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Alas rotas por Candy002

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Estoy muerto. No sé cómo ni por qué.

Lo descubrí en el baño de la escuela durante el recreo. Venía sintiéndome extraño desde hacía unos días. Como si hubiera dormido con la ventana abierta toda la noche y todavía mi piel estuviera congelada. Me tocaba los antebrazos y el cuello para comprobar la temperatura pero me pareció que estaba bien. Mis manos no se sentían frías tampoco. Mi ventana estaba cerrada cuando me levanté. Todo parecía normal. Aun así, había algo raro. No podía quitármelo de la cabeza.

Quise preguntar a mamá cuánto frío había hecho anoche, ese primer día, pero nada más encontré una nota en el refrigerador diciendo que ella y papá habían tenido que salir temprano para una reunión de negocios, que volverían tarde y mejor me quedara en casa de Leo al terminar la escuela. Supongo que debió ser una reunión muy importante porque no me dejó nada de desayuno. No me quejo porque en realidad no tenía hambre, sólo esa cosa rara en la piel. Y de todos modos, incluso eso era normal.

Leo vino a buscarme con el auto último modelo que su padre había conseguido. Una real preciosura, había comentado. Yo la verdad de autos no sé nada. Era grande y cómodo, con eso me contentaba. Pero además tenía sus accesorios que más lo asemejaban a una casa rodante que cualquier cosa; a saber, pantalla de televisión, computadora con conexión wifi, reproductor de música, aire acondicionado, etc. Hasta una pequeña nevera de donde tomábamos gaseosas. No conducía su padre, claro, si no un par de tipos fortachones que también hacían de guardaespaldas personales de Leo. En la parte iba uno de ellos, con traje oscuro y la vista al frente, inmóvil. Nada más le faltaban los lentes de sol oscuros para completar la imagen, pero yo sabía que sólo se los pondría cuando hubiera que salir del auto. Cuando era más chico le pregunté a Leo por qué los usaban incluso durante la noche, que parecían idiotas. Entonces me dijo que era todo para disimular, así nadie sabe a quién están mirando y pueden ver lo que quieran libremente. Pero dentro del auto no hacía falta.

Me acuerdo de estas cosas nada más para no perder el hilo. Tengo que contar las cosas como son, después del uno sigue el dos, o no sé adónde iré a parar. No sé lo que ha sucedido, pero tal vez si voy despacio, con calma, termine por calmarme. Debo suponer que es así. Mientras pienso esto no puedo dejar de acordarme del libro de García Marquéz que nos dieron a leer en la escuela, "Crónicas de una muerte anunciada." O esa otra, "Pedro Páramo", de no recuerdo qué tipo, donde todos ya están muertos. La verdad sólo he leído el primero. Para el informe escrito que nos pidieron del otro saqué un resumen de Internet y lo pegué cambiándole unas palabras. Lo que quiero decir es que me pregunto cómo se supone que se siente un muerto. En la literatura basta que esté muerto, deje de respirar y ya. Todos sabemos su estado. Pero ¿y él? ¿Ese cadáver que sigue hablando qué piensa? Yo sé que pienso todavía, estoy pensando esto. Pero no sé qué hago aquí ni qué sucedió conmigo.

¿Ven? Estoy perdiendo el hilo ahora. Es como si me estuvieran por tomar una prueba importante y ni siquiera sé bien cuál es el tema. Uno está con las ideas revueltas, mezclando un dato con otro, cambiando fechas, y no tiene ni idea de quién hizo qué cosa o qué tiene que ver con qué. Por eso hay que ir paso a paso. A se relaciona con B y B se relaciona con C, que a su vez se relaciona con D y así todo el abecedario. Es más fácil así. Nadie me enseñó eso. Después de la última vez que me hice una ensalada con una prueba de Matemáticas (que aprobé a gatas), hice ese sistema, donde para acordarme de una cosa primero debía recordar la anterior, como si fuera una escalera que iba subiendo. No hay ninguna ciencia oculta en subir una escalera, es sólo un escalón por vez. A la larga todo se junta y tiene sentido. Más fácil.

