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Banana Fish One-shots por Cianuron

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Se presentaba ante ellos de la manera en la que solo algo tan imponente como el cielo podría hacerlo: En una cálida combinación de tonalidades naranjas y amarillas, profundo como los secretos mejor guardados y colosalmente decorado por nubes que parecían, aunque casi difuminadas, ser del tamaño de planetas inexplorados. Solo la dulzura ondeante del lago tenía el privilegio de acariciarlo, allí donde la perspectiva del ojo humano lograba unir el cuerpo de agua con el principio del espacio. Abrazado por las sombras marrones de las sierras, que aparentaban ser las escoltas seleccionadas por los dioses con el fin de proteger un buscado tesoro, se encontraba el islote únicamente habitado por algunos árboles y la escultura de entrada.

Una suave brisa húmeda le peinaba el cabello hacia un costado. Allí, parado en la orilla del muelle, se encontraba limitándose a apreciar el mimo que los aires de la naturaleza le brindaban. Cerró los ojos y exhaló, soltando una incontenible risa que sonó más a un carraspeo. “Una entelequia” Pensó “Me dijiste que mis deseos se limitarían a una entelequia, ja, maldito idiota arrogante.”

Recordó las tardes en el jardín, el sinfín de préstamos literarios y lecciones bañadas en encierro y sabiduría. El hombre con el semblante misterioso y, al mismo tiempo, dolorido por los golpes de los años, siempre le propiciaba algunas palabras que, según él, le servirían igual de bien para desenvolverse en el mundo como lo haría el conocimiento de armas y la fuerza física.

Cosa, persona o situación perfecta e ideal que solo existe en la imaginación.” Le habíadicho “Eso es una entelequia, al igual que lo es anhelar un mundo lejos de este que ya conoces. Adáptate y sobrevive.”

Le recorrieron las ganas de poder enviarle una postal mostrándole cuán equivocado estaba. Lo haría, claro, si supiera en que parte del mundo se encontraba él ahora.

Solo la sombra deambulante, pero confortante, detrás de él fue la que logró sacarlo de sus memorias. Como producto de la fuerza de un imán, giro su torso hacia atrás para encontrarse el conocido objeto justo frente su nariz. La silueta que lo sostenía parecía tan concentrada que sonrío de medio lado al notarlo. Fue entonces cuando pudo percibir un leve movimiento en el lente de la cámara.

– Has vivido con la fantasía de cualquier fotógrafo tan cerca de ti durante tantos años ¿y recién ahora decides venir a fotografiar el atardecer? – Preguntó.  Y no exageraba. Desde donde estaban se podía observar el resto de los aficionados reunidos en el mirador tratando de, también, capturar el momento.

Se hallaban a las orillas del lago Shinji, con el imponente Museo de Arte Shimane a sus espaldas. Como se le había sido prometido en algún momento, habían dedicado todo el día en recorrer la atracción turística, paseando primero entre los pasillos del sofisticado edificio, deleitándose con cada pieza expuesta para más tarde disfrutar del placido jardín exterior custodiado por las esculturas en la ribera.

– Oh, no, te equivocas. Infinidad de veces he venido aquí, cada puesta de sol es distintivamente bella a su manera. – Respondió mientras revisaba las fotos tomadas en el rollo. – Por ejemplo, en este te encuentras tú.

Alzó la vista al pronunciar aquello, acompañado por la más sincera de las sonrisas, para encontrarse con los ojos color jade mirándolo devuelta. Antes de que pudiera recibir alguna respuesta, se acercó a él y le mostró el resultado final: Podría haber sido igual a cualquiera de las cientos de imágenes de aquel lugar que ya tenía, sin embargo, en ésta, un muchacho rubio y joven se encontraba de costado, dejando entre ver su lado más contemplativo y trasparente. La belleza de su rostro se mimetizaba perfectamente con el inmaculado paisaje. 

– En ese caso, no deberías publicar ésta. –Le dijo, pasando un brazo por encima de sus hombros. Se agachó lo suficiente como para ver más de cerca y al mismo tiempo lograr que sus labios quedaran cerca de la oreja del otro. – Mi angelical rostro se llevará todas las miradas. No quiero opacar al sublime firmamento, aunque sea esta vez.

–Ah, engreído. - Contestó dándole un codazo a la altura de las costillas, logrando zafarse del sujetar para poder sentarse sobre el borde del muelle. El más alto rio y copió el movimiento.

