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Sodoma por Marquesa de Sade

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El Coronel Roy Mustang pertenecía a una de las familias más ricas e influyentes del país. A pesar de que su rango no era aún de lo más alto, llegar a él a los veintinueve años era toda una excepción y algo merecedor de grandes méritos. Su padre, fallecido pocos años atrás, no había logrado cambiar el único detalle que no le enorgullecía de su hijo: su soltería, cosa que era motivo de especulación y fantaseo de la mayoría de las jovencitas(y no tan jovencitas) pertenecientes a su círculo social. Obviando esto último, aunque contaba con varios enemigos que cualquier hombre con su posición y evidente atractivo físico tendría, nada atentaba contra su intachable reputación.

 

Pero todos guardamos secretos. Unos más que otros.

 

 

—¡Hey! ¿Qué crees que estás haciendo?

 

Pride sufrió un sobresalto y soltó la cadena que enredaba el cuello de Greed. Sus manos no habían obedecido cuando les ordenó que jalaran. En el momento en que el hombre que acababa de entrar lo sujetó por debajo de los brazos para sacarlo de la cama, se retorció con tanta fuerza que sintió náuseas. El pensamiento de que ya no contaba con la energía y la voluntad para oponerse a nada lo llenó de miedo. Todavía dolían mucho sus heridas.

 

—Este Greed... —dijo el sujeto. Llevaba su largo cabello castaño oscuro atado en una cola y vestía un traje color beige. — Si sigue así hará que lo maten. Y lo mismo digo de ti. No olvides que la vida o la muerte de tu hermano está en tus manos.

 

Después de la advertencia, llamó a dos guardias para que liberasen a Greed y se lo llevaran.

 

—Espero que te portes bien, Edward—agregó antes de retirarse.

 

El rubio cayó de rodillas al suelo. Su corazón latía a un ritmo inverosímil, pero él apenas se permitía respirar.

 

Algunas horas más tarde, quizás dos, quizás diez, los guardias de siempre fueron a buscarlo a su celda. Desde que el trato que acordaba exclusividad había sido firmado, ya unas cuantas semanas atrás, nunca se sabía cuándo el prisionero permanecería el día entero sin ser molestado, o cuándo sus servicios serían requeridos por su nuevo y supuesto único amo. En esta ocasión ocurriría lo segundo. Se bañaría con los finos y costosos jabones y champúes, se untaría la exquisita loción corporal, se vestiría con delicada seda. Antes de que abordara el vehículo, sin embargo, Greed apareció. Su expresión ya no se veía tan trastornada ni sus ojos tan irritados, aunque se le habían formado unas violáceas ojeras. Manteniendo una mirada amenazante, se acercó a Pride y le colocó un pañuelo al cuello para ocultar las marcas que le había causado con la cadena.

 

—Si le dices algo a Mustang, despídete de tu querido hermanito.

 

La advertencia había sido innecesaria. Si había algo que Pride no deseaba, eso era seguir agregando desgracias a su existencia.

 

El viaje fue largo y fatigoso. Sumado a su cansancio tanto mental como corporal, estaba el dolor que sentía cada vez que el automóvil realizaba algún salto brusco. En varias oportunidades tuvo el impulso de abrir la puerta y arrojarse afuera. Pero sabía que sería inútil, pues con los ojos vendados le resultaría imposible escapar o esconderse eficazmente. Y los hombres de Greed tenían armas. Armas mucho más eficaces que un par de piernas exhaustas y dos ojos cegados.

 

—Bienvenido de nuevo, Edward—oyó la formal voz del Coronel saludándolo, cosa que le hizo saber que ya podría deshacerse de su vendaje.

 

Como todas las veces en las que visitaba aquella suntuosa habitación, el exquisito banquete volvía a ofrecerse ante él, aunque ahora no se encontraba con apetito. Aquello llamó fuertemente la atención del hombre mayor, quien se le acercó de inmediato, descubriendo el pañuelo de su cuello.

 

—¿Qué es esto? No recuerdo haber indicado que te lo pusieras—protestó, sujetando una de sus puntas con la yema de los dedos.

 

—Esto... Esto es...

 

Antes de que Pride pudiera inventar nada que lo evitara, la prenda fue removida de un único y delicado tirón, revelando las pequeñas marquitas que ella había estado ocultando.

