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** Fuego de noche, nieve de día ** por EvE

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Notas del fanfic:

Una racha de inspiración de madrugada... escuchando esta canción mientras limpiaba la sala a las 4 am y sin una gota de sueño, me vino a la mente este fic, de una pareja rara, inexistente, pero que sirvió perfectamente para enmarcar una historia que si bien está ligada a mi fic "Rios de sol", se puede comprender sin haberlo leido antes.

Parte de la vida del espectro de la esfinge se asoma en este relato, la historia de un amor que fue todo para él, cuando volviera a renacer a la vida en el inframundo y descubriera lo retorcido de los sentimientos en ese lugar.

El fic está dedicado a Sady, por que tal vez el hecho de que la extrañara me hizo inspirarme más XDD y por que conocer a su juez en los foros me ha hecho anclarme mas al trauma que tengo por el XDDD, a mi mana Ishtar, por que le gustan mucho los espectros, más que a mi tal vez y a Cyberia_bronze_Saint, por que es también es fan de Radamanthys ^^.

Espero que les guste chicas.

Inspirado en la canción "Fuego de noche, nieve de día" de Ricky Martín. Contiene escenas de lemon.

Notas: Los diálogos en cursiva señalan conversaciones pasadas, por eso estan escritos de esa forma.

Mya no es el nombre oficial del espectro, es un nombre que yo le inventé.

Un saludo, Patts.

Fuego de noche, nieve de día


La primera vez que vio a Radamanthys de Wyvern, fue en aquella fastuosa reunión de espectros y jueces, cuando Hades le nombrara guardián de la Segunda prisión Infernal y luego de eso, el mismo Dios de los muertos en persona le presentara a los que serían sus compañeros por un tiempo tal vez eterno. Fue extraño, pero al principio el rubio Juez de Caína solo le provocó una rara alerta de peligro; era como si sus sentidos trataran de protegerlo de aquella imponente presencia, pues irradiaba inmisericordia en sus helados ojos ambarinos… si, ojos ámbar, mas iridiscentes que el oro, los mas perversos que hasta ese momento había visto.

Pero la fiesta había transcurrido sin mayores percances, y tras las celebraciones, Pharaoh fue solicitado en la alcoba divina del Señor del Inframundo. Si, en aquellos días, estaba relegado a cumplir sus obligaciones de “concubino real” más que a velar la seguridad de la presión que recién había sido nombrada bajo su tutela. Cualquier espectro se hubiese sentido afortunado de ostentar dicho rango -otorgado más bien por las lenguas insidiosas de los espectros y sirvientes que por el propio Hades- pero que más daba… era un secreto a voces el hecho de que Pharaoh fuera amante del señor de los muertos, y muchos se volvían a morir de envidia por eso. Comer en su mesa y dormir en su cama mas noches que en la propia podría ser considerada una  bendición. Recibir sus caricias, su atención, un privilegio.

Para el espectro de ojos amarillos era una maldición. Si bien, su Señor Hades era un ser de infinita bondad y amor para con sus “hijos oscuros”, él estaba perfectamente consciente de cual era su posición; un juguete bonito, el entretenimiento de moda… tarde o temprano caería de su gracia y Hades se divertiría con otro, por que esa era la norma, lo esperado… ningún concubino dura para siempre, aun si este posee una belleza increíble y eterna, para el Dios era nada.

Y en un día  infernal cualquiera, Hades comunica a sus espectros y Jueces que es hora de que el tome su siesta reparadora, el sueño divino que todo Dios debe tomar para seguir conservando la eternidad.

– Es tiempo de que te ocupes de tu prisión como debe ser, pequeño… te daré la oportunidad de que explores también las bondades de la libertad… desde hoy y hasta que vuelva a despertar, el tiempo que me dedicabas queda de nuevo bajo tu control… no lo desperdicies –

Le había dicho Hades con voz paternal, rematando aquellas palabras en su boca al otorgarle un beso tan erótico y lúbrico que contrastaba totalmente con el tono de voz que usara para hablarle. Luego de eso, sus ojos infinitos se cerraron, y poco después la cámara en donde el Dios habría de tomar su larga siesta fue sellada para todos.

