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Ojos de Luna, Ojos de Mar por Luna_de_Marzo

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Notas del fanfic:

Esto es algo así como un re-upload.

Esta historia es en grán parte de mi autoría, pero hace unos días una amiga mía, Jukka666, la publicó por mi. Para demostrarme que al público le gustaría lo que escribo, así que decidí publicarla en una cuenta propia.

De todas maneras conservaré los cambios que ella le hizo a la historia. Los créditos de la co-autoría para Jukka666, Diana.

Dedicado al amor de mi vida, Cecilia, esto es para ti como todo lo que hago. Te amo tesoro! n///n

Notas del capitulo: Quizás esté un poco confuso... Las criticas son vienvenidas! Y gracias al que se atreva a leer!
   En días como éste recuerdo sin remedio. Cuando las gotas de lluvia azotan mis ventanales de vidrio coloreado, produciendo y reproduciendo el sonido tranquilizador del agua al caer. Cuando las nubes se cierran en una cúpula de todas las tonalidades de los grises más atrapantes, cuando el mar sopla su aliento salino contra las erosionadas rocas de la playa a cien metros de mis ventanales.

 

Rememoro, como es usual, esos días en los que era una simple forastera en una ciudad escaldada por los conflictos civiles. Llegué en un barco desde la isla donde nací, esa misma donde el fuego había devorado toda mi niñez; como evoco ese sucio trozo de madera flotante, tenía un persistente hedor a bilis de pez vela aun que Mariella fregara los pisos a cepillo y jabón de ropa. A pesar del olor y de la madera picada llegué a tomar a ese barco como mi hogar y a mi dulce Mariella como efímero consuelo a mi corazón chamuscado. Ella fue la primera, una jamás olvida a la primera.

 

Al atracar en el viejo puerto pesquero me despedí para siempre de la primera, en ese momento lo ignoraba pero jamás volví a contemplar sus ojos cenizos, ojos de luna, como los llamaba en las noches calurosas en las que salíamos a acariciarnos en plena cubierta.

 

Al atracar en el puerto me conseguí rápidamente un modo de sustento. Ah, como recuerdo esos días en los que solía ganarme la vida escribiendo novelas homo eróticas de poca monta. Me parecía vulgar al principio, que publicaran mis historias más perversas en lugar de mis versos inspirados o mis épicas epopeyas de elfos y sirenas; mas, con el tiempo, aprecié la publicación de mis textos aun que a mi parecer no fueran los mejores.

 

Escuché decir a Mariella alguna vez que toda una vida puede cambiar en un parpadeo; como cambió la de ella al escapar de su hogar en las tierras altas para hacerse a la mar en un barco pesquero. Nunca di crédito a su frase hasta que un parpadeo cambió mi vida una tediosa tarde de lunes en la plaza editorial.

 

Era un edificio encantador simplemente. Se erguía majestuoso en pleno centro del pueblo que se embellecía, su fachada lucía orgullosa las heridas de bala recibidas durante alguno de los innumerables disturbios del pasado; por mucho que sugerí resanaran los huecos en la pared al jefe mayor le parecían trofeos del mas fino oro. El jefe mayor, gran papi, así lo llamaban en la editorial, era un hombre altísimo, su cabello negrísimo comenzaba a mostrar una temprana calvicie, sus ojos ávidos y de marrón mirada inteligente parecían estar siempre en busca de algo interesante en que clavarse, tenía la nariz como una patata dulce y labios carnosos y rosados, casi como los de una mujer.

 

Gran papi estaba molesto, era lunes, odiaba los lunes igual que toda la gente con una embarrada de sesos. Desde el portón herrado del edificio ya escuchaba sus gritos y gruñidos furiosos, sonreí, encontraba graciosísimas sus rabietas de temprana semana. Al ir adentrándome en el patio de rojizos adoquines de forma florida, identifiqué en sus gritos mi nombre, solté una burlona carcajada, de nuevo iba tarde a entregar mi manuscrito. Subí de a dos las escaleras aun que se adivinaba la arritmia que me causaría y hice mi gran entrada. Una patada a la puerta de su despacho y un glorioso “¿Me buscaba? “

 

Los marrones ojos de Gran papi me miraron con esa fingida furia y otro par le siguió en su trayecto. Noté la mirada ajena y le lancé el  porta documentos de cuero en el que descansaba mi terminada obra esperando que el mismo hubiera ido a parar a las manos de Adolfo, el asistente de Gran papi, mas en lugar de su acostumbrado reproche, escuché un gritito femenino y un golpe seco.

