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MI ETERNO SANTA KLAUS por sharm_baby

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Notas del capitulo:

Es solo una tontería que espero que les divierta. La Navidad no son regalos, sino la gente que tienen al lado.

Feliz Navidad!!!

 

 

Los árboles dibujaban finas líneas a medida que el tren avanzaba a su destino. Un pequeño pelirrojo, piel de agua helada y ojos como cielos oscuros apoyaba la cabeza en la ventanilla, mientras asumía nervioso su nuevo reto, la armadura de Acuario. Camus, se preguntaba como iría todo tras un duro entrenamiento. En ese constante rítmico movimiento, no pudo evitar el perderse en sus recuerdos.

...

En medio del caos de su vida, el único momento en que recibió un regalo, fue cuando su madre murió al darle la vida. A partir de ahí todo fue dolor. Su padre lo había abandonado misteriosamente en la nieve. Unos campesinos lo encontraron en medio de una tormenta de hielo, recogiéndolo. Al ser tan pobres no pudieron quedárselo, por lo que lo entregaron a un orfanato. Allá,  creció entre medio de la frialdad de sus cuidadoras y otros múltiples huérfanos con los que competía por un mínimo de cariño y atención. Nadie lo quería, ya que era demasiado serio. Fue cumpliendo años, asumiendo que en este planeta a nadie importaba, por lo que solo contaba consigo mismo para sobrevivir a este mundo de fieras. Sabía que jamás nadie lo abrazaría trayendo consuelo a su soledad, ni a sus traumas de niño pequeño. Lo único que lo salvaría sería la ley del hielo. Los iceberg permanecían inmutables a lo largo del tiempo, observando desde su eternidad el pasar del tiempo. Daba igual si hacía frío o calor, ellos seguían ahí intocables en su indiferencia a todo lo que les rodeaba.

Así pasó sus primeros años de vida, hasta que un extraño hombre apareció. Su nombre era Klaus. Vivía en una pequeña aldea de Siberia perdida en la estepa rusa. Su pelo era tan rubio que parecía blanco, alto como una torre de marfil  y piel de mármol. Su voz tenía un sonido áspero, aun así, podías notar leves notas de dulzura ocultas entre los semitonos roncos. Una vez que estuvieron a solas, ese misterioso personaje se presentó como un Maestro del hielo. Le explicó que su destino era ser un héroe, el cual se alzaría entre las sombras para salvar al mundo de las tinieblas. Le habló de un mundo de mitos y leyendas, encantando su corazón solitario. Le advirtió que era un sino cruel, ya que el fin de ese camino era la muerte. Su vida a cambio de la de otros. Su dolor por evitar la injusticia. Su soledad porque otros vivieran felices entre sus familias. Y todo ello en un anonimato, donde cada uno de sus sacrificios permanecería oculto en el silencio de los tiempos. El pequeño asintió con su cabeza sin pensar. Hacía mucho tiempo que había aceptado ese camino, la ruleta de la vida se encargó de ello. El señor de los hielos lo observó con una extraña sonrisa.

Una vez realizados los trámites de la adopción, partieron al fin del mundo. Allá en medio del silencio de los eternos fríos, donde la vida sobrevive con mucho esfuerzo y el débil acaba siendo víctima de los hielos, un niño se enfrentó a rudos entrenamientos. A veces creía que moriría, otras que nada tenía sentido, pero la ley del vacío impuesta en su corazón le obligaba a seguir, ya que al fin y al cabo, cuando la nada cubre tu ser, un poco de dolor, más o menos, no importa. Su maestro era como él, cerrado al vacío. Solo una vez al año se permitía mostrar al mundo los rayos de sol guardados en su alma. Cada año, el 25 de diciembre los aldeanos del lugar recibían un pequeño obsequio de un desconocido al cual llamaban Santa Klaus.

