar.

     William apartó el vaso de su boca para contestarle, dirigiéndole una mirada confusa.

     ―¿De qué estás hablando? Creí que esa era tu intención. ―Cayó en cuenta de que la botella estaba casi vacía y se levantó de la silla para buscar un reemplazo en alguno de los estantes. Notaba la cabeza embotada y el cuerpo ligero, como si fuese una brizna de hierba, y se meciera en el aire en vez de tocar el suelo con los pies.

     ―Pensé que un poco te ayudaría a dormir ―dijo y sus cejas negras se inclinaron en gesto de contrariedad― Un poco. ―Recalcó. Él apenas iba por su segundo vaso.

     ―¿Cómo puedes decirme eso? La moderación nunca ha sido una de tus virtudes ―Se le escapó una risa y le dio la espalda para hurgar en el mueble robusto que usaban a modo de despensa, a un lado de la estufa. Detrás de los víveres, sus dedos tropezaron con una superficie lisa y dura. La sacó y notó que no se trataba del mismo Whisky que habían estado bebiendo, ni de ningún otro que haya visto antes. ―¿Qué es esto? No recuerdo esta botella.

     Entrecerró los ojos; tenía los sentidos aletargados y la vista no era la excepción. Bajo la luz trémula de la cocina, descubrió que aquella botella alargada almacenaba un líquido de brillante color verde. Las letras negras en su etiqueta lucían borrosas y no pudo descifrar lo que rezaban.

     Se dio la vuelta y halló ahí a Sherlock, que se había levantado con premura sin que se percatase. De repente tuvo la impresión de que se desplazaba a mayor velocidad.

     ―No creo que debamos tomar eso ahora ―aseguró en el tono suave que William conocía bien; el que solía emplear cuando quería convencerle o conseguir algo. El anillo de calavera en su dedo brilló cuando deslizaba la mano para hacerse con la botella―. Es absenta*, la obtuve de casualidad y olvidé decírtelo. Puede ser peligroso consumirla en grandes cantidades.

     ―Oh, cierto, es popular en este país ―soltó con ligereza a la vez que agrandaba los ojos carmesíes. Oyó los rumores, pero jamás la había probado―. No tiene sentido que la guardes si no vas a beberla, así que hagámoslo. ―Se cambió la botella de mano para impedir que se la quitara y se encaminó de regresó a la mesa.

     ―¿No te sientes cansado ya? Intentemos dormir, otro día podemos tomar. ―Le acarició la espalda, pero William no pensaba rendirse por unas míseras palabras dulces.

     Tras dejar el curioso licor sobre la madera, se volvió hacia él con una sonrisa diabólica.

     ―¿Ya se le quitó la sed, señor Holmes? ―Ni siquiera recordaba la última vez que lo llamó así, pero era como si su mente tartamudeara y los únicos resultados que producía eran formas variadas de molestarlo. Y funcionó, el semblante nervioso de su pareja se congeló y hasta dejó de parpadear― Si ese es el caso, regrese a la cama.

     Se dispuso a abrir la botella y a colmar su vaso; entonces la voz de Sherlock le detuvo.

     ―Está bien, deja eso, lo haré yo ―le escuchó resoplar y de nuevo se echó a reír―. Traeré un par de copas.

     William tomó asiento y le esperó en tanto rebuscaba por los cajones y estantes. El comportamiento del detective siempre había sido peculiar y era como ahora si lo notara por primera vez; el impulso de reír le resultaba incontrolable al verlo refunfuñar y revolverse los cabellos.

     Su propio actuar debía ser desconcertante, pero era incapaz de tomarle mucha importancia y remediarlo.

     Sherlock regresó con dos copas de fondo redondo; despejó la mesa de objetos y enseguida trajo el cuenco de porcelana que usaban a la hora del té, además de una delicada cucharilla con agujeros y base rectangular. Lo último que dejó sobre la mesa fue un vaso con agua. Se sentó otra vez delante de William, que no dejaba de contemplar los nuevos artículos con azoramiento.

     ―Esto se hace así ―explicó al tiempo que tendía la cuchara a lo largo del borde de una de las copas. Encima de ella, colocó un terrón de azúcar que recogió del recipiente de porcelana. A continuación, empleando el mismo cuidado del que hacía gala al realizar experimentos químicos, tomó la botella y derramó su contenido verdoso sobre el cubo blanco, el cual se reblandeció y deshizo enseguida. Al final repitió el procedimiento con el vaso con agua―. No se toma sola a menos que quieras intoxicarte.

     Mezclada con el agua y los cristales de azúcar, la absenta adoptó una apariencia viscosa y blanquecina. William, influenciado por su estado etílico, alzó la copa y se la llevó a los labios sin titubear.

     ―Cuando tiene esa forma, acá en París la llaman louche ―le comentó Sherlock. El aroma del ajenjo le golpeó antes que el sabor, y fue como si el mareo que le distorsionaba la consciencia se intensificara con tan solo aspirarlo.