Así que iba en la parte trasera con Leo y su guardaespaldas, un sujeto del que ni sabía el nombre y me daba vergüenza preguntar. El auto era tan grande que el guardaespaldas podía sentarse frente a nosotros y en medio todavía había bastante espacio para la pequeña nevera. Al accionarse un botón del techo bajaba una pantalla de televisión, que también servía para pasar DVD, pero cuando íbamos a la escuela nunca la usábamos. No usábamos ninguno de los accesorios mucho, en realidad. Me acuerdo de una o dos ocasiones en que Leo investigaba cierto tema en su celular usando el wifi y un viaje largo hace un año en la que nos la pasamos viendo toda la saga de "Volver al futuro", comiendo lo que había en la nevera, pero nada más. No sé por qué creen en la escuela que Leo es presumido. Su padre tiene dinero (es uno de lo más ricos en el país), pero cuando hablas con él no lo parece. Nunca está hablando de lo que tiene, de lo que va a conseguir o los viajes que ha hecho. Tiene menos pinta de snob que muchos de nuestros compañeros que sólo se dan aires cuando cumplen años y sus padres se permiten malcriarlos. En su ropa lo único carito que tiene son las zapatillas deportivas de marca que compra cuando se le gastan las anteriores, y se le gastan rápido nada más porque vive para el basket. Para otras cosas parecería que hasta le avergüenza el lujo que lo rodea.

Cuando era más pequeño sí que me impresionó descubrir que vivía en una mansión, que a los tipos que lo buscaban al finalizar las clases les pagaban para protegerlo de tipos malos y tenía tantas cosas nuevas. Los autos grandes, de cristales polarizados, eran intimidantes para cualquiera, sobre todo para un niño de ocho años, que fue cuando supe la posición económica del nuevo amigo que había hecho. Me dijo entonces que venía de una escuela privada en tal ciudad, de la que lo sacaron cuando su mamá murió y su papá quiso mudarse. Podrían haberlo enviado a otra privada pero a su padre se le ocurrió una pública, vayan a saber por qué. Más tarde me comentó que su creía que así se formaba el carácter; encogiéndose de hombros lo dijo, movimiento que yo repetí en respuesta.

Estaba lloviendo la primera vez que me subí al auto detrás de él. Salíamos de la escuela y parecía que se había hecho de noche, tan oscuro se había vuelto el cielo. Mis padres no aparecían por ningún lado y yo ni siquiera tenía paraguas, así que me estaba helando de los pies a la cabeza. Había surgido no sé qué problema en el trabajo (mis padres trabajan en la misma compañía, diferentes secciones) y cada uno creía que el otro había salido para buscarme. Yo seguía esperando bajo un árbol cerca de las puertas del colegio, sin que el árbol sirviera para nada como refugio, y Leo se me acercó, cubriéndome con el paraguas que sus guardaespaldas le trajeron. Nos sentábamos juntos en clases y nos llevábamos bien. Ahí me preguntó qué pasaba, si no me buscaban y que si quería me podía llevar a casa. Dudé mucho porque no quería preocupar a mis padres si llegaban y no me encontraban, pero acabé aceptando cuando Leo agregó que podía llamar a casa. La calefacción estaba prendida. Uno de los fortachones marcó los números que le decía en un teléfono pegado al apoyabrazos y yo lo miraba como embobado al aparato porque no me parecía de verdad, si no de juguete, solo que funcionaba igual que uno cuando me lo pasaron y oí la voz de mamá.

Desde entonces, para ahorrarles tiempo a mis padres, Leo es quien me busca de casa al colegio y en viceversa. A él no le molesta porque sólo significa una parada en el camino que de todas maneras toma. Esa mañana, al verme, preguntó qué me pasaba. Como ni yo mismo lo sabía, no podía responderle otra cosa si no que sólo tenía sueño. Pensé que a lo mejor eso realmente lo que sucedía. Supe por su mirada que no lo dejé del todo convencido. A medida que pasaba el día y la sensación no desaparecía, si no que parecía hacerse más clara, mi extrañeza debió pasarse a mi cara porque más de una vez atrapé a Leo observándome, con cara de preocupado. Tal vez esperaba que me pusiera a vomitar o qué sé yo. No me habría sorprendido para nada acabar haciéndolo. A eso lo hubiera entendido, carajo.

Me están ganando los nervios, poniéndome en blanco. No puedo salir con esta herida en la muñeca. Ni siquiera creo que vaya a cerrarse alguna vez, ya ni me duele. Oh, Dios. Creo que faltaré a la clase que sigue. Gracias al cielo es la última.

A ver, necesito calmarme. Repasar las cosas, como antes de una prueba. Es lo único que me queda, supongo, ya que no tengo idea de nada.

