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+ Rios de Sol + por EvE

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Por la mañana siguiente, el príncipe egipcio aún sentía el corazón palpitándole emocionado con solo recordar el beso de Horemheb, la sensación había sido tan exquisita, tan fuerte, que le bastaba cerrar sus ojos para volver a percibir la humedad ardiente de sus labios y el toque erótico de su lengua. Prácticamente había estado perdido en sus recuerdos mientras le ayudaban a vestirse, de no ser por que aquel día tenía entrenamiento militar, se hubiese quedado en la cama, recordando el beso e imaginando más…

Pero no, la compañía de Horemheb era mil veces mejor que sus fantasías. Se miró al espejo para acomodarse el precioso pectoral con la forma del Dios escarabajo en el centro, el regalo que su General le trajera del Alto Egipto; lo lucía con emoción, seguro de que Horemheb notaría cuanto le había gustado.

Un rato después, ya estaban reunidos en un área desértica y plana a escasos tres kilómetros de palacio. Mya, su padre y su corte habían llegado en sus respectivos carros, mientras el General y algunos de sus capitanes les aguardaban. El príncipe le sonrió discretamente a Horemheb, aunque este no pareció corresponder el gesto; se sintió contrariado pero no le prestó demasiada importancia, estaba consciente de que tanto el como el General tenían que ser discretos, sobretodo en presencia del Faraón.

El príncipe realizó cada una de las pruebas del general bajo la atenta mirada de su padre. Finalizó con éxito su cacería, sus carreras, e inclusive venció en combate cuerpo a cuerpo con uno de los capitanes de Horemheb, demostrando que su capacidad como guerrero estaba en perfecta forma. Le había decepcionado tener que pelear con otro que no fuera Horemheb, puesto que estuvo esperando ese momento por semanas, pero con todo y eso, ver la sonrisa complacida de su padre y de su general le hacía muy feliz.

– Mi hijo es fuerte, estoy seguro de que será un gran guerrero, como tu Horemheb –

– Su majestad es muy benévolo al elogiarme de esa forma –

– Es lo mínimo que te mereces, General –

Apoyó Mya con cierta mirada de complicidad, que Horemheb evadió totalmente, haciendo que el corazón del príncipe se estrujara con dolor, aunque supo disimularlo.

El Faraón sonrió, adelantándose hacia Horemheb para caminar a su lado, seguidos del príncipe, los capitanes y la corte, mientras avanzaban hacia los carros.

– ¿Por qué no vienes a cenar esta noche con nosotros, General? Tenemos mucho tiempo sin conversar –

Mya sonrió de forma inconsciente, asintiendo para sí antes de que Horemheb contestara. Pero su respuesta negativa le desvaneció el gesto al instante, haciéndole bajar la mirada hacia la arena.

– Lamento mucho tener que rechazar su invitación, majestad, pero hay asuntos del ejército que requieren mi atención inmediata – Dijo Horemheb con voz tranquila – Podemos vernos mañana temprano, si así lo desea –

El rey asintió, aceptando la excusa del General con una sonrisa amable, pues de sobra sabía lo responsable que era Horemheb con su deber. Lo que no sabía era que a su hijo, la decisión del General le dejaba muy triste, empezaba a creer que éste estaba tratando de levantar murallas entre ellos, que Horemheb se había propuesto alejarse completamente de él y con solo pensar en eso, sentía que el corazón se le oprimía.

Regresaron al palacio cuando la noche ya cubría por completo el desierto. No tenía apetito ni ánimos de bajar a cenar, pero su padre se lo había pedido de una forma que simplemente no podía rechazar. Se arregló de manera sencilla, usando una saya larga y blanca sostenida por un fajín rojo y caminó casi taciturno hacia el comedor, en donde estaban dos de las esposas de su padre y algunos de sus hermanos. Más no el faraón ni la reina.

– Buenas noches – saludó educadamente a los presentes, tomando su lugar en el comedor, a la diestra su padre, manteniéndose en silencio, apenas sonriéndole a sus hermanitos cuando se dirigían a él.

Deseaba que la cena terminara rápido para internarse en su habitación, simplemente no le apetecía sonreír y no quería ser grosero.

Pero la llegada de un sirviente y su aviso le hicieron contraer el gesto.

– El faraón avisa que pueden comenzar la cena sin él, ha surgido un asunto que debe atender de inmediato, por lo que cenará más tarde –

Mya se tensó ligeramente ante aquellas palabras. No permitió que le sirvieran, se puso de pie y prácticamente corrió detrás del sirviente para preguntarle el paradero de su padre. Estaba en el salón de audiencias, y ahí se dirigió el príncipe con pasos presurosos, sin detenerse hasta no haber entrado en dicho salón, importándole muy poco no pedir permiso para hacerlo.

Su padre estaba casi consternado; sentado en su trono, rodeado del visir y otros funcionarios, leía unos papiros con el gesto contraído y casi sufriente. El príncipe se adelantó los hombres, llegando hacia su padre para pararse junto a el, apoyando una de sus manos en su hombro.

– ¿Qué sucede, padre? –

El hombre no respondió, parecía demasiado triste como para hacerlo.

– ¿Qué es lo que pasa? ¡Díganmelo! –

– Así que tu padre no te había mencionado nada, príncipe –

La voz casi siseante de una mujer se dejó escuchar en el salón. Era la reina, de la que Mya aún no había advertido su presencia hasta ese momento. Se acercó al grupo con paso felino y una sonrisa sarcástica en su rostro, cruzándose de brazos mientras se paseaba frente al regente, abriéndose camino entre los funcionarios que le acompañaban.

– Egipto está en crisis, niño, una crisis que posiblemente tu padre no pueda enfrentar –

– ¡Thai! ¡Te ordeno que guardes silencio! –

– ¿Para que quieres continuar con el engaño, Nebtka? ¡Es hora de que salga de su burbuja! –

– ¿Qué está pasando, Padre? – El príncipe se inclinó ante el hombre, mirándolo con preocupación mientras apoyaba una rodilla en el piso – ¿Padre? –

– El pueblo se muere de hambre, Mya, eso sucede – Dijo la reina casi con desprecio, mirando la figura acongojada del regente, que parecía incapaz de pronunciar palabra, sumido en su trono dorado – Es tanta la desesperación, que han comenzado a saquear las tumbas de los antiguos reyes para poder sobrevivir –

– ¡Imposible! La ubicación de las tumbas es secreta, permanecen vigiladas día y noche ¿Cómo pudo pasar una cosa así? – Increpó el moreno ofuscado – ¡Es sacrilegio! –

La reina soltó una carcajada fría, mirando al muchacho y a su padre casi despectiva.

