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Sodoma por Marquesa de Sade

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Comenzaba a dolerle cada parte de su cuerpo. La espalda, los brazos, las muñecas amarradas, los tobillos, responsables de sostenerle todo el peso. Colgarlo cabeza abajo parecía ser la forma favorita de Greed de torturarlo. Toda esa sangre caliente acumulada en su cabeza se estaba tornando insoportable. Como un globo demasiado fino capaz de estallar de un momento a otro.

 

Finalmente, el culpable de sus padecimientos entró a la habitación. Sin decir nada, tan solo mostrando sus blancos dientes en una sonrisa torcida, se le acercó, bajándose la cremallera, y colocó su miembro erecto en su boca. Pride emitió algo parecido a un quejido, horriblemente incomodado por su posición y por lo que le obligaban a hacer. Además del dolor, ahora le costaba respirar. Apretó los puños, ignorando el sufrimiento extra que aquello le ocasionaba.

 

—Vamos, chico. Podrías ponerle un poco más de entusiasmo, ¿no?

 

Tras escuchar esa provocación, simplemente no logró controlarse. Greed se echó hacia atrás, dando un alarido.

 

—¡Hijo de puta!—exclamó, dándole un fuerte puñetazo que lo hizo oscilar cual extraño péndulo.— ¿Cómo te atreves a morderme?

 

Volviendo a esconder su zona herida, el ex guitarrista de Pewflexxx hizo un esfuerzo por recomponerse y regresar a su actitud despreocupada de siempre.

 

—Bien. Tienes suerte que ahora te toca atender a un cliente muy especial. Pero no creas que al terminar te salvarás de un severo castigo.

 

Dicho y hecho, dos hombres altos y musculosos lo llevaron al lavabo donde solían asearlo y prepararlo para sus provisorios amos. En general lo mandaban a rasurarse, lavarse el cabello y el cuerpo y, dependiendo de la ocasión, a vestirse con tal o cual atuendo. Sin embargo, esta vez lo de “cliente muy especial” parecía ir en serio. Junto a la ducha lo aguardaban un frasco de champú importado, jabón fino de tocador y un pote de crema para el cuerpo con perfume floral. Mientras se bañaba, bajo las miradas libidinosas de sus vigilantes, a pesar de que se había habituado a mantener la mente en blanco, Pride sintió curiosidad. Pero los detalles extraños no se detuvieron allí. Tras el baño, luego de vestirlo con una hermosa bata de seda color bordó, le vendaron los ojos con un pañuelo negro y lo condujeron hasta un vehículo. El viajé duró aproximadamente dos horas. Recibiendo la fresca brisa con aroma a campiña que entraba por la ventanilla después de haberse pasado meses encerrado, se preguntó si acaso lo llevarían a su muerte. La posibilidad se veía remota. Greed no renunciaría a la fortuna que estaba amasando gracias a él por una simple mordida en sus partes íntimas, de eso estaba seguro.

 

Cuando el vehículo por fin se detuvo y lo hicieron descender, sintió hierba fresca cosquilleándole los tobillos. Los pájaros canturreaban en las alturas. Imaginó que aquella sería una buena oportunidad para suspirar de gusto. Quizá también para sonreír. Pero no deseaba hacer nada de ello. Enseguida alguien le aferró uno de sus hombros y le marcó el camino. Atravesó salas que por el retumbar de los pasos daban la impresión de ser muy amplias, transitó largos pasillos, subió por escaleras alfombradas. Por fin le ordenaron que se detuviese, cerrando una puerta detrás suyo.

 

—Ya puedes quitarte el pañuelo—dijo una voz masculina.

 

Al hacerlo, Pride descubrió una habitación enorme engalanada con todo tipo de adornos brillantes, cuadros, pequeñas cascadas, y cuyas paredes estaban cubiertas con bellos tapices. A los costados se alzaban un par de bibliotecas cargadas de libros de aspecto costoso. Una cama de gran tamaño se ubicaba en la pared opuesta. Y, casi en el medio de la sala, había una mesa repleta de platos sofisticadísimos, calientes y fríos. Esto último captó fuertemente la atención de Pride quien, harto de la basura con la que solían alimentarlo(generalmente sobras), sintió cómo, a pesar de las circunstancias, se le hacía agua la boca.

 

—Come lo que gustes—lo invitó el hombre que se mantenía sentado en una esquina sombría. Resultaba imposible verle el rostro y gran parte de su cuerpo. —Después de todo, el banquete fue preparado para ti.

 

Pride nunca había estado tan feliz de acatar una orden. Aunque desconfiado, se dejó llevar por su instinto y su terrible apetito probando todo tipo de sopas, carnes, frutos secos, vinos, jugos, dulces, frutas y cosas que desconocía qué diablos eran pero sabían de maravilla. Una vez satisfecho, se dejó caer sobre un sillón. Entonces oyó que el hombre reía, poniéndose de pie. Las luces revelaron a un tipo treintañero de estatura promedio, morocho, de tez blanca y negros ojos rasgados. El mismo vestía un elegante uniforme militar color azul oscuro.

 

—Soy el Coronel Roy Mustang. Gusto en conocerte, Edward Elric.

 

El aludido no respondió ni devolvió la sonrisa. Sabía perfectamente la parte desagradable que seguía. Ignorando el silencio y la descortesía, el Coronel se puso de pie, caminando hacia él. Luego se colocó en cuclillas a un lado de sus piernas desnudas y lo miró, sin dejar de sonreír, acariciando con el dorso de la mano los mechones de cabello que le cubrían parte del rostro.

 

—En verdad eres tan hermoso como te describieron; lo ideal para una persona exigente como yo.