Es ahí cuando su tutor le reveló uno de los múltiples secretos guardados por los señores del frío. Un Maestro del Hielo empezó la tradición regalando a su amor una pequeño colgante, el cual  su tutor llevaba colgado en el cuello. También regaló un diminuto obsequio en agradecimiento por la ayuda prestada a los habitantes del pueblo donde vivía. Esta costumbre la convirtió en rutina repitiéndola a lo largo del tiempo. Este hábito se amplió entre los aldeanos, que a su vez la extendieron a otras aldeas hasta convertirse en una leyenda mundial llamado Santa Klaus. Desde entonces, cada Maestro del Hielo continuó el mito. Ofrecía un pequeño regalo a aquellos que amara. Uno a su pareja, y otro a sus vecinos, ya que en la soledad de esas estepas sin vida, los aldeanos eran una especie de familia, para aquellos que nunca la habían tenido. Era una forma de retribuirles su cariño. Por lo tanto, cada 25 de diciembre, Camus ayudaba a su tutor a dejar en las puertas o en las chimeneas, tiernas sorpresas, que iluminaban el rostro de cada lugareño con una pequeña sonrisa. La peor parte del viaje, era cuando iban contra reloj a Grecia. Por lo visto, el dueño del corazón de Klaus era el santo de Escorpio, el cual se encontraba en la isla de Milos.

Una de esas noches, tras haber ido a la velocidad de la luz en medio de una carrera contra el sol,  ambos llegaron a esa pequeña isla donde cada año, dos santos de Atena se reencontraban, renovando sus votos de amor.

Desde su habitación podía oír los suspiros y gemidos de la pareja. Estos no ayudaban a dormir al niño. Por lo que el de la cascada de fuego, decidió ir a dar un pequeño paseo.

La Luna brillaba en todo su esplendor, dejando que sus pálidos rayos iluminaran levemente el paisaje. En la soledad del bosque, el francés hallaba la paz que necesitaba su alma. A él también le gustaría tener a alguien a quien poder hacer feliz una vez al año. Al menos una sola vez, podría permitir que su corazón escapara de ese perpetuo invierno, dejando que conociera un corto verano. Estaba perdido en sus meditaciones, cuando el sollozo de alguien escondido entre la maleza llamó su atención.

Un niño no mayor a él, lloraba desconsolado, agazapado entre las hierbas. Su alma tembló ya que esos hipidos eran el eco de los latidos de su soledad. Podía ver con perfecta claridad cada una de las sombras y dolores de esa alma. Su desconsuelo era tal, que rompía las paredes de su frialdad. Sin pensar, se dirigió hacia donde procedía ese llanto.

El peliazul, ajeno a todo, ya que el dolor de su alma acaparaba toda su atención, alzó la cabeza, al oír unas suaves pisadas acercándose. Una blanca figura se hallaba ante él, mirándolo con dos cielos estrellados, a través de los cuales reflejaba preocupación y calidez. Parecía un ángel, la blanca piel contrastaba con el rojo fuego que ardía en su cabellera. Su rostro estaba dibujado exquisitamente, nariz recta, ojos azul oscuro, una boca fina aunque de perfectas formas y las cejas partidas que aumentaban su atractivo. A su vez el otro pudo ver el contraste de dos aguas marinas contra la piel de color oro de las hojas en otoño, los pelos azules se esparcían rebeldes por su rostro, intentando ocultar la tristeza salida de esos afluentes.

Ambos permanecieron en silencio, uno de pie sin saber que decir y otro agachado, molesto que hubieran descubierto sus lágrimas. El de zafiros pudo ver, que las grandes aguas bravas como el cielo claro al alba, lo observaban desconfiados. Al final, el pelirrojo rompió ese chocar de miradas.

- Hola, ¿Por qué lloras de esta forma?- preguntó con dulzura.

- Eso no es asunto tuyo. - respondió el de indómito mirar

- Lo se, - asintió el de hebras de sangre, mientras bajaba la mirada - pero cuando yo me he sentido así, me hubiera gustado que alguien se preocupara por mi.

- Pero a nadie le importa - rebatió con un tono ronco el de ojos celestes.

- A mi si - contradijo el de lagunas de nieve - sino no estaría frente a ti preguntando.

El rebelde sin causa, bajó la cabeza sin saber que decir. Finalmente, la necesidad de consuelo fue mayor que el orgullo y confesó sus penas.

- Hace unos meses mis padres murieron y mi maestro me salvó acogiéndome. Se que tengo un duro futuro por delante, el cual está marcado por la sangre y la muerte. Lloró porque con la muerte de mis padres, me quedé solo en medio de tantos obstáculos.

- Tienes a tu Maestro.

- Si, pero es diferente. Por ejemplo en estas fechas mi familia se reunía y compartíamos el amor de la lumbre mientras repartíamos los regalos. A veces eran tonterías, pero era una muestra que allí había alguien para recoger las lágrimas que derramara.