– La gente se olvida de los castigos divinos cuando su vida es un infierno, cuando hay hambre y miseria – lo miró de pies a cabeza, cruzando sus brazos en una actitud casi altanera – Claro que es algo que un príncipe como tu no podría entender, estas tan cómodo en tu palacio –

Mya retrocedió un paso, con los puños crispados y las mandíbulas trémulas. Volvió a ver a su padre, esta vez sacudiéndolo un poco para sacarlo de su ensimismamiento.

– ¿Es verdad, padre? ¿Egipto está en crisis? –

El faraón levantó lentamente la mirada, asintiendo con tristeza a las cuestionantes de su hijo antes de ponerse de pie y caminar por el salón, dándoles la espalda a los presentes.

– Los constructores de nuestras tumbas han detenido el trabajo, exigen el pago retrasado de su salario, además de los artículos de primera necesidad – soltó con pesar el faraón, agachando la mirada, sin ser capaz de enfrentar a su hijo – Tendremos que reducir considerablemente nuestros gastos para hacer frente a la crisis… esto, está saliéndose de control –

– Padre – Le llamó con ternura el joven, acercándose a él para abrazarlo por la espalda y recargar su mentón en uno de sus hombros – Está bien, padre, tranquilízate – continuó con su tono comprensivo, rodeándolo para sujetarlo de los brazos y mirarlo con una sonrisa, intentando infundirle valor, le veía tan apenado – Vamos a hacer lo que sea necesario, saldremos de esta situación –

Su padre le devolvió una sonrisa, asintiendo a sus palabras casi de inmediato, notando lo bien que le hacía sentir el apoyo de su hijo, ver su rostro esperanzado, su eterna sonrisa en sus labios.

– Si, se que saldremos de esto – se volteó hacia los presentes, adoptando por fin una pose autoritaria que hizo que sus funcionarios se inclinaran ante el – Inicien la búsqueda de los saqueadores de tumbas, los quiero ante mí a la brevedad posible –

Los hombres asintieron, retirándose luego de eso, dejando a Mya, a la reina y al Faraón solos. Apenas los funcionarios salieron del salón, Thai se dirigió a Nebtka con ojos fulminantes, apartando al príncipe de el con un empujón violento para enfrentar al faraón.

– ¡Esto no hubiera sucedido su hubieses sabido administrar el reino tal como lo hizo tu padre y tu abuelo! – Le gritó con coraje, ante el estupor de Mya que no daba crédito a la falta de respeto de la reina – Construcción de templos innecesarios, fiestas, todo para complacer a tu antigua reina, ¿Para qué? ¿De que te sirvió todo eso? ¡Solo dejaste a tu pueblo en la miseria! –

– ¡Basta ya! ¡No te permito que le hables así a mi padre! – Mya elevó su voz por fin, sosteniendo casi con violencia un brazo de la reina, apartándola tan fuerte del faraón que estuvo a punto de enviarla al piso – Habla de gastos innecesarios la que se ha dedicado a enriquecer a su familia a costa de la riqueza de Egipto, ¡Hipócrita! –

La reina lo taladró con la mirada, pero Mya no le permitió recuperar la postura; se paró frente a ella con firmeza, hasta hacerla bajar la mirada.

– Retírate, Thai – fue todo lo que el faraón dijo, haciendo que la reina asintiera tensamente, dedicándole una última mirada al príncipe antes de ir retrocediendo hacia la puerta.

– Si Egipto cae, será tu culpa, Nebtka… solo tú culpa –

El príncipe gruñó, conteniéndose con muchos trabajos para no sacarla por su propia mano del salón. La vio partir, soltando un suspiro contenido para luego girarse hacia su padre, que yacía en el trono, notablemente agitado. Mya lo miró lleno de preocupación, ayudándolo a ponerse de pie, pasando uno de sus brazos por sus hombros.

– Necesitas descansar, te acompañaré a tu habitación –

– Ella tiene razón, Mya… Si Egipto cae será mi culpa –

– Egipto no caerá, Egipto es eterno, como las pirámides y el desierto –

Las palabras parecieron reconfortar al rey, que se dejó conducir mansamente por los pasillos hacia sus aposentos, donde Mya lo dejó luego de asegurarse de que cenara algo y cayera profundamente dormido. Pero con solo salir de la habitación su rostro sereno se transformó en uno lleno de desesperación. Se cubrió la boca mientras avanzaba hacia su recámara, internándose en esta para aislarse del mundo, tratando de procesar toda la información que acababa de recibir de forma tan dura.

Era verdad, su burbuja se estaba rompiendo. Por fin conocía la razón por la que la mirada de su padre ya no parecía tan viva como antes. Su condición estaba deteriorada, se marchitaba cada día más como se marchitan los cultivos sin el agua del Nilo, temía por la vida de su padre… temía terriblemente por la estabilidad dentro del castillo, por que ahora más que nunca estaba convencido de que esta no era más que una ilusión.

Si Egipto estaba en crisis el quería verlo con sus propios ojos, tenía que salir de sus lujosas murallas para ver la realidad. Antes de que el sol surcara los cielos, el se encaminaría hacia la ciudad.

< Nadie tiene por que enterarse >

Y sin embargo sentía tanto miedo. Si tan solo Horemheb estuviera ahí para refugiarse en el calor de sus brazos.
Su Horemheb… al que comenzaba a sentir tan distante, más que las mismas estrellas.

Esa noche se recostó en su cama, aunque el sueño prácticamente se había escapado de sus ojos.

***********************



A la mañana siguiente y bajo el plan que había trazado durante la madrugada, Mya se había escabullido entre los pasillos del palacio hasta dar con la salida. Amparado aún con la oscuridad, corrió por el desierto, envuelto en la capucha más vieja que pudo encontrar entre sus pertenencias para proteger su identidad.

Aunque el príncipe de Egipto jamás era visto por sus súbditos hasta el día de su coronación, no descartaba el hecho de toparse con algún miembro de la corteo o familiares, y no quería que nadie supiera de sus andanzas en la ciudad.

Se cubrió medio rostro, adentrándose en las calles atestadas de miseria, de olores nauseabundos y gente pidiendo limosnas en cualquier recoveco. Confirmó con pasmosa tristeza que las palabras de Thai eran ciertas; había una atmósfera de desesperación tan densa que sentía el pecho oprimido, los gritos de la gente, su desesperanza… el príncipe podía sentirlos como propios, tan fuerte que no pudo evitar que un par de lágrimas corrieran por sus mejillas morenas.

< ¿Cómo es posible? >

La mano huesuda de una anciana le jaló la capucha, a lo que Mya respondió retrocediendo atrabancado, viendo el rostro desencajado de la mujer, implorando por comida con una mueca que se le antojó casi mortecina al príncipe.

