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Dadme satisfacción por sherry29

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Notas del fanfic:

Gracias por leer.

 

Capítulo 1.

 

Rudo, gallardo, soberbio y muy displicente, eran los calificativos con los que Gerard Lavoisier adornaba su personalidad. Este conde Borgoñés avivaba en su sangre la ancestría romana  extrapolándola a sus facies algo toscas, pero no por ello menos clásicas y nobles; demostrando una vez más que la mezcla salvaje y elegante tanto en el físico como en el carácter no debían ser necesariamente desagradables.

Tenía treinta y dos años y siete escándalos por cada uno de ellos. Tenía también un bonito expediente duelístico en el que, al saber general, sólo se hallaba una derrota. 

Era por tanto su mano alabada por su gran destreza con el florete y excelente reflejo poseía su vista. Su lealtad a la corona y su defensa encarnizada por el absolutismo monárquico también loaban su persona y le concedían favores especiales y nada despreciables por parte del rey, lo que sólo venía a abultar cada vez más, sus ya de por sí ridículamente exagerados bienes.

Y no es que fuera un hombre codicioso, no. Algunos mendigos y pillines ladronzuelos podían confirmar que de vez en cuando al conde no se le hacía mal soltar algunos luises de oro sobre manos menos afortunadas. También algunas prostitutas podían dar fe de ello, aunque les hubiese tocado a igual medida, apelar a la caridad de aquel hombre y no a deudas laborales como les hubiese gustado presumir.

Era justamente por ello que todos esos rumores  tan fastidiosos y alevosos rondaban siempre a Lavoisier como un pegote de cola, mancillando su buen nombre y difamando su reputación con afrentas tan horrorosas que no quedaba más que lavarlas con sangre.

¡Pardiez, que no miento! Pues justamente aquella mañana una de tantas de estas afrentas le recibiría cerca a la plaza de mercado.

La infame burla salía de boca de un joven soldado de guardia. Un muchachito que parecía prematuramente destetado y cuyos mozos años le permitían cometer desatinos que además de peligrosos podían considerarse ridículamente pueriles.

- Dicen que a ese conde los lechos femeninos le asustan más que los demonios del averno – reía a grandes carcajadas, sentado sobre una butaca, rodeado de sus compañeros  que  seguramente acababan de salir de guardia junto a él.

Apuraba unos trozos de pavo junto a un vino rancio mientras se desternillaba de risa injuriando a diestra y siniestra contra el noble que, ¡Oh fatal ventura! se hallaba a sus espaldas.

Sus compañeros trataron de advertirle a tiempo a fin de que su burla pudiese ser perdonada con una sobria disculpa. Sin embargo, Bastian Leveque, que así se llamaba el desgraciado, no tenía tampoco a buena cualidad la comprensión no verbal, por lo que sólo fue tras un leve carraspeó tras de él que su boca parlanchina dejó de soltar improperios y su estampa giró encontrándose con el no muy benevolente semblante de Lavoisier.

El conde lo miraba con sus profundos ojos negros inflamados por un sentimiento que en ese momento no supo descifrar, le estudiaba con parsimonioso detenimiento, y ni siquiera la peluca levemente torcida le restaba poderío a su presencia.

El paje parecía estar presto a cualquier demanda a juzgar por la postura aprensiva que mostraba. Sin embargo, ninguna otra acción que no fuese la que el conde tenía a disposición usar fue requerida.

Lentamente se quitó el guante de la mano derecha dejando a la vista uno de los tantos regalos de Su Majestad adornando su dedo índice, y justo al paso de un carromato de ovejas que le dieron más drama al asunto, dio una palmada indolente y certera  con las falanges de tela sobre la mejilla de su ofensor.

- Dadme satisfacción- fue todo lo que dijo luego mientras volvía a sus quehaceres, dejando a su paje ocuparse de los pormenores del encuentro.

Al día siguiente todo se hallaba dispuesto. Los padrinos, las armas, el lugar y por supuesto, imposible carencia, los testigos ociosos y curiosos haciendo trepidar la escena.

Sin embargo, ¡Vaya decepción! Sólo bastaron cuarenta segundos y un gran grito para finiquitar aquel lance. Como era de esperarse por las mentes diestras en duelos, la experiencia y el honor herido se impondrían sobre la insolencia y las falencias de aprendiz, por lo que sólo fueron la providencia y el hecho de haber tenido los padrinos la sensatez de pactar aquel duelo a la primera sangre, las razones que le brindaron al derrotado soldado la oportunidad de conservar su vida.

Sus estocadas llenas más de pasión que de precisión habían errado desastrosamente haciéndole bajar la guardia justo cuando un ataque de Lavoisier se había ido a fondo contra su hombro dejándole incapacitado para seguir.

Herido y humillado reposaba ahora su convalecencia en casa materna. Al amparo de cobijas perfumadas, caldos con orégano y la serena brisa veraniega que entraba por el balconcito de su recámara, no dejaba de pensar en aquel conde y su acérrima mirada.

Y fue precisamente por esa extraña y enfermiza obsesión que empezaba a asentarse en su pecho, que el joven mocito pensó estar alucinando por los brebajes analgésicos al ver aquello.

Frente a él, junto al lecho, con toda la pinta de un espanto de esos que aún no encuentran la redención, se posaba con un aparentemente impasible desasosiego el hombre con el que había osado batirse.

La mano que Lavoisier alargó antes de aproximarse a su antiguo adversario impidió que la voz de alarma que el chico pensaba dejar salir acudiese a sus labios. No obstante, ello no menguó su obvia admiración por tan inverosímil visita a semejantes horas de la madrugada.

- Tenía que veros – expresó entonces el conde usando el mismo tono impávido que lo caracterizaba, pero dejando ver de nuevo aquel fuego en su mirada.

Bastian abrió la boca levemente, y un suspiro casi de doncella afrentada salió de ésta. Lavoisier se aventuró al lecho sin darle tiempo a reaccionar, y allí mismo, sólo alumbrado por los destellos de la luna que calaban hasta sus regazos, lo besó.

Habiendo usado las artes de los ladronzuelos y los enamorados más audaces, se las había apañado para trepar hasta los aposentos de su amado para comprobar con ojos propios que el daño perpetrado por su propia mano no había sido grave. Y luego, habiéndole visto tan hermoso, cual prenda codiciada, no había sido capaz de calmar el ímpetu que le orillaba a hacerle suyo.

- Pero… ¡¿Pero qué bellaca acción cometéis?! ¡¿Acaso es cierto entonces los insultos por los cuales os sentiste agraviado?! – inquirió el soldado apartando al malandrín que le acosaba tan inescrupulosamente.

Pero Lavoisier no era hombre que aceptara derrotas, ni en el combate ni en el lecho. Por eso, tan rápido como sus asaltos con el florete, tomó al chico en sus brazos y haciendo gala de su fuerza superior y de su cuerpo sin lesiones le recostó por completo cubriéndole cualquier replica demasiado bulliciosa con la palma de su mano.

- Dadme satisfacción – dijo con mirada de fuego… y diez minutos después Bastian descubrió en el goce que se hallaba en medio de sus muslos, lo que realmente le había pedido aquel hombre aquella mañana al exigirle satisfacción.

 

Fin.

Julxen 2011.

 


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