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Baile de los idiotas por Candy002

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Después de la última timbrada del día, Samuel Wercher se dispuso a olvidarse completamente de la escuela. Con la mochila al hombro y un inmenso deseo de llegar a casa, recorrió los pasillos de la escuela secundaria Belgrano. Se detuvo unas calles más adelante, en una esquina tras la espalda de un hombre alto, más gordito que esbelto, y cabellera castaña revuelta en rulos incomprensibles. Parecía esperar a que el semáforo diera verde. Samuel levantó una pierna y le dio un ligero toque al trasero con su zapatilla desgastada.

 

El hombre -que más que hombre era un joven de 27 años y se llamaba Francis- se volteó y dos ojazos de color miel fijaron la vista sorprendidos en el muchacho esmirriado, de camisetas siempre demasiado grandes y nariz demasiado grande. Frunció el ceño, pero sonreía.

 

—No tienes nada mejor que hacer que andar pateándole el trasero a la gente, ¿no es cierto?

 

Tantos cigarrillos en su adolescencia le habían dejado una voz ligeramente rasposa. Samuel fingió confusión, colocando un dedo sobre los labios en aparente ingenuidad.

 

—No sé de qué me hablas —La inocencia perfecta—. ¿Vas a algún lado? —preguntó a continuación.

 

—No es que te importe —dijo Francis haciéndose el distraído, mirando hacia el cielo templado—, pero voy a comprar el último juego de Final Fantasy. Salió a la venta hace dos días.

 

Ahora sí lo miró. Oh, cómo le gustaba tomar por sorpresa a ese chico. Verlo abrir los ojos con estupefacción y la boca caída. Sigue teniendo frenillos. Tres meses más y hola sonrisa perfecta.

 

—¡No jodas! ¿Por qué no me enteré?

 

Ese “no jodas” sonó como el siseo de una serpiente olisqueando una jaula nueva. Había escupido un poco al hablar.

 

—Bueno, ahora lo sabes —Francis vio que ya podía cruzar la calle y señaló la otra esquina con la cabeza—. ¿Vienes?

 

Samuel se desinfló como un globo.

 

—No puedo —dijo y agitó un bolsillo –vacío- de su campera para dar a entender el motivo.

 

Francis disimuló no desilusionarse mucho.

 

—Oh.

 

No lo consiguió. No era buen actor. ¿Por qué no era buen actor? Trágalo, tierra.

 

—Posiblemente pueda pedirle a mamá algo la semana que viene, cuando cobre —dijo encerrando sus manos en ambos bolsillos, encogiéndose un poco de hombros.

 

 El año pasado habría estado cerca del llanto berrinchudo, pero con el divorcio de sus padres… pues se había acostumbrado a esperar por las cosas, especialmente las que involucraran dinero. A veces no podía ni hablar de eso porque su madre encontraba cualquier cosa que le recordaba a su ex esposo, se ponía a llorar y Samuel se sentía una bestia por haber pensado en pedirle dinero.

 

Y tan incapaz se sentía de conseguir el videojuego ese día que no notó el sonrojo de Francis consecuente de su desliz, cosa que éste agradeció en silencio. Estaba sumamente mal y todo, pero en los últimos tiempos Francis agradecía –con una voz encerrada en lo más profundo de su mente, sin posibilidad de apelación- muchas de las desgracias de Samuel. Porque cuando no podía hablar con su madre, solía hablarle a él o visitarlo a su casa. Decía que era el único que no se quejaba todo el tiempo de que no le entendía por lo jodidos frenos.

 

—De todos modos puedes venir conmigo si quieres —ofreció Francis esperanzado—. Luego podemos probarlo en mi departamento.

 

No podía evitar estar orgulloso de decirlo. Mi departamento. Desde hace dos meses, Francis oficialmente se había librado del hogar que había compartido con su padre, los dos solos, desde que a su madre la alcanzara aquel tiroteo cuando tenía 16 años. Diez años y todavía dolía un poco, pero el sabor de la independencia que todo joven ansía ayudaba a aliviarlo. Mi departamento.