Estaba insensible, con cara rara y en la clase de Lengua. El profesor hablaba sobre literatura española. No tenía los apuntes de la última clase, se los pedí a Leo y copiaba mientras él tomaba los de ahora. En algún momento me corté con el papel. Vi el corte y me llevé el dedo a la boca, pero no salía sangre y, ahora que lo pienso, tampoco dolía. Llevármelo a la boca fue sólo un reflejo, uno que me negué un poco avergonzado al darme cuenta. Debió ser demasiado superficial porque, la verdad, si no lo veía ni me enteraba. Eso pensé entonces pero ahora...

No debo perder el hilo. Veamos. Continué con lo mío hasta la última hora. Teníamos entrenamiento de basketball. Yo no soy tan conocedor del deporte como Leo, que se sabe el nombre de todos los jugadores importantes y hasta el de sus mascotas, pero me gusta mantenerme en movimiento. Se siente bien cuando arrojas la bola, sin saber bien qué pasará, y resulta en anotación. Cuando se lo festeja juntos es cuando un equipo realmente lo es, eso es lo que pienso. No importa qué tan bien jueguen juntos, si no pueden compartir todos la alegría no hay verdadero compañerismo. Pero aun así es bueno estar ahí. Por un rato no existe nada más en el mundo que la pelota y el aro. El tenerla, no tenerla, buscarla, bloquearla, cuidar su posición. Es todo en lo que uno piensa. No hay nada más.

Ese rechinido que hacen las zapatillas sobre el piso me encanta. Si tuviera que elegir una palabra para describirlo sería velocidad. A pesar de lo de esa mañana, me notaba en mejor estado que nunca. Creí que me había dado un golpe de suerte, pero Leo dijo que era yo que andaba más rápido, más confiado y no sé, a lo mejor tenía razón. Debí haber sabido que algo andaba mal cuando noté que después de un tiempo ni siquiera tenía sed. Me había puesto desodorante en balde porque no había sudado nada. Tomé el trago que me ofrecieron, pero yo sabía que no me hacía falta.

¿Será posible que lo hubiera sabido? ¿Que mi cuerpo ya no necesitaba nada porque sencillamente había dejado de funcionar? ¿Pero cómo? Sigo aquí. Físicamente sigo aquí. Sé que no soy un fantasma porque todos pueden verme, oírme, tocarme. No atravieso paredes y estoy bastante seguro de que tampoco puedo flotar. ¿Entonces qué? ¿Me he convertido en un vampiro que puede andar a la luz del sol? No tengo hambre de nada. Como y bebo cuando debo, pero hambre no. Ni de sangre ni de agua ni de comida. Estoy cayendo en cuenta de todas estas cosas y no puedo dejar de preguntarme qué me pasó, cuándo, cómo, por qué. Mierda. Lo malo no es el estar muerto, no. ¿Qué le puede importar a un muerto estar muerto? Lo malo es que no saber un carajo, igual de esa forma uno se imagina las peores cosas y no sabe qué creer.

Y eso no es todo. Encima no es todo. Por las noches pasa algo conmigo que no puedo explicar. Tengo sueños, pesadillas, muy confusas. Hay momentos en los que mi mente está literalmente en mente, como una pantalla de cine antes de que enciendan el proyector, y de esa misma pantalla surgen destellos y sonidos que no sé de dónde vienen. A veces son gritos de dolor, como si alguien estuviera siendo asesinado, y de cosas rompiéndose, vidrios o algo así, tan cerca que parecería que han sido destrozadas sobre mi oreja. Y una o dos veces creí identificar alarmas, silbatos, disparos. Los sonidos son los que me llegan más fácilmente. Las imágenes son borrosas, difusas y fácilmente se confunden. Nada más recuerdo algo con facilidad. Una cara de un tipo que nunca he visto, con lentes de marco azul y pelo castaño. Su expresión es como la del entrenador cuando dice que debemos cuidar la defensa; como si estuviera tenso y preocupado pero, porque sabe que es observado, aparenta calma, aunque igual se le nota. Una sola vez lo vi y ya se quedó en mi recuerdo para siempre. Es lo único claro que he conseguido de esas noches y la verdad no me preocupa.