Corrió por las calles sin saber que hacer, atontado por el espectáculo, sin que su mente fuera capaz de asimilar todo lo que estaba viendo… era demasiado. Se detuvo finalmente en un callejón, atestado de pequeños que correteaban desnudos y sucios, ajenos al dolor que todo mundo parecía tener. Aquello le tranquilizó de momento, siguió a un pequeño grupo de niños hasta dar con otra calle, una donde había puestos de frutas y pan, que aunque no se veían en tan buen estado, parecían comestibles aún.

Mya llamó a uno de los niños. Se inclinó a su altura y sacó de entre la capucha uno de sus brazos, despojándose del brazalete de oro que llevaba puesto para dárselo al niño, seguro de que con ello conseguiría alimento para su familia hasta para un mes.

El chiquillo corrió contento con la joya entre las manos, Mya le observó alejarse junto con todos sus amigos, sin salir del todo del callejón. Pero la sonrisa que apenas se había comenzado a dibujar en su rostro se desvaneció al ver como un hombre le arrebataba el brazalete al niño a punta de golpes, justo cuando este se disponía a comprar frutas en un puesto.

Ver al pequeño caer al suelo, bañado en sangre y con la certeza de que estaba muerto hizo que al príncipe se le congelara la sangre. Un grito se vislumbró en sus labios, dio un paso hacia el frente, dispuesto a ir hacia el asesino y castigarlo con sus propias manos, pero un jalón violento y una palma sobre su boca lo callaron y lo hicieron estamparse contra el muro.

Los ojos negros de Horemheb miraban casi iracundo al joven príncipe, que apenas hubo reconocido el rostro del General lo abrazó con fuerza, recargándose contra su pecho mientras temblaba y lloraba inconsolable.

– ¡Has algo! ¡Son unos asesinos, Horemheb! –

– ¿Qué se supone que está haciendo usted aquí? ¿Por qué abandonó el palacio? –

La sacudida que el General le provocó mientras lo sostenía de los brazos y lo apartaba de sí pareció hacer reaccionar a Mya.

– ¿Por qué nadie me había dicho que esto estaba pasando? ¿Por qué callaste? –

– ¡Si esa gente supiera quien es usted lo matarían! – Horemheb miró azorado a su alrededor, para asegurarse de que no hubiese nadie que los estuviera escuchando – Lo escoltaré a palacio –

Lo arrastró de un brazo, ignorando las preguntas de Mya, caminando rápidamente sin voltear a verlo. El príncipe no comprendía la actitud de Horemheb, le parecía un completo desconocido.

– ¡Ese hombre asesinó a un niño! ¡Un niño! ¡Lo mató! –

El príncipe buscó zafarse del agarre de acero del General, pero este no se lo permitió. Lo encaró con una mirada dura, llena de la ira que intentaba ocultar el miedo que le invadió al reconocer a Mya mientras corría por las calles, haciéndolo abandonar a el las compras que realizaba casi en secreto para seguirlo, seguro de que el príncipe corría un peligro extremo ahí.

– ¡Esas cosas ocurren todos los días! ¡Y no hay nada que podamos hacer al respecto! –

– ¡Tu deber es proteger a tu gente! –

– ¡Mi deber es proteger a Egipto de invasores, no de si mismo! – bufó mas que exasperado el general, sacudiendo a Mya con toda su fuerza – ¡Y proteger a la familia real! ¡Pudieron matarlo ahí! –

– ¡Suéltame! ¡Suéltame! –

Horemheb abrazó a Mya, arrastrándolo pegado a su cuerpo por las calles, sin poner atención a las súplicas del príncipe que poco a poco se fueron apaciguando, encontrando el refugio que necesitaba y la protección en Horemheb, que no se detuvo hasta haber salido de la ciudad y encontrarse a medio camino entre el palacio y esta, ya en el desierto bañado con el sol matutino.

Entonces, apartó al príncipe de sí como si su contacto le hubiera quemado, a lo que este le respondió con una mirada desconcertada, casi suplicante.

– ¿Por qué? – Interrogó con la mirada vidriosa por el llanto, sin que el General se moviera de su sitio, notando la tensión de sus músculos – ¿Por qué está pasando todo esto? ¿Por qué siento que mi presencia te es intolerable? –

El hombre no respondió, volvió a sujetarlo del brazo y lo hizo caminar con premura, casi haciendo que el príncipe se tropezara entre las dunas de arena por las que iban pasando. Para Mya era intolerable su indiferencia tanto como su silencio, se desprendió de su agarre y se cruzó en su camino, haciéndolo detenerse bruscamente, chocar su torso contra el suyo.

– Egipto no está pasando por su mejor momento, como ya lo ha visto, que se la primera y última vez que comete una tontería como esta, nadie asegura que pueda salvarle la próxima vez –

– Horemheb – Mya lo abrazó una vez más, rodeándolo por la cintura y acariciando su espalda, ocultando contra su cuerpo los sollozos que salían de su garganta – Te necesito, Horemheb, te necesito más que nunca, ¡No me rechaces! –

El General se tensó casi con violencia. Apartó a Mya del rostro, sin verlo por demasiado tiempo, sentía un inmenso pesar de verlo así, suplicante y lleno de lágrimas.

– ¿Cuántas veces tengo que repetirle que entre nosotros no puede haber nada? ¡NADA! –

– ¡No lo digas, no lo digas más! – Dijo el príncipe con desesperación, intentando en vano volver a asirse al cuerpo del General – Te quiero a mi lado, Horemheb, te necesito –

– ¡Tonterías! ¡Yo no necesito la molesta presencia de un chiquillo caprichoso como usted! – Soltó casi rabiando el mayor, volviendo a sujetar a Mya del brazo, que parecía haberse quedado sin aliento al escucharlo.

– Si necesitara un amante cualquiera sería mejor que usted, así que deje de actuar como un idiota y grábese bien esto – Sin detenerse – Estoy cansado de sus berrinches infantiles, de tener que lidiar con sus inútiles demostraciones de afecto – Paró sus pasos y lo hizo enfocarlo, notando con amargura como el rostro de Mya se encontraba inexpresivo, como si de repente me hubiesen arrancado el brillo a sus ojos amarillos.

– Mañana parto a la frontera de nuevo, así que no estaré aquí para salvarle el pellejo. Deje de ser tan egoísta y piense en su padre la próxima vez que cometa un acto tan estúpido como lo que hizo hoy, piense en lo mucho que el faraón sufriría si algo le pasara –

Evitó decir lo mucho que sufriría el por tal cosa, lo que estaba sufriendo ya de verlo así, tan desolado.