 

La cabeza de Samuel se movió a un lado y otro con pesadumbre. Mierda.

 

—Mamá va a trabajar hasta la tarde. Tengo que limpiar unos trastos y hacer la comida.

 

El año pasado tampoco habría hecho eso de ninguna manera. Antes se echaba en la cama mientras su hermano mayor se ocupaba de todo. Pero claro, el año pasado el hermano de Samuel no había sido aceptado en una universidad ubicada en el otro extremo de la ciudad y ni su madre había tenido un trabajo que la ocupara hasta la tarde. De todos modos todavía residía un ligero puchero en su expresión resignada.

 

—Entonces nos veremos más tarde —dijo Francis sin mayor ánimo, sintiéndose un poco culpable.

 

Podría haberse ofrecido al chico a acompañarlo y ayudarle, que de todas formas tenía el videojuego reservado, pero eso hubiera sido muy amable y él no era amable. Sólo un poco, lo suficiente. A Samuel le desconcertaría ver que había rebasado su límite de bondad por él. Y si le extrañaba su comportamiento, podría llegar a pensar en todas las veces en que lo miró más de la cuenta,  en que lo ayudó con sus tareas aun cuando se suponía que era tutor de su hermano –dado lo cual se conocieron-, en que siempre lo recibía con una sonrisa que apenas alcanzaban sus labios; y tal vez concluyera que la amabilidad no tenía mucho que ver y sí que era el ser más patético sobre la tierra.

 

Los autos volaron a su lado y los cabellos negros de Samuel se agitaron golpeando sus facciones delgaduchas como latigazos. Se había perdido el momento de cruzar.

 

—Sí, claro —musitó Samuel y se alejó por la esquina en dirección a su casa.

 

La camiseta que llevaba mostraba incontables pliegues a cada movimiento, revelando cuanta tela sobraba sobre aquel cuerpo. Le había dicho una vez a Francis –sin que se lo preguntara, más bien queriendo descargar su frustración- que su madre decía que así le durarían más. Los pantalones al menos eran de su talla y perfilaban bien las piernas delgadas.

 

Francis suspiró cuando desapareció de su vista y apoyó  la espalda contra una pared a la espera de que volviera la luz verde. Se estaba preguntando por qué no había ido con el chico y a la vez se rehusaba a moverse para alcanzarlo. <<Soy un jodido imbécil>>

 

--

 

Francis encendió la luz de su apartamento de una habitación, baño, sala de estar-comedor-cocina y dejó la bolsa con el videojuego adentro sobre la mesa de la cocina-sala de estar-comedor. Miró la hornilla con una sartén encima y pensó en que no tenía ganas de limpiarla.

 

Había demasiado silencio mientras se dirigía a su cuarto y se echaba en la cama, suspirando. Qué diablos, había demasiado silencio cada vez que Samuel sacaba su cabecita morena de ahí. Con él había mucho barullo, gritos y risas que sonaban a rebuznos de mula, provenientes de la garganta de ambos. Había más vida que la que prodigaba él con sus miniaturas de las Guerras de las Galaxias, sus ejemplares del Hombre Araña y sus posters de Superman, siendo el único ser viviente.

 

A Francis una vez se le antojó aumentar la entrepierna del Hombre Araña con el Photoshop. Sintió tanta culpa como si hubiera profanado un monumento histórico y deshizo la imagen en miles de pedazos. A las tres semanas lo intentó de nuevo, pasó un dedo por el contorno abultado, por las piernas con músculos bien trazados y descubrió que no quería romperla

 

La tenía guardada en una caja de madera bajo la cama, junto a unos dibujos que había hecho basándose en un Peter Parker sin camiseta y un Superman destrozándose la suya para descubrir que no se había puesto su traje debajo. Todas serían consideradas una blasfemia por la mayoría de los admiradores y él claramente no tenía madera de dibujante, pero las conservaba bien y solía acariciarlas de vez en cuando.