Puede que sea un tío que tenía y se murió cuando era muy chico, yo qué sé. Hace un tiempo en una película oí que la mente humana jamás olvida nada; todo, hasta su primer aliento, lo almacena en las regiones más profundas del cerebro y todo eso tiene que ver con cómo es la personalidad de uno al crecer. Por lo último yo no pondría las manos en el fuego, pero creo que lo primero sí tiene sentido. La mente no puede ser como un estante cualquiera, que en cuanto se llena de nuevas cosas deja caer las otras. No pretendo ser un experto ni nada, pero más complicado que eso debe ser. Si no ¿cómo se explica que recuerde perfectamente cada noche en que me he quedado a dormir en la casa de Leo, varios cumpleaños y lo que me dieron en la Navidad de hace tres años? Pero sin embargo, por más que fuerzo la memoria, no sé qué cené el viernes pasado ni lo que hice, si me quedé en casa o qué. En fin, que el tipo no me preocupa.

Es la pantalla en blanco la que me pone de los nervios. Ese blanco con todos esos efectos de sonidos venidos de ninguna parte y la oscuridad que viene de pronto, una oscuridad consciente. Esa es la palabra que buscaba: consciente. Una oscuridad tan profunda que es como si te mirara de vuelta, esperando, nada más que esperando que des el paso equivocado en su dirección y estrellarte contra lo que sea haya en el fondo. Yo no quiero bajar por ahí. No sé lo que hay, pero no quiero averiguarlo. Demasiado tengo con ese maldito blanco, que vuelve cuando se le da la gana, dándome un puto susto de muerte.

He tratado de no dormir para no verlos a ninguno de los dos, pero inevitablemente, todas las noches, sucede lo mismo. Trato de concentrarme en lo que sea, en videojuegos o películas, pero mi mente acaba cediendo alrededor de la medianoche y no puedo hacer nada hasta la mañana siguiente, justo a tiempo para la escuela. No importa qué tan poco cansado esté, simplemente me apago, como si me hubieran dado un tiro en la nuca. Eso es algo que también me asusta.

Mamá y papá no me sirven de nada. Cada vez que estoy en casa y de casualidad ellos también, están o en el estudio, con las puertas y persianas cerradas (siempre he sabido que eso es señal de que quieren estar solos), o en su cuarto durmiendo. Sé que tampoco debería recurrir a ellos como un nene asustado de la oscuridad (una oscuridad ciega y tonta, benigna, no la otra), pero aunque lo hiciera ¿qué podrían decirme? Si hubiera muerto en algún accidente y revivido por alguna magia vudú ¿no lo sabrían ya? ¿Y si es que lo saben y no quieren estar cerca de su hijo zombie? Nunca han sido los padres más cariñosos antes. ¿Por qué lo serían ahora? Me acerco a la puerta de ambas habitaciones y es como si una alarma de pesimismo se me encendiera en el cerebro. Acabo marchándome esperando que no me hayan oído.

La campana. Yo no voy a ir. Lo siento, profe, no tengo ganas de oír su perorata algebraica hoy. Me río imaginándome diciéndoselo de frente a su cara agriada. Pero veo la piel cortada, que no cicatriza, y la sonrisa se me cae pesando como el plomo. No sé qué hacer.

Hay una cosa que me tiene preocupado además. Otra cosa más. Tiene que ver con los sonidos tras la pantalla blanca. Cuando todo está oscuro, no oigo nada, y por eso sólo me queda esa impresión de que alguien quiere atraerme hacia algo malo, peligroso para mí. Hace tres noches escuché tres disparos. Exactamente tres y el grito de una mujer, joven creo. Tres disparos, grito. Eso es todo lo que obtuve... déjame que me acuerde, cuatro noches atrás. Pues bien, como a los otros sonidos no iba a prestarle más atención hasta que vi de casualidad en el noticiero (andaba saliendo con Leo del cine, últimamente salimos todos los días) un video de seguridad. Justo en ese momento Leo había vuelto al cine porque se había olvidado el celular en su asiento. Yo me quedé viendo la noticia. Al parecer un invasor había entrado en un laboratorio electrónico experimental y lo destrozó todo. Se contaban siete muertos y cinco gravemente heridos. Conocía la compañía. Era parecida a la que controlaba el padre de Leo pero mucho más avanzados.

