Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

+ Rios de Sol + por EvE

[Reviews - 2]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

Vengo aquí luego de una larga temporada en OFF para publicar este fic, que podría parecer una historia bastante bizarra, pero es mi visión personal sobre los hechos que llevaron a Pharaoh de la Esfinge a convertirse en espectro de Hades.

El fic va dedicado con mucho cariño para mi querida amiga Sady, por motivo del dia del amor y la amistad y del intercambio en el que participamos.

No es precisamente lo que yo tenia en mente darte, mom, pero al menos es un adelanto. Ojalá sea de tu agrado y de aquellas personas que se tomen la molestia de leerlo.

NOTAS:

La historia comienza a desarrollarse en el antiguo Egipto faraónico, concretamente bajo el mandato de Ramsés III, bisnieto de Ramsés El Grande que por esa época enfrentaba una de las peores crisis de su reino, la que indudablemente le arrastró a su destrucción. Algunos de los hechos reales fueron modificados para adaptarlos a la historia, tal como los nombres de los personajes y el del Espectro de la Esfinge a quien le di un nombre extra para su historia, vista de mis ojos.

Pequeño glosario:

Kalasari: prenda usada en el antiguo Egipto entre reinas, reyes y la clase social alta, parecida a una túnica, abierta en ocaciones por el frente o los lados de las pienas.
Saya: Una de las vestiduras mas comunes. Falda corta triangular o rectangular usada por los hombres mayoritariamente.
Nemes: el tocado con rayas azules y/o doradas o de lino blanco que los antiguos egipcios usaban como símbolo de estatus y entre la población para protegerse del sol.
Úreo: La corona real egipcia, que portaban las reinas o jóvenes príncipes, adornada por la cobra real o la Diosa buitre al frente.

La historia contiene violencia y muertes de personajes, ademas de algunas escenas eróticas.

Inspirado en la canción "Maktub II" (Estaba escrito) Del soundtrack de "El Clon".

Disfrútenlo.

Patts.

+ Rios de Sol +



El viento le traía el olor de los dátiles maduros que colgaban de las palmeras hasta casi tocar el piso, del musgo fresco que crecía a la orilla del Nilo y otros olores deliciosos que comenzaban a abrirle el apetito. Sus labios delgados, cuya sensualidad era resaltada por el aceite perfumado que usaba normalmente, esbozaron una ligera sonrisa; entrecerró sus ojos felinos y dejó que el aire moviera sus lacios y perfectos cabellos azabache, dejando que su mirada ambarina se perdiera más allá de las sombras de las palmeras de dátiles. Allá donde iniciaba el interminable desierto, que parecía un inmenso mar de sol en medio de la nada.

Suspiró y volteó sus ojos hacia la figura pequeña de un niño que le sonreía con candidez. El joven estiró uno de sus brazos, acariciando con sus dedos finos y estilizados las mejillas del pequeño, que seguro no tenía más de 5 años de edad.

-Mya... Es hora de irnos...-

Y lo sabía; el sol retornaba al inframundo de nuevo y la tierra pronto quedaría cubierta de sombras.

Correspondió su sonrisa con una un poco más amplia, al tiempo que se ponía de pie. Divisó a pocos metros un grupo de sirvientes que se acercaban; dejó que llegaran hasta donde él estaba, sacudiéndose la tierra de la saya, haciendo sonar los abalorios que la adornaban.

Acomodó su arpa bajo el brazo, mirando sonriente a todos los niños que tenía a su alrededor.

-Por hoy ha sido todo... Es hora de dormir...- Dijo con su voz tierna y juvenil, mientras los sirvientes se alejaban con el grupo de niños lejos del joven.

Los dejó partir y se encaminó hacia el desierto, traspasando la franja de maleza y follaje, saliendo del cobijo de las sombras de las palmeras que ese jardín personal aledaño al palacio principal le brindaba. Avanzó hasta sentir la arena colarse ligeramente entre sus sandalias de palma, recibiendo el murmullo de la tarde de frente y contemplando la basta extensión de tierra infértil, poseedora de un gran magnetismo y quietud. Rodeada de imponentes elevaciones de piedra caliza, que parecían arder en llamas mientras el sol se ocultaba.

Le gustaba contemplar tal espectáculo... Y no se aburría de hacerlo jamás.