 

—Pero... ¿qué...?

 

Turbado por la situación, el rubio permaneció quieto y callado, sus labios moviéndose torpemente en el vano intento de pronunciar excusas. Sin perder un segundo, el Coronel se puso en cuclillas, lo obligó con sus manos a separar las piernas y rozó con el dedo índice su  maltrecha entrada, cosa que le provocó un gran dolor.

 

—¡Ou!—se quejó, dando un rápido e involuntario paso hacia atrás.

 

—Me han engañado... —musitó el morocho con la vista fija en un punto indeterminado. —Te han seguido vendiendo, a pesar del trato... —. A medida que hablaba se evidenciaba progresivamente cómo su ceño se iba frunciendo, y las venas de sus músculos se tensaban. Finalmente, alzó sus ojos hacia el menor: —¿Quién ha sido? ¿Quién? ¡Dime quién ha sido!

 

Pride continuó caminando de espaldas, silencioso, hasta tropezar y caer sentado sobre uno de los sillones de raso. Al verse inmovilizado por sus antebrazos recordó que no había adónde huir.

 

—¡Fue Greed! ¡Pero...!

 

—¡Greed! Debí haber adivinado que se trataba de una rata traicionera incapaz de cumplir un trato...

 

Sin haberle permitido acotar nada, el Coronel se puso de pie, alejándose de Pride y, recobrando un poco la compostura, le habló a éste un poco más calmado:

 

—Como ya te he dicho, no tienes que preocuparte por nada. Yo arreglaré esto. Por el momento, quédate aquí y ponte cómodo.

 

Y con esas palabras se retiró, dejando a su adorado muchacho solo y preocupado. Éste permaneció largo rato sentado en el mismo sillón, observando con apatía la habitación y su infinito lujo, al intacto banquete, a la puerta cerrada. Por fin juntó fuerzas para levantarse. Dio vueltas por el amplio ambiente, echó un vistazo al montón de libros prolijamente acomodados, se recostó en la cama. Como no tenía forma de saber la hora, el tiempo parecía estancado, y aquello por algún motivo lo perturbaba.

 

Mustang no regresaba. Pride se quedó dormido unas cuantas veces, incapaz de deshacerse de aquel desasosiego. Un nuevo pensamiento lo invadió: ¿Qué ocurriría si Mustang no regresaba nunca? ¿Si los hombres de Greed lo mataban? ¿O si simplemente lo dejaba allí, olvidado y solo, con un irónicamente distinguido banquete como único alimento? Sin embargo, unas cuantas horas más tarde alguien llamó a la puerta. Intrigado, se acercó a ella y descubrió un pequeño compartimiento que comunicaba con el exterior donde alguien había colocado un nuevo plato humeante.

 

Puede que pasara varios días así, recibiendo comida de gente desconocida, durmiendo de vez en cuando, dando vueltas sin hacer nada en particular, hasta que el Coronel regresó. Contrario a lo que había imaginado, su semblante demostraba tranquilidad y alegría.

 

—Lamento haberte dejado solo tantos días—se disculpó, avanzando hacia la cama donde el menor se hallaba recostado. —Me gustaría dejarte salir, pero no puedo arriesgarme a perderte. Ahora eres completamente mío, Edward. Mío y de nadie más.

 

Sin dar más explicaciones, el hombre se quitó lentamente el uniforme hasta quedar completamente desnudo y luego se subió a la cama. Dulces y suaves fueron los besos que depositó en la joven piel, procurando arrancar de ella toda sensación que no tuviese que ver con él mismo. Su deseo ardía desde hacía mucho, mucho tiempo. Y así debía ser, pues gracias a ello ahora, cargado de pasión, disfrutaría diez veces más. En el momento en que lo penetró por primera vez, con extrema ternura y con cuidado de no volver a abrir sus heridas, le susurró al oído: —Te amo, Edward...

 

Pride juntó los párpados y separó sus labios húmedos para emitir un débil gemido. Aferrándose con fuerza a la espalda del Coronel, recordó que con Envy jamás habían usado ese tipo de vocabulario. Ellos no necesitaban cosas tan vanas.

 

 

Notas finales:

Continuará...


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