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Una noche y una sorpresa por PrincessofDark

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Notas del fanfic:

Los personajes de Saint Seiya no me pertenecen. Su propietario es Masami Kurumada.

Notas del capitulo:

Escrito a pedido de Tania y dedicado muy especialmente a ella. ¡¡Feliz cumpleaños, amiga!! Te quiero mucho!!!!!! Besos desde Uruguay a México y muchos para que te lleguen.

Un fic raro en mí ya que es un universo alterno, algo que no utilizo muy a menudo, por no decir nunca... jijiji... ¡espero que les guste!

Saludos!!!!!!

Hyoga odiaba a Camus, lo odiaba con alma, corazón y vida. Lo odiaba con cada fibra de su ser porque todo lo que le pasaba en ese momento era su culpa.

Hyoga era un joven rubio, de origen ruso japonés de dieciocho años recién cumplidos. Estudiante de primer año de Universidad en la carrera de Biología, con una fuerte inclinación hacia los deportes extremos como el alpinismo, el paracaidismo, etc.

Su vida había sido perfecta hasta el segundo semestre de la Universidad, cuando el profesor Camus Lestelle había entrado con su sonrisa arrogante, su mirada de fría superioridad y su porte elegante a la clase de Zoología. Sin dudas, era un excelente profesor con sus jóvenes veintiséis años a cuestas, pero más que eso era sin lugar a dudas seductor y atrapante.

Muchos de sus compañeros de clase habían caído rendidos a los pies del misterioso y enigmático francés. Tanto hombres como mujeres suspiraban a su paso y buscaban mil pretextos para acercarse a él e invitarlo a alguna parte.

Sin embargo, hubo una excepción notoria y ese fue Hyoga, no porque no estuviera interesado sino porque no quería ser considerado como uno más del montón, como uno más del resto de admiradores del francés.

Y eso fue lo que llamó la atención de Camus Lestelle, que un joven rubio con los más bellos ojos azules que hubiera visto en su vida no le prestara atención. Sin lugar a dudas eso era algo por demás extraño y fue lo que más lo motivo a acercarse a ese joven.

Hyoga pronto fue su objetivo, meta o planteamiento, como quieran llamarlo, pero acercarse a ese ruso fue diabólicamente difícil. Siempre una excusa, un motivo, una causa para escabullirse y un trato de fría cortesía por parte del ruso por más indirectas o directas que le tirara hasta esa noche.

Había sido el destino el que los había cruzado en uno de los más populares bares del centro de Tokio, y por una vez Hyoga había dejado esa frialdad y le había aceptado un trago que después se convirtió en otro y otro más.

Ninguno de los dos alcanzó a emborracharse, mas las barreras cayeron igualmente y se permitieron conocerse y abrirse como no lo habían hecho antes. Habían terminado besándose en el bar y luego en las escaleras que conducían al apartamento del joven ruso, su punto de encuentro.

La puerta del apartamento se había abierto con suma rapidez y había sido cerrada con la misma acrecentada velocidad, para que el francés pudiera devorar a sus anchas la apetecible boca que se ofrecía sin resistencia.

El concierto de besos fue ardiente y apasionado, besos tan profundos que arrancaban hondos gemidos de excitación aún con la ropa puesta. Las lenguas batallaron en la semipenumbra de la habitación y luego fueron las manos las que lucharon por desprender y quitar cada pedazo de ropa.

-¿Dónde está tu cuarto? – preguntó Camus en un jadeo, interrumpiendo la batalla de besos y caricias.

Hyoga lo condujo hacía allí y Camus apenas localizó la cama colocó cuidadosamente al rubio sobre ella y ambos continuaron con la tarea de desvestirse mutuamente. Pantalones, medias, camisas y buzos se perdieron dentro de la cama o terminaron perdidas en el cuarto.

Cuando los dos cuerpos se admiraron en la cama lo hicieron para satisfacción mutua: los dos igualmente jóvenes, fuertes y apetecibles. Muy pronto perdieron los bóxers y completamente desnudos se dedicaron a complacerse.

Camus recorrió con sus manos, lengua y boca todo rincón del rubio, arrancando profundos gemidos y jadeos de placer hasta que logró que el ruso explotara en su boca y cayera fulminado de agotamiento entre la cama. Sin embargo, le bastaron pocos minutos a Hyoga para recuperarse y colocarse sobre Camus, para dedicarle a su vez una serie de caricias y besos que llevaron al francés al borde del éxtasis.