 

Miré apresuradamente hasta el origen del sobresalto y no encontré a Adolfo. Lo que vi hizo que mis mejillas se enrojecieran como carbón al rojo vivo. Una falda de blancos encajes levantada, las piernas delgadas y separadas me dejaban ver a todas luces las pantaletas rosadas con patrón de lacitos, los brazos delgados se abrazaban a mi porta documentos y tras este se adivinaba la cabellera rizada de una chica.

 

Salí como un rayo hacia ella y, hincándome en el suelo, halé de la falda para cubrirle de Gran papi, la tomé de la frágil muñeca y la alcé de un solo movimiento al tiempo que me disculpaba con atropellados tartamudeos. La risa de Gran papi no se hizo esperar mientras la chica se ponía en pié y abrazaba el porta documentos contra su pecho como si este fuera a protegerle, su cabeza baja me impedía ver sus ojos detrás de la espesa cortina rojiza que me ofrecía su cabellera, mas podía intuir un bien instalado sonrojo en sus suaves mejillas.

  

--Pobrecita…¿Qué no ves que es una mujer, Vikka? –Sus carcajadas hacían eco en el despacho.

 

--Pensé que eras Adolfo, lo siento muchísimo—Me disculpé con la frágil y apenada chica que no me devolvió ni una mirada.

 

--Deberías aprender a tratar a las mujeres… --Gran papi tomó de manos de la chica el porta documentos y alzando la solapa que servía de tapa echó una olfateada profunda al contenido— Llegas tarde.

 

Los miré a ambos alternativamente, a la chica que mantenía la vista baja y la boca cerrada y al alegre Gran papi ojeando mi más nuevo escrito. Remarqué una mirada de reproche hacia el hombre, demandándole alguna atención para conmigo. No habría estado nada mal que me presentara a la chica. Me acerqué a ella al notar una fina gotita de sangre escurriendo por el costado de su pequeña mano derecha, le tomé por la muñeca con cierta brusquedad de la que no me percaté y examine el pequeño rasponcito del que manaba el líquido.

 

--Estas sangrando…perdóname…te juro que no sabia—La chica alzó su pálido rostro solo lo necesario.

 

--N-no se preocupe señorita Stene…no es nada

 

A penas pude escuchar su vocecita, casi susurraba al hablar. Me sentí fatal, la había lastimado, y encima la pequeña no me soltaría un enojado discurso ni una palmada a la nuca como lo hacía Adolfo. Ella era una mujer.

 

Sin decir nada más a mi jefe, salí del muy verde despacho halando de la estrecha muñeca de la chica escaleras abajo. El hombre ni cuenta se dio al estar totalmente “clavado” en mi poco apropiada escritura. Una vez en el patio andamos hacia el cuarto vacío que hacia de almacén, de cabina de teléfono, de cuarto de limpieza y de enfermería. Las paredes pintadas con una pintura color crema que se caía a pedazos dejando el color crudo a la vista, los productos de limpieza y cajas con cientos de hojas de papel desperdigados por todo el suelo y las esquinas, el teléfono acomodado sobre una polvosa mesa de nogal, la ventana cerrada justo sobre ésta y la única silla parcialmente coja parecieron crujir a nuestra entrada. La empujé haciéndola desplomarse sobre la silla, le sonreí apenada y me di la vuelta a explorar el desorden en busca del botiquín de primeros auxilios.

 

Ella me miraba, lo sabía, seguía mis movimientos por toda la habitación hasta que finalmente dí con lo buscado. Al girarme repentinamente hacia ella pude a penas ver como volvía a bajar apresuradamente su cabeza. Me acerqué y sentándome frente a ella volví a tomar de la muñeca respectiva.