 

Su madre había muerto sabiendo que dejaba atrás a un hijo homosexual y su padre moriría sabiendo lo mismo, pues se los había confesado teniendo 14 años. Sin dramas ni gritos de “¿por qué a mí?”. Fue algo casi decepcionante, como decir que le gustaba más el helado de limón que el de chocolate.

 

Simplemente le había preguntado a su madre, en medio de una cena con los tres en la mesa, qué diría si le decía que era gay. No sabría explicar con exactitud por qué había decidido hacerlo en ese momento; suponía que había sido una franca curiosidad por saber la opinión de ella.

 

La mujer se le quedó mirando durante un segundo, quizá evaluando si la pregunta iba en serio, y sugirió:

 

—¿Eres gay?

 

Le había tomado por sorpresa.

 

—Algo, creo. Me parece—y luego especificó, no sin pena por sus balbuceos—. Sí.

 

—Oh, bueno —Francis no creía que fuera a olvidar esos ojos como venado que van a atropellar. Después una luz de comprensión –el camión malo no te va a matar, Bambie, porque estás en la vereda- y finalmente una sonrisa un poco afectada—. Mientras seas feliz, cariño.

 

—Eso mismo —gruñó su padre, aliviado de no tener que dar mayor respuesta; siempre había sido un hombre lacónico por naturaleza.

 

Eso fue todo. Lo siguieron tratando como si fuera su único hijo. Descontando que su madre lo abrazaba más seguido y susurraba “mi bebito”, llenándole de besos la cara pese a su insistencia de que lo dejara en paz. Su padre no le hizo tantos mimos. Dios, cómo la extrañaba.

                                                                                                         

Vinieron los novios. Dos habían sido nerds –no veía por qué no llamarlos o llamarse como lo que eran- que conoció en las convenciones que se celebraban en el centro de la ciudad, fieles a las mismas historietas, series de televisión y videojuegos que él, pero que no sabían hablar de otra cosa que sus teorías de conspiración. Que si Expedientes X es un engaño del gobierno para hacernos creer que sólo es ficción, que si miras Hombres de Negro tres veces notas que los aliens son demasiado reales, que la Guerra de las Galaxias fue creada basándose en el Apocalipsis. En un principio era genial tener con quien hablar de esas cosas, pero luego se armaba el verdadero Apocalipsis cuando cometía el error de sugerir que Isaac Asimov no era el mejor autor de todos los tiempos. En lo que a Francis respectaba, nadie superaba a Oscar Wilde.

 

Más tarde llegó un chico punk, de cabello rosa levantado al estilo mohicano y ojos azules como cristales opacos, que recitaba pasajes de importantes clásicos sin equivocarse una coma y siempre sabía qué significaba cada palabra. Sorprendentemente, su vida sexual había sido el motivo de su separación. A través de un correo electrónico el chico punk le había sugerido armar un trío con su primo, y el silencio que le dio por respuesta pareció ser demasiada ofensa para continuar estar juntos. Francis permaneció una semana preguntándose si lo lamentaba o no. Acabó determinando que no tanto.

 

Observando una de sus queridas imágenes, Francis pensó nuevamente en Samuel. Se había vuelto tutor de matemáticas y física cuando se hartó de recurrir a su padre cuando deseaba algo hace tres años atrás, y el estudiante que había ayudado a pagar ese apartamento había sido el hermano de Samuel. Todavía podía acordarse de esa cara refunfuñada y desconfiada con que el muchacho le había abierto la puerta por primera vez y su mirada de halcón clavada en su nuca mientras trabajaban en el comedor, antes de retirarse. El chico contaba por entonces con 15 años y continuó mirándolo de aquella manera durante un mes entero, un mes en que lo ignoró completamente –él estaba ahí para ganar dinero después de todo, no para ponerse a discutir con un chiquillo consentido, categoría en la que Samuel entraba limpiamente.

 

Sin embargo, un día Francis se presentó a la casa vistiendo una camiseta de la última convención a la que había ido, donde un Superman levantaba sobre su cabeza una montaña en la que estaba escrito el título y el año presente con grandes caracteres. Antes de que Francis empezara una frase, Samuel señaló su prenda con un dedo como alambre cubierto de piel pálida y preguntó:

 

—¿Fuiste a esa convención?