Volvió a retomar el camino, esta vez sin detenerse hasta franquear la entrada del palacio, mientras el príncipe se mantuvo en silencio, sin siquiera voltear a verlo cuando Horemheb le soltó en la explanada.

Mya entró al palacio con la mirada en alto pero sin ver a nadie, evadiendo las preguntas de los sirvientes, que se habían preocupado al notar su ausencia en el palacio, ignorándolo todo, hasta no verse en su habitación, cerrando la puerta en las narices de quienes le seguían. Sus piernas flaquearon víctimas del cansancio, haciéndole caer sobre el piso sacudido por espasmos que liberó junto con su llanto.

Sentía una tristeza tan lacerante en su pecho, que no pudo mas que quedarse ahí, con su rostro escondido contra sus rodillas y su espalda arqueada hacia las piernas, sumergido en la desolación que le abrasaba de forma inmisericorde. Que Horemheb le hablara de aquella forma le derrumbaba, más aún que ver a su pueblo morir, más que nada… se sentía tan capaz de soportar cualquier adversidad si tenía al General a su lado, que ahora que confirmaba que nunca le había tenido su mundo terminaba de derrumbarse.

Estaba solo, terriblemente solo.

Se abrazó a si mismo, sin tener la fuerza ni física ni de voluntad para ponerse de pie, al menos no de momento.

*******************************




Llevaba casi una semana sin salir de su habitación, apenas probaba alimento y escucharle hablar se había convertido prácticamente en un recuerdo para los que le atendían. Ya estaba enterado de la partida de Horemheb, y tal como el General lo había solicitado, no se asomó ni por casualidad al cuartel para despedirlo, como tantas otras veces lo hiciera. Se recluyó a los confines de su habitación, tuvo que ir el mismísimo faraón para convencerlo de salir a tomar un poco de aire fresco; ni las palabras de Nash ni ninguna otra cosa habían podido hacer que Mya abandonara su mutismo.

Esa tarde, se dirigió con pasos lentos y mirada ausente hacia los jardines. Sus hermanitos reclamaron su presencia, el sonido de su arpa tranquilizándolos, pero Mya había dado la vuelta e ignorado sus peticiones, siguiendo su silencioso camino por los pasillos mas solitarios, en donde se sentía seguro y sin tener que sonreír cuando no lo deseaba.

Sentía un enorme vacío en su pecho. Darse cuenta de la situación de su país había sido un golpe terrible, un golpe que se transformó en herida sangrante con las palabras de Horemheb. Peor aún, sabía que la salud de su padre había decaído durante los días que estuviese recluido a las paredes de su recámara… y lamentaba tanto no poder hacer nada por el. Estaba ciertamente desolado, solo. No podía contarle a nadie del motivo de su tristeza por que simplemente no quería su lástima, de sobra sabía que en palacio se rumoraban todo tipo de cosas por su abnegado silencio y la depresión en que parecía sumergido, pero era algo que francamente no le importaba.

Había cosas que parecían preocupar más en palacio que la tristeza del príncipe. Existía cierta zozobra entre sus moradores, y a pesar de que tenía muy pocas horas de haber abandonado su habitación tras una larga ausencia, pudo describir que en las miradas de los sirvientes y las concubinas de su padre había nerviosismo, aunque era normal.

Nuevas rebeliones en el norte tenían al ejército movilizado, ahí era donde se encontraba Horemheb, luchando por proteger la soberanía de su país… a ellos, tal como se lo había dicho la mañana de su incursión a la ciudad. Y de repente el miedo le abatió; sus manos comenzaron a temblar visiblemente, imaginó que al General podía pasarle algo grave y su corazón le dio un vuelco. No lo soportaría, si Horemheb moría el simplemente no lo soportaría.

< Ni siquiera pude verte >

Sus lágrimas volvieron a surcar sus mejillas, abundantes y cristalinas, llorando en silencio, elevando una plegaria para que los Dioses le protegieran y lo trajeran a casa sano y salvo. Pero entonces, el murmullo de personas hablando le hizo esconderse en un pasillo. Se quedó quieto, escuchando atento lo que decían… Eran dos sirvientes que cargaban con vasijas y algunos otros utensilios; cuchicheaban cosas que Mya no fue capaz de entender sino hasta que se acercaron más al sitio donde estaba, agazapado entre la sombra de una pared en un pasillo aledaño.
Lo que escuchó le heló la sangre.

Los sirvientes hablaban de una conspiración. Mencionaban el nombre de la reina entre líneas. Decían que esta estaba comprando a guardias, sirvientes y algunos soldados de alto rango por que pretendía dar un golpe de estado, inclusive a las mujeres de harem. El príncipe no daba crédito a lo que escuchaba, pero en su corazón sentía que era cierto.

La reina está envenenando al Rey, ¿Por qué crees que su enfermedad no mejora?

Aquello le horrorizó. Pensó en llevar a los sirvientes ante su padre y hacerlos decir lo que acababa de escuchar, pero de inmediato supo que eso no era una buena idea. Si los rumores eran ciertos, entonces no sabía en quién confiar; aquello desataría una confusión y lo único que lograría sería crear el ambiente perfecto para el golpe de estado, al tener a todo en caos.

El príncipe dejó que los sirvientes se alejaran. Luego echó a correr hacia los aposentos de su padre, donde se quedó hasta que estuvo dormido. Lo único que podía hacer de momento era esperar, tampoco podía mencionare nada a su padre, estaba entre la espada y la pared.

La paz en el palacio pendía de un hilo y el no tenía una sola idea de que hacer.

Si tan solo Horemheb estuviera con el…



******************************



Desde aquella tarde, Mya prácticamente no se separaba de su padre. Con sonrisas aparentemente despreocupadas se encargaba de servir el mismo la comida y vigilar de cerca lo que ingería. Fue notable la mejoría en la salud de su majestad cuando el príncipe tomara aquella medida, cosa que le hacía confirmar más el hecho de que si estaba siendo envenenado y que estaba frustrando los planes de la reina Thai.

Ya habían pasado casi tres meses desde que Mya renunciara a las lecciones para permanecer al lado de su padre. Nash no entendía el por qué de su insistencia con eso, pero no insistió en hacerlo volver, puesto que el también tenía conocimiento de los rumores y consideraba que lo que el príncipe estaba haciendo era lo mejor.

Lo acompañaba inclusive durante los paseos que su majestad y Mya hacían por los jardines. En una de esas tardes, sus hermanos por fin tuvieron la dicha de volver a escuchar la risa del heredero al trono de Egipto y de su arpa; tocó para su padre y para los niños, encontrando un poco de paz en esos ratos, cuando al menos estaba seguro de que su padre no corría peligro. Aunque luego de eso volvían los miedos, no solo por el, sino también por Horemheb, del que no había tenido noticias en días.

