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Té con leche por sherry29

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Capítulo I                                                                                      

“Los libertinos” 

   Las huellas de barro hollaron los tapetes hindúes del vestíbulo de Lord Arthur Marvervel. Aquella noche, el desvelo se asentaba en sus ojos, como lo hacía cada noche de luna llena; desde que su único hermano lo maldijera antes de morir, jurándole que volvería por él desde los mismísimos infiernos si era preciso cuando el farol más bello del firmamento estuviera redondo y brillante, como una bola cristal. De aquello, habían pasado ya más de treinta años, pero aun así, la conminación dicha por su hermano con los últimos retazos de su aliento, se hacía nítida y terrible en noches como aquella.

   Sin embargo, en ese momento, los ruidos que resonaban en la planta baja de la mansión de aquel atormentado anciano no eran los del espectro fraterno. Aquellos pasos eran muy humanos, resonantes, tendenciosamente gentiles, cómo si no quisieran ser oídos. Eran los pasos del intruso que desde hacía varios meses no paraba de introducirse a hurtadillas a aquella mansión, robando siempre un solo y preciado objeto por vez, escogiéndolo con gran tino de entre las múltiples y valiosas antigüedades que se podían pesar por toneladas en aquella casa. 

   —¡Es él! ¡Es él! —gritó entonces el vejete, saltando de la cama, azorando a los criados, que, lagañosos y aturdidos, despertaron al unísono—. ¡Es él! ¡Es él! ¡Es el bribón! ¡Atrápenlo! ¡A prisa!

   En la parta baja, Ernest Marvervel escuchó el estrepito de pasos descendiendo a trompicones las escaleras que conectaban al vestíbulo. Las sombras que se mecían al ritmo de la lumbre, antecedían a las figuras que las proyectaban. ¡Venían hacia él!

   —¡Rayos! —blasfemó al tropezar con un diván antes de darse a la fuga. Cuando los sirvientes que corrían hacia el intruso, llegaron al corredor en penumbras, Ernest ya se había escabullido por el jardín, y ya se podía ver su silueta pasando por la trampilla que comunicaba con el exterior.

   Nuevamente había huido. Y eso solo significaba un nuevo berrinche de parte del vejete.

   —¡Díganme! ¿Lo atraparon? —inquirió el anciano viendo la derrota tatuada en el rostro de sus sirvientes. Venia bajando a pasos lentos la escalera, sosteniéndose del pasamano mientras Frederick y Angelina lo miraban avergonzados.

   —Lo sentimos señor —dijo apenada la ama de llaves, sosteniendo el candil—. Escapó de nuevo.

   —¿Otra vez? —El rostro del anciano se volvió una máscara de cólera. Sus ojos de águila, azules como la piedra lipe, refulgían como un loco. Sus manos, artríticas y deformes, se elevaron hacia el tejado de madera y una horrible vesania pareció apoderarse de él, cual espíritu malo.

   Frederick mandó en busca del señorito Armand, hijo mayor de Lord Arthur, mientras él se preparaba para el obsceno espectáculo.

   Entonces, el viejo, frenético, se quitó el camisón y se echó a tierra bramando como una fiera herida.

   —¡¿Qué se ha llevado?! ¡¿Qué se ha llevado esta vez?! —aullaba el desdichado con las manos tirando de su pelo blanco.

   Frederick, sin intensiones de levantar a su señor, dio un recorrido rápido por la estancia y de inmediato, con solo una veloz visualización, supo cual era el objeto que faltaba. 

   —Se ha llevado el candelabro de platino que pertenecía a su primera esposa, señor —respondió taciturno.

   —¡El candelabro! ¡El candelabro platinado! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! ¡Todo menos eso!

   Frederick suspiró. En aquella casa todos estaban ya acostumbrados a los ataques de histeria de Lord Arthur. La demencia se había apoderado de la mente de aquel infeliz, dejándole solo intacta su avaricia y su maldad. La muerte le era esquiva a pesar de esto, y el anciano le tenía tanto miedo a la sola mención de la parca, que tomaba semanalmente aguas de esencias para limpiarse el hígado de malos humores y fortalecer la diuresis. El día que no había podido orinar, tuvo un ataque de nervios tan profundo que todos pensaban que iba a sufrir una congestión cerebral. Pero el médico, después de revisarlo, había tranquilizado (o no) a todos, diciendo que el viejo viviría muchos más años, pues solo tenía inflamada la próstata.

