El demonio que sólo se ama a sí mismo
Por: chibiichigo
Prefacio
Así era él: Temido por todos los habitantes de ese pueblo en la mitad del desierto, odiado por todos aquellos enemigos que habían intentado arrebatarle aquello que le pertenecía, tratado como un vil instrumento de defensa por aquellos seres programados biológicamente para amarle. Eso era todo.
Era un arma, tan o más poderosa que todas las legiones de ninjas del Libro Bingo que no pasaba de provocar temor u odio en aquellos que le habían conocido; era una persona que estuviese o no… le habría dado igual incluso a su padre. Él sólo valía por lo que podía otorgar, nada más que su utilidad dentro de Sunagakure, y no por quién fuera. Así de sencillo.
De pequeño, tan pronto comprendió su situación, había llorado. Mucho. Había depositado su confianza en uno de sus parientes creyendo ciegamente que alguien se preocupaba por él y él, el maldito bastardo, le había demostrado que una puñalada por la espalda se puede dar con la misma facilidad que un abrazo. Por supuesto, lo mató al tiempo que asesinaba esa idea vaga de ser amado como cualquier otro infante de parvulario (que muy a su pesar, era).
Fue ahí cuando, rechazando todo lo que provenía del exterior con las falsas promesas de ser querido, había aprendido que los nombres tienen su propio maleficio. Gaara, el demonio que sólo se ama a sí mismo. Así le habían bautizado cuando él siquiera había podido encontrar manera de intervenir. Había sido convidado a esa tortura eterna de poseer un nombre de demonio, pero con el tiempo hasta le había encontrado cierto afecto. Si no podía creer en nadie, sólo quedaba él. Su única fuente de retorcido amor.
Claro, si a sus ojos tenía todo lo que podía desear: Era mucho más fuerte que cualquiera de esos pobres mortales inmundos que le buscaban, inclusive que su padre; era más poderoso de lo que nadie pudiese llegar a ser sin siquiera habérselo propuesto. Su cuerpo, pese a ser menudo por la falta de habilidades para el Taijutsu, poseía unas cualidades envidiables y una piel tan nívea que semejaba a la porcelana. Él era, sin dejar la más mínima oportunidad a las dudas de avecinarse, perfecto en toda la extensión de la palabra.
No necesitaba de nadie para cumplir sus metas personales, ni mucho menos para deshacerse de esas vidas dispensables que amenazaban su propia valía. Sólo se necesitaba a él, ser que sabía que nadie más habría de vencer. El único con quien podía pasar horas en silencio y que no reflejaba siquiera miedo en sus orbes cada vez que llovía sangre de la arena.
Si su padre había decidido llamarle: “El demonio que sólo se ama a sí mismo” nada podía ser más atinado. Gaara sólo sabía amarse a él, admirarse a sí y vivir con la única finalidad de ser el mejor a sus ojos. Su mundo se reducía a esos ojos claros de mirada aterradora y a las carmesíes mechas (tan coloradas como la sangre que tanto gustaba oler) que poseía. Nadie más merecía siquiera un poco de su atención, una pizca de su interés…
Hasta que lo conoció a él.