Al parecer las rebeliones en el norte no eran tan livianas como lo habían sido en veces anteriores, el ejército aún no podía regresar de campaña y nadie sabía cuando lo haría. Mya no podría sentirse tranquilo hasta no tener a Horemheb en Menfis otra vez, pues sabía que sin el, estaban vulnerables a cualquier rebelión dentro de palacio.

Los rumores de la conspiración parecían aplacados, pero el príncipe no podía bajar la guardia. Había algo en la mirada de la reina que le hacía desconfiar terriblemente de ella. No creía en su preocupación por el Rey ni por las rebeliones en el norte, no creía en nada de lo que ella decía… sus ojos eran los de un depredador aguardando el momento para atacar.

Luego de la cena aquella noche, el príncipe y su padre se habían retirado a sus aposentos como era costumbre, pero su sueño fue interrumpido de madrugada por un azorado Nash. Mya se incorporó en la cama de golpe, haciendo que el viejo sacerdote se sentara en ella y extendiéndole un vaso de agua, parecía descolocado completamente.

– Majestad, todos aquí corren gran peligro – Fue lo primero que el viejo pudo pronunciar, sosteniéndole las manos con un temblor que no podía contener – Escuché a la reina hablar con los magos, los compró para tener su aprobación en el golpe de estado, ¡Es un hecho majestad! La reina quiere derrocar a su padre y poner a su hermano a gobernar Egipto –

– No puede ser –

– En el ejército hay dos capitanes que están preparando un contingente para atacar el palacio, mañana, pasado, ¡No lo sé! El hecho es que lo harán –

– ¿Quiénes son? – Preguntó el príncipe, con la mirada casi desencajada.

– No lo sé mi señor, no mencionaron nombres –

– ¿Qué puedo hacer? –

Mya se puso de pie, comenzando a pasearse por la habitación. Estaba frente al peor problema que había tenido en toda su vida. Ahora comenzaba a saber cuan grande era la responsabilidad de un regente, la responsabilidad que el tenía que afrontar ahora que su padre apenas iba recuperándose. Pero lo cierto era que su mente se había bloqueado. Tan solo era un niño de 17 años, jamás había tenido la necesidad de resolver conflictos de ese tipo, todas las obligaciones estaban relegadas al faraón, pero ahora era distinto. Era su obligación y su deber enfrentar aquello.
Se regresó hacia donde estaba Nash y lo tomó de las manos, mirándolo con determinación.

– Iré al cuartel y hablaré con el Capitán Kaleth, el es uno de los mejores amigos de Horemheb, no puede estar inmiscuido en todo esto –

Trató de calmarse, su voz estaba tan descontrolada como su respiración.

– Ordenaré que prepare secretamente el ejército, y roguemos a los Dioses por que seamos más que los traidores –

El sacerdote asintió nerviosamente. Mya volvió a ponerse de pie y caminó presuroso hacia un cuarto dentro de su habitación, donde solía guardar sus armas. Le extendió un Kepesh a Nash junto con su última indicación.

– Ven – Lo hizo levantarse para mostrarle el pasadizo secreto que se abrió tras mover un bloque – Este camino te llevará directamente a la habitación de mi padre sin que te vean sus guardias, quédate a su lado y no le abandones –

– Pero majestad, ¿Qué pasará con usted? –

– Yo voy a estar bien, Nash, no te preocupes por mí, haz lo que te pido, por favor –

El sacerdote no pudo más que tomar la orden aun temiendo por la vida del príncipe. Se dirigió hacia la habitación del faraón y Mya hacia el cuartel, envuelto en una capucha para protegerse entre las sombras.

Sus piernas se sentían más ligeras que nunca, las plantas descalzas no hacían prácticamente ningún ruido al correr por los pasillos, siempre vigilando que nadie le mirara. Todo estaba en un silencio sepulcral, como el que antecede siempre a las tormentas, se sentía un ambiente de vigilia malsana a pesar de la quietud y de que se suponía todos dormían.

Se detuvo antes de salir al jardín que solía frecuentar con Horemheb para tomar aire, refugiándose contra una pared, lejos de la antorcha que alumbraba y de su luz, manteniéndose como una sombra oscura y silenciosa. Y fue eso lo que le dejó escuchar los pasos rápidos que se acercaban a donde el estaba, la respiración agitada de una persona a la que no reconoció hasta que prácticamente chocó contra él.

Era Tajes, una de las concubinas más jóvenes de su padre.

– ¡Majestad! Gracias a Amón lo encuentro aquí… – la chica se abrazó a Mya, temblorosa y asustada como lo estaba – Me hubiera sido imposible llegar hasta usted sin que alguien descubriera mi presencia –

– Tajes, ¿Qué está ocurriendo? ¿Para qué querías verme? –
Sostuvo a la mujer de los brazos, haciéndola recargarse en la pared para que recuperara el aliento, pues parecía estar a punto de desvanecerse.

– Mi señor – Habló en voz susurrante, solo para los oídos de Mya – La reina Thai pretende tomar el palacio mañana, después de la comida – se detuvo, mirando azorada a todos lados, temiendo que las mismas sombras que le rodeaban la delataran – Convenció a muchas de las esposas del faraón, quieren asesinarlo y que Rahotep tome el trono ahora que el General Horemheb no se encuentra –

El príncipe tembló de rabia, pero no dijo nada más.

– Tengo meses escuchándolas hablar de eso, y a Rahotep… pero tenía miedo de decirlo mi señor, miedo de que nadie me creyera y me condenaran a morir por atentar contra la reina –

– Todo está bien, Tajes, ya estoy enterado de la situación y pienso hacer algo al respecto – Dijo el moreno tratando de calmarla, aunque la muchacha parecía demasiado alterada para ello – Voy al cuartel a hablar con Kaleth, vamos a prepararnos para lo que pretenden hacer –

– ¡Si, si! Kaleth es el indicado, los demás capitanes están comprados por Thai – Mencionó la chiquilla, temblando entre los brazos de Mya – Tengo miedo mi señor, tengo miedo –

– No va a pasar nada, Tajes, ahora… necesito que regreses al harem, tienes que calmarte o si no van a descubrirnos – La chica asintió casi frenéticamente a las palabras del príncipe – Quiero que confíes en mí, yo los sacaré de este problema. ¿Confías en mí? –

Mya la miró directamente a los ojos, intentando que su mirada le infundiera la fuerza y el valor que necesitaba… buscando el mismo un poco de eso en los ojos claros de la muchacha.