- Entiendo - asintió el de cabellera carmesí- Aun así no te preocupes. En mi país hay un mito que se llama Santa Klaus. Es un señor que se encarga de repartir un poco de felicidad una vez al año, para que aquellos que se encuentran sin nadie, sepan que alguien en un rincón del mundo se preocupa por ellos.

- Eso no es verdad - murmuró escéptico el de salvajes turquesas.

- No lo creas si no quieres, aunque mañana, verás que yo tenía razón. - Dicho esto, dio media vuelta y desapareció en las sombras del bosque, dejando al ateo con la palabra en la boca. Lo curioso es que el fluir de sus lágrimas se había detenido, igual como el manantial de dolor que las alimentaba.

 El peliazul se quedó entre la maleza, pensando en las palabras de ese extraño chico.

A la mañana siguiente, el discípulo del santo de Escorpio se despertó un tanto más optimista. La tristeza que inundaba su ser en la noche, se había diluido con el amanecer y las misteriosas palabras de ese chico. Sin embargo, sus ojos se abrieron al máximo al encontrar una pequeña talla de madera con forma de oso polar. La cogió entre sus manos, observándola al detalle. No es que fuera perfecta, no obstante, era un tesoro, ya que su corazón había vuelto a reír.

Salió corriendo en busca de su Maestro, el cual estaba al lado de un rubio siberiano y del desconocido pelirrojo de la noche anterior.

- ¡Maestro, Maestro! Mire lo que me ha regalado Santa Klauss.

Ambos adultos se miraron sorprendidos, no obstante, se fijaron en que Camus escondía unas manos llenas de astillas y pequeñas heridas tras su espalda. Entendiendo a la perfección lo sucedido, asintieron sonriendo. El peliazul se quedó un tanto avergonzado de mostrar su euforia frente a desconocidos. Ante el instante de estupor de su discípulo, el Escorpión procedió a presentarlos.

- Este es Milo, mi discípulo. Y estos son el Santo de Acuario y su pupilo Camus.

Ambas partes sonrieron, aun así mantuvieron las distancias.

Al ver como los varones adultos se besaban, los pequeños decidieron irse para dejarles intimidad, quedando a solas.

- Por cierto, tenías razón.- inició la conversación el bicho en miniatura.

- Ya lo se. Yo nunca me equivoco. - la siguió el pelirrojo.

- ¿Y que te han regalado a ti? - preguntó ingenuamente el de claros cielos.

Momento fatídico en el que el mentiroso se ve a punto de ser descubierto en sus mentiras. Camus, quedó en blanco, por lo que contestó lo primero que se le ocurrió.

- Emm... eso es asunto mío. No te importa.

El otro frente a esta contestación, giró en redondo sobre si mismo, respondiendo :

- Es verdad ¿a quien le importa?

Y dejó ahí a un dulce Santa Klauss herido.

...

Desde ese día, cada Navidad esos dos pillos se encontraban. Estos guardaban las distancias, ya que el futuro aguador era demasiado tímido y lo disimulaba con su prepotencia. Esto alejaba al diminuto bicho, el cual no entendía ese rechazo. Aun así el griego seguía recibiendo un obsequio cada año y Camus guardando su anonimato. A lo largo de sus duros años de entrenamiento, el aspirante a Escorpio aguantó combates extenuantes, ejercicios inhumanos, condiciones de vida marginales, vigilando a su espalda cada rival que salía en su camino. En ese tipo de mundo, solo existe la muerte como única compañera y la soledad como único aliado. En medio de tantas luchas y adversarios, el bichín creía que iba a enloquecer por la ausencia de cariño, aunque la evocación de su regalo navideño, le recordaba que en alguna parte del mundo alguien desconocido para él lo quería. Eso le bastaba a ese joven para seguir adelante. Había veces que perseguía a su Maestro preguntándole si sabía quien era ese extraño anónimo, lo único que lograba es que le pidieran paciencia.

...

El de áureos cabellos despertó de su ensueño a su pelirrojo pupilo. Por lo visto ya habían llegado a Rodorio. Tras una larga caminata, el Santuario se alzaba majestuoso ante ellos.

Se perdieron en el público, topando con el Escorpión Celeste. El joven de zafiros, se alejó dejando a solas a ambos santos, próximos a perder sus armaduras. A una cierta distancia encontró a Milo. Este discutía con sus compañeros sobre el mito de Santa Klaus. Por lo visto, el joven guerrero aseguraba que ese tal Klaus, regalaba en Navidad un detalle a todas las personas que no tuvieran a nadie. Esto provocó la carcajada general. No obstante, a pesar de las burlas, el de azules cabellos seguía en sus trece. El viento que jugaba con los hilos carmesíes del hombre de hielo, cubrió su rostro impidiendo ver el suave sonrojo que se extendía por sus mejillas.