Pero la razón su presencia en el desierto esa tarde, era otra. Miraba con insistencia al horizonte, anhelando que él apareciera de entre las dunas de arena, liderando al poderoso ejército de su padre que había ido hasta los límites de Egipto en la frontera norte, para calmar las inusitadas menciones de un estallido de guerra. Más de un mes tenía sin ver el negro profundo de sus ojos y su corazón parecía seguirse hundiendo en el dolor.

< Vuelve... >

-Horemheb...-

Y como si sus plegarias hubieran sido escuchadas, el General del ejército apareció en el horizonte... gallardo, hermoso, con su casco de bronce en la cabeza y la saya cortas ondeando al galope de su caballo, al frente de sus hombres y avanzando a toda velocidad hacia él. Su corazón saltó de gozo; la tristeza permanente de su rostro desapareció de inmediato al verlo acercarse. Tenía miedo de que fuera un espejismo más, pero no era así.

Los caballos pasaron a su lado, levantando una nube de arena que le envolvió por completo agitando sus cabellos y su vestimenta de manera violenta, en medio de su alegría.

Hubo un caballo que se detuvo; el hombre giró montado hacia el muchacho y le miró con una sonrisa, acercándose hasta a él trotando. Mya se acercó antes de que llegara a donde estaba; palpó su montura con ligera ansiedad, sin dejar de observar casi incrédulo el rostro moreno y masculino del jinete.

-Majestad... ¿Qué hace usted aquí?- Cuestionó con voz impresionada pero alegre, el que era el general del ejército.

-Esperándote... Como lo he hecho desde el día que te fuiste...- Respondió emocionado el jovencito, mirándolo con una sonrisa llena de ilusión.

Horemheb no respondió nada. Estiró su mano hacia el príncipe, invitándolo a subir al caballo. No esperó más y se montó en el animal, afianzándose a la espalda fuerte y masculina del General. Se recargó en él sin importarle la textura agreste de la protección que portaba, mientras este avanzaba de nuevo hacia los terrenos del palacio, dejando atrás el desierto bajo las sombras de la noche que terminaba de caer en sus arenas.

*****************



Los días pasaban, tranquilos y en aparente monotonía.

Al levantarse, realizaba las labores diarias que todo príncipe debía hacer y lo hacía con gusto, por que era para lo que se había educado desde que tuviera uso de razón. Amaba su cultura, amaba su religión, amaba todo cuanto rodeaba a su palacio de piedra con devoción y lealtad. Sabía que algún día le tocaría realizar aquellos rituales... presidirlos como el heredero que era le dotaban día a día de la experiencia necesaria para perpetuar sus tradiciones.

Realizaba las ofrendas a los dioses en los templos, asistía a las juntas de consejo de su padre, y por las tardes, pasaba el rato con sus numerosos hermanos, jugueteando con ellos entre los campos de cebada y arroz en aquel oasis artificial que el faraón había mandado construir en la capital de Menfis, a orillas de los caudales del Nilo.

Era una ciudad próspera, llena de gente y de vida. Sin embargo, Mya había nunca había salido fuera de los terrenos de la familia real, estaba relegado a permanecer dentro de éstos, hasta que ascendiera al trono.
Cosa para lo cual faltaba mucho tiempo.

Así que dedicaba sus horas a lo que podía hacer en el palacio para divertirse. Amaba tocar el arpa por las tardes, bajo la sombra de los dátiles y las sonrisas de sus pequeños hermanos, era sin duda, uno de los mejores momentos del día. Pero había uno en especial que le resultaba demasiado especial: el entrenamiento con el General.

Como todo príncipe, era necesario que aprendiera de los asuntos de la guerra y la defensa, no solo personal, sino de estrategia para todo el ejército. Horemheb era un militar ejemplar. Había luchado hombro con hombro al lado de su padre para silenciar las rebeliones extranjeras que querían arrancar de Egipto la paz y la estabilidad que por siglos habían conservado.

Tras la muerte de Ramsés el grande, el pueblo egipcio era blanco de constantes ataques. Nadie creía que el Rey Nebtka podría mantener el orden que su tatarabuelo dejara... y podrían no estar muy errados. Los constantes ataques por parte de los Pueblos del mar y los Nubios, solían mermar la confianza del pueblo, del ejército mismo y hasta del Rey... aunque no quisiera aparentarlo.

Para Mya, su padre no dejaba de ser un hombre enigmático, lleno de secretos... y ante los ojos de sus sirvientes y allegados, era un loco idealista.

