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Algodón de azúcar por Kuroi Tsubasa

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Notas del fanfic:

Producto del insomnio y love-hunger...


Los fines de semana, desde mi puesto en el kiosco de mis padres, puedo verla caminando suavemente por la calle Corrientes, como si estuviera montada en una nube de algodón. La brisa fría de invierno hace bailar su amplia falda alrededor de sus delgadas piernas, siempre cubiertas por medias largas. Sus largos cabellos castaños vuelan por detrás de ella, decorados las veces con pequeños moños de colores pasteles, otras con binchas con apliques florales o puntillas.
En su mano, una cartera, tan irreal como toda su vestimenta misma. Sus zapatos me recuerdan a los que usan las niñas para ir al colegio o al jardín de infantes, sólo que con plataforma o gruesos tacos.
No concuerda con el entorno. No cierra en ésta época. No se ve real. Parece sacada directamente de un cuento de Lewis Carrol.
Es hermosa. Es angelical. Es inocente, delicada, dulce, elegante, es diferente.
Y todo eso junto me asusta. ¿Seré capaz de siquiera acercarme a tan exótica belleza? Un aura armoniosa la rodea, protegiéndola, abriéndole paso entre la gente. El tiempo pasa, y sigo cavilando.
De casualidad descubrí su nombre, o por lo menos cómo la llamaban. Sugarcotton. También supe que era muy famosa en “La Bond”, y sus fotos recorrían numerosas páginas Web. “Lo sabía, es una modelo”, pensé.
A cada día que pasaba, más me preguntaba si estaría a la altura de hablarle. Si realmente merecía cruzar palabra con tan preciosa joya.
Me decidí un martes. “Si no te animás, después te vas a arrepentir”, me dijo un amigo. No tenía idea de cómo lo haría. Al lado de ella, yo era un mono sin una pizca de estilo.
Pasé todo lo que restaba de la semana exprimiéndome los sesos buscando la manera de pedírselo, pero por más que pensara, por más que preguntara a otros, nada era suficientemente bueno.
Llegó el sábado. La radio anunciaba las dos, y yo seguía con mi calvario. Con la voz en el cielo, un florista ambulante promocionaba su mercancía. De pronto, mi mente se aclaró. Le indiqué que se acercara, y le pedí una docena de rosas blancas. Le pagué y se fue.
Sugarcotton tardó en aparecer ése día. Las agujas de mi reloj de muñeca marcaban ya las cinco, y, bajo un cielo que ya comenzaba a oscurecer, ella parecía danzar. A medida que se aproximaba al kiosco, el ritmo de mi corazón se hacía cada vez más lento. Tomé rápidamente el ramo, y dejé mi puesto. Disimuladamente, me puse detrás de ella, y pronuncié su nombre. Se volteó, y, por primera vez, pude observarla detenidamente. Su piel era extremadamente blanca, sus labios, de color rosado, eran finos y delicados como toda ella. Sus ojos, de color miel, se fijaron en los míos. Tomé su mano, y le pedí:

-¿Saldrías conmigo, por favor?

En su voz se oía el mismo asombro que el que se dejaba ver en su rostro.

-¿Cuál es tu nombre?

Algo no andaba bien. El sonido de su voz era…extraño. Se oía demasiado agudo, como si estuviera forzándolo. En ése momento me detuve a inspeccionarla en su totalidad. Los rasgos de su cara, a pesar de ser extremadamente suaves y estar muy bien maquillados, no se veían femeninos por completo. Su pecho era bastante plano, y no tenía las caderas marcadas; el vestido en A ocultaba estos dos hechos. Un horrible pensamiento acudió a mi mente, e intenté descartarlo, pero era demasiado fuerte. ¿Qué tal si mi adorada Sugarcotton…era en realidad “adorado”?

-S—soy…Francisco. Yo…yo…-le tendí las rosas-son para vos.

Las tomó, las olió, y sólo me respondió:

-¿Sabés realmente quién soy?

-Siempre te veo pasar por delante de donde trabajo-le sonreí, lastimoso, presintiendo lo que se avecinaba.

Ella simplemente me devolvió la sonrisa, como afirmando mis miedos, y siguió su camino.
Otra idea alocada se me hizo presente. Y no alcancé a analizarla, ni a evaluar qué haría luego, ni cómo solucionaría las cosas, ni cuánto se complicaría todo, porque, cuando quise acordarme, ya lo había dicho.

-¡No me importa!-grité, desde donde me encontraba. Ella ya había hecho casi media cuadra. Corrí hacia ella, y volví a tomarla de las manos- De verdad.

Me observaba, todavía algo confundida. No creo que se haya esperado algo así. Yo tampoco.

-Sé que no soy genial, ni me visto tan bien como vos, y la verdad que no sé mucho de música, y…y…te debo parecer un acosador-reí nerviosamente- pero…me haría muy feliz si aceptaras salir conmigo.

Hoy, sábado, a las cinco y veinte de la tarde, mi corta vida se tiñó de un extraño y azucarado rosa.




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