El guerrero protestó,  gruñó, aun así, no pudo evitar que se rieran de su persona. De repente, a un par de metros descubrió al de cabellera de fuego. Ambas miradas chocaron, azul cobalto contra azul cielo. Ese borde francés se hallaba solo, en medio del gentío. Estaba a punto de gritar a sus compañeros que ese chico verificaría su historia, cuando anunciaron el inicio de combates por las armaduras doradas.

Todos se pusieron en fila dispuestos a luchar con su vida por la armadura. Los combates fueron duros, no obstante, cada rival fue cayendo a manos de nuestros valientes, hasta llegar a la ronda final.

El público asistía nervioso por conocer a los futuros nuevos santos. Al llegar el turno del bichín, Camus impasible, no pudo evitar apretar los puños, rezando por su victoria.

El combate se presentaba duro. Hubo instantes en que el insecto parecía a punto de perder el cuello. Pequeños flashes de cosmos surcaban el aire, tocando de pleno diferentes puntos del cuerpo de nuestro guerrero. En un determinado momento, el combatiente se hallaba tocado de muerte, caído en el suelo, con numerosas heridas de las que manaban la sangre, la cual corría como ríos por el suelo, tan roja, como el propio pelo del galo. El oponente se creyó ganador, aproximándose al exánime cuerpo de Milo para rematarlo con una patada. La mirada perdida del vencido conectó con la de angustia del francés. En ese momento, el tiempo paro y los movimientos de lo que les rodeaban, parecieron ir a cámara lenta. El griego con esa demanda muda de seguir luchando por parte del otro, halló las fuerzas en algún extraño lugar de su alma. Por ello, cuando el pie iba a tocar su pecho, lo detuvo con sus desnudas manos, lanzándolo a lo lejos. Todo quedó en silencio, mucho más cuando bermejas líneas cortaron el aire, alcanzando a su rival. Las famosas agujas del Escorpión se delataron en ese insignificante joven, que se levantaba moribundo al límite de sus fuerzas, derrotando finalmente a su oponente. El guerrero, a pesar de sus heridas permaneció en pie, recibiendo la armadura de manos del patriarca y con el beneplácito de su Maestro, el antiguo caballero de Escorpio. Una vez recibida procedió a sentarse, ya que el siguiente en luchar era el pelirrojo, y no quería perdérselo.

El francés sabía que la lucha sería a muerte. Su enemigo era veloz y rápido. Pero alguien que lleva la ley del hielo corriendo por sus venas está destinado a ser un Aguador. Por ello, tras múltiples tanteos y golpes, unos más duros que otros, llegó el momento del ataque final, donde se jugaban el todo o nada. El galo sintió correr la ventisca por su piel, invocó su cosmos, el frío cubrió su cuerpo mientras su corazón iba más lento, la energía explotó en sus manos, atacando con su ejecución aurora. El rival hizo lo mismo, quedando el resultado de victoria, a la expectativa de quien se aproximara más al cero absoluto. Ambos eran buenos luchadores, pero el ganador fue Camus. El otro quedó encerrado en un ataúd de hielo frente al horror de los presentes. El hombre de hielo procedió a limpiar un hilillo de sangre que recorría su boca, mientras se giraba hacia el patriarca, el cual le entregó la armadura de Acuario.

...

Una vez lejos del fragor de las batallas, en la fría tranquilidad del templo de Acuario, Maestro y discípulo se estaban despidiendo.

- Bueno Camus, llegó el momento de pasarte el relevo. Te enseñé todo lo que sabía. Espero que sobrevivas a tu destino, igual que yo. Recuerda conservar las tradiciones y transmitirlas al que creas tu sucesor. Suerte.

- Maestro, ¿Dónde irá?

- A una isla perdida en el Mediterráneo.

- La isla de Milos - susurró más para sí que para el otro.

- ¿Te he dicho alguna vez que es tradición que haya un vínculo entre las constelaciones de Escorpio y Acuario?- dijo su antiguo tutor con una pícara sonrisa. Dicho esto se marchó sin volver la vista atrás. Había dado lo mejor de si a su sucesor, ahora se lo daría al dueño de su corazón.

...