Radamanthys de Wyvern quedaba al frente del Inframundo y de sus tropas. Si bien su maestro, el Juez de Ptolomea era el líder del triunvirato, Wyvern se levantaba entre ellos como el capitán del ejército de espectros, y fuera del sagrado juzgado de almas, era la voz del Dragón negro la que regía, hasta que Hades decidiera que era tiempo de despertar otra vez.

La decisión de Hades no había agradado a Minos, pero su maestro lo tomó con bastante filosofía.

– Ya sabía que sería él –

Mencionó con desdén amargo a Pharaoh en alguna de sus charlas, mientras acomodaban los libros de la biblioteca del inframundo. Todo el mundo sabía que Minos y su compañero Radamanthys no se llevaban bien, por no decir que parecían odiarse, aunque el platinado negaba por completo esas afirmaciones cuando estaba a solas con su discípulo egipcio. Solía decir que Radamanthys era demasiado insignificante para que mereciera su odio… y Pharaoh le creía, tal vez por que lo que veía en sus ojos dorados cuando llegaba a cruzar su mirada con el de Caína no era odio. No, había rencor, si,  un destello innegable de reto, indolencia, indiferencia y melancolía más no odio… una verdadera tormenta de emociones eran capaces de asomar por sus ojos al verlo, pero pocas personas lo percibían, por no decir que ninguna, pues rara vez se era capaz de ver a Minos de Griffo a los ojos… solía tenerlos cubiertos por su extravagante fleco.

A casi nadie le gustaba la idea de tener que someterse a las órdenes de Radamanthys. Algunos pensaban que era demasiado cruel, otros que era demasiado arribista, otros más que abusaba de su poder… casi la gran mayoría tenía una opinión negativa, pero todos parecían muy contentos cumpliendo sus mandatos. En el fondo nadie se atrevía a desafiarlo, ni Minos ni Aiacos. Tal vez por que sabían que con todo y lo desagradable que era Radamanthys, no había nadie mas indicado para regir el inframundo en ausencia de Hades. El rubio tenía una presencia de mando infranqueable, era inteligente y audaz, poseía el suficiente poder para mantener a ralla a cualquier alma insurrecta, bajo sus manos el inframundo funcionaba de maravilla.

Minos lo sabía, todos lo sabían… tal vez por eso callaban. Admiración, era otra de las cosas que Pharaoh distinguía en la mirada del Ptolomeo  cuando miraba Radamanthys, y ese era el motivo por el que nunca alzaba la voz contra él, nunca sería capaz de admitir tales cosas, pero secretamente lo hacía. Aiacos deliraba al ver al rubio, el callaba por que estaba ciego de amor.

– Pobre Aiacos imbécil, nunca sabré en que momento perdió la capacidad de razonar –

Eran los comentarios soeces de su maestro y Jefe inmediato cuando veía a sus compañeros del triunvirato entrenarse, en los terrenos hostiles de un manto de lava surcado por un montón de peñascos del tamaño de una casa pequeña. Minos, Lune y Pharaoh los veían, esperando sus turnos para moverse por el sitio.  Al platinado no le gustaba entrenar con Radamanthys, lo acusaba de bestia insufrible y pedante, por lo que siempre esperaban al final de sus entrenamientos y luego se movían por el lugar.

Pero ese día, Radamanthys los miraba; los tres hijos de Ptolomea estaban apostados en lo alto de unas colinas de piedra, como tres aves de rapiña esperando atacar. Pharaoh no había perdido detalle del entrenamiento del rubio, lo había visto derribar una y otra vez a sus adversarios con una facilidad pasmosa, ni siquiera el Juez de Antenora era capaz de darle una pelea duradera, aunque Minos afirmaba que era por que estaba demasiado ocupado mirándole la entrepierna… tal vez tenía razón.

Y Pharaoh también lo miraba, no solo su entrepierna sino todo él. Tenía libertad y quería hacer algo con ella. Hades le había dado permiso de ocupar su tiempo como le viniera en gana, pues el estaba durmiendo profundamente y no era tan egoísta para atarlo a su espera. Le apeteció seducir a Radamanthys,  por un instante en su mente se cruzó la idea fugaz de verlo sacudiéndose entre sus piernas, si… ese cuerpo magnífico y rudo, sobre el suyo. Los pensamientos le habían hecho arder la sangre, aunque por su rostro no asomara absolutamente ninguna emoción. Así le había enseñado Minos, y era un perfecto ejemplo de hipocresía.

