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Mea Culpa por Morganic Jacques

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Notas del fanfic:

Este relato es la continuación de De Profundis, que podéis leer aquí:

http://www.amor-yaoi.com/fanfic/viewstory.php?sid=59130

Aunque por razones obvias es recomendable leerlo antes de aventurarse con Mea Culpa, no creo que sea esencial. Es una continuación, pero a medias entendible sin la primera parte.

Si has llegado hasta aquí, te invito a seguir leyendo. ¡Disfruta!^^

 

El sonido del teléfono inundó la casa entera. Una, dos, tres veces. El molesto pitido, hecho para sacar a los santos de sus sepulcros, golpeó las paredes y regresó a su lugar de origen, como alma que no se decide a abandonar el cuerpo. O, quizá, como espíritu demasiado cansado de la vida en las alturas. ¿Quién podía darse cuenta? Cuando el teléfono sonaba con tanta insistencia, el resto de los ruidos se sumergían en la quietud y el silencio. 

Y, aún así, el bulto que yacía bajo las mantas no escuchó aquel sonido desagradable, capaz de clavarse en los tímpanos y llamar al dolor de cabeza en unos segundos. Posiblemente, no le importaba. Cualquiera podría haberse preguntado qué era exactamente lo que le importaba; él mismo no hubiese sabido responder con claridad a tan complicada cuestión. Ni siquiera se movía. Dieciséis horas sin moverse, casi una marca de victoria. Casi.

Edward jamás había ganado nada. Siempre en un segundo puesto, incluso en un tercero. O, simplemente, relegado al fondo de la lista, allí donde se hallaban quienes no tenían sitio con sus semejantes. Despertó segundos después de que el teléfono dejase de sonar, con el sabor de la derrota en los labios. La derrota tenía un gusto acre, amargo, propio; sabía sospechosamente parecido a la esencia de los hombres. La de Michel nunca le había sabido a derrota, porque cuando Michel estaba con él, se sentía a salvo del mundo en su cárcel. Lástima que fuese una jaula ficticia y que los barrotes se hubieran decidido a clavarse en su piel.

En su intento de abandonar aquel nido bajo los edredones, se resbaló sobre las sábanas y cayó estrepitosamente al suelo. No le dolió. No fue siquiera consciente del golpe. Debía ser cosa de las pastillas, posiblemente adulteradas, que le había vendido uno de sus viejos contactos la noche anterior. ¿Qué más daba? Si no se hubiese despertado, las cosas seguirían igual en aquel mundo de locos, buitres y comadrejas, de lobos dispuestos a desgarrar las entrañas de sus hermanos. Él ya no tenía fuerzas para enfrentarse a eso.

Se puso de pie con un gruñido suave y caminó a trompicones hasta la cocina. Su piso, antes tan pulcro y ordenado como sólo el coqueto Edward podía mantenerlo, se había perdido en el desorden. Ahora que Michel ya no estaba, no tenía a nadie a quien mostrarle su habilidad decorando o creando bellos ambientes. Qué irónico era el hecho de haber sido él mismo quien le había echado de su vida.

Y cómo dolía. Dolía tanto, que Edward hubiese preferido hundirse alfileres en la punta de los dedos -qué recuerdos de su autodestructiva adolescencia- antes que volver a escuchar la voz de Michel por teléfono. Que le necesitaba. Que estaba arrepentido. Que las cosas iban mal en su vida y eso le había hecho darse cuenta de lo importante que era el joven enfermero rubio para él. ¿Lo peor? Que Edward lo sabía, pero se trataba de un momento demasiado tardío. Para Michel, para él y para todos.

Y, en el fondo, es culpa mía. Lo sucedido en los últimos meses no dejaba de atormentarle, así tratase de ahogarse en drogas para olvidar. Los antidepresivos robados en el hospital no funcionaban, tan sólo conseguían alterarle más. Edward estaba seguro de que no usaba las dosis correctas, pero no podía ir a ver a un psiquiatra. ¿Cómo iba a hablar con un psiquiatra si en la Nueva Italia los hombres que amaban a otros hombres eran torturados y ejecutados para limpiar la raza? ¿Cómo iba a explicarle la trágica historia de su novio maltratador, de la pérdida de la hija de Alessandro a manos de su dueño o de su propio sufrimiento durante toda su vida? Si una mujer carecía ya de derechos, ¿qué opción tenía él de ser escuchado?

Abrió la nevera y agarró un cartón de leche, confiando en que el sabor algo pesado -jamás la tomaba desnatada- se llevase el regusto del semen de su último amante. Un encuentro furtivo en un local de los suburbios; Edward había vuelto a esa vida de oscuridad y escondrijos tras dejar a Michel. Sentía asco. Ese asco que antes se había dirigido al mundo en que vivía, ahora le señalaba a él. Cobarde, cerdo cobarde… Era él quien se había marchado dejando a Alessandro en manos de un cruel y loco dueño. Era él quien había atentado contra su propia integridad al permitir los maltratos de Michel durante casi dos años. Era él quien se había callado para tratar de mantenerse estable, confiando en que la situación mejorase. Él tenía la culpa. Llevaba tres meses -los tres meses que habían transcurrido tras el aborto de Alessandro y el entierro de su hija no nacida- convencido de que el destino le había marcado en la frente, como el Caín de las viejas religiones.