Le tomó de las manos y luego asintió otra vez, ya más tranquila, marchándose sigilosa por los pasillos hasta perderse entre las sombras, momento que Mya aprovechó para retomar su camino y salir del palacio, rumbo al cuartel. Al menos ahora estaba seguro de que Kaleth no era parte de la conspiración y de que podía confiar en él.

Aquella noche fue la más larga de su vida. Luego de entrevistarse a escondidas con el Capitán y de volver a su habitación, se había dedicado a repasar el plan que Kaleth había trazado. Ya le había informado a Nash, ahora solo quedaba esperar la mañana y que los Dioses le favorecieran.

Durante el desayuno todo transcurrió en aparente normalidad; su padre había amanecido de muy buen humor, dejaba escuchar sus risas mientras charlaba con su hijo y sus concubinas, incluida la joven Tajes, que aparentaba calma de la misma forma que Mya, sin siquiera dedicarse una mirada de complicidad puesto que la reina estaba presente.

Cuando el Rey se dirigía hacia la biblioteca para su lectura habitual, el príncipe se quedó a su lado. Se aseguró de que nadie los escuchara y entonces, se dispuso a hablarle de lo que estaba ocurriendo. El faraón al principio no lo creía, pero luego de ver la celeridad con la que su hijo le hablaba, supo que no le mentía. La decepción fue clara en los ojos del regente, pero de pronto su mirada emergió determinante y segura, poniéndose de pie del sillón donde descansaba para mirar a su hijo.

– Voy a prepararme, pelearé con ustedes –

– De ninguna manera – se apresuró a contestar el heredero, cuidando el tono de su voz – Te quedarás en tus aposentos, no vamos a permitir que lleguen hasta a ti –

Mya lo abrazó con fuerza, no podía permitir que a su padre le ocurriera algo.

– No puedo dejar que solo tu corras peligro, es por mi cobardía que todo esto está pasando –

– Padre, no digas eso. No es tu culpa que Thai sea una maldita traidora – respiró profundamente, para no alterar mas a su padre – Tienes que prometerme que seguirás mis instrucciones, si nos adelantamos todo el plan se vendrá abajo y no podemos darnos el lujo de fallar. Tú te quedas en tus aposentos, ¿Entendiste? –

El Rey se sentía tan defraudado y agobiado por la situación, que no pudo más que asentir a las palabras de su hijo.

Por su parte, el príncipe se armó de valor para acompañar a su padre a su habitación sin que el miedo o sus nervios asomaran por sus ojos amarillos. La calma parecía cada vez más densa, era como si la atmósfera escociera, como estar en medio de una tormenta de arena. Mya no podía dejar de pensar en el hecho de ser tan solo un chiquillo; tenía la obligación de proteger el palacio ya que su padre estaba psicológica y físicamente indispuesto, pero tenía miedo de fallar…

Deambuló en su recámara a puerta cerrada, apenas asomándose por la enorme ventana hacia los jardines, donde todo parecía transcurrir con tranquilidad. Una vez más el General acudió a sus pensamientos. Imaginó que tal vez perecería y no volvería a haber oportunidad de decirle lo agradecido que estaba con el, por todos esos años de momentos compartidos… aun cuando la situación entre ellos se hubiese deteriorado, Horemheb siempre tendría la mas total admiración de Mya.

< Mi Horemheb >

Si moría, era sin duda alguna el General quien ocuparía su pensamiento.

Sonrió, antes de decidir que escribiría una carta para él, por si los dioses no le favorecían. Pero apenas iba a tomar los papiros cuando los gritos de mujeres y niños le sacudieron las entrañas. Por acto reflejo, corrió hacia las armas que ya tenía preparadas sobre su cama y luego salió de la habitación a toda prisa, olvidando inclusive ponerse el yelmo y su pectoral de batalla.

Lo primero que divisó al bajar las escaleras hacia el salón principal de palacio fue un tumulto de gente corriendo hacia el interior de este. Vio a uno de sus pequeños hermanos tropezar violentamente y el pensamiento de ir en su ayuda y moverse fue uno solo. Lo ayudó a ponerse de pie, indicándole entre vociferaciones que buscara refugio aunque el pequeño parecía demasiado conmocionado. Mya mismo lo estaba. Finalmente el chiquillo logró ponerse de pie y fue entonces cuando el príncipe avanzó entre la marabunta hacia el patio, donde los soldados de Kaleth ya estaban en batalla, peleando contra los mercenarios.

Fue tan impresionante para el príncipe ver la sangre de su gente manchar el suelo del palacio, que ni siquiera advirtió cuando una flecha se dirigió hacia él, alcanzando a incrustarse cerca de uno de sus hombros. Mya cayó al piso, adolorido y sangrante, mas confundido que al principio, pero con la rabia dominándole por completo, tan fuerte, que hasta el dolor pareció disiparse. Se arrancó la flecha con determinación, logrando ponerse de pie justo para repeler con su Kepesh el ataque frontal de un mercenario, deteniendo su arma y golpeándolo con la rodilla en el estómago, lo suficientemente fuerte como para hacerlo doblarse sobre si mismo y que Mya atestara su golpe final contra su cuello, mandando rodar su cabeza escalones abajo.

Las imágenes de aquello parecieron cruzar por su mente en cámara lenta. La sangre de hombre manchó su pecho y sus mejillas, los sonidos de la batalla llegaban sórdidos y huecos a sus oídos. Sentir el líquido escarlata bañando el metal de su arma le hizo temblar.

Así se sentía arrebatar la vida de un hombre… la sangre entre sus manos, el corazón palpitándole desbocado… todo aquello le parecía tan tremendamente adictivo, como si hubiese nacido para eso, como si toda su vida hubiese estado esperando por aquel momento.

< ¿Por qué…? >

– ¡ARGH! – El príncipe se sentía tan furioso, que sus siguientes ataques fueron feroces.

Se movió como un felino, ágil y letal, avanzando sin que uno solo de los mercenarios pudiera detenerlo, cercenando cuerpos enemigos hasta que prácticamente estuvo cubierto por su sangre. De la pulcritud de su saya blanca ya nada quedaba, su piel morena lucía estremecida, temblorosa, llena del rojo que también regaba los pisos del palacio.

Los atacantes no podían contra la defensa del castillo, la táctica de Kaleth y Mya estaba resultando de maravilla. El patio principal se había transformado en un auténtico fuerte, que los soldados del faraón y su guardia personal defendían sin siquiera moverse un ápice de sus lugares, y Mya estaba dominado por una euforia de lucha y una lujuria por la sangre que le impedía detenerse. No sentía cansancio ni dolor alguno.