Esa no fue la útima vez que Pharaoh viera a Radamanthys. Cada vez eran mas frecuentes las ocasiones en que se topaba con él. Al principio creyó que eran meras casualidades, pero conforme el tiempo pasaba, se sintió atrapado en una red creada por las miradas acechantes que le dedicaba cuando se veían… y el creyó que lo estaba atrayendo a él. La verdad es que luego de un tiempo, se dio cuenta de que no era así; había caído en su propia trampa y Radamanthys de Wyvern lo tenía preso en un fango sin remedio. Cada mirada era un movimiento en la brea, uno que le hacía hundirse más y más, extrañamente ni siquiera le atemorizaba como la primera vez que le viera, su sentido de alerta se había perdido en algún momento y ahora era irremediablemente adicto a su presencia, a sus miradas… aunque el rubio jamás le dirigiera la palabra.

Pero ejercía una atracción tan bestial en él…

– Déjalo que toque para nosotros,  Minos… yo quiero oír su arpa –

Al Griffo no le gustaban las interrupciones en el salón del juicio y cualquier infame que se atreviera a quebrantar esa regla era castigado con la muerte. Pero Pharaoh había hecho acto de presencia en el salón para llevar unos documentos que el mismo Minos solicitara y el rubio juez le  quería obligar a quebrantar sus reglas, aprovechándose la presencia de su discípulo arpista.

Las miradas de Pharaoh y Radamanthys se habían quedado fijas uno en el otro, era tan fuerte la imponencia que proyectaba que el espectro egipcio estuvo a punto de bajar la mirada, pero eso sería demostrar sumisión… y un hijo de Ptolomea no demostraba nada.

– Está bien… que toque la condenada arpa –

Había dicho Minos con indiferencia, mientras Pharaoh se acercaba al estrado y acababa sentado en las gradas mas abajo, siempre con sus ojos fijos en el de Caína, pero ya no sabía si era para mantener su postura inquebrantable o por que le era imposible desprender sus ojos de los suyos. Se sentía vilmente atrapado, como una mosca en la red de una telaraña… no, era la tierna presa entre las garras del  Dragón heráldico, Wyvern, que de manera inmisericorde, le demostraba cuan inferior era ante él.

Su supuesta seducción había sido invertida, derrotado… en ese momento se descubrió derrotado.

Y no fue la última vez que Pharaoh tocó para Radamanthys, lo hizo varias veces más, cuando se movía por el inframundo como un Hermes oscuro bajo las órdenes de Minos, llevando recados ahí, trayendo mensajes de allá… inclusive cumpliendo con alguna que otra excentricidad de su maestro. Pero si el Wyvern se topaba con él, era seguro que lo pondría a tocar su arpa.

“Me gusta escucharte”, decía él, con una sonrisa tan enigmática como provocativa, siempre escondiendo más en esa aura de misterio que lo rodeaba, siempre dejándolo con la incertidumbre de no saber hasta donde quería llegar… si le bastaba con solo oírlo tocar o también deseaba escuchar otra clase de sonidos, los de sus gemidos. Por que Pharaoh ya había distinguido un atisbo de deseo en sus ojos amarillos, no podía ocultárselo, pero jamás evidenciaba algo.

Tal vez lo consideraba poca cosa. Y el egipcio lo entendía, pues sabía que así era. Pero sin embargo le ponía tan rabioso que no lo tomara en cuenta.

Y los días transcurrían con su inagotable monotonía en el averno, para desagrado de Pharaoh, que ya creía que le aguardaba una eternidad entera sin algo nuevo que contar. No tenía por que ser así, no tenía que desear cambios ni emociones, puesto que era un hijo de Ptolomea y esos vivían con el alma muerta… pero Pharaoh tenía hambre de sentir, de vivir… tal vez todo se debía que se sabía libre y no había en todo el averno un solo ser que fuese capaz de incitarlo a desfogar esa ansia de emociones que le carcomía.

No había nadie después de Radamanthys de Wyvern, y el ni enterado estaba de ello.