Muchas veces los escuchó decir en los pasillos del palacio que su dinastía estaba por caer, que no faltaba mucho para que Nubia llegara a instalar un nuevo reino en Egipto. El joven príncipe temblaba solo de escucharlos, más no de miedo... temblaba de coraje, de indignación. Sin embargo, nunca se atrevió a delatarnos. No quería ver correr sangre egipcia innecesaria. El tenía confianza en su padre y sobretodo, confiaba en el ejército, en Horemheb, el General de quien estaba perdidamente enamorado.

Afianzó entre sus manos los papiros que llevaba; estaba retrasado para sus clases, seguramente Nash-ted, el sumo sacerdote se lo recriminaría. Corrió por los solitarios pasillos, llenos de inscripciones y relieves que representaban a la familia real, con ventanas altas y amplias, que le dejaban ver las fuentes en los patios, los obeliscos que las adornaban y la exuberante vegetación propia de su región.

Sonrió con emoción, deteniéndose a ver jugar a sus hermanos, chapoteando entre el agua de las fuentes ajenos a todo el ajetreo y dedicación que ser el heredero de Egipto llevaba consigo. Soltó un suspiro, añoraba esos días en los que se divertía sin presiones, en los que no tenía horarios que le quitaban la libertad y podía gritar y brincar hasta cansar a sus niñeras. Añoraba el tacto suave de las manos de su madre, sus canciones, la belleza de sus ojos dulces y serenos en un reflejo de los suyos, amarillos como el oro. Su madre... había fallecido varios años atrás y aún la extrañaba.

Se recargó en la pared, observando furtivamente a sus hermanos, olvidando de nuevo las clases con Nash.

-¡Por Anubis!-

Sostuvo una vez más los papiros, emprendiendo otra carrera por los suelos de piedra fresca, que podía sentir gracias a la desnudez de sus plantas. Las telas de su kalasari dejaban ver las largas piernas del príncipe en su andar precipitado y libre de recato. No debía correr en los pasillos, tampoco debería mostrar actitudes impropias de un príncipe como él, un Dios encarnado, futuro gobernante del Alto y Bajo Egipto pero...

¿Qué más daba?

Estaba retrasado, muy retrasado, y su maestro no le perdonaría la falta aunque fuera el mismísimo hijo del Rey.

Tropezó estrepitosamente en una curva con unos sirvientes que se llevaban nuevas jarras y utensilios para la antesala de su padre, provocando que las hermosas piezas se rompieran... pero no se detuvo, tenía que llegar ya al templo.

Cruzó los patios con sus musgos frescos, evadió las arenas de frente a palacio y sin detenerse, llegó hasta el templo ubicado a un costado del mismo, un templo dedicado a Amón-Rá, franqueado por imponentes obeliscos y gigantescas columnas, pintadas en vivos colores, adornadas con cientos de relieves que ésta vez no se detuvo a admirar. Atravesó una galería de estatuas, subiendo finalmente por las escaleras que le llevarían a la terraza donde su maestro ya le estaba esperando, sentado bajo la sombra de un toldo rojo sobre finos tapetes, mientras un par de bellas mujeres le abanicaban para refrescarlo.

-Tarde de nuevo, majestad...- expresó el sacerdote, levantándose del suelo para hacerle una reverencia al jovencito que tenía frente. -Es un príncipe pero luce como un pordiosero ¿No le alcanzó el tiempo para asearse?-

La mirada endurecida de aquel hombre calvo hizo tragar saliva a Mya, se presentó con dignidad ante el, alzando una ceja y tratando de acomodar sus despeinados cabellos negros.

-Si, lo sé Nash.-

-Su comportamiento no corresponde al de un heredero, es insultante...-

-Eso también lo sé, pero ya estoy aquí...- avanzó molesto hacia la mesa, dejando los papiros que llevaba en las manos para luego dejarse caer agotado sobre una silla.

El Sacerdote suspiró resignado; había visto crecer al joven príncipe y a pesar de la indisciplina que solía mostrar la mayor parte del tiempo, estaba seguro de que poseía un buen corazón. Las estrellas al nacer comunicaron que estaba regido bajo la influencia del gran Anubis, el embalsamador y guardián de las puertas del Reino de Osiris, por lo que su aura poseía un gran magnetismo y un gran poder.