– ¡Malditos sean! –

El cuerpo de un mercenario cedió ante los golpes certeros del príncipe, cayendo de bruces al piso. Éste retrocedió arrastrándose por el suelo preso del miedo, el hombre que tenía ante el, con el Kepesh y el cuerpo ensangrentado no era el príncipe sereno que había tenido la oportunidad de conocer, antes de enfilarse en la traición. Parecía una bestia de ojos amarillos, sediento de sangre y de venganza

– ¡Muere! –

Ni su grito de súplica impidió que Mya saltara sobre su vientre e incrustara sus rodillas en el. Cortó su cabeza de tajo, emitiendo una exclamación casi de placer al ver terminada la vida de su enemigo. Tomó sus flechas y su arco y se dedicó a cazar mercenarios, siendo tan certero en sus ataques, que ninguno lograba llegar hasta el para si quiera intentar contraatacar.

Finalmente hubo silencio en su cabeza. Cuando los soldados del faraón proclamaban la victoria entre gritos festivos, pisando los cuerpos de los vencidos, Mya pudo sentir que respiraba otra vez. Las armas cayeron a sus pies luego de que sus manos sin fuerza las soltaran; trató de limpiarse los ojos pues el sudor y la sangre empezaban a obstaculizar su visión, pero sus manos estaban tan sucias como su rostro.

Miró a su alrededor y solo descubrió el patio lleno de cuerpos y heridos, de sangre… al final de cuentas la batalla había durado mucho menos de lo esperado, las tropas del faraón pudieron contener la incursión de los mercenarios sin aparentes problemas, sobretodo por que muchos de éstos habían huido al ver que entrar al palacio parecía un suicidio.

Sin embargo, el grito de un soldado apostado en las terrazas sacudió a Mya más que la misma batalla. Alguien en algún momento de la confusión había logrado llegar hasta la línea de defensa del faraón y traspasarla, y ahora el faraón yacía herido en sus aposentos.

– Padre… -

Mya se echó a correr sin parar hasta llegar a las habitaciones de su padre, donde lo descubrió tendido en su cama, con una herida sangrante en un costado. El príncipe se hincó a su lado y sujetó las manos de su padre, sin importarle mancharlas de sangre, no pensó en eso debido a su desesperación.

El faraón reconoció aquel tacto y abrió sus ojos, enfocando la figura agitada de su hijo, casi alarmándose al verlo cubierto del líquido escarlata.

– Mi pequeño… – Murmuró débilmente el hombre, apretando las manos de su hijo – ¿Estás… bien? –

La pregunta pareció descolocar al joven. Reparó entonces el dolor punzante que sentía en su hombro y de forma automática tornó su vista hacia su herida, asintiendo torpemente para volver a enfocar a su padre.

– Fue Thai… – Continuó hablando el regente, con voz baja y notablemente cansada – Estaba… en las escaleras… Y… ¡Arghh! Me atacó a traición –

– Esa maldita bruja… – Las manos del príncipe apretaron casi convulsamente las de su padre, que le miraba desde la cama con los párpados entrecerrados – Seguro que ha tratado de huir… pero no caerá la noche sin que ella y sus cómplices estén aquí para que paguen por sus crímenes –

El faraón sonrió débilmente, mientras sus médicos apartaban al príncipe de su lado para seguir con las curaciones. Afortunadamente no era una herida mortal, aunque no podían confiarse; la salud del rey había estado deteriorada en meses pasados y seguramente su recuperación sería lenta.

Mya dejó a su padre al cuidado de los médicos, para encaminarse decidido en busca del capitán, al que encontró a media explanada, dando órdenes a la caballería de ir tras los traidores. Ya habían sido divisados en su huída, y no podrían escapar del ejército.

Kaleth le sonrió al príncipe, antes de hacerle una inclinación respetuosa y poner su mano en su pecho, el saludo que los soldados hacían a los faraones.

– Ha peleado usted como el más valiente guerrero, Horemheb estará orgulloso cuando se entere –

Las palabras del capitán le hicieron sonreír con tristeza. Avanzó un paso y tocó su hombro, palmeándolo suavemente para indicarle que se incorporara.

– Todos ustedes lo hicieron, merecen mi admiración y mi respeto – El hombre mayor sonrió – Lleva a los traidores ante mí cuando los tengan, estaré en el salón del trono –

Luego de esto, el príncipe partió hacia dicho lugar, dejando al capitán a cargo de la situación. El necesitaba un momento a solas, la conmoción aún le sacudía desde adentro, aún podía ver y escuchar los gritos de aquellos que habían perdido la vida entre sus manos, y eso no le taladraba la cabeza.

En el salón del trono, se dejó caer al lado del lugar que ocupara su padre. Había un taburete dorado que era su asiento durante las ceremonias, a la derecha de su padre como su heredero. Mya se flexionó sobre si mismo y apoyó los codos en sus piernas. Sus manos sangrientas se sumergieron en su melena sucia de tierra y escarlata, mesándose la cabeza para tratar de controlar el temblor que aún invadía su cuerpo, prácticamente meciéndose hasta que logró estabilizar su respiración.

Pero con ello vino la debilidad, la herida que parecía pronunciarse más. Estaba sangrando y comenzaba a sentirse mareado, sediento… estuvo a punto de desmayarse, de no ser por que la voz de Nash le hizo abrir los ojos antes de caer al suelo. Se incorporó aún medio desorientado en el taburete y contempló la faz desesperada del viejo, que no daba crédito al aspecto del joven príncipe.

Las dos jovencitas que le acompañaban le ofrecieron de inmediato una vasija con agua, que Mya prácticamente arrebató de sus manos, bebiendo de esta con tanta brusquedad que la mitad de su contenido se vacio sobre su pecho, lavando apenas un poco su piel morena.

– Todo terminó, ¿Verdad, Nash? – Cuestionó el príncipe, dejando caer la vasija al piso que irremediablemente se partió en pedazos – Por Anubis… estoy tan cansado –

– Debería estar en su habitación ¡No aquí majestad! –

– No, no habrá descanso para mí hasta no ver la cara de esos malnacidos cuando los sentencie a la hoguera –

El príncipe aún sentía la rabia correr por sus venas, ni siquiera las acciones de Nash sobre su herida al limpiarla parecían distraerle, apenas y emitía un quejido cuando el lino con que le quitaba la sangre llegaba muy profundo.

– Necesita un baño – Recomendó el viejo sacerdote, mientras le enredaba una fina venda en el hombro.

– Habrá tiempo para baños después –

Nash asintió ante la negativa del príncipe y ordenó a las chicas que limpiaran el piso y se llevaran los trapos ensangrentados. Tomó asiento en uno de los bancos dispuestos para la corte real y aguardó junto con el príncipe a llegada de los traidores, en un silencio que solo fue roto cuando los sirvientes entraron a encender las antorchas, pues la noche había caído irremediablemente.