Ellos habían pasado de las computadoras, cámaras de alta definición, televisores de pantalla plana y otros aparatos para ir directo a lo extraordinario: mente humanas en máquinas. Así, supuestamente, las personas vivirían por siempre. Sus recuerdos, sus vivencias, todo rastro visible de su personalidad volverían a ser transmitidos electrónicamente por una computadora. La polémica que armaron generó protestas de todos los sectores imaginables, sobre todo por parte de los religioso, que defendían el derecho a la vida orgánica y detestaban lo lejos que había ido el orgullo del hombre al querer trascender la muerte. Había oído sobre eso durante una clase, en la cual la profesora se mostró claramente a favor de los religiosos y, más o menos con sutileza, nos invitaba a hacer lo mismo. Yo prefiero ser neutral en todo ese asunto. Es decir, no le veo la gracia a pasar los recuerdos de una persona a una máquina y pretender que esa máquina es la misma persona, pero tampoco veo en qué puede perjudicar a alguien hacerlo. No está lastimando a nadie.

Me estoy desviando del tema. Hablaba del noticiero que vi. Bueno, en sí la historia no me impresionó mucho. Lo lamento por los muertos y heridos, pero muchos se mueren todos los días y no voy a llorar por cada uno. Me impactó el video de seguridad, el único que tenía imágenes esclarecedoras acerca de lo que pasó. Los otros debieron ser destruidos y el invasor no reparó en esa cámara si no hasta el último momento, en el que se ve una mano oscura cubriendo la lente y luego se pierde la señal. Nada más fueron un minuto y tantos segundos de vídeo, pero el resto se aclaraba solo. Aparecía una mujer, de unos treinta y poco más, vestida como guardia de seguridad. Tenía la pistola contra la cadera al entrar en escena pero cuando se detuvo la sacó rápidamente y presionó el gatillo apuntando al frente. La cámara no tenía micrófono. Tres veces salieron luces brillantes del cañón del arma. Un momento de quietud, como de estupefacción. Y luego algo le daba en el cuello a la mujer, algo que la hizo soltar el revólver y llevarse las manos ahí. Se agitó -lo lamento por la crudeza- como una tonta, agitando las palmas y las piernas con las rodillas juntas, con la boca tan abierta que por poco se disloca la mandíbula. Un segundo más tarde estaba en el piso y la cámara era destruida. Sé que la mujer estaba gritando y el número de disparos era exacto.

Pensar en que pudiera haber una relación me abruma tanto que quedé en blanco y como en estado automático hasta que Leo apareció de nuevo. Al verme preguntó si todo estaba bien. Yo tuve que hacer tripas corazón (olvidar la pequeña voz que sugería que me iba a volver loco) y responderle que sí, todo bien. No pareció que mi respuesta lo reconfortaba en nada, pero al menos se guardó de hacer cualquier comentario mientras volvíamos a su casa. El bueno de Leo.

Vi el noticiero apenas ayer y hoy he decidido que ha llegado el colmo. Esta sensación en mi piel se ha vuelto tan molesta que es como si no la sintiera mía, como si me la hubieran prestado nada más y quisiera la mía de vuelta. La oscuridad había estado a punto de devorarme. Esta noche estuve muy cerca de caer, muy cerca y estoy cansado de temer. De modo que cuando sonó el timbre del recreo me escabullí de Leo y me oculté en el baño, fijándome por debajo de las puertas que fuera el único adentro. Tenía en la mano la trincheta de un compañero que tomé sin permiso. Presioné para que la hoja saliera hasta la mitad. Me mordí los labios, tanto que los debía tener blancos (o no, tal vez no lo estaban) y clavé la trincheta hasta el fondo de un solo golpe. La moví hacia mi dirección y la saqué, dejándola caer luego. Mi mano nunca había temblado con una pelota encima, pero ahora lo hacía. No podía entender lo que veía. Acaba de cortarme mi propia muñeca, uno de los métodos más comunes para el suicidio, y fue incluso más imperceptible que un corte de cabello.

Comencé a llorar. Sí, carajo, a llorar. No me dolía y para colmo no sangraba. Y cuando por fin lo entendí, que estaba muerto, aporreé las paredes del pequeño cubículo, levanté una pierna y le di de patadas a la puerta que oí al marco astillarse y noté el hueco que había hecho. En cuanto lo vieran iba a darnos la misma charla inútil sobre cuidar nuestra escuela que dieron cuando se descubrieron los graffiti en los pasillos. Tuve la bastante cordura para pensar que no quería que me echaran la charla sólo a mí, de modo que salí del cubículo y me metí a otro, pensando, pensando esto, tratando de averiguar qué fue mal. No encuentro nada. Es otro gran blanco en mi mente que se me escapa y tal vez la oscuridad .-el diablo, un brujo, una maldición- devoró.