 

--En serio lo siento. –Le dije mientras sacaba de la caja de almuerzo de metal que servía de botiquín, extrayendo de esta un frasco, una bolsa con torundas de algodón y unas pinzas. —No sabía que estabas ahí, no miré. –Reí nerviosamente—Perdóname pero te confundí con Adolfo.

 

Adolfo era un hombre un poco mas bajo que Gran papi, delgado como una garrocha, con unos enormes ojos verdes y unas pestañas de aguacero, su enorme boca le daba la apariencia de un salmón recién sacado del agua y su persistente acné no lo hacía más atractivo. La chica pareció intimidarse un poco más.

 

-Créeme, no voy a volver a tirarte, lo prometo. -Ella no me miró. -¿Cómo te llamas?

 

No hubo respuesta. Resignada, me entretuve humedeciendo la torunda en un poco de alcohol y tocándola sólo con las pinzas la acerqué a la herida de la joven. Ella apartó la mano de un apresurado tirón. La miré y por primera vez me regresó la mirada, tenía unos ojos preciosos, ni azules ni verdes, los colores se mezclaban sin control alguno, mas celeste de un lado, más verde del otro. Tenía unas pestañas negras y tan abundantes como su cabello, una nariz minúscula y unos bonitos labios delgados que se contraían en una expresión temerosa. Sentí la sangre invadir mis mejillas de nuevo, era la criatura más preciosa en la que mi mirada se había posado.

 

Sus mejillas se enrojecieron y sus ojos se inundaron.

 

--Te prometo que sólo dolerá un segundo. –Obligándome a reaccionar, sujeté su muñeca con decisión y limpié la herida con toda la delicadeza de la que era capaz. Luego tomé una bandita con corazones rosados y rojos salpicados por su superficie y con suavidad la apliqué sobre la herida, acariciando su mano después en un movimiento inconciente.

 

-Listo.

 

-G-gracias…señorita Stene -De nuevo su mirada se ocultaba detrás de la cortina de cabello.

 

-Nada de “señorita Stene”, llámame Vikka, ¿si?

 

--No podría…--Me miró con una enorme sonrisa en sus delgados labios que me dejó impresionada.

 

Su cambio de personalidad llegó a asustarme, de pronto ostentó toda la seguridad del mundo, contrastaba abismalmente con la timidez que hasta hace unos segundos me dejaba ver. Me asió las manos con mucha fuerza y se levantó de un salto digno de la más ágil liebre de montaña; echó a correr a través de la puerta y en diagonal sobre el patio arrastrándome a mi y a mi confusión por todo el edificio; escaleras arriba, pasando el verdísimo despacho de Gran papi que ni nos notó pasar, hacia la esquina de la planta donde estaba la oficina de edición.

 

Soltó mis manos a la entrada, donde me incliné jadeando sofocada igual que un perro mientras ella saltaba detrás de uno de los escritorios y buscaba con sonoros azotes entre los múltiples cajones del mueble. La habitación era amplia, con un encantador piso de loza igual que un tablero de ajedrez, en ella de desplegaban los en su mayoría ordenados escritorios de los editores, uno que otro librero atestado de coloridas cubiertas se recostaba contra las paredes ocres y al fondo de la estancia un enorme ventanal flanqueado por las persianas abiertas que daba una preciosa vista a la sección turquesa del mar. Mi agitación se tranquilizaba mirando el agua mientras los cajones seguían azotándose en el escritorio de la chica.

 

Sonreí al identificar a Adolfo, concentrado en su lectura hasta el punto de no notarme ni a mi ni el alboroto de la ajena; o eso pensé, pero nada más alejado de la realidad. La chica se acercó a toda carrera hacia mi posición, me sobresalté dando un “gracioso” saltito. O eso pensó ella, pues comenzó a reír en el momento. La miré y reí también, su melodiosa risa era contagiosa, sus ojos turquesa brillaron de alegría y me pareció mucho más encantadora que en su faceta tímida. La risa de Adolfo no se hizo esperar, le miré sonriente, no tenía ganas de tirarle reproches en ese momento tan agradable, a el le extrañó mi sonrisa pues enmudeció y me miró con una cara interrogante por la que pagaría un millón de dólares.

 

--Esto…señorita Stene…--Su voz volvía a denotar timidez.

 

--¿¡Señorita!?