   Después de un rato, Armand bajó. Angelina venía con él, alumbrándole el paso. Armand, al cual por cariño, todos llamaban señorito, no respondía en absoluto a semejante calificativo. Era un hombre alto, de mandíbula fuerte y labios delgados, cuerpo robusto, lleno de vigor. Sus ojos, a diferencia de los de su padre, eran verdes como los jades, aunque su mirada también tenía, aunque mucho más oculto y tenue, cierto atisbo de locura. Venía en camisón de dormir, con la barba de varios días cubriendo su adusto rostro, mientras su cabello, castaño y lacio, caía sobre su frente.

   —¡Padre! ¿Acaso quieres despertar a todo White street con tus alaridos? —exclamó no más llegar—. ¡Haz el favor de dejar de inmediato esta absurda pataleta!

   —Se ha llevado el candelabro bruñido de tu madre —lloriqueó el viejo a modo de respuesta.

   —Esa mujer no era mi madre —respondió Armand y se agachó para recoger a su padre—. Recuerda que tus primeras dos esposas no te dieron hijos, ni felicidad. Bueno, ninguna te dio felicidad, y tú tampoco a ellas. En fin, el caso es que yo soy hijo de Lady Anne. La misma madre de Ernest —le dijo, ordenando a Frederick abrir la puerta del salón de visitas para acomodarlo en una silla.

   El viejo se sentó en un canapé de dos puestos. Angelina le trajo un vaso de agua pero Lord Arthur lo rechazó pidiéndole su pipa. Al rato, el humo salía de su boca con una facilidad impropia de un demente. Armad lo miraba de soslayo, sentado a su lado en otro sofá. En momentos así pensaba que su padre no estaba tan loco como todo el mundo pensaba.

   —¿En qué piensas? —preguntó Lord Arthur echando una mirada crítica sobre su hijo. Le habían puesto su bata de algodón y sus piernas se cruzaban en un gesto elegante.

   Armand sonrió.

   —Pienso en Ernest… ¡pero espera! —acertó a decir antes de que la mención del nombre de su hermano desatara un nuevo ataque en el anciano—. Solo pienso en que tal vez esté pasándolo fatal, y por eso recurra a estos actos tan desesperados. Tal vez deberías considerar…

   —¡Yo no consideraré nada! —bramó Lord Arthur, soltando su pipa.

   —¡No tenemos pruebas de que sea él el ladrón! —se ofuscó Armand—. ¡Déjame hablar con él! Te aseguro que puedo hacerle reflexionar.

   El rostro ajado de Lord Arthur se arrugó más tras fruncir el rostro. Padre e hijo se miraban gracias a la mediana claridad que desprendían los quinqués de gas que había encendido Angelina. Ernest Marvervel, segundo hijo de Lord Arthur, llevaba meses exiliado de la casa paterna. Su padre, cansado de sus excesos y extravagancias, le había echado como un perro, negándose a pagar una cuantiosa deuda que el muchacho había adquirido en turbios y escandalosos juegos de azar.

   Sin embargo, luego de varios meses sin noticias de Ernest, y cuando Armand había estado a punto de contratar un detective para dar con su paradero, el hijo menor apareció  una noche, entrando a hurtadillas a casa, robando en aquella ocasión una bailarina española de cristal, caro regalo de la princesa Sofía de Carlsruhe. A partir de esa noche, los robos se sucedieron con puntual descaro, casi semanales durante algunos meses. Y así habían seguido por casi medio año.

   —No vamos a encontrar pruebas nunca—señaló Lord Arthur, tomando de nuevo su pipa—. He hablado en todas las casas de empeño de Londres y en ninguna me dan noticias suyas. ¡Esos usureros lo encubren!

   —O quizá el ladrón sea alguien más —sentenció Armand. Sus labios se habían contraído en un gesto lacónico que no demostraba ningún sentimiento fraterno de su parte, solo la necesidad de parecer objetivo.

   Entonces, Lord Arthur sonrió. Pero lo que primero fue una risita tenue, se convirtió en pocos segundos en una ruidosa y estrepitosa carcajada. Su rostro horrible se volvía casi deforme con ese gesto, y Armand no podía evitar sentir que su estomago se retorcía de asco.