 

Era la primera vez que le dirigía la palabra directamente. Por su tono parecía creer que se hubiera robado la remera en alguna parte o que él mismo había hecho el dibujo para pretender lo que no era. Un poco ofendido Francis contestó con firmeza que, en efecto, había ido. No tuvo que agregar el “¿y a ti qué te importa?” porque lo dejó implícito en su propia voz.

 

Percatándose de ello, Samuel se encogió de hombros poniendo las manos en los bolsillos. De repente su rostro no daba muestras de que deseaba escupirle, y en cambio se evidenciaba un ligero interés.

 

—Tienes suerte. Yo quería ir pero no había nadie que me llevara y mamá no me dejó ir en autobús—A juzgar por su cara amargada, todavía no había superado ese mal trago. No obstante, pronto volvió a relajarse—. Mi hermano todavía no vuelve de boxeo.

 

—Sólo iba a dejarle este libro que me pidió —aclaró Francis adelantando una bolsa de plástico cuyo contenido la deformaba en un rectángulo grueso. Samuel lo tomó sin que se lo pidieran, pero Francis no se retiró—. ¿Te gustan las convenciones de ciencia ficción y superhéroes?

 

Sabiendo que las posibilidades de hallar un compañero de aficiones fuera de la computadora o un edificio rodeado de otros nerd eran bajas, la emoción de Francis le hizo olvidar momentáneamente que hablaba con el mismo chico que hace unos segundos rogaba porque no abriera la puerta.

 

—No realmente. Sólo quería ver cómo eran.

 

Samuel repitió su movimiento anterior desviando la mirada con indiferencia, pero en el segundo de vacilación que le precedió Francis había encontrado su respuesta. Años de experiencia le habían enseñado a reconocer cuando otro no desea exteriorizar lo mucho que desea algo. Tal como su primer novio cuando le planteó la posibilidad de salir juntos, tal era la impresión que se llevaba de aquel chico. Probablemente debería ofenderse más que antes, pero en esos momentos sólo pudo experimentar la misma curiosidad que lo impulsó a confesarse a su familia, aunque no supo identificarla hasta que fue demasiado tarde.

 

—Oh —dijo con naturalidad, como si se lo hubiera tragado de inmediato—. Es una pena porque habrá otra la semana entrante y, si te interesara algo, quizá hubiera podido llevarte.

 

En el acto Francis se cuestionó de qué estaba hablando. ¿Acababa de lanzarle una invitación al odioso hermanito de un estudiante? Cayendo en cuenta de su estupidez, decidió asirse a la palabra de Samuel.

 

—Mejor olvídalo —dijo dando un paso hacia atrás. Y recordando cuál era el objeto de su visita, agregó—. Dile a tu hermano que revise los capítulos señalados.

 

Y se dio la media vuelta para marcharse, pero no hubo dado ni tres pasos cuando sintió una mano –un manojo de alambre apenas cubierto de carne- aferrarse a su brazo. Suspiró resignado. Se lo había esperado. No debió haber abierto la boca.

 

Cuando volteó se encontró con los ojos avellana de Samuel, que brillaban de pura irritación, y se clavaban sobre los suyos. No pudo evitar notar que la bolsa seguía colgando de su mano y el plástico crujía  Por lo demás era otro el ofendido.

 

—¿Qué sucede contigo? ¿Sueles darle a la gente invitaciones para luego decirles que se olviden al siguiente segundo o sólo es cosa de hoy?

 

—Pero si no te interesa —remarcó Francis inocentemente, y tuvo que sonreír.

 

Las mejillas del joven se colorearon. Bien, se dijo Francis. Al menos tiene algo de vergüenza. Su mano le liberó con prontitud, como si le turbara el contacto. Se cruzó de brazos, desafiante.

 

—Bueno, sí, me interesa —replicó airado—. ¿Y?