No puedo seguir dándole vueltas a esto. No solo, no pienso aguantarlo. Hablaré con Leo. Gracias a Dios no tenemos entrenamiento hoy y mis padres de nuevo llegaran tarde, por lo que me quedaré a cenar en su casa. Espero que llegue de buen ánimo.

Me ha llegado un mensaje suyo. Pregunta dónde estoy y si pasa algo. No puedo pensar bien, así que me limito a teclear que sí, no hay problema, sólo una descompostura (cómo quisiera) y falta de ganas. Me responde rápido. Ok.

Sí, qué bien, me digo girando los ojos.

Leo llega sonriente y tiene ánimo conversador. Durante el viaje a la mansión no deja de comentarme acerca de distintas, incluso de películas que ya hemos visto o series que me quedan por ver. Trata de convencerme de retomar una que he dejado por falta de interés cuando nos detenemos frente a la reja de entrada. Como siempre, el guardaespaldas que conduce muestra una tarjeta laminada al encargado de seguridad. Y como siempre asiente, tira de una palanca y las grandes puertas de hierro se abren. Leo habla tanto que a penas espera una respuesta mía para seguir con otro tema. Su conducta me parece extraña y desconcertante, pero tengo mis propios problemas en los que concentrarme de modo que le dejo cacarear a placer.

De todos modos pronto descubro que no tengo valor para sacarlo a luz. La charlatanería de Leo y su insistencia de jugar a los videojuegos hasta la hora de cenar me ahorran el trabajo de buscar palabras, y en cambio me permiten relajarme en la bendición que es el silencio propio. Por supuesto, empatamos, y a las 8 de la noche él se hace traer la cena por un sirviente francés al que nunca le entiendo ni pío en un carrito que deja cerca del sofá donde nos sentamos. Devoramos pedazos de pizza y hablamos. Me encuentro de pronto de nuevo cómodo y, olvidándome para variar de mi aparente muerte y resurrección, le sigo la corriente a Leo sin ningún problema. Por fin, a las 10, con nada más que servilletas y vasos de gaseosa medio llenos entre nosotros, estoy lo bastante relajado para hablarle sobre lo que me pasa.

La calma se me va a medida que más palabras dejo que salgan. Intento, de forma acotada, hacerle entender el terror que he estado sintiendo los últimos días de mi propio cuerpo, sobre las pesadillas y el deseo intenso de no volver a pegar un ojo en la vida (¡o la muerte!). Hablo tan atropelladamente en mi prisa por incluirlo todo que dudo siquiera ser coherente pero Leo me mira con una pena simpática que me hace imposible el poder detenerme y hay momento en que creo que me entiende incluso. Lo quiero abrazar o quiero que me abrace, una de las dos, cualquiera, pero sólo sigo hablando y él jamás dice una palabra y cuando por fin finalizo enseñándole la herida que me hice exclama "¡Mierda!" y aparta la vista. Yo estoy ahí, sosteniéndome la muñeca como un cachorro abandonado al que no quiero que sacrifiquen, pero entiendo. Ver una cortada tan profunda, aun sin sangre, debe ser impresionante. Que le pregunten a la puerta del baño.

—Mierda —dice Leo con la respiración agitada, viéndome de reojo, como si ahora él fuera el aterrorizado—. ¿Te duele?

—No —respondo y tiro un poco del borde para demostrárselo—. Ese es el problema.

—Bien —dice él, desconcertándome, y traga saliva para hacer acopio de valor. Repite otro "bien", tan fuera de lugar como el anterior, y vuelve a observar el corte. Acerca a mí una mano temblorosa para tocarlo y una parte de mí se estremece cuando cubre la distancia entre los bordes con su pulgar, sintiéndolos en su propia piel. Con eso no iba a conseguir taparla. Alza los ojos y yo estoy seguro de que tiene miedo, tanto como yo. El hecho consigue aliviarme como no podría haber imaginado—. Bien, está bien. Iremos a hablar con mi padre, ¿está bien? Él te llevará con un doctor y te arreglará.

—Leo, no tiene caso. No hay sangre, no hay dolor. ¿No te dice eso ya bastante de lo que se puede hacer?