   —Hijo, ¿sabes una cosa? —dijo el viejo, jadeante por las risotadas—. Tu hermano me recuerda ese pasaje del hijo prodigo, el del evangelio. ¿Sabes cuál es? —Armand asintió—. Pues bien. Tu hermano es ese hijo prodigo, ese hijo libertino y desordenado, irresponsable y pícaro. Un hijo perdido.

   —Pero en la parábola ese hijo vuelve arrepentido y se arrodilla ante su padre —contestó Armand—. Con lágrimas en los ojos pide perdón y el anciano, hombre justo y bondadoso, lo perdona y le hace un banquete. Incluso, lo pone por encima de su otro hijo, él que siempre había estado a su lado.

   —¡Pues yo no seré como ese hombre! —juró Lord Arthur soltando una bocanada de humo—. Yo no perdonaré al insensato de Ernest, y mucho menos lo recibiré  con francachelas y comilonas. ¡Por mí que se siga llenando el estomago con las algarrobas de los cerdos!

   —Padre…

   —Pero escribiré un libro —anunció entonces, sin querer escuchar las replicas de su otro hijo—. Escribiré una historia sobre hombres como él. Se llamará “Los libertinos”. Acércate, Armand; ponte cerca de mi oído para podértela contar en secreto. No confió en estas paredes. Y no quiero que otro me robe la idea y la escriba primero.

   Armad rodó los ojos, pero obedeció. Lord Arthur se pegó a su oreja y duró casi diez minutos narrando una historia de muertes y crímenes fraternos, cada uno más loco que el anterior. Al término del relato, Armad alzó una ceja y miró a su padre, sardónico.

   —Creo que esa historia ya ha sido contada por un ruso, padre —anotó con parquedad.

   —Pues no importa —contestó el viejo—. Yo la contare de nuevo, usando mis propias palabras. Últimamente, todos los libros se escriben así. Tomas un libro que ya ha sido escrito, y lo vuelves a escribir con tus propias palabras. Luego, lo públicas y acto seguido, la obra se convierte en total éxito… en Francia.  

   —¿Hablas en serio? —rumió Armand.

   —¡Hablo muy en serio! —garantizó Lord Arthur—. A más tardar en una semana la tendré lista.

   —¿Una semana? —Armand no quería reírse pero lo hizo—. El ruso duró dos años escribiendo esa historia.

   —Pues a mí solo me tomará una semana —aseveró el viejo—. La escribiré en ese plazo y cuando la haya terminado, tú la llevaras con ese amigo tuyo, el medio Irlandes, el que tiene una imprenta y contactos publicitarios en toda Londres y en el exterior. ¡Pero! ¡¿Qué sucede, Armand?! ¡¿Por qué te has puesto así de pálido?!

   El rostro de Armand se había puesto cetrino de repente. El joven se puso de pie, dando la espalda a su padre, de cara al enorme anaquel donde Lord Arthur guardaba sus libros. En el centro del estante estaba justamente el que el vejete quería plagiar.

   —¿Quieres que vaya a llevarle tu libro a Lord Moncrieff? —preguntó, incrédulo.

   —Sí, es justo lo que quiero que hagas —señaló Lord Arthur—. Ese joven me parece supremamente confiable y encantador. Su esposa es una dama de lo más loable. Me encantaría que un día vinieran a casa y quizás podríamos preguntarle a la joven, si tiene una hermana o prima igual de hermosa para ti.

   La figura de Armad giró para ver a su padre. Sus ojos avellana brillaban con aquella locura de la que se ha hablado antes. Sus manos estaban crispadas y en su respiración se notaba un compás peligroso.

   —Padre, creo que debes volver a la cama. Es muy tarde —repuso con tranquilidad.

   El viejito entornó los ojos, suspicaz.

   —¿Es porque he hablado de matrimonio, verdad? —sonrió mordaz—. Armand, dime cuando es que vas a tener la bondad de casarte.

   —¡Cuando tu tengas la bondad de morirte! —estalló Armand.

   El viejo lo miró con la locura dominando de nuevo su mente. Otra vez, un alarido, y el anciano se deslizó de su asiento, revolcándose sobre los tapices persas del salón.

   —¡Oh, estos hijos inescrupulosos van a matarme! —gimoteaba el desvergonzado viejo, rodando en círculos—. ¡Uno me roba y el otro me desea la muerte! ¡Pues ninguno gozará de mis bienes! ¡Viviré más que ustedes, hijos desvergonzados! ¡Viviré más que ustedes!