     ―¿Cuántas más…? ―Descubrió que no sentía la lengua, pese a que el resabio azucarado del ajenjo le inundó la boca por todos los rincones. Tragó saliva y apoyó con ímpetu la copa delante de la de Sherlock, que continuaba vacía. ― ¿Cuántas más de estas cosas tienes escondidas sin que yo lo sepa?

     ―¡Ninguna más! ―se apresuró a negar, con la mandíbula apretada. El cabello largo, que ya le rozaba los hombros, se agitó en consecuencia―. Demonios, Liam. No te lo oculté a propósito, y no es como que esté usando drogas. Lo sabrías de ser así.

     Desde el fondo de su garganta, la risa amenazó con burbujear, así que se apresuró a seguir bebiendo para sofocarla.

     ―¿No puedes dejar de ser travieso, cierto? ―Ronroneó. Al acabársele la absenta, extendió la mano para alcanzarla con intenciones de preparar el siguiente cóctel sin ayuda. Sherlock no se lo impidió; en su lugar cruzó los brazos y se dedicó a examinarle con desasosiego. ―Es aburrido si no bebes también, y eso no es propio de ti, Sherly. ―Se quejó con un ruido de disconformidad.

     ―Alguien tiene que recogerte cuando te desmayes, lo cual preveo que sucederá pronto.

     Echó a un vistazo a su alrededor; las luces tenues del departamento en algún momento se intensificaron y comenzaban a dar vueltas por las paredes cuales luciérnagas monstruosas. ¿Qué estaba pasando? Tomó un gran sorbo de aquel menjunje y se puso en pie, con la copa en la mano.

     ―Espera, te vas a caer ―Le alertó. William se volteó hacia el salón, cerca del umbral que dividía las estancias, y sintió que las piernas se le derretían. Escuchó el sonido distante de un objeto al estrellarse contra el suelo―. Estate quieto y afírmate de mí.

     Sherlock le sostuvo por la cintura y evitó así que se desplomara sobre la moqueta. Fue consciente de que ya no tenía los dedos agarrados en torno al cristal; su misma mano le parecía hecha de género o papel, ajena y demasiado liviana para cumplir sus órdenes.

     Le dirigió a Sherlock una expresión lánguida. Abrió y cerró los ojos dilatados; los rasgos angulosos del detective se estiraban y difuminaban de una manera espantosa que no lograba interpretar.

     ―… Esto no es normal ―Se aferró a él; pasó los brazos detrás su nuca, aunque sentía que perdería las fuerzas por completo en cualquier instante― Me voy a caer. No entiendo, no entiendo nada. ―Su propia voz le sonaba lejana y rasposa. ―Me siento muy extraño, Sherlock.

     ―No te caerás mientras te tenga ―dijo y le estrechó contra su pecho firme―. Vamos al sillón. Despacio, así, bien. Intenta no tropezarte.

     Estaban a unos pasos del sofá, pero los experimentó como kilómetros a través de una carretera surcada por baches. Adherido a él como si fuera una babosa, se dejó conducir, y al llegar se derrumbó contra su cuerpo. Apretó los párpados de cara a su torso; estaba ardiendo desde adentro hacia afuera, pero de apartarse temía sucumbir y caer en unas profundidades insondables de las cuales jamás emergería.

      ―Shh, estoy aquí, no va a pasarte nada ―le arrulló, abrazándole para atenuar sus temblores―. Desearía que me escuches cuando pretendo advertirte sobre algo.

     ―Me atrapaste ―musitó sin saberlo, arrastrando las palabras, y de forma simultánea se deslizó en el sopor―… siempre lo haces.  

     ―Claro que lo hice; estarías perdido sin mí ―bromeó―. Es lindo como a veces puedes ser bastante torpe.

     La habitación se contraía y ondulaba. Pensó en el mar, en un océano esmeralda que había adquirido un regusto enfermizamente dulzón. Las yemas de Sherlock le removieron los cabellos rubios.

     ―Duerme bien, Liam.

     Y al final no fue Sherlock quien lo lamentó por la mañana.

Al despertarse una gruesa manta le cubría, y a pesar de que las cortinas oscuras estaban cerradas, le bastó abrir los ojos para sentir que le estallaba la cabeza. Se talló las sienes en vano, sin moverse ni un ápice; en su vida había sufrido una migraña de tal magnitud.

     Al poco tiempo el piso vibró y Sherlock apareció ante su vista adolorida.

     ―Sé cómo te debes estar sintiendo, te traeré agua ―dijo e hizo ademán de regresar sobre sus pasos.

     William sacó la mano de debajo de la frazada y cogió la tela negra de sus pantalones.

     ―También algo para el dolor ―pidió en un susurro. La boca reseca le dificultaba el habla―, lo que sea.

     No pudo ver su asentimiento; al aflojar los dedos la mano cálida de Sherlock recogió la suya, fría y desfalleciente, y la llevó de vuelta al sofá.

     Se quedó allí, agonizando de dolor entre respiraciones superficiales, hasta que su amante volvió y se sentó al lado de sus piernas. Aunque con extrema lentitud, se obligó a ponerse en una posición erguida también.