Nash confiaba en que la mente dispersa de Mya se calmaría cuando le tocara ascender al trono, que sus impulsos juveniles y sus faltas a la buena conducta solo quedarían en un recuerdo, por que muy dentro de el, sabía que el joven príncipe amaba a Egipto con todo su corazón.

- ¿Empezamos la lección, Nash? – Mya lo cuestionó con una sonrisa cómplice, para él, el viejo sacerdote era casi un segundo padre. Lo admiraba y respetaba a pesar de su recio carácter y las tremendas reprimendas que solía aplicarle cada que faltaba a una clase.

Pero el príncipe tenía sus razones, y con todo y lo duro que resultaban aquellos castigos, no se arrepentía de lo que hacía.

– Empecemos, majestad –

El hombre avanzó hacia la mesa, despachando a las chicas que antes lo acompañaran para disponerse a impartir la lección en el príncipe.

– Hoy continuaremos con la enseñanza de los venenos… –

– ¡Me gusta eso Nash! –

– No me interrumpa, majestad – carraspeó – trabajaremos con serpientes –

– Si, si, si – Mya comprendió la mirada endurecida de Nash y se encogió avergonzado en su silla.

– No es ningún juego, espero que ponga más atención que la lección pasada –

– Lo haré Nash, te lo aseguro, vamos al salón –

Mya se levantó de su silla como impulsado por resortes, dejando al viejo sacerdote con la palabra en la boca. Murmuró alguna plegaria por paciencia a los Dioses y recogió los papiros con premura, dispuesto a seguir los pasos del príncipe, o al menos intentarlo… parecía una liebre al avanzar dentro del templo.

Desde que era pequeño, el heredero egipcio sentía una extraña fascinación por las serpientes, los escorpiones y demás bestias del ecosistema que le rodeaba. Cuando era un niño, tuvo un encuentro que los sacerdotes llamaron “mágico” con un enorme cocodrilo del Nilo. Cierta tarde el pequeño príncipe correteando entre la maleza se alejó demasiado de su nana personal; la mujer asustada, corrió por la inmensa bastedad del jardín buscándolo, alejándose de los terrenos del palacio para terminar cerca de la rivera del Nilo, donde lo descubrió rodeado de cocodrilos, mientras el chapoteaba en el agua turbia y acariciaba a las bestias.

La mujer, completamente dominada por el pánico, corrió hacia el palacio de nuevo en busca de ayuda. Los soldados del faraón y el propio regente acudieron hacia donde el príncipe estaba, ahora sentado en la orilla, entre el musgo, con los cocodrilos caminando a su alrededor mientras sus pequeñas manos acariciaban las cabezas escamosas de las bestias como si fueran dulces felinos.

Mya al ver a su padre, se alejó de los cocodrilos sin percatarse de lo inexplicable de aquel suceso. Si bien dentro de los templos dedicados al Dios Sobek se criaban cocodrilos para hacerle ofrendas y adorar su forma en la tierra, los cocodrilos del Nilo solían ser mortales para cualquier ser humano que se acercara a ellos. Los sacerdotes comenzaron a murmurar que el príncipe tenía poderes mágicos, que estaba protegido por el mismísimo Anubis… algunos hasta le temían, sobretodo cuando lo veían corretear entre los corredores con cobras entre los brazos o escorpiones pendiendo de sus dedos.

Su padre solía tener sustos mortales al presenciar aquellos actos… pero para el príncipe no era más que una diversión que consideraba absolutamente natural.

Nash entendía la particular alegría que a Mya le brindaba el poder experimentar con venenos y convivir sin represiones con serpientes. Desde muy niño había querido hacerlo, pero fue hasta hace un par de meses que su enseñanza comenzó a incluir dichas lecciones. A pesar de que el sacerdote supremo lo había visto jugar en incontables ocasiones con cobras, verlo encantarlas con el movimiento de sus manos y su mirada siempre era impresionante.

Mya mismo parecía una cobra real. Su piel era morena y brillante, sus ojos enormes, amarillos como el oro, y sus facciones tremendamente bellas y estéticas; poseía una belleza que era la adoración de unos y la envidia de muchos más. Hombres y mujeres cedían por igual a su encanto, aunque el príncipe también era conocido por su aversión a las diversiones que a todo príncipe a su edad ya le era permitido tener. Nunca había asistido a ninguna fiesta de palacio, tampoco tenía un harem y hasta el momento, nadie podía afirmar si ya había cedido a los placeres de la carne… aunque las voces dentro de palacio afirmaban que estaba perdidamente enamorado del General del ejército: Horemheb.