   Con un suspiro, Armand se escabullo de aquel salón volviendo a su recamara. Ahora gracias a su lengua suelta, la única forma que tendría de hacer las paces con su padre sería llevarle a su querido Lord Moncrieff un plagio impresentable. 

 

                                                                                        

 

 

   Corriendo bajo la nieve percudida de Carrington street, Ernest Marvervel vio con alegría que la luz en casa de la señora Vaine se encontraba aun encendida. Le había costado llegar a tiempo, pues primero tuvo que convencer a un chiquillo que trabajaba de mensajero en una casa cercana a la de su padre, para que empeñara el candelabro que acababa de robar.

   Aquel era el modus operandi de Ernest: robar un objeto, solo uno, de la casa de su padre, y luego, dárselo a algún chiquillo para que lo empeñase en alguna casa de comercio cercana. Cuando los niños regresaban con el dinero, Ernest les daba un buen contentillo monetario y se iba con el resto; la mitad, a despilfarrarlo en su absurdo vicio, y la otra parte, para dárselo a ella.

   Elizabeth Vaine era una viuda pobre, cuyo miserable destino le había forzado a vivir en aquel suburbio londinense lleno de prostitutas y ladrones. Su hija, Carol, de dieciséis años, hermosa y delicada, vivía con ella y la cuidaba en su invalidez. Esto era lo que Ernest sabía de ese par de mujeres a las cuales ayudaba de forma casi impuesta debido al amor que sentía por la jovencita de la casa. 

   Se arrebujó en su abrigó y cruzó la calle. Un gato le maulló al pasar, y Ernest le tiró un pedazo de tocino que llevaba de reserva en uno de los bolsillos de su saco. Antaño había sido un hombre de muy buen ver, distinguido y apuesto. Pero ahora, el infortunio, y su estado de casi mendicidad, le habían convertido en prácticamente un espectro. Lucía encorvado y famélico, como tísico.

   Con dos secos golpes en la puerta, logró que le abrieran. El rostro de Carol se asomó inquieto por la rendija, pero de inmediato sonrió al darse cuenta de quién era el visitante.

   —¡Señor Ernest! —exclamó, y sus ojos grises, de pestañas largas y pobladas, parecieron brillar.

   Carol invitó a pasar al hombre y lo acomodó en una butaca en medio de la pequeña salita donde solo había una mesa de comedor y unas cortinas percudidas y roídas que separaban las habitaciones.

   —¿Hija, quién es? —preguntó la voz ronca de una mujer tras la cortina.

   Disculpándose con  Ernest, Carol se perdió tras el velo de las telas y al rato regresó casi cargando a la otra mujer.

   De inmediato, Ernest se apresuró en ayudarla, tomando en brazos a la inválida hasta depositarla en una de las sillas del comedor. Carol subió los pies de la enferma en otra silla y le acomodó la espalda al respaldo, usando varias almohadas.

   —Oh, hermosa y delicada Carol —se enterneció la mujer besando la mano de su hija—. ¿No es una preciosidad? —preguntó a Ernest.

   —Lo es, lo es —contestó éste, sonriendo como un idiota.

   Y sí, lo era. Carol era de una belleza natural invaluable. Pero al mismo tiempo parecía más una muñequita de porcelana que una mujer. Tanto era su elegancia, que a pesar de las ropas sencillas que usaba, siempre parecía increíblemente magnifica. Como una reina.

   La joven sonrió. Sus mejillas se tiñeron de un candoroso carmín que llegó hasta sus orejas. Era esbelta como una gacela, con cabellos rojos y  boca pequeña. Su cuello era espigado y su torso a pesar de la tensión del corsé, revelaba unos senos abundantes; parecía tener piececitos pequeños, a juzgar por los zapatos casi de niña que usaba. Y sus manos estaban siempre limpias con las uñas bien cuidadas. Ernest no entendía como podía mantenerlas así, teniendo que cuidar día y noche de una enferma, pero no consideró delicado ni prudente preguntarlo nunca.

   —Y bien mi querido, Ernest —sonrió Elizabeth, colocando una mano sobre el regazo de Carol quien se había sentado a su lado, ambas frente al invitado—. ¿Qué lo trae por aquí?

   El rostro de Ernest se arreboló. Con cuidado, metió la mano debajo de su abrigo, extrayendo de éste el monto exacto que ya había separado con antelación. 