Después de vaciar el cartón de leche, se frotó los ojos y se fue a la ducha, de nuevo a trompicones. El agua cayó sobre él, envolviéndole en un manto de vapor y calidez. Edward sabía demasiado bien que, por mucho que se lavase, no conseguiría alejar la suciedad que se había colado hasta lo más hondo de su espíritu. Las marcas de los golpes de Michel o de sus horas de sexo salvaje se habían ido, pero la culpabilidad, la vergüenza y el miedo no se habían borrado de los ojos de Edward. Jamás lo harían. 

Él había tenido el valor de escapar de su realidad anterior, pero instantes después había caído. Añoranza, temor y una profunda inseguridad. No sabía seguir. No quería seguir… ¡al demonio con su vida! Se arrastró hasta la salita, donde yacían amontonadas prendas de ropa, resultado de una de sus últimas compras. Llevaban allí tres meses, dentro de sus cajas, con el precinto de plástico cubriéndolas todavía. Sí, hacía tres meses que Edward no se encargaba adecuadamente de sus compras Su vecina de arriba le traía de vez en cuando algo de comer, convencida de que el rubio tenía problemas con los alimentos. Y los tenía, por supuesto. Tras la marcha de Michel, había empezado a obsesionarse con su físico más de la cuenta. El hecho de haber engordado menos de quinientos gramos suscitó el inicio de una espiral de autorechazo. Qué más daba: otro motivo más para odiarse. Otro motivo más para marchitarse apoyado en el quicio de la ventana, perdido en los viejos locales en busca de sentimientos lo bastante baratos o sentado en el muelle, confiando en que un alma caritativa le empujase al mar. Sería una buena manera de terminar.

Encendió un cigarrillo parsimoniosamente, pero luego se lo pensó mejor y tanteó en busca de sus pastillas. Dejando escapar una risa que tenía muy poco de humana o cuerda, se tragó las que le parecieron más atractivas. Una por ti, Michel, a tu salud y la de tu maldita polla, que aún pese a todo echo de menos, murmuró esas palabras antes de tomarse la primera. Otra por ti, Jean, que supiste muy bien cómo destrozar mi mundo. Y la última, por ti, Alessandro. Dondequiera que estés, perdóname. No era momento de ponerse sentimental, aunque pensar en el esclavo de Jean siempre suscitaba en él deseos de hundirse en lágrimas. Consideró tomarse otro par de pastillas, o quizá cuatro más, pero todavía no había reunido el valor para matarse. Un día, vaciaría el bote entero y quizá su vecina de arriba llamaría a los miembros de la Guardia de Dios una semana después, cuando su cadáver empezase a desprender el hedor de los muertos. Parecía fácil.

No fue demasiado consciente de lo que pasó durante las siguientes horas, en las que el sol viajó por el cielo y arrancó distintos matices a las paredes de la salita, colándose por entre las cortinas. El teléfono volvió a sonar, incansable, y Edward sólo se dio cuenta de ello pasado el atardecer. El timbre incalificable del aparato se le clavaba en los tímpanos, así que, perdido en su mutismo, caminó hasta el mueble para cogerlo. No había contestado una sola llamada tras los acosos de Michel. Esperaba que fuese la voz de su ex novio -¿a qué otra persona podría importarle su vida?-, pero un saludo de un individuo cuyo sexo no supo categorizar de buenas a primeras le sobresaltó.

-H-hola -respondió, con voz pastosa.

Su interlocutor le informó que llamaba del hospital. Edward le escuchó con la mirada perdida en una línea húmeda de la pared, escuchando lo que ya sabía. Que llevaba meses sin dar señales de vida, que hacían una excepción con él porque estaba en la élite de los enfermeros de aquel lugar, pero que las cosas no podían seguir así.

-Perdone, últimamente… me han surgido imprevistos.

La voz le replicó que ya lo sabía, sacándole una risa irónica a Edward. Nadie sabía lo que estaba pasando. Nadie podía saberlo. Puso un par de excusas y se sobresaltó levemente cuando aquella voz le informó de que las cosas eran más serias de lo que pensaba. Y entonces, el rubio comprendió. Se trataba de la esposa del director. Nada más y nada menos que la esposa del director del hospital, la bella Laura, cuyo abanico había recogido en los pasillos. ¿Por qué diablos le llamaba ella misma, cuando las mujeres no tenían ninguna clase de papel en aquella sociedad? ¿Por qué diablos se interesaba por él? Su cerebro no era capaz de razonar, no ese día. Resopló, de manera casi audible.

-De veras, no tiene que preocuparse -Edward intentó terminar la conversación de manera educada-. No puede saber que…

De nuevo fue interrumpido. Esta vez, no supo replicar. No quiso hacerlo. Se quedó con el teléfono en la mano, a diez centímetros de su cabeza, como si éste pudiese quemarle. Tragó saliva; una, dos, tres veces. Después, murmuró un asentimiento silencioso y se dejó caer en un sillón cercano.

Las palabras le destrozaban los oídos cada vez que los recordaba. Por supuesto que lo sé, señor, había dicho la esposa del director en tono neutro, No, no diga nada, pero mi marido también está enterado. Sí, el tema de Michel. ¿Alessandro? De eso tenemos que hablar, cuanto antes. Y, sin saber cómo, había concertado una cita con esa misteriosa mujer para el próximo martes, en un exclusivo local del centro. Era domingo. Edward se dejó caer en el sofá y se tragó otras dos pastillas. No quería pensar en Michel, ni siquiera en Alessandro. Se había prometido dejar su existencia atrás, pero ahora ésta le golpeaba de frente. Tragó lento. Muy lento. Y después se quedó dormido.

 

Notas finales:

¿Qué os ha parecido? Comentarios, reviews, críticas, tomatazos... todo será muy bien recibido por esta autora^^ Animáis a seguir escribiendo.


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