Y eso era más que la verdad.

Horemheb fue el hombre que le hizo darse cuenta de que ya había dejado de ser un niño y comenzaba a sentir las emociones que caracterizaban a los hombres. Lo extrañaba cuando no había entrenamientos, el solo tacto de su piel durante estos, por más efímero que resultaba era estremecedor, su mirada y su sonrisa le arrebatan suspiros. Horemheb conocía los sentimientos del príncipe, pero jamás cambio su trato hacia el. Su deber era proteger Egipto y los intereses de su majestad y su familia, no enamorar al adolescente heredero ni aprovecharse de eso para obtener poder. El General era un patriota consumado, y el joven príncipe su más preciada joya. Que no correspondiera a sus insinuaciones no significaba que el chico le fuera indiferente… pero eso ni Mya mismo lo sabía.

Aquella tarde de lecciones, el príncipe estaba tan fascinado con estas que se había quedado horas extras estudiando sobre venenos en el salón. Nash estaba cansado, pero el joven no menguaba en su exploración sobre los conocimientos del viejo. Hacía pregunta tras pregunta, se movía con destreza entre las mesas, los utensilios utilizados para la extracción de veneno y la manipulación de estos parecían hechos a la perfección para sus dedos, pues Mya no cometía ningún error. Era preciso en sus cálculos y cuidadoso, a pesar de que parecía impetuoso y torpe.

– Ven… –

Una cobra negra y de ojos amarillos se deslizó por la mesa como si estuviese en el desierto. Reptó hacia el brazo de Mya y se enroscó ahí, mimosa y tranquila, parecía acariciar la melena azabache de su amo, perderse entre los cabellos de seda tan negros como sus escamas.
Tras haber dejado todo en orden, el príncipe camino hacia donde Nash había quedado irremediablemente dormido, sobre un precioso taburete dorado con incrustaciones de piedras. Rozó sus mejillas con sus largos dedos y el hombre despertó al instante, casi cayendo del banco al ver tan de cerca el par de ojos amarillos que lo observaban con curiosidad.

– Creo que es hora de irnos a descansar, maestro – Mya sonrió divertido, alejándose un par de pasos en lo que el viejo se desperezaba – Te has quedado dormido desde hace una hora –

– Su majestad tiene demasiada energía para mi – pareció quejarse el hombre, soltando un suspiro, manteniéndose a una distancia prudente del chico y su peligrosa mascota.

– ¡Te cansas muy rápido! ¡Jajaja! –

– El tiempo no pasa desapercibido, mi joven Señor –

Respondió con notable cansancio el sacerdote, aunque no sin una sonrisa. Luego de sellar la entrada al salón, comenzaron a caminar tranquilamente por el largo pasillo, hasta que sus pasos los llevaron a los terrenos de palacio, donde el príncipe iría a descansar. Nash tras asegurarse de que el chico entraba a su habitación y se disponía a dormir, abandonó el palacio rumbo a sus aposentos; más no sabia que los planes de Mya no terminaban ahí. Apenas se supo solo, abrió sus grandes ojos amarillos y se escabulló hacia su guarda ropa. Extrajo una capa de lino negro y usando los pasadizos secretos de su habitación, salió del palacio pasando desapercibido entre los guardias y demás sirvientes.

Cruzó los jardines y las estatuas, el espacio desértico que quedaba entre el y su objetivo, sintiendo que el corazón le palpitaba más rápido conforme se acercaba al fuerte y con ello, a Horemheb. Evadir a los soldados no fue tan fácil, pero tanto tiempo de realizar aquellos trucos ya le había dado la experiencia necesaria para sortear la vigilancia y entrar al fuerte.
Esperó a que la guardia cambiara y entonces, en ese preciso instante de descuido, el atravesó las murallas del cuartel, corriendo sin descanso mimetizado con la noche hasta llegar a la torre oeste, en donde se encontraba el General Horemheb, revisando los últimos documentos y relajándose un poco tras un agotador día de trabajo.

Mya esperó a que los guardias que vigilaban la puerta de la torre cambiaran su marcha para entrar en el salón, donde el general egipcio se encontraba. No pudo mas que abrir sus ojos negros llenos de sorpresa al ver al príncipe, mientras este le sonreía con complicidad tras haber cerrado la puerta a sus espalas, quedándose de pie junto a esta en lo que Horemheb reaccionaba.