   La mirada de Elizabeth brilló imperceptiblemente.

   —¡Oh, no! No, joven Ernest. No otra vez.

   —Por favor, señora Vaine —dijo el hombre—. Por favor, acéptelo. Insisto.

   —P Pero usted… usted necesita este dinero. Yo, joven Ernest, yo he hecho averiguaciones. Se las condiciones que lo llevaron a salir de la casa de su padre.

   Aquello fue un mazazo brutal que Ernest no se esperaba. Rápidamente trató de excusarse y explicarse pero la mano de la señora Vaine, en lo alto, se lo impidió.

   —No se explique usted, señor —le pidió, con expresión sombría—. ¿Quiénes somos nosotras para juzgarlo? ¿Verdad, Carol? —La jovencita asintió, dedicándole una tierna mirada a Ernest—. Usted ha sido como un ángel en nuestras vidas, y no merecemos ni siquiera que nos dirija la palabra. Sin embargo…—La mujer hizo una pausa, miró a Ernest por un rato y luego agregó: —. Sé que usted tiene intenciones de pretender a mi hija, joven. Y es eso y solo por eso, que he averiguado.

   —Y Yo, yo… señora Vaine.

   —No, no se explique, por favor —suplicó la mujer, haciendo un gesto de dolor mientras se acomodaba en su asiento—. Yo no desconfío de usted. Todo lo contrario, pienso que sus sentimientos por Carol son genuinos.

   La luz de la vela bailoteó, dibujando con sus relámpagos de luz las facciones de la muchacha, calma sobre su asiento. Ernest estaba seguro que la presencia de Carol en su vida le devolvería al buen camino, a la senda del bien. Era un hombre perdido y no merecía ni siquiera mirar a aquella joven a los ojos, sin embargo, estaba convencido de que una vez entregado en cuerpo y alma a esa flor de verano, sus inviernos de disipación y desenfreno terminarían.

   —Seré un buen esposo para Carol, señora Vaine —expresó con una convicción tajante—. Conseguiré un trabajo mejor. Lo prometo. Y cuando lo haga, volveré. Vendré de nuevo y le aseguro que seré digno de la mano de la dulce Carol.

   —¿Has oído eso mi niña? —preguntó la mujer. En ese momento, la jovencita pareció estar dispuesta a decir algo, pero la mano de su madre la apretó tan fuerte en el brazo que ésta dio un respingo.

   —Estamos muy complacidas por su resolución, señor Ernest —aseguró la mujer mayor con una sonrisa turbia—.Y ahora, tenga usted la bondad de retirarse. No es conveniente que vea usted mucho tiempo a Carol. Los enamorados no deben verse demasiado, ello arruina el amor. Cuando dos personas se ven mucho, se empiezan a ver los defectos, las imperfecciones.

   —Carol no tiene de eso —alabó Ernest mirando a su amada—. Ella es perfecta.

   —Oh, no lo es. En absoluto —replicó la madre—. Pero me alegra saber que aun no lo nota usted. Yo debo velar porque eso siga así. ¿Sabe que muchos años conocí un matrimonio muy feliz y duradero?

   —¿Ah, sí?

   —Sí, lo conocí. ¿Y sabe cuál era el secreto de esa pareja?

   —¿Cual?

   —Pues que no se veían —respondió Elizabeth—. Hicieron lo más sensato que se puede hacer después de que uno se casa: pusieron un país de por medio, y solo se veían en las fiestas de familia. ¡Oh, fueron tan felices! Pero, espere. ¡Espere usted, señor Ernest! ¡Casi lo olvido!

   Elizabeth se acercó hasta la oreja de Carol, hablándole en susurros. Finalmente la chica, asintió sonriendo y se perdió tras las cortinas. Cuando volvió, un manuscrito de gran volumen se encontraba entre sus manos.

   —Se que se estará preguntando qué es esto —comentó la mujer enferma recibiendo el grueso documento—. Pues yo le responderé, le responderé ahora mismo. Este es el libro que me sacará a mí y a mi Carol de la ruina, mi querido, señor Ernest —aseguró con una tenacidad indudable.

   Ernest tomó el manuscrito en sus manos. Era pesado y ciertas hojas estaban manchadas y arrugadas en las puntas. Aun así, parecía un documento importante. En la portada se leía con letra cursiva y resaltada “Los libertinos”.