Pero en realidad no me escucha. Sus cejas rubias decaen sobre sus ojos y se levanta del sofá, da unos pasos sobre la alfombra y se inclina a abrazarme. No puedo sentirlo, no como debería, creo, pero me gusta que me toque y me agrada la manera en que su mano acaricia mi nuca, presionando ligeramente la base del cue...

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La compañía Crucifix por años ha sido líder en tecnología en varios países de Occidente y actualmente hace grandes avances en los países latinoamericanos. Luego de la muerte del fundador, su presidente a cargo, Rafael De la Torre, tal vez por ser de madre argentina y padre español, impulso el movimiento durante una época clave de compañía. En sus últimos años el fundador había estado experimentando con lo que los medios conocían como TME (Transferencia Mental Electrónica) a causa de la muerte de su hija adoptiva, pero lo llevó a cabo clandestinamente, fuera del ojo público, así tuvo oportunidad de perfeccionar su trabajo a fin ofrecer una verdadera continuación de la vida humana. Se relación y fusionó con otras compañías que buscaban lo mismo, valiéndose de sus recursos y apoyo para dar forma a su ideal. Luego de varios prototipos que se presentaban como defectuosos en poco tiempo, por fin lo consiguió: una niñita rubia, alegre pero callada, devota de su padre y a nadie más. El anciano se regocijó en su éxito pero asintió a quienes le advirtieron que no podía comercializarlo aún, que aún había detalles con los que trabajar para evitar futuras complicaciones. Aprobó proyectos, firmo documentos para que se siguiera intentando, mientras en casa todavía vivía junto a su pequeña hasta el momento en que exhaló su último respiro. Su hija fue la única testigo. Cuando vio que los signos vitales habían caído definitivamente ella se apagó también para siempre, como estaba programa a hacer desde el inicio.

Rafael De la Torre vio una oportunidad de oro para volver a la tierra natal de su madre. Continuó la obra de su predecesor, aun después de la muerte de su propia esposa, a quien nunca intentó traspasar a una máquina. Pero era frustrante ante el número de fracasos. Día tras día de evaluar posibilidades le hicieron ver que el objetivo no era digno de tanto trabajo. Debía engrandecerlo, hacerlo más práctico para otros, pero ¿cómo?

El presidente de una de las compañías fusionadas llegó, oportunamente, con un proyecto ambicioso. Lo llamaba Arcangelo y consistía en revertir el proceso llevado hasta ahora, es decir, promovía la utilización de cuerpos, cuerpos humanos, revividos en su parte mecánica por complejas redes de cables y metal, a fin de imitar la vida no sólo en pensamiento si no en carne. El cerebro sería nada más que un chip insertado. Pero el proyecto hablaba además de usar esos híbridos para provecho de la compañía y de quien pagara lo suficiente como armas. Dependiendo del cliente las modificaciones al cuerpo serían hechas a su medida. Como oficialmente esos cuerpos están muertos y han abandonado este mundo serán imposibles de rastrear. La falta de miedo natural garantizaba la mayor precisión posible. Llevaría mucho más tiempo perfeccionarlo, debido a las complicaciones que podrían surgir en la mente del sujeto de contener recuerdos humanos, pero la visión de un mejor y más verde horizonte iluminó la mente de Rafael De la Torre hacia el camino correcto. Sin embargo, era arriesgado dar a conocer un plan así, sobre todo por la presión pública, por lo que firmaron un documento para mantener todo en el más estricto secreto. El paisaje que Rafael se pintó desde la primera vez que oyó del Arcangelo debió esperar otra buena cantidad de años hasta hacerse realidad. Específicamente, hasta la muerte de Marco Velga, el mejor amigo de su hijo Leonardo.

Un accidente de coche. Acabó con toda la familia y su hijo adolescente. Ya no comió, bebió y perdió todo interés por el basketball ante aquella pérdida. A Rafael le dolió demasiado en el alma verlo de ese modo, así que escogió el momento apropiado, hizo a su hijo sentarse en su estudio y le habló de lo que pensaba. Le preguntó qué le parecería si pudiera traer a su amigo de vuelta y el resto de la conversación fluyó sin ninguno obstáculo de por medio. Claro que tuvo sus complicaciones, no sólo en cuanto al cuerpo en sí. Hubieron que trasladarse a otra ciudad, donde nadie reconocería su rostro, mover un montón de influencias para cambiar el nombre del futuro muchacho y arreglar una casa para él. Y su hijo debería mantenerle vigilado el mayor tiempo posible para informarle de cualquier anomalía.