 

Las carcajadas de Adolfo volvieron a apoderarse de la oficina, más le ignoré, miré a la chica que sostenía en sus manos un libro, uno de mis libros para ser más específico. Al reconocer el título me sofoqué de vergüenza. El mas sucio de mis escritos, “En la nieve”, la más impúdica de mis ya indecentes novelas homo-eróticas. Ella me tendió el libro y un sharpie de tinta rosada, dedicándome la más encantadora de sus sonrisas.

 

--¿Por favor?—Dijo mientras tomaba el libro entre mis manos y destapaba el marcador con los dientes.

 

--Claro… pero… ¿a quién se lo dedico?—Usé toda mi “galantería” al ver el momento idóneo de preguntarle su nombre a la doncella.

 

--Aneid.

 

¿Aneid? Era el nombre más extraño que había escuchado hasta entonces. ¿De dónde vendría? Me dejé de preguntas y repetí el nombre en mi mente, sonaba tan lindo cuando asía de su garganta con ese gorjeo que es su voz. Firmé la primera hoja del libro, esa que siempre está en blanco; “Con amor para Aneid”, agregué antes de estampar mi firma. Para después lanzar con fuerza la tapa del marcador que fue a impactarse en la nariz de Adolfo que aun reía a mis costillas.

 

--¡Y tu cállate! …Después de todo si soy una señorita. —Le grité y Aneid rompió a reír.

 

--¿Señorita? ¿¡Tu?! –Volvió a doblarse de la risa.

 

--¿Soy tan masculina?—Miré a la chica con fingida preocupación, su risa se intensificó. —Creo que lo soy.

 

Sonreí al mirarla riendo de esa manera. Adolfo pronto perdió interés y regresó rápidamente a su lectura como si nada hubiese pasado. Le tendí el libro de regreso a la chica y ella me agradeció con una encantadora sonrisa. Pronto los gritos de Gan papi se hicieron escuchar de nuevo, me llamaba impaciente solicitándome, o mejor dicho ordenándome entrara a su despacho para su ya segura reprimenda por mi ligero atraso. Uno de dos semanas, para ser exactos. Abandone la oficina de edición y salí con mi habitual paso lento y cansado hacia el despacho de nuestro jefe, los ojos bicolores de Aneid me siguieron pasillo abajo hasta que entré por la puerta verde.

 

La reprimenda de Gran papi subía de tono, más yo no lo escuchaba, mi mente se cerraba en torno a la chica. Sus ojos ni azules ni verdes, sus bellos labios, el hermoso sonido de su voz, la manera en que ese vestido se acomoda sobre su cuerpo…el vestido, sus piernas… Me sonrojé como un tomate maduro.

 

--¿Estas bien hija? –Gran papi se adelantaba hacia mi, prácticamente recostándose sobre el escritorio de madera verdosa que se interponía entre su asiento y el mío.— Estás roja.

 

--¿Ah? …Si, no pasa nada. –La respuesta no pareció satisfacerle, me echo la más curiosa de las miradas y esbozó una sonrisa pícara.

 

--Es mi sobrina, a que si.

 

--¿Sobrina?

 

--Aneid, la chica a la que noqueaste con tu portafolios.

–Amplió su sonrisa.

--¿Qué? …¡no! –Sonrojándome de nuevo.

 

Antes de que pudiera reaccionar, Gran papi ya estaba llamando a gritos a la chica. Desee que la tierra me tragara en ese preciso momento. ¡Joder, que vergüenza!

En seguida la belleza había entrado en el despacho, con una dulce sonrisa y una actitud servicial preguntó a su tío que se le ofrecía.

 

El hombre me miró con un semblante de amenazadora alegría y con un tono suave muy impropio de su personalidad, encargó a Aneid me acompañara al pueblo a tomar un café y me acompañara a casa. Era una emboscada, ¡mi jefe arreglándome una cita con su propia sobrina! Aquello parecía salido de la Dimensión Desconocida. Me encogí en mi asiento, encorvando la espalda, intentando formular un plan para no armar un tremendo ridículo frente a la dulce joven. Aquella sería una tarde larga y mi sonrojo persistente no se hizo esperar.

Notas finales:  

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