Aquel no pudo mas que sonreír ante el gesto infantil que Mya le dedicaba, poniéndose de pie y yendo hacia el para hacerle una reverencia. Pero el joven se arrojó a sus brazos, estrechándolo fuertemente mientras recargaba su rostro en el pecho desnudo del general.

– Majestad, no debería hacer esto – Horemheb alzó su mano, queriendo rodear el cuerpo esbelto del príncipe, aunque solo se limitó a acariciar tiernamente su melena negra – Si el faraón se enterara… –

– Mi padre no se enterará, Horemheb. Además, soy el príncipe de Egipto ¿Quién podría levantar su voz contra mí? –

El hombre mayor sonrió, separando el cuerpo de Mya para rozar con sus manos una de las tersas mejillas morenas.

– Ese no es el problema, majestad – lo miró condescendiente, sin poder evitar perderse en el amarillo intenso de sus ojos – Soy el General del ejército, nadie vería bien que el príncipe heredero se escape a mi torre por las noches. Tengo una reputación que cuidar, y usted también –

– Lo sé – Mya agachó la mirada, alejándose un paso de Horemheb, visiblemente apenado – Pero yo… te he extrañado tanto – dedicándole una mirada enamorada – cada día desde que marchaste al Norte, no he hecho mas que pedirle a los Dioses por tu bienestar, y por que regresaras pronto. Ha sido una tortura no verte –

– Majestad… –

– Mi General, déjame estar contigo. Desde que regresaste no he podido disfrutar de tu compañía, por favor… –

La sonrisa inocente de Mya era tan hermosa, tenía el poder de desarmar al rudo General; hacerlo olvidarse de sus obligaciones, de las cosas que se había prometido a sí mismo que no haría. El estaba consciente de los sentimientos del príncipe hacia el, y a pesar de que los correspondía en secreto, su deber siempre sería mantener la distancia entre ambos, sobretodo por que Horemheb tenía una esposa e hijos, y Mya algún día sería su faraón… una relación entre ellos estaba lejos de consumarse.

< Solo soy tu más humilde siervo >

Y el se convertiría en un Dios encarnado.

Horemheb suspiró, dedicándole una sonrisa comprensiva a Mya. Retornó hacia su mesa y tomó un cofre dorado con grabados de jeroglíficos y coloridas pinturas, antes de dirigirse hacia donde estaba el joven y pedirle con un gesto de sus manos que aguardara un instante. El General llamó a los guardias, indicándoles que podían descansar un rato. Aquello dejaría el pasillo libre y así podría escaparse junto con el príncipe, lejos del cuartel y sus murallas.

– Venga, majestad –

Mya acató la indicación al instante. Tomó su brazo y se escabulleron como un par de niños pequeños entre los pasillos, hasta terminar en la reinante oscuridad del desierto, donde el príncipe se permitió soltar una carcajada divertida al saberse solo y libre de guardar las apariencias.

– Adoro hacer esto Horemheb – dijo tratando de recuperar el aliento luego de correr sin descanso – Se siente tan bien estar a tu lado –

– Un día van a descubrirnos – se incorporó el general, sonriente aunque no sin un dejo de preocupación – pero… todo sea por complacer a su majestad –

– Me complaces, General, no tienes de que preocuparte –

Volvió a tomar su brazo y juntos caminaron hacia uno de los jardines de palacio, mas alejados y obscuros, donde apenas se podían escuchar los murmullos de la noche y a lo lejos se veía una que otra antorcha. Era el refugio favorito de Mya, uno que había elegido unos años atrás para secuestrar al general de sus obligaciones y hacerlo escaparse ahí, donde podían platicar sin ser interrumpidos ni guardar protocolos.

El príncipe se dejó caer sobre el musgo fresco, seguido de Horemheb que se sentó frente a el, con una pierna ligeramente flexionada. Puso a un lado suyo el cofre para recargar ambas manos tras su espalda y recibir un poco del rocío nocturno, de cara al cielo estrellado. Las noches en Egipto se tornaban frías, pero con el ejercicio sentía la piel ardiente. La de Mya estaba en las mismas condiciones, aunque su calor venía desde adentro… era algo que siempre sentía cuando estaba al lado del General, una sensación que se había hecho mas intensa en los últimos meses; entre menos tiempo pasaba con Horemheb, mas lo anhelaba. Al volver a verlo, la llama en su corazón se convertía en hoguera.