Funcionó bien, maravillosamente bien, por unas semanas. El muchacho era menudo, veloz y eficiente en cumplir las órdenes. Durante el día nadie diría que sobresalía del montón de sus compañeros. Rafael De la Torre ordenó la creación de otros Arcangelos tras la caída de una compañía competidora. En poco tiempo tenía un pequeño ejército siendo ofertado y vendido a los mejores postores. Todo iba tan sobre ruedas que la aparición de su hijo con su amigo, inconsciente, en brazos, fue más causa de estupefacción que otra cosa. Leonardo explicó lo que pudo, en medio de su conmoción, a los científicos acerca de lo que su amigo había estado pasando sin darse cuenta. La pantalla en blanco, los sonidos y la oscuridad que aparecía de pronto y se iba de igual modo. El científico líder examinó el cuerpo bajo una intensa luz, ajustándose de vez en cuando los lentes de marcos azules.

—No es grave —dijo en referencia a la herida. Tocó la piel para probar su textura. Algo seca. Podía arreglarse—. Tenemos suerte de que no hubiera cortado más a la izquierda porque así habría perdido todas las funciones de su mano.

Mientras los científicos desvestían a su amigo, lo arreglaban y lo dejaban acomodado sobre una camilla bajo una intensa luz, Leonardo hizo caso de las indicaciones de otro científico y, como ya hiciera otra vez, se subió al banquillo que había dentro de una sala que no dejaría salir ningún sonido hacía afuera. Frente a él un gran micrófono negro y en sus manos una hoja de papel transcripta por computadora desde su propia letra. La primera vez había estado mucho más nervioso, sin tener idea de lo que se esperaba de él y dudando que eso pudiera traer a su amigo de vuelta. "Ten paciencia, pibe", le dijo un empleado especialmente joven y otro, más experimentado, posó la mano en su hombro para explicarle con voz serena que era imprescindible para el proyecto que la personalidad fuera dictada por una voz conocida y familiar. Las pruebas demostraban que así el cerebro virtual retenía mejor los rasgos positivos y ponía cuidado a los negativos. De modo que ahora él, quien mejor lo conocía, debía escribir una serie de cosas que describieran a grandes rasgos la vida e historia actual del muchacho. Algunas cosas, la mayoría, las escribió él mismo. Otras fueron por imposición, para preservar al muchacho de futuro desastres, según los científicos. La voz le tembló tanto entonces que debieron repetirlo tres veces hasta que le salió bien pero ahora, pasada la impresión, leyó de manera impasible sin ninguna inflexión en su tono.

—Te gustan los gatos más que los perros porque los gatos son más suaves. Te gusta el basketball porque mientras juegas es todo en lo que puedes pensar. Te gustan los videojuegos, las películas de ciencia ficción y acción. Detestas la zanahoria por su sabor. Tu fruta favorita es la pera. Nunca has tenido mascotas. Tu mejor amigo es Leonardo De la Torre y sus guardaespaldas te intimidan —Esboza una sonrisa sin saberlo—. Sabes que no eres el más fuerte por lo que intentas ser el más prudente. No soportas Matemáticas. Para estudiar tienes un sistema que llamas de escalera, donde todo se relaciona con todo. No te importa hacer trampas en los exámenes o las tareas pero tampoco te cuesta estudiar. Tus padres nunca han sido cariñosos contigo así que no les confías tus problemas.

Continuó enumerando características hasta que vio por la ventanilla frente a sí la mano de un empleado agitando la mano para indicarle que ya era suficiente. Leonardo asintió y salió de la sala. Ubicó al líder de los científicos y se dirigió hacia él, sin querer mirar el cuerpo bajo el reflector.

—¿Cuánto tardará?

El hombre, relativamente joven, se quitó un mechón rebelde de cabello castaño y calculó dándose pequeños golpes en los lentes de marco azul.

—Una semana o dos, es difícil decir. ¿Recordaste mencionar para su memoria que ha estado de vacaciones familiares por una promoción de su padre?

Leonardo se apenó al reconocer que se había olvidado de esa parte. El hombre sonrió y le palmeó el hombro afablemente.

—No te preocupes, sólo es cuestión de hacerlo otra vez.

Notas finales:

¿Comentarios?


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