El de turquesas inquietas vio como su Maestro desaparecía en las sombras junto al ex Aguador, sin decirle nada más que un largo sermón sobre algo de las tradiciones, y dejando un extraño colgante donde el signo del escorpión y Acuario estaban juntos. El rubio se lo había entregado, diciéndole que se lo diera a su Santa Klaus cuando lo descubriera. Esto añadió otro interrogante al ya instalado en su cabeza. ¿Santa Klaus existía realmente? Todo el mundo decía que no, pero él había recibido un regalo cada año. ¿Quién podría ser? ¿Y que significaba ese dije?¿Que relación guardaba con el Aguador? La imagen de cierto pelirrojo bailó en su mente, pero la desechó al completo al recordar lo arisco y borde que podía ser. Y era una pena, ya que era hermoso. Cualquiera podría enamorarse de él,... si se dejara atrapar.

Su enigma continuó con el pasar de los años y las batallas, aunque cada año, estuviera donde estuviera, hallaba un pequeño presente en la puerta de su templo o del lugar donde se hallara. Su pensamiento volaba al pelirrojo al pensar quien era su extraño Papa Noel, no obstante, lo apartaba al instante. El Santo de Acuario no era lo que se dice sociable. No hablaba con sus compañeros, a no ser que fuera necesario. Marcaba las distancias con todo el mundo y solía pasar largas temporadas en algún rincón perdido de Siberia. Era imposible que alguien tan frío fuera capaz de tener un tipo de detalle así. A veces suspiraba en silencio, recordaba aquella noche en la que el bello joven consiguió detener su llanto, dándole un motivo para seguir luchando. Esa noche se mostró como una persona llena de sensibilidad y buenas intenciones, no como el prepotente e indiferente guerrero que se mostraba ajeno a todos.

El ahora Señor de los Hielos conservó las tradiciones hasta que expiró en su templo luchando contra Hyoga. Esa Navidad, el santo de Escorpio no encontró nada en su puerta. Eso le dio mucho que pensar. Era mucha casualidad que justo cuando el pelirrojo había muerto, su Santa Klaus hubiera desaparecido. Un impulso nació de su corazón, dejando un ramo de flores blancas como la nieve en la tumba del francés.

El difunto de ojos como zafiros volvió vestido con el Sapuri, para perecer frente al Muro de los Lamentos junto a toda la orden dorada. Languidecieron en las tinieblas, creyendo que el fin de los tiempos los alcanzaría en ese lugar, sin embargo, la luz de Atena vino en el último momento a rescatarlos.

...

Tras tantas batallas, todos los guerreros creyeron que un periodo de paz se abría ante ellos. Cada uno marchó por su camino, diluyéndose en el mundo.

Mientras un curioso Escorpión estaba dispuesto a descubrir a ese misterioso Santa Klaus que había sido su sostén en sus momentos más oscuros.

En Nochebuena permaneció en su templo despierto toda la noche al acecho. Estaba a punto de caer en brazos de Morfeo, cuando sus agudos sentidos lo avisaron que alguien se acercaba. Aun no amanecía, pero podía verse algunos rayos del alba iluminar el cielo, alejando las sombras. Entre las columnas, pudo distinguir una bermeja cascada acercándose. La pálida figura se agachó para dejar un pequeño objeto. Al levantarse un débil rayo iluminó el misterioso rostro, revelando al Santo de Acuario. El de turquesas indomables sintió su corazón latir más despacio, reteniendo el aire en sus pulmones, para luego dejarlo escapar lentamente. En el fondo de su alma siempre lo había sabido.

Salió de su escondite con un sencillo paquete entre sus manos, mientras con su voz revelaba su presencia a un pillado in fraganti.

- Bienvenido al templo de Escorpio, Santa Klaus.

El de blancas manos pegó un respingo. Su mente empezó a imaginar mil y una excusas posibles, aunque ninguna era lo suficientemente creíble. El de aguas bravas, miró directamente al otro, el cual permanecía en silencio. Ante esto decidió seguir con lo planeado.

- Toda mi vida he esperado la Navidad para ver si seguía importándole a alguien en este mundo. Cada año ha sido así. - bajó la cabeza tímidamente acercándose al Aguador, que permanecía en silencio observando con cierta perplejidad esos gestos de inseguridad en el bravo guerrero - Por eso este año yo también he querido ser tu Santa Klaus, para demostrarte que tienes a alguien a quien le importas.- Levantó ambas manos en las que reposaba un paquete.- Esto es para ti.