     ―¿Te acuerdas de algo? ―Inquirió destapando una botella pequeña y de color marrón rojizo.

     Se llevó la palma a la frente. El solo hecho de pensar arrancaba punzadas detrás de sus ojos; advirtió que las experiencias de la velada pasada se habían enmarañado. Ciertas partes estaban difusas, por no decir incompletas.

     ―Estábamos bebiendo Whisky ―dijo, luchando con su lengua pastosa―, pero encontré tu botella de absenta. Bebí un poco y entonces después…

     ―Decir que solo bebiste un poco es un eufemismo, pero dejémoslo así ―retomó la palabra Sherlock cuando los segundos se sucedieron y no pudo encontrar las piezas para llenar el espacio en blanco de su relato. ―Ahora, abre la boca. ―Le mostró una cuchara rellena con un brebaje del mismo tono cobrizo que el frasco del que salió. Dada la mirada dudosa de sus ojos entornados, se apresuró a explicar―: Es láudano*, lo único que encontré. Aliviará ese dolor que te está partiendo cabeza o te pondrá a dormir. Seguramente las dos.

     ―Puedo tomarlo yo solo ―afirmó, pues el suplicio de la cefalea aún no había asesinado su orgullo―. Dame la cuchara.

     ―No te avergüences por tonterías, deja de ser tan terco y abre esa boca ―insistió a su vez con firmeza―. Si me hubieras escuchado anoche no te sentirías tan mal.

     Se quedó falto de argumentos y energías para discutir. Muy a su pesar, cerró los ojos y entreabrió los labios. Sherlock inclinó la cuchara metálica entre ellos y el elixir, de sabor amargo y consistencia aceitosa, fluyó entre pausas. William lo tragó con rapidez; todavía le aquejaba el vértigo. Se tapó la boca y estiró el brazo hacia él, exigiendo el vaso con agua que le prometió.

     Sherlock lo levantó de la mesa de centro, al frente del sofá, y lo puso al alcance de sus dedos. Bebió ávidamente hasta que limpió su paladar y pudo tragar sin sentir espinas dentro de la garganta.

     Encontrándose exhausto, volvió a fijar la vista en él. El detective alzó una ceja y sus labios se curvaron un ápice.

     ―Con todo, parecías divertirte bastante. Avísame cuando quieras beber absenta de nuevo y tomaré precauciones.

     ―No volveré a beber esa cosa―rechazó. No tenía la menor idea a qué tipo de precauciones podría estarse refiriendo―. Me vienen nauseas de solo recordarla.

     Sherlock decidió que su comentario ameritaba unas risas; el sonido de sus carcajadas retumbó en sus tímpanos y le hizo rechinar los dientes.

     ―Ah, lo siento, lo olvidé ―se disculpó, deteniéndose y bajando la voz, al ver el sufrimiento que denotaba su rictus. Se movió para situarse más cerca de William y peinó las hebras doradas de su cabello con suma suavidad―. Deberías ir a la cama, allí estarás más cómodo.

     Suspiró con pesadez, pero no se movió. Su mirada decayó sobre sus manos exiguas contra sus piernas. A diferencia de Albert y su afición al vino, nunca había puesto a prueba su tolerancia al alcohol, aunque podía decir con seguridad que en ese aspecto no rivalizaría con él ni por asomo. Yendo aún más lejos, su templanza se vio afectada por la falta de sueño, lo que propició ese momento de descontrol.

     Ladeó el cuello contra el vaivén de sus caricias y fue como si una corriente de paz irradiara a través de su ser. Dormir, incluso estando alcoholizado, recompuso su estado mental.

     ―Te agradezco ―murmuró, buscando la calma de sus ojos― por estar aquí, por todo.

     Debido a los remordimientos persistentes, jamás le había agradecido, por lo que sus palabras fueron tomadas con sorpresa. La forma espontánea en que su expresión trocó en una de radiante felicidad le estrujó el corazón y estropeó su ritmo, como si tocara los acordes equivocados en el violín.

     ―¿Qué es eso? No necesitas agradecerme. ―Apoyó la mano en su espalda baja y apartó su flequillo con la otra. ―Ya te he dicho que no me iré ni dejaré que te pierdas.

     Antes de besarlo en la boca, presionó los labios delgados contra su frente; y aunque debajo de ella la jaqueca continuaba asediándole, William creyó que no necesitaba más que eso para subsistir.

Notas finales:

Absenta: Absenta o ajenjo es una bebida alcohólica que tuvo su auge durante el siglo XIX y que fue muy popular entre algunos artistas. La prohibieron en muchos países de Europa, después de un tiempo, debido a que se le atribuían efectos alucinógenos (y hubo algunas muertes y asesinatos de por medio). Se recomienda tomarla diluida en agua; en la historia se ilustra la que se supone, según leí, es la preparación clásica.


Láudano: Derivado del opio, se usaba para aliviar la mayoría de los dolores durante el siglo XIX.


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