Las horas pasaron demasiado lentas para Mya. Uno de sus codos acabó recargándose en el descansabrazos del trono de su padre, sosteniendo su rostro para no cabecear. Justo se había puesto el sacerdote de pie para recomendarle al príncipe que marchara a su habitación cuando las puertas del salón se abrieron, dejando ver la figura algo encorvada de su padre.

El príncipe se levantó como impulsado por resortes, acudiendo en pos del Rey para ayudarle a caminar, pues no había permitido que sus sirvientes lo hicieran.

– ¡Padre! Tú no deberías estar aquí… –

– Ya vienen… – Dijo con algo de dificultad el faraón, sentándose en su trono con notable cansancio – Quiero verlos a todos… –

Mya se mantuvo de pie al lado del faraón, mientras los sirvientes que le seguían y los médicos se apartaban del camino, para dejar el paso franco a Kaleth y sus hombres, que traían arrastrando entre vociferaciones y lamentos a los traidores.

Thai, Rahotep, dos magos y 3 de las concubinas del faraón encabezaban el contingente de prisioneros, seguidos por uno de los capitanes y una docena de mercenarios. El salón del trono se llenó con sus voces. La reina traidora y sus cómplices fueron arrojados de bruces ante el faraón y su hijo, mientras el capitán daba su informe de lo sucedido al regente mayor.

– Aquí los tiene, mi Señor – Kaleth los miró con desprecio – Fueron atrapados cuando pretendían hacerse pasar por una caravana de comerciantes, cerca de la aldea de Jabne –

Nebtka alzó el mentón para observarlos, mientras su hijo se adelantaba y propinaba una despiadada patada en el rostro a la reina.

– Van a perecer en la hoguera. Tu, tu hermano, tus magos y el capitán, es el castigo por alta traición – pronunció Mya sin piedad, sin siquiera esperar las palabras de su padre. Estaba indignado tan solo de verlos ahí – El resto, son condenados a perder sus lenguas y sus narices, ¡Dénselas de comer a los cocodrilos del Nilo! –

De inmediato las voces de súplica no se hicieron esperar, algunos inclusive trataron de huir, pero que escaparan a esas alturas era un sueño.

El faraón asintió ante las palabras de su hijo y con solo movimiento de sus manos, indicó a los soldados que podían retirarse junto con los prisioneros.

La reina forcejeó con furia entre las manos de Kaleth, sin que consiguiera soltarse, aunque las palabras que pronunció fueron tan terribles, que obligaron a Mya a darse la vuelta para volver a observarla.

– ¡Tu reinado está condenado, Nebtka! – Gritó mientras era arrastrada hacia la puerta – ¡Está condenado desde que Mya nació! –

– ¡Cállate! – Alzó la voz el faraón, con tanta determinación que inclusive se puso de pie en el trono.

– ¡Tu madre era una asesina, Mya! ¡Mató a mi hermana y se apoderó de su lugar en la cama de Nebtka! ¡El crimen de Khemu los va a arrastrar a todos a la muerte! –

Mya contempló a la mujer, desencajado, con los puños tensos y el cuerpo tan inmóvil como una roca.

– ¡Calla maldita seas! –

– ¡Nunca serás faraón! ¡Nunca serás amado! ¡Vas a ser lo que tu madre debió ser, un esclavo para toda la eternidad! ¡Maldito, maldito! – Los gritos de Thai se fueron alejando poco a poco.
El faraón se dejó caer en el trono una vez más, con las mandíbulas temblorosas y las lágrimas a punto de salir de sus ojos.

Su hijo se percató del estado de su padre y acudió en su ayuda, junto con los médicos que no tardaron en llevárselo del salón, dejando al confundido príncipe con las palabras congeladas y un nudo en la garganta.

¿Qué había sido todo aquello? ¿Por qué las palabras de Thai le resultaban tan terriblemente veraces?

– Es mentira –

– Claro que es mentira – Nash lo abrazó por la espalda, obligándolo a caminar aunque Mya estaba convertido en un autómata – Necesita descansar, y un baño… ha sido un día muy pesado –

Un sollozo emergió de la garganta del príncipe, luego todo lo demás le pasó desapercibido. Las manos de sus sirvientes mientras le limpiaban en la pileta de su fino baño, la herida que fue cuidadosamente suturada después, nada parecía ser lo suficientemente poderoso como para distraer al joven de su ensimismamiento. Las palabras de Thai le retumbaban en la cabeza una y otra vez, como un eco siniestro, junto con las imágenes de la batalla pasada, la sangre, la muerte…

Esa noche ni siquiera pudo cerrar los ojos, pues tenía pesadillas aun estando consciente. Nash-Ted veló su sueño, pero Mya fue incapaz de percibir su presencia en la habitación, sumergido como lo estaba en sus pensamientos.

Los soldados se habían encargado de ejecutar las órdenes de Mya al punto. Los considerados traidores en menor rango habían sido desnarigados o sus lenguas cercenadas, según el antojo del verdugo, y dadas de comer a los cocodrilos del Nilo como el más siniestro de los banquetes.

En la mañana, la corte del rey, el regente, su hijo y los soldados, se habían congregado en el patio principal para ver la ejecución de Thai y sus cómplices. Uno a uno fue ardiendo en la hoguera, junto con los primeros rayos del sol, que parecía complacerse en su tortura y brillaba hermoso en el cielo.

Mya contempló impávido como el cuerpo de Thai era consumido por las llamas, sin que sus gritos llegaran a resonar, puesto que había sido privada de su lengua la noche anterior. Sin embargo, el príncipe disfrutó de cada segundo de sufrimiento de esta con un malévolo gozo. Cuando todos se hubieron retirado, él se quedó ahí, contemplando los despojos sollamados de la que fuera reina de Egipto, con una mueca despectiva en su rostro.

Para un egipcio, el ser condenado a la hoguera era el castigo más grande que podía recibir, pues le privaban de la oportunidad de participar en su juicio divino y vivir en el paraíso. Sin cuerpo, no podría viajar a través del inframundo. Su alma se perdería para siempre en los muros de llamas del más allá.

Por alguna razón, Mya se estremeció. En una fracción de segundo le pareció ver a su madre sufriendo el mismo castigo, envuelta en fuego, su piel desprendiéndose de su cuerpo al ser arropada por las llamas.

Retrocedió un paso y casi corriendo se dirigió hacia el palacio, dejando que los sirvientes recogieran los restos de los traidores. El tenía que preguntarle a su padre acerca de lo dicho por Thai, tal vez no era el mejor momento, ya que el faraón estaba herido y agotado, pero no podía soportarlo más.

Si era verdad o no, tenía que aclararlo cuanto antes.


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