- Yo... - susurró totalmente ruborizado. Un dedo canela silenció su voz, delineándola con suavidad.

- No digas nada, solo cojelo - insistió colocándolo entre esas manos de mármol. Mientras, los ojos se buscaron. Estos al topar, bajaron, para luego reencontrarse de nuevo.

El galo abrió el paquete con deleite, para encontrar un simple colgante en el que el símbolo del Escorpión y de Acuario se enlazaba. Observándolo con detalle, descubrió que era el amuleto que llevaba su Maestro colgado a su cuello.

- Me lo dio tu maestro antes de partir. Me dijo que algún día descubriría su significado. Tenía algo que ver con las tradiciones. Me contó que una vez un Maestro del Hielo se enamoró de un Santo de Escorpio y le regaló este símbolo. Desde entonces todo Escorpión se lo regala a su Santa Klaus. Y este se lo retornará al nuevo Santo de Escorpio, al ganar su armadura.

- Mi Maestro y sus tradiciones - murmuró en soto menor, sonriendo el de cabellos carmesíes.- Gracias.

La mano del galo dejó bailar en el aire el símbolo, entendiendo lo que significaba. Ante esto, el bicho lo miró perdiéndose en esos cielos y le replicó:

- ¡Hermosas tradiciones!¿Puedo ponértelo?

El otro asintió sonriendo, mientras su corazón latía apresurado dando color a sus mejillas. El de manos canelas ató el amuleto al cuello de su misterioso amigo, aspirando el dulce aroma de esos cabellos rojizos. Al girarse el de chispeantes zafiros hacia él, extrañamente, sus manos temblaban sin saber porque.

- ¿Me queda bien, Milo?

Este asintió sonriendo,  dejando escapar un suspiro. Con esto añadió.

- Demasiado bien.

Ambos se ruborizaron enseguida, aunque esto no detuvo que ambas manos se cojieran. El sol desplegó sus rayos iluminando la escena, el peliazul necesitaba resolver unos cuantos enigmas preguntando:

- Camus, ¿Por qué nunca me dijiste que eras tú?¿Porque eras tan esquivo conmigo?

El señor de los fríos bajó la cabeza.

- Me daba vergüenza. No estoy acostumbrado a mostrar mis sentimientos. Verte tan triste esa noche me partió el corazón. Y seguí el ejemplo de mi maestro para hacerte feliz.

- Y lo hiciste. En cierta forma siempre sospeché de ti, pero como eras tan frío, lo dejaba correr.

- Lo entiendo.

Otra vez volvieron a mirarse, adivinando el uno en el otro los extraños sentimientos que pugnaban por salir. Ambos corazones latían al son de una vieja sinfonía compuesta en el inicio de los tiempos por sus constelaciones, las cuales vibraban en el mismo tono. Dejaron que esa melodía guiara sus almas, fundiéndose en un leve roce de labios que fue profundizándose, hasta que la necesidad de oxígeno les obligó a separarse. El Aguador reclinó su frente en el pecho del griego, el cual ciñó su cintura con el brazo acercándolo a él. Nada tenían que decir ya que los hechos lo mostraban todo. Aun así, el bicho susurró:

- ¡Feliz Navidad Camus!

Al fin y al cabo había sido una extraña historia marcada por las tradiciones navideñas. Empezó hacía tiempo con algo tan simple como un regalo navideño entre dos amantes. Ese regalo estaba colgado del cuello del Aguador como signo de una historia de amor entre dos constelaciones que iban renovándose con cada generación. Y gracias a esta epopeya, se creó la leyenda de Santa Klaus. La cual podemos disfrutar todas las personas del mundo. Por esta razón, debemos recordar en estas fechas, no solo los regalos sino que hay alguien en el mundo que se preocupa por nosotros. Ese alguien puede ser cualquiera, la familia, tu pareja, los amigos. También nos debe servir para recordar a aquellos que estuvieron y ya no están.

No obstante, si no disponemos de nadie, da igual, nuestro Santa Klaus está en algún rincón del mundo esperándonos, lo que pasa es que las Moiras que hilan los telares de la vida, aun no han encontrado el momento para que lo conozcamos. No perdamos la fe. Fe es creer en aquello que no existe, pero que creemos que puede llegar a ser realidad. Y si creemos, la vida se encargará de dárnoslo de alguna forma.

¡Feliz Navidad, que vuestros deseos se os cumplan!

 

 

 


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