   —Quiero que encuentre usted alguien que se digne a publicar mi obra, señor. Se trata de toda una oda al ingenio, se lo aseguro. Y por favor, no se escandalice por el título. Le aseguro que no hay nada de vergonzoso entre estas hojas. Este libro solo es un relato de una desgraciada familia, inundada por la fatalidad.

   —¿Una familia azotada por la fatalidad? —murmuró Ernest—. Pues, sin ánimos de ofenderla mi querida señora, esta idea me resulta algo familiar.

   —Y posiblemente lo sea —sonrió Elizabeth, sin perder el buen ánimo—. Pero yo le aseguro que esta idea está escrita con mis propias palabras. Hoy en día, todo el mundo escribe ideas antiguas usando sus propias palabras, y estas ideas consiguen gran éxito… en Francia. Ahora, dígame, señor Ernest ¿Me ayudará?

   Ernest miró una vez más el documento, y a Elizabeth Vaine, luego. Tal vez fueran solo impresiones suyas, pero algo le decía que de rechazar aquella oferta su compromiso con Carol quedaría liquidado.

   Así que aceptó.

   Cuando la figura de Ernest Marvervel desapareció, cobijado por las sombras nocturnas de Carrington Street, Carol clausuró por completo las ventanas, echándose sobre la silla con un resoplido. Enseguida, se quitó esas molestas enaguas y los faldones largos y gruesos que le cubrían hasta los tobillos; pidió ayuda a su madre para desatarse el corsé, sacándose las dos grandes naranjas con las que completaba su disfraz.

   De esta manera, Carol Vaine, se convirtió en Charles, un jovencito igual de hermoso a la joven que representaba, pero un jovencito a fin de cuentas.

   —¿Estás loca, madre? —riñó inflando sus mofletes colorados por el frio—. ¿Cómo se te ha ocurrido comprometerme con ese hombre? ¡¿Has perdido la razón?!

   Elizabeth se levantó de la silla. Ahora se veía elástica y firme, rebosante en salud. Con gracia se empezó a desvestir, sacando de un arcón el vestido que luciría aquella noche en el Cabaret. Había sido una mujer de acomodada posición y nombre respetable, pero su mala cabeza la llevó a enamorarse de un vividor que se bebió todo su dinero y vendió todas sus joyas. De manera que cuando éste murió, a causa de una cirrosis, ella y su único hijo quedaron en la más absoluta pobreza.

   —No te alarmes, hijo. Solo lo he hecho para ganar tiempo —admitió luego de ajustarse los ligueros. Sus piernas desaparecían entre la multitud de volantes y las miles de capas que tenía su falda. Era su vestido favorito y solo esperaba que esa noche, sus afanosos clientes no le obligaran a hacerle otro remiendo.

   Charles suspiró.

   —¿Hasta cuándo durará esta disparatada comedia? —preguntó—. Si mi padre estuviese vivo… Agradezco a la providencia que se lo haya llevado.

   —Pues agradécele también al alcohol —le replicó su madre—. Charles, Charles, querido hijo. Sé que esto es humillante para ti. Pero no tengo la culpa de que seas tan lindo, tú tampoco la tienes. Pero así es la vida. Sin embargo, no te preocupes. Ese libro que el señor Ernest se llevó, nos sacará de problemas.

   —¡Es un plagio, madre!

   —No lo es. ¿Cómo te atreves? La gente ahora no conoce el valor de la adaptación. Y ahora ven, ayúdame a colocarme los broches del cabello. Ya no está de moda andar con el cabello suelto. Las francesas han vuelto todo este negocio un lio. Ya nada es como antes.

   Charles bufó, pero obedeció ayudando a su madre. Por lo menos no lo obligaba a prostituirse también, pensó con una mueca de asco. Sin embargo, su madre tenía razón. No debía sentir pena por estafar a un hombre vicioso y perdido como Ernest Marvervel. Quizás incluso, estuviesen haciendo una obra buena, ayudando a esa pobre alma perdida a expiar sus pecados antes de ir a la gloria de Dios.

   Así que estos fueron los hechos que precipitaron una serie de desatinos insólitos que se narraran a continuación, cuando ambos hermanos. Ernest y Armand se presenten al mismo tiempo en casa de Lord Moncrieff, llevando cada uno, un plagio impresentable. 

 


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