¿No lo estaba?

El día que cayó en la Segunda prisión infernal, como una aparición demoníaca y arrebatadora, Pharaoh supo que si lo sabía. Sabía de su ansiedad, de su deseo, y ese día fue dispuesto a devorarlo todo.

Ahí, en un rincón del salón principal, no muy lejos de donde Cerbero devoraba su siniestra comida, Radamanthys de Wyvern se despojó del peto de su pelvis y bajó apenas lo necesario su pantalón para exponer ante los ojos de Pharaoh su hombría erecta y desafiante, haciendo que el egipcio dejara la máscara de indiferencia que siempre era su rostro y expusiera sin recato lo ardiente de su deseo. Se relamió los labios, acercándose como un autómata al rubio, que lo observó impávido mientras el chico pelinegro se dejaba caer de rodillas ante el como un muñeco sin hilos, aferrándose a los muslos aun cubiertos del negro metal de la sappurie antes de alzar su mirada derrotada y anhelante ante él, perdiendo luego su sexo dentro su boca.

No hubo más palabras de parte de ninguno, Radamanthys sonrió retorcido y luego su sonrisa se convirtió en una mueca de placer rabioso. Sus manos tiraron de la suave melena y apenas unos minutos luego de que el egipcio empezara a cubrir con sus labios su miembro, lo alzó del suelo arrojándolo sin piedad contra una columna.

El corazón de Pharaoh latía, latía con fuerza, totalmente desbocado, como jamás desde que llegara al inframundo le había latido, y eso se debía a que Radamanthys estaba ahí, acercándose tortuosamente lento a donde se encontraba, dándole tiempo de que saboreara aún el sabor de su cuerpo en su saliva y sus piernas se volvieran a tensar, pues estaban flaqueando, amenazaban con arrojarlo de bruces otra vez.

Sus ojos volvieron a encontrarse, los del rubio destellaban de rojo y jadeaba embravecido. Estaba convertido totalmente en el dragón que era la forma de su armadura, y Pharaoh en su presa, su presa que temblaba del deseo más desquiciante.

– ¡AAh! –

Gritó cuando lo tomara de la cintura y lo alzara a su nivel, maniobrando debajo de la  ligera saya blanca que portaba para acomodarse entre sus piernas, alzando la tela por sus muslos ardientes y perfectos y sujetándolo despiadado de los músculos tensos.

Lo penetró sin más preparación, irrumpiendo en su interior con una estocada violenta, igual que las otras que le siguieron de inmediato. Pharaoh se aferró con fuerza a las agrestes hombreras de la sappurie, que el rubio ni se molestó en quitarse, arremetiendo con pasión descontrolada contra el cuerpo moreno incrustado en la columna, el cuerpo del egipcio que se revolvía guiado por un deseo salvaje e insaciable, que le hacía tensarse y gritar, entre el placer y el dolor más delirante que hubiera experimentado jamás.

Sus lágrimas surcaban sin remedio sus mejillas, mientras una sonrisa de placer feroz se dibujaba en su boca, a juego con la de Radamanthys, pero esta a su vez estaba plena de una satisfacción perversa por ver al altivo espectro reducido una fiera en celo entre sus brazos, sucumbiendo irremediablemente a sus caricias rabiosas y a sus besos hambrientos, los cuales correspondía con pasión ciega, sin importarle romperse los labios en su frenesí.

Los gritos de las almas condenadas se fundieron con los de Pharaoh, el nombre del juez de Caína resaltando como la nota alta de una ópera, emitiéndolo sin descanso cual letanía erótica en los momentos más alucinantes de aquella despiadada posesión que lo hacía sentirse vivo, dolorosa y deliciosamente vivo, más que nunca.

El casco del Wyvern produjo un sonido seco cuando cayó al piso, impulsado por el movimiento furioso de la mano de Pharaoh que lo tumbó de su cabeza en el momento de aferrar sus cabellos con violencia cuando un orgasmo desconocido y magnífico le azotó, haciendo que su cuerpo se tensara con dolor y se sacudiera en espasmos incontrolables, incitados por las salvajes embestidas del rubio cuando este también alcanzó la cima. Tuvieron que pasar algunos minutos para que Pharaoh recobrara consciencia de la realidad, lo hizo cuando Radamanthys lo dejara caer al piso sin contemplaciones, mientras este aún se estremecía tras el reciente clímax.