Horemheb enfocó la sombra del príncipe frente a él. A pesar de la oscuridad, sus ojos dorados eran perfectamente visibles, como si las estrellas intensificaran el fulgor de aquellos. Le sonrió ligeramente, antes de tomar el cofre y entregárselo a Mya, acercándose un poco más a él.

– Le he traído este presente de las tierras altas de Egipto, señor –

Mya tomó emocionado el cofre, estrechándolo contra su pecho mientras se mordía el labio inferior para no expresar ruidosamente su emoción.

– Me haces muy feliz, General –

– Solo espero que sea de su agrado –

– Ten por seguro que sí –

El príncipe suspiró. Hubiera querido ver lo que contenía el cofre en el mismo instante, pero no podría admirarlo bien por la oscuridad. Esperaría hasta estar en su habitación para ello. Tornó sus ojos hacia el General, notándolo tan cerca que su piel se erizó y su respiración pareció descontrolarse, aumentando también el latido de su corazón. Mya dejó su regalo sobre el piso para tener sus manos libres y poder acariciar el rostro moreno de Horemheb con ellas. El General se tensó, pero aunque hubiera querido evadir el contacto de aquellas manos, no hubiera podido. Su piel clamaba por tocarlo, por encender sus palmas al acariciar el cuerpo de Mya; noches incontables había soñado con como sería poder disfrutar de esa dicha… de haberlo suyo y verlo sucumbir bajo sus besos, entre suspiros y caricias interminables.

La boca de Horemheb parecía avanzar ciegamente hacia la de Mya. Esta vez, ni todas las barreras mentales y advertencias que el mismo se había obligado a tomar parecían detener ese impulso instintivo que le invitaba a profanar la boca del príncipe… y este a su vez, imploraba que no se detuviera, que no le dejara ardiendo en la agonía como muchas otras veces lo había hecho, por que no había poro de su cuerpo que no reclamara la presencia de Horemheb en su piel, lo deseaba con locura.

– Mi… General…–

– Shh… no digas nada… –

Mya cerró los ojos, adelantándose hacia el encuentro de la boca soñada, incapaz de aguardar un segundo más para probar de sus labios. El primer roce fue estremecedor, parecía que el mundo le daba vueltas, fue tan intensa la sensación que tuvo que regresar a recargarse en la palma, mientras trataba de aferrarse a los brazos de Horemheb. Fue ahí, preso entre la palmera y el cuerpo del general, que la boca de este se adueñó de la de Mya, acariciándolo sutilmente primero, aumentando el contacto hasta buscar la humedad de sus labios, dejando que el chico le correspondiera lentamente, adorando la inseguridad y la infantil torpeza que demostraba en cada leve movimiento… la entrega que en un beso parecía ofrecerle.
Fue incapaz de prolongar más aquella ternura.

Su boca abarcó la de Mya y el beso se tornó sofocante, sus lenguas fueron al encuentro la una de la otra con un hambre voraz, enroscándose lascivamente, dejando atrás su tímido contacto para desencadenar un beso que le arrebató el aliento a ambos y convirtió su respiración en meros gemidos ahogados. Mya hundió sus manos en el nemes del general, hasta acariciar el atado de múltiples trenzas en que estaba convertido su cabello, mientras Horemheb atenazaba su cintura, tentado a colar las manos bajo el kalasari ligero, que no podía ocultar el calor sofocante que despedía la piel del príncipe.

Pero el beso fue interrumpido. Horemheb se separó bruscamente de él, retrocediendo casi alarmado, dejando a Mya con un deseo tan asfixiante como la caricia que antes sostuvieran, recargado en la palma, sonrojado y extasiado por e contacto con la boca del General.

– Perdón, majestad –

– ¡Horemheb! – Mya se arrojó sobre su ancha espalda, recargando una de sus mejillas ardientes en su hombro desnudo, aferrándose a su cuerpo casi con desesperación – Quiero ser tuyo, quiero entregarme a ti –

– Imposible, no puedo profanar tu cuerpo, usted es un príncipe, algo como eso sería sacrilegio –

– ¡Pero yo te amo! –

– Majestad… –

Horemheb se hincó en el musgo, girándose para sostener entre sus brazos al príncipe, notando su temblor, la humedad que surcaba sus mejillas… y sintiendo una terrible opresión en el pecho.