 

Tuvo ganas de golpearlo, pero supo que debía contenerse. No deseaba seguir sumando castigos a la lista. Por su parte, Roy comenzó a deslizar sus caricias por su mentón, su cuello, su clavícula, el interior de sus brazos. La bata que llevaba puesta pronto fue abierta y deslizada hasta la altura de su cintura.

 

—Tienes una cicatriz interesante aquí—señaló el Coronel con cierta curiosidad, palpando la marca en su hombro.

 

—Es de hace mucho tiempo. Ya no tiene importancia—mintió, y cerró los ojos, rememorando a Envy mimando dicha zona con devoción.

 

—No debemos restarle importancia a las cicatrices. Son huellas del pasado que están para recordarnos lo que ocurrió y enseñarnos los errores que no debemos volver a cometer. ¿No estás de acuerdo?

 

Nuevamente Pride permaneció en silencio. No tenía ganas de compartir sus pensamientos con un extraño, y menos si era uno que pagaba por acostarse con él contra su propia voluntad. No tardó en sentir un par de labios besando sus manos y sus muslos, los cuales fueron separados para descubrir su sexo dormido. Antes de comenzar a masturbarlo, Roy mordió la punta de uno de sus guantes con el objetivo de quitárselo y así permitir que ambas pieles se rozaran. La otra mano, aún enguantada, continuó explorando la figura del menor. Poco a poco, el miembro que con delicadeza empuñaba se fue despertando, hasta que decidió que era hora de darle atención con su propia lengua.

 

El rubio arqueó la espalda hacia adelante e inclinó la cabeza, experimentando un calor que subía por su entrepierna y su abdomen. Desde que fuera capturado por la Mafia, jamás se había sentido así. Si le ordenaban gemir, él gemía. Si le ordenaban gritar, él gritaba. En varias ocasiones, tratándose más de una reacción del cuerpo que de un verdadero estado de goce, su miembro se había excitado, pero no tardaba en retraerse al sufrir las crueldades que cometían con él. Nadie le había procurado el placer desinteresado que ahora estaba recibiendo. De un momento a otro su respiración se volvió pesada, sus caderas comenzaron a moverse involuntariamente, sus dedos se perdieron en la corta cabellera negra. El clímax llegó finalmente, y con él, un prolongado suspiro. De repente se sentía muy agotado, como si quisiera dormir durante días. Roy, quien había sacado un pañuelo de su bolsillo para limpiar los restos de saliva que habían quedado en sus labios, lo levantó cuidadosamente con sus brazos y lo llevó hasta la cama, en donde lo arropó con las sábanas y depositó un tierno beso en la mejilla que Greed le había golpeado.

 

—Qué salvajes. No puedo entender cómo alguien se atreve a lastimarte de esa forma. Pero ya no te preocupes y duerme. Tú sólo duerme.

 

Oyendo la voz cada vez más lejana del Coronel, Pride se dejó conducir por los turbios e intrincados pasadizos del sueño.

 

Al despertar, se halló solo en la habitación. Antes de lograr comprobar si de casualidad habían olvidado echar el cerrojo a la puerta, sus custodios de costumbre entraron para llevarlo de regreso. Nuevamente le vendaron los ojos y lo trasladaron en el mismo vehículo.

 

 

Esa misma noche, Roy Mustang y Greed se encontraron para cenar en el exclusivo restaurante donde éste último solía reunirse con sus clientes para cerrar los tratos.

 

—¿Y qué te ha parecido el chico?

 

—Me reservaré mi opinión para mí—contestó el Coronel, agitando levemente el vino rojo de su copa. —Dime, ¿cuánto dinero ganas por él en una semana?

 

—¿Cómo dices?

 

—Te agradecería que no respondieras a mis preguntas con otra pregunta.

 

—Bueno, no estoy seguro. Depende de la cantidad de clientes, de quiénes sean ellos, de qué servicios deseen...

 

—De acuerdo, olvídalo. Cuando terminemos de cenar quiero que calcules lo que has ganado en tu semana más provechosa. Duplica el importe y será el dinero que obtendrás de mí cada siete días.

 

Greed abrió grandes los ojos, olvidando por un instante masticar lo que tenía en la boca.

 

—A cambio de ello, quiero exclusividad sobre Edward.

 

—¿E-exclusividad?

 

Roy carraspeó, molesto porque su petición sobre no contestar con preguntas insistía en ser ignorada.

 

—Exclusividad. No habrá más clientes que yo. Nadie lo tocará ni mantendrá relaciones sexuales de ninguna clase con él. Creo que estoy siendo bastante claro.

 

—S-sí, entiendo. Pero ocurre que tenemos muchos clientes regulares y supongo que ellos no estarán muy contentos con...

 

—No aceptaré un no como respuesta.

 

Una gota de sudor resbaló por la frente del mafioso. Conocía perfectamente al hombre que tenía delante, su poder, dinero y reputación. Además, acababa de proponerle pagar el doble de lo que solía ganar. ¿Por qué habría de negarse? Sin embargo, el objetivo principal de todo aquello no era sólo la ganancia, sino también traerle el infortunio a Edward Elric. E infortunio no era precisamente lo que sufriría al encontrarse bajo la protección de Mustang. Sin contar que perdería el derecho de follárselo a diario.

 

Finalizado el encuentro, se dirigió a la celda dentro de la cual mantenían al cautivo, donde tuvo que contener sus deseos tanto sexuales como agresivos.

 

—Ya duérmete—le dijo. —Hoy no cenarás una mierda.

 

Edward se recostó en su cama sin importunarse, sintiéndose aún satisfecho por el festín que se había dado horas atrás. Aún podía oler el perfume de la crema que llevaba en la piel.

 

 

Notas finales:

Continuará...

 

¿Qué tal? ¿Les gusta el RoyEd? A mí particularmente no, pero creo que el papel le va perfecto, jeje.


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