Un trozo de fino lino entre sus dedos sirvió de jerga para limpiar su sappurie del vientre, pues el semen de Pharaoh la había manchado. Estaba agitado, pero eso no le impidió mostrar su sonrisa maléfica mientras el joven egipcio yacía en el piso, con su mirada fija en los ojos ámbar del otro y la boca abierta por la falta de aire.

– Volveré cuantas veces quiera, ni siquiera se te ocurra escudarte tras la bandera de hipocresía de los Ptolomeos, por que no te funcionará, no conmigo… Mya –

Radamanthys sabía su nombre real, y lo pronunciaba de una forma tan insolente que la humillación del egipcio no pudo ser más superior en ese instante.

El trozo de lino fue arrojado entre sus piernas aun abiertas, y se alejó… perdiéndose en la oscuridad del recinto, dejando a Pharaoh en el sitio con otro síntoma de vida latiendo en el: una profunda tristeza, nacida de la humillación que acababa de recibir.

En un tiempo relativamente corto, Radamanthys lo había hecho revivir, más que el mismo Hades. Lo había obligado a sentir deseo, pasión y odio al mismo tiempo, descubriendo lo nociva que ella aquella mezcla de sensaciones cuando no podía separar la una de la otra… cuando no podía evitarlas. Ni siquiera las enseñanzas de Minos le rescatarían.

Cuando Pharaoh se atreviera a salir de su prisión para enfrentar la realidad y a su maestro, encontró a aquel sumergido en un estado de decadencia que nunca le había visto. Sentado en el sillón del salón privado de Ptolomea, donde Minos solía leer o conversar cuando tenía ánimos de hacerlo, yacía con una botella de hidromiel y el cuerpo medio languidecido.

Estaba ebrio, completamente ebrio, pero ni eso le hizo ignorar la mirada descolocada de Mya, que Minos sabía, no era por verlo en el estado en el que se encontraba, sino por que al fin había conocido a Radamanthys como el esperaba que lo conociera… como el también lo había conocido en algún momento de su larga vida infernal.

– Debí decirte que no podías enamorarte de él… pero hay lecciones que uno tiene que aprender por si mismo –

La voz de Minos sonaba sorprendentemente clara a pesar de su embriaguez. Sus ojos dorados y enrojecidos miraron al espectro, que ciertamente parecía más espectro que nunca. Lucía taciturno y distante, como un ánima en pena.

– Pareciera que Radamanthys tiene como pasatiempo favorito mancillar la honra de los que pertenecen a Ptolomea –

– Dijo que volvería a mí y no lo ha hecho –

– Probablemente no lo haga, las piernas de Lune lo han mantenido distraído, ¡Y no sabré yo lo mucho que son capaces de distraer esas piernas! –

Mya fue sacudido por un temblor de pies a cabeza, así que aquella era la causa del penoso estado de su maestro… Lune, su intocable Lune, había caído preso del embrujo de los ojos de Radamanthys, traicionando la relación que tenía con el, obligándolo a comportarse como el más miserable y desdichado espectro, a él…  al líder del triunvirato, el que era inmune a las emociones, a Minos de Griffo.

Pero hasta el mas indolente espectro tiene debilidades, y la de Minos era Lune, el etéreo Lune, esa criatura de ojos violeta que se había robado su corazón y lo poco que le quedaba de cordura, y que ahora Radamanthys se atrevía a arrebatarle… al que mas suyo consideraba.

– Quería advertírtelo, decirte que el no tenía piedad… que su humanidad se había perdido hace siglos, y que te ataría a sus cadenas para siempre –

– Debiste decirlo –

– De cualquier modo lo hubiera hecho, Radamanthys es un ser lleno de magnetismo y un aura irresistible… se hubiera adueñado de ti con o sin el conocimiento de eso –

– Lo odio –

– Lo odias tanto como yo… lo odias por  que lo amas… –

La sonrisa retorcida y amarga de Minos junto con sus palabras le había estremecido. El juez de Ptolomea se puso en pie tambaleante, avanzando hasta su alumno con la botella en la mano, alzando su mirada hacia el techo como si meditara sobre lo que planeaba decir, hasta estar justo a escasos centímetros del egipcio.