– Príncipe Mya, por favor… No llore, no hay cosa en este mundo, que merezca sus lágrimas –

– A veces… hubiera deseado no ser un príncipe, nacer un hombre cualquiera, para poder estar contigo –

– No diga eso – El General abrazó a Mya con fuerza, y este se refugió en su pecho, tratando de detener el temblor que le invadía.

– Un día, cuando sea faraón, nadie me impedirá ser tu amante… hasta este entonces, te esperaré –

Las palabras del joven hicieron sonreír al general. Besó su cabeza, rozando la textura exquisita de sus cabellos perfumados y negros como el cielo nocturno, adorando esa consistencia, lo suaves que se sentían… adoraba todo de él.

Unos pasos los alertaron a ambos, luego el murmullo de varias voces los hizo separarse. En una vereda no muy lejos de ellos se divisaron dos sombras que Mya y Horemheb reconocieron al instante. Una era la de la reina Thai, la otra persona era su hermano, Rahotep. Parecían discutir sobre algo, en cuchicheos que ninguno de los dos furtivos pudo escuchar.
Se ocultaron mas entre la maleza, prácticamente pecho tierra sobre el musgo, manteniéndose perfectamente escondidos por los pastos altos que estaban delante de ellos… aunque eso no le impidió a Mya ver la sombra exasperada de la reina, su madrasta, que parecía furiosa al hablar con su hermano, inclusive llegó a levantar la voz en insultos contra el, aunque de inmediato volvía a su tono susurrante.

No tenía idea del por qué la reina estaba a esas horas y en el jardín mas alejado de palacio peleando con su hermano, cuando su deber era permanecer cerca del faraón… Thai arrebató algo de las manos de Rahotep y luego se alejó con pasos rápidos por el sendero, mientras el hermano de la reina continuaba por un camino contrario al que ella tomara, internándose en las sombras hasta que finalmente, ambos desaparecieron de su campo de visión.

Horemheb suspiró aliviado y agradeció su autocontrol, de no haber terminado con el beso, posiblemente la reina y su hermano los hubiese encontrado yaciendo en el musgo. Mya por su parte estaba intrigado por el comportamiento de su madrastra, resultaba bastante sospecho el hecho de que estuviera discutiendo con Rahotep de una forma que parecía furtiva.

– Creo que es hora de que regrese a palacio, majestad. No sería nada bueno que nos encontraran aquí –

La voz de Horemheb lo sacó de sus cavilaciones. Tornó a verlo con una sonrisa, recordando de inmediato la delicia del beso recibido, queriendo repetirlo a pesar del susto que había pasado al pensar que podrían descubrirlos. Se tuvo que morder los labios para no arrojarse sobre su boca una vez más.

– Si… me iré ahora mismo – Tomó el cofre y se puso de pie, no sin sigilo, cuidando de que no hubiese nadie más rondando – Mañana es día de entrenamiento militar –

El General asintió, concediéndole una sonrisa a Mya.

– Iremos de cacería en carros, su majestad el faraón y otros miembros de la corte nos acompañarán. Quiero que el vea sus progresos, seguramente se complacerá de ellos –

– La noche me parecerá larga, contaré cada hora antes de volver a verte –

– Pues nos espera un día agotador, por su bien sería conveniente que descanse –

La recomendación hizo sonreír ampliamente a Mya. Asintió con cierta vergüenza y se dispuso a marchar hacia el palacio, pero no pudo avanzar mas de dos pasos antes de regresarse a el y dejar un beso tronador en una de sus mejillas.

– Hasta mañana, mi General –

– Hasta mañana, majestad – contestó Horemheb mientras aun parpadeaba contrariado, viéndolo alejarse entre el musgo, notando como este miraba hacia atrás de cuando en cuando, hasta que las paredes del palacio lo privaron de verlo.

Horemheb entonces suspiró pesadamente. Comenzó a recriminarse su comportamiento, la forma tan impropia en que había sucumbido a la boca exquisita de Mya… peor aún, se sentía terriblemente culpable por desearlo, estaba casi seguro que a partir de ese momento, verlo y anhelar sus labios, todo de él, iba a ser una misma cosa.

No le quedaba más opción, tendría que levantar mas distancia entre ambos, aunque una parte de su corazón se resquebrajara con tal hecho… no podía ser de otra forma.

Esa noche se alejó con el firme propósito de cumplir su promesa, aquel beso tendría que ser el primero y el último que su boca tuviera el privilegio de disfrutar.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).