Mea Culpa
Con el ánima embebida en alcohol y narcóticos, Mello finalmente se arrojó sin parsimonia sobre el cuerpo tibio de la persona que le hacía compañía. Mudo y ciego de pasión, le arrancó sus prendas como si éstas se tratasen de un aborrecible pecado atentando contra la vida misma. Sin calma. Lo habría hecho a jirones si el largo de sus uñas o la fuerza de sus puños lo hubiese permitido. Matt, siempre sumiso, siempre en silencio verbal, se entregó a él por tercera, por cuarta, o por vigésima vez. Las cantidades o los días nada importaban en esos momentos. La habitación pronto se colmó de los suspiros de uno, y los lamentos del otro. A Mello no le gustaba oír su propia voz. Las pieles se apretaron, transpiraron, se enrojecieron y rasguñaron.
Ningún gesto, ninguna caricia, ninguna palabra cariñosa o reconfortante afloraba en ellos. Semejante comportamiento concierne a los amantes, y ellos no se trataban de cosa semejante. Ellos eran amigos, compañeros que habían descubierto la manera de olvidar el miedo y la angustia por medio de un ritual que naturalmente debía consumarse con el sexo opuesto, pero que en sus circunstancias pensaban que la recompensa del mismo pesaría más que su condena.
—Mello... Mello... Me lastimas... —murmuró Matt apenas advirtió que el otro ansiaba penetrarlo sin el necesario preludio.
Sin embargo, los oídos del rubio no se prestaban a frenos u oposiciones.
(Las palabras son traicioneras. Las palabras lastiman. Las palabras mienten.)
—¡Ahh...!
—...Está adentro...
—Sí, puedo darme cuenta de eso—bromeó Matt, forzando una sonrisa.
(Sus lágrimas son sinceras.)
—Levanta las piernas.
—¿...Así?
—Sí...
—Mh...
De vez en cuando transitaba algún vehículo cuyas luces moribundas les atravesaban los rostros deformados por la lujuria.
Mello se decía y se repetía una y otra vez, tanto antes, como durante y después del acto, que aquello no era más que un arrebato, una búsqueda del placer carnal que casualmente y sólo y únicamente por azar culminaba en el cuerpo del otro. Y no tenía ningún inconveniente en expresarlo en voz alta, aún sabiendo que el pelirrojo se descompondría en lágrimas cuando creyese que no lo veía.
Aquello era placer, era entretenimiento, era distracción, era liberación, era rabia. Pero no era amor. Oh, claro que no era amor. Y Mello se empeñaba por meter su verga hasta el fondo, sin ningún reparo de abrir brechas en la carne, con tal de que quedara claro de que el amor no metía sus narices entre ellos ni entre su cuestionable proceder.
Al encender el pequeño televisor que llevaba consigo, a pesar de estar consciente de que aquél era el momento más importante de su vida, Mello no pudo evitar que sus manos se aferraran con fuerza al volante. Un millón de imágenes y palabras, pronunciadas y calladas, invadieron su mente. La respiración se le hizo insoportablemente difícil y un dolor punzante le azotó el pecho. Supo enseguida que no se trataba de Kira. También supo que se había estado mintiendo todo ese tiempo.
—Lo siento—fue todo lo que dijo, y con eso dijo muchas cosas.
(Sus lágrimas son sinceras.)