– Aún ahora cuando me ha arrebatado lo que más puro de mi vida soy incapaz de dejar de amarlo, y tu tampoco podrás hacerlo… a Radamanthys no puedes amarlo sin odiarlo, adora la combinación de ambos sentimientos y lo que puede provocar en sus víctimas… es un depredador perfecto… lo admiro –

Aunque eso Pharaoh ya lo sabía, pero que triste era contemplar a Minos de aquella forma, que triste era descubrir cuan frágil era la indiferencia a los sentimientos de la que se vanagloriaban los de Ptolomea… su indolencia estaba hecha pedazos, su frialdad derretida, y solo había bastado una mirada de fuego para destruirlo todo.

Al día siguiente de esos hechos, tanto el Griffo como la Esfinge se habían alzado de entre los trozos de sus almas para continuar con sus vidas. Tal vez Radamanthys sabía que estaban destrozados, pero el resto del infierno no y no tenían por que enterarse. Ante los ojos de todos nada pasaba con ellos, estaban tan inalcanzables y tan superiores a los demás como siempre, solo en los rincones mas obscuros de su intimidad eran capaces de aceptar cuan derrotados estaban…

Y para su mala suerte, cuando creyó que podría superarlo volvió a aparecer en su prisión. Las piernas de Lune no fueron capaces de distraerlo para siempre, el se apoderó de su cuerpo y de su razón en su cama, sobre sus sábanas de lino y desde ese instante, en cualquier sitio que se le antojó, pues siempre estaba ahí al acecho para tomar posesión de su cuerpo y de sus besos, esos que le entregaba tan rabiosamente, cegado de placer y de dolor, ahogado por su pasión inclemente.

– Sino estuvieses manchado por la estupidez de Ptolomea, diría que te pareces mucho a mí –

La había dicho Radamanthys luego de una racha de sexo continuo en la esfera del propio juez, a donde lo había citado para hacérselo entre sus sábanas de seda negras y bajo la luz mortecina de una  vela. Por primera vez le permitía reposar sobre su pecho, acariciar con sus manos temblorosas su piel blanca y hacerle soñar con que aquella no sería la última vez que lo tendría de esa forma.

– Y aún así nos parecemos… –

El estertor de una risa fría por parte del rubio lo hizo removerse, alzarse sobre sus codos y contemplar la faz burlona y perfecta de Radamanthys. Aquel lo miró con una sonrisa retorcida e irónica, al tiempo que rozaba sus mejillas con sus nudillos.

– Sientes demasiado –

– Siento lo inevitable, sufro por tu causa –

– Y me complace –

– Lo sé, eres un maldito bastardo –

Otra carcajada, más indolente y cruel sacudió a Radamanthys al tiempo que Pharaoh sentía que el pecho se le oprimía por el dolor, casi presintiendo lo que vendría después.

– Sal de mi cama, niño… vete de Caína y ni se te ocurra pararte aquí sino te lo ordeno –

El lo sabía, estaba seguro de que el rubio le destrozaría el corazón antes de que aquel idílico momento terminara, lo hacía siempre, y jamás podría esperar otra cosa. Salió de su cama y de su habitación sin mirar atrás, cerrando la puerta tras de si y quedándose como un perro abandonado, que buscaba protegerse de la lluvia replegándose contra la madera de la puerta como si fuera una  mísera porción de techo donde encontrar un poco de refugio, rasgándola con las yemas de sus dedos para no hacer ruido y que Radamanthys no advirtiera su presencia ahí aún, mientras su corazón se desangraba y una mueca de dolor se dibujaba en su rostro siempre pétreo.

Su llanto nunca se escuchó, pero estaba seguro de que el Wyvern sabía de aquel dolor, ese que le hacía anhelar con desesperación un poco de piedad, un milagro que jamás llegaría, por que el juez lo torturaba deliberadamente, alimentándose de su sufrimiento, de su dolor… del amor que tan intensamente le profesaba cuando lo hacía suyo, cuando lo miraba… en cualquier lado.