Sin embargo, Camus demostró su superioridad y muy pronto colocó a Hyoga debajo suyo comenzando a poseerlo lenta y suavemente primero y luego más rápido y profundamente hasta que la habitación se había llenado de gemidos y jadeos acompasados.

Y después de eso, una casi fría despedida. Cuando Camus despertó, el ruso no estaba por ninguna parte y el francés se levantó y vistió en silencio. Luego, en las clases el joven rubio no le había dado pie a comentar ni decir nada, y había esquivado sutilmente todas las oportunidades en que podían quedar a solas.

Por eso, Camus se alarmó cuando lo vio entrar a su despacho, casi dos meses después de ese ocasional encuentro. El rubio estaba singularmente pálido y el hielo que siempre aparecía en sus ojos había dado paso a un fuego ardiente que hizo temblar un poco al profesor.

Camus dejó a un lado los exámenes que estaba corrigiendo y prestó atención al joven ruso que acomodaba sus cabellos con cierta insistencia.

-Siéntate, Hyoga – invitó Camus señalando la silla frente a su despacho.

El ruso se sentó sin decir palabra por un largo rato hasta que soltó abruptamente.

-Lo de la otra vez, ¿qué fue?

-Lo que tú quisieras que fuera – indicó Camus – y según me lo has demostrado creo que sólo fue algo de una noche. No me has dado oportunidad de hablar contigo, ni de decirte mi opinión ni nada de eso. Cuando me desperté te habías ido del apartamento sin decir nada y yo hice lo mismo.

-Había ido a comprar leche para el desayuno – murmuró Hyoga – cuando volví y no te encontré creí que no había significado nada para ti. Por eso no permití que te me acercaras de nuevo.

Los dos se miraron y vieron la sinceridad en los ojos de ambos.

-Te odio – murmuró Hyoga a continuación, sobresaltando al francés.

-¿Por qué?

En respuesta, el ruso tomó su bolso y revolviendo un poco extrajo un sobre que le entregó al francés. El otro hombre no dudó en tomar y leer su contenido, su rostro tomando un gesto de profunda sorpresa. Luego de la lectura unos cuantos minutos de silencio por parte de ambos hasta que el ruso lo rompió.

-¿Crees que es tuyo?

-Por supuesto que sí – indicó el francés reflejando una sonrisa.

-No quiero que te sientas obligado a nada, sólo creí que sería justo que lo supieras y que supieras porqué tendré que dejar los cursos dentro de unos meses. Además se hará notorio dentro de un tiempo y comenzarías a averiguar por tu cuenta.

-No me siento obligado a nada, pero no me disgustaría para nada que lo intentáramos de nuevo, comenzando de cero.

                                                 *          *          *

Y habían comenzado de cero para culminar en uno de los tantos momentos dulces que tenían ahora, un ruso y un francés disfrutando de un bello ocaso en un parque de Tokio.

-¡Marcella, ven acá! – llamó un francés mirando a lo lejos una niña rubia de diez años corriendo casi en la salida del parque.

-¡Ya voy, papá! – respondió la rubia acercándose al francés con unos bellos ojos heredados de él.

-No te alejes demasiado – pidió Hyoga a continuación.

-Bueno, pero díganle lo mismo a Armand – la niña señaló a otro pequeño que también corría como alma que lleva el diablo.

-¡Armand! – llamó Hyoga y el niño lo miró con ojos brillantes y azules, idénticos a los suyos.

-Ya voy, ya voy – respondió el niño.

Ambos niños volvieron a correr pero sin alejarse demasiado de sus progenitores.

-Aún recuerdo tu cara cuando entraste al despacho a decirme lo de Marcella. Nunca te he visto tan pálido como entonces.

-Tenía miedo de que no me creyeras – indicó el ruso, abrazándose sin temor al francés.

-Y sin embargo, en tus ojos siempre brilló y brillará la verdad. Es imposible no descubrir cuando mientes – se burló el francés – por eso te creí desde ese mismo momento.

-Te amo – murmuró Hyoga.

-Yo también, mi ruso – respondió Camus, acariciando suavemente al rubio con sus manos.

A los lejos dos niños miraban y se reían, aunque los dos no podían evitar sentirse felices y orgullosos.     


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