Allí, en la comodidad del silencio se limitaron a observar la puesta del sol. Entre las sombras sepia y el graznido de las aves alejándose parecía increíble que uno de los hechos más majestuosos del día estuviese siendo vivido en aquella mutua compañía. La promesa de aquel sueño se había vuelto realidad, era tan tangible como la tierra bajo sus pies y se sentía como el más honorable de los premios. Era una victoria.

El americano fue quien, dándose cuenta, se tomó unos segundos para mirar a quien tenía a su lado. Definitivamente habían logrado librarse de las garras del destino que solo aparentaba querer alejarlos más y más. El hecho de que él, el muchacho con sus ojos rasgados y pelo tan oscuro como un anochecer en luna nueva, estuviese consigo era la más sofisticada de las burlas hacia todo lo que parecía ser imposible.

Sonrió, sumido en la paz y la tranquilidad que sentía, mientras seguía descaradamente observándolo. Su integridad, su fortaleza entera, aparentaba estar siendo demolida en ese preciso momento y no le importaba en absoluto quedar completamente vulnerable y frágil a su lado. Sabía que eso podía, o más bien, debía pasar cuando aquello que te sostiene y cuida está cerca, protegiéndote. Entendía que era completamente natural bajar la guardia ante quien uno consideraría el hogar de su alma.

Y entonces se dio cuenta: Por primera vez estaba completamente desarmado y, lo que era mejor, no le importaba.

–Eiji, yo…– Dijo, cortando el silencio en dos, no obstante, suspiró al darse cuenta que no existía manera alguna de continuar con aquella oración.

Por más que rebuscara en su mente, sabía que no había un conjunto de palabras, puntos y comas equivalentes para poder expresar lo que estaba ocurriendo dentro suyo. Decidió entonces darse a entender a través de las acciones. Se inclinó hacia adelante y delicada pero firmemente, sujetó el rostro de su compañero y rozó, con los suyos, sus finos labios.

–¡Ash! – Exclamó el japonés empujándolo y dejando entre ellos una distancia equivalente al largo de sus brazos. – ¡Ya te dije que en no! – Se tomó unos segundos para verificar que nadie los estuviera viendo.

El rubio hizo una mueca y murmuró algo que pareció más un resoplido.

–¿Cuál es el problema? No es la primera vez que lo hacemos. – Dijo.

Y era verdad. Sin estar muy seguros de cómo, en algún momento los besos se habían vuelto su demostración más confiable cuando las palabras no alcanzaban o lo que sea que quisieran expresar era demasiado grande. En lo distintivo de su relación ocurría que, al haber compartido experiencias y sentimientos mucho más íntimos, el simple rozar de sus labios era lo más cerca que podían llegar para equivalerles.

Sin embargo, estaban muy lejos de ser amantes, pero tampoco entraban bajo el nombre de amigos. El vínculo que compartían, cual fuera que fuese, era único en su especie, tan especial que rebajarlo a una clasificación tan normal era más bien un insulto.

–Lo sé. – Respondió, ahora más calmado, mientras sonreía y abrazaba al americano que ya se encontraba ofendido y de brazos cruzados. – Pero en privado. Sabes que no estoy en contra de que lo hagas, puedes dármelos cuando tú quieras.

–Uy, picarón.

Eiji simplemente lo ignoró.

– El punto es que no estamos en América. – Continuó explicando. – En Japón, somos bastantes reservados con estos temas, aún más en Izumo que es una ciudad muy arraigada a sus costumbres.

–¿Y qué con eso? –Protestó. – Ya soy un hombre muerto en los Estados Unidos, no podrán hacerme nada.

La carcajada del pelinegro resonó en toda la península. Aquel que había sido líder de la peor pandilla de toda Nueva York, también, era el rey de los berrinches.

–Sí, tienes razón. –Dijo. – Pero estás vivo aquí, conmigo.

Y aunque detestaba dejarse ganar cada vez que discutía con aquel como también odiaba el gusto de la nueva comida y ni hablar de las nuevas costumbres, sabía que nada era tan verdad con eso. Por lo que, contemplado los últimos rayos de luz que se escondían tras las colinas, respondió:

–Si...– Se apoyó sobre el hombro de su compañero mientras le sujetaba una mano. – Y nunca me había sentido tan vivo como ahora.

 

 


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