Era como un parásito… uno que le arrebataba la esperanza poco a poco, que lo volvía a matar lento y cruel, hasta hacerlo sentirse tan estéril como un desierto, incapaz de respirar otra cosa que no fuera su desprecio y aún así, amándolo  de forma enfermiza.

¿Acaso esa era la forma en que amaban los espectros?

¿Acaso en el infierno no había otra forma de querer?

Era el infierno, no tenía por que haberla.

Hades despertó  en uno de esos días tóxicos. Su presencia fue solicitada en la habitación divina, y le poseyó como siempre lo había hecho, disfrutando de su cuerpo tan hermoso y perfecto como lo había conocido… aunque ya no era suficiente para el Dios.

Ni para Mya, por que el Señor del Inframundo no era Radamanthys, y el no lo haría sufrir y gozar de la misma forma ni siquiera tratándose de quien se trataba. No, el necesitaba que el Juez de Caína lo matara con sus besos para sentirse vivo, y Hades necesitaba  un amante que no estuviera roto, como lo estaba él…

El reemplazo para Pharaoh llegó poco tiempo después; un tierno caballero de la Diosa de la justicia, con sus ojos azul aguamarina, su montón de esperanzas estúpidas y el dulce sonido de su lira que cautivaron al Dios de los muertos.

A Orpheo también le mutilaron sus esperanzas, pero en cambio Hades le ofreció un lugar en su cama, el lugar que dejaba Mya ahora que resultaba obsoleto. El espectro hubiera querido compadecerlo, pues Hades también era un parásito, se alimentaría de lo mejor de el y luego dejaría su despojo inservible perdido en algún lugar del inframundo por que ni siquiera se trataba de un espectro… lo hubiera compadecido, si los restos de su orgullo se lo hubiesen permitido.

Pero odiaba sentirse reemplazado por ese pobre diablo, odiaba ser tan miserable… odiaba no encontrar un reemplazo para  Radamanthys, por que su corazón seguía sangrando por él y estaba seguro de que no encontraría refugio para su pena jamás.

El Wyvern nunca volvió a visitarlo luego de que Hades despertara, a sabiendas de que ya no fungía como su ramera particular, nunca, ni siquiera por equivocación, volvió a dirigirle la palabra, y si alguna vez se cruzaron sus miradas, se había topado con una muralla de hielo que ya no le permitió quemarse en el fuego que anteriormente habían tenido sus ojos para él.

Ya no le quedaba nada, ni siquiera su desprecio para alimentar su odio y su podrido amor.

– La guerra Santa esta por comenzar –

Minos lo sorprendió tocando el arpa recostado sobre una columna caída, mientras su perro Cerberos se tomaba un descanso de esa ardua tarea que era devorar las almas de los condenados.

– Ya había oído de eso –

Respondió el egipcio lacónicamente, sin dejar de tocar el arpa.

– Será mejor que te prepares, no descuides a Orpheo, los traidores siempre serán traidores –

– Lo sé, maestro… no lo perderé de vista –

– Más te vale que así sea –

El platinado comenzó a alejarse, haciendo resonar sus pasos como un eco siniestro por  el inmenso salón.

– Si, maestro –

Pharaoh se quedó recostado sobre la columna, mirando el techo obscuro del recinto. Una guerra santa se aproximaba, y tenía el extraño presentimiento de que no pasaría a la siguiente era con vida. Si Hades lo volvía a tomar como soldado o no, era algo que escapaba de su conocimiento, aunque tal vez agradecería mucho que no lo hiciera… sería mejor permanecer en el limbo, como cualquier alma sin rumbo… patético, pero dolería menos que estar vivo justo como en ese momento.

Y estaba cansado de sentir dolor…

Se puso de pie como tirado por hilos invisibles, comenzando a caminar por  un pasillo que conducía al interior de su prisión, pero se detuvo en una bifurcación. A su derecha, un camino largo y obscuro se abría envuelto en la negrura ante sus ojos, invitándole a internarse a él.

Aún podía recordar como hace unos cuantos siglos atrás, en algún rincón de ese pasillo, Radamanthys de Wyvern le había poseído por primera vez. La emoción del recuerdo le taladró los sentidos, lo hizo moverse casi por inercia hacia el interior de aquel sendero, que se dibujaba ante el como una cueva de obscuridad inexpugnable, mas negra que en aquella ocasión, cuando miró el rojo de sus ojos ante él, y el brillo de su armadura le sirvió como un faro en altamar para llegar a su cuerpo.

La columna donde lo empotrara para poseerlo aun estaba ahí. Mya la localizó luego de avanzar unos cuantos metros, recargando la espalda en ella. Fue como recibir una descarga de placer, la excitación creció entre sus piernas como el fuego en el heno. Cerró los ojos por inercia y las imágenes del pasado acudieron a su mente, se vio preso entre sus brazos y la columna, abierto de piernas con el cuerpo del rubio entre estas, agitándose salvajemente sin importarle su dolor… nunca le importó tal cosa, por eso Pharaoh había aprendido a disfrutar del dolor hasta hacerlo indispensable en cada encuentro que tenían.

< Sin dolor no hay placer>

Y en esos momentos la entrepierna le dolía por el deseo. Dejó caer su arpa al piso y procedió a meter su mano derecha bajo la  saya; sin siquiera pensarlo, comenzó a estimular su sexo, mordiéndose el labio inferior hasta hundir sus colmillos en la tierna carne y dejar correr un hilo carmesí hacia su mentón, que se deslizó entre las diminutas gotas de sudor que ya pululaban su piel.

Que placer más decadente se estaba proporcionando… era consciente de eso pero no podía detenerse, el deseo y la necesidad de llenar con miserias la ausencia lacerante de Radamanthys era mas poderoso, no podía evitarlo…no podía evitar ser patético, ni necesitarlo, ni amarlo, ni odiarlo…

Lo que sentía siempre había sido más fuerte que él.

Sus jadeos ahogados se fueron abriendo camino en su garganta con más claridad conforme el placer llegaba a su punto crítico, las piernas le temblaban, su cuerpo se estremecía desesperado contra la columna, recordando la forma en que le poseía, sus besos, sus caricias, su aliento quemando su piel morena…

Murmuró su nombre por lo debajo, antes de liberar un pequeño grito cuando el clímax le azotó, explotando entre sus dedos, sacudido por la deliciosa sensación que finalmente le hizo caer de rodillas, aun sosteniendo su sexo.

Mya sonrió, al tiempo que llevaba su mano manchada de semen a sus labios y lamía ligeramente la punta de estos, estremeciéndose al imaginar que era la esencia del rubio la que probaba, como otras veces lo hizo en el pasado, recargándose en la columna con la mirada perdida en algún punto de la oscuridad.

El nunca iba a volver, nunca… y el egipcio tendría que vivir el tiempo que le quedara con ese amor, uno que le consumía cualquier esperanza, que era un cáncer ya esparcido por todo su corazón, su corazón que creía muerto, hasta que Radamanthys lo reviviera ahí… donde ahora se encontraba languidecido tras su debilidad, estremecido, sudoroso, manchado de semen…

Tan muerto… justo como al principio.

Fin.

 

Notas finales:

"Fuego de noche, nieve de día"

By: Ricky Martin.

Antes de que empiece a amanecer.
Y vuelvas a tu vida habitual.
Debes comprender que entre los dos.
Todo ha sido puro y natural.

Tu loca mania.
Has sido mia.
Solo una vez.
Dulce ironia.
Fuego de noche, nieve de dia.

Luego te levantas y te vas.
El te esta esperando como siempre.
Luces tu sonrisa mas normal.
Blanca, pero fria como nieve.

Tu loca mania...
Has sido mia.
Solo una vez.
Dulce ironia.
Fuego de noche, nieve de dia.

Y mientras yo me quedo sin ti.
Como un huracan rabioso y febril.
Tanta pasion, tanta osadia oh, tu

Fuego de noche, nieve de dia...

Noche a noche en blanco sin dormir.
Ardo entre los pliegues de mi cama.
Se que estas a punto de venir.
Pero solo viene la mañana.

Tu loca mania...
Has sido mia.
Solo una vez.
Dulce ironia.
Fuego de noche, nieve de dia.

Y mientras yo me quedo sin ti...
Como un huracan rabioso y febril.
Tanta pasion, tanta osadia oh, tu

Fuego de noche, nieve de dia...


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