 

Francis se preguntaba lo mismo. ¿Y ahora qué? No podía cometer la misma tontería dos veces si el chico lo odiaba tanto como sus miradas fulminantes le habían dado a entender tres días por semana. Aunque ahora que se daba cuenta de que tenía algo en común, le encontró menos lógica a ese desagrado salido de la nada.

 

—Me alegro por ti —espetó un poco desorientado. No estaba seguro de qué más se podía decir. ¿Ni sueñes que te llevaré conmigo porque me miraste mal, pequeño infeliz? Eso sonaba estúpido incluso en su cabeza—. Nos vemos —y nuevamente se giró, un poco azorado por su torpe despedida.

 

—Aguarda un momento —repuso Samuel adelantándose a él. Por sus mejillas se asomaba la prueba colorada de que él tampoco estaba muy convencido de su propia insistencia, pero el resto de su expresión facial daba señas de resolución—. Te dije que quiero ir a una convención.

 

—¿Y? —espetó Francis un tanto molesto.

 

—¿Cómo que “y”? Quiero ir y no deseo que me acompañen mis padres como si tuviera cinco años. A mi hermano no le interesaría y a ti sí. ¿No ves adónde estoy apuntando? —inquirió con una voz que parecía decir que estaba a un pelo de tildarlo de idiota.

 

Ahora Francis realmente maldecía el momento que se le ocurrió ponerse esa remera.

 

—¿Y eso en qué me deja? ¿Estoy obligado a llevarte únicamente porque nadie más puede?

 

No había pretendido sonar mordaz ni regañarle como a un niño, no realmente, pero la situación le estaba empezando a exasperar. Y también la actitud del chico, que al parecer no comprendía que sus deseos no tenían que ser sus órdenes.

 

—No obligado… —aclaró Samuel, añadiendo más colorete natural a su rostro anguloso. Si sus pómulos fueran más estrechos llegado a ese punto se asemejaría a una zanahoria narigona—. Sólo quiero ir, ¿vale? Si el problema es el dinero llevaré el mío y no te molestaré.

 

De acuerdo, era bueno saberlo. Pero el dinero no era en lo que pensaba. ¿No se suponía que ese chico le odiaba? Aunque si estuviera en su posición, reflexionó Francis, tal vez también se aguantaría a alguien que despreciara con tal de conseguir algo que ansiaba tanto. Y de todos modos, en realidad, no tenía nada grave contra Samuel. No lo conocía lo suficiente. Eran sus ojos de “lárgate de mi casa” la mayor molestia, pero se imaginaba que en un lugar público no se le quedaría mirando como asesino en serie cada vez que se encontraran.

 

Decir “¿prometes que te portarás bien?” le pareció ser demasiado pesado. En cualquier caso siempre podía marcharse y dejar que se las arreglara solo en el centro de la ciudad. Él no sería capaz de hacer algo así, claro, pero era un consuelo pensarlo.

 

—Vale.

 

--

 

No fue tan desagradable. De hecho, entre la admiración de Samuel, los gritos ensordecedores de la gente a su alrededor y visitar todos los puestos de historietas a los que eran aficionados, Francis descubrió que no le costaba sentir agrado por ese chico. Le recordaba a sí mismo en su fase inicial de nerditud, cuando decir en voz alta que idolatraba a Stan Lee y darse cuenta de que nadie lo miraba como bicho raro representaba todo un regocijo hasta entonces desconocido. Cuando participar de encuestas y sorteos era algo que emocionaban por su novedad y no sólo por la diversión que otorgaba.

 

Samuel, para su sorpresa, había respondido todas las respuesta de “¿Cuánto conoces a Hulk?” y cuando salieron del edificio, más tarde de lo que Francis hubiera imaginado, lucía una camiseta negra donde el hombre verde alzaba el pulgar con aprobación y una sonrisa en su rostro cuadrado.

 

Igual que muchos jóvenes en plena pubertad la voz de Samuel estaba infestada por incongruencias altas o bajas, como si no se decidiera a sonar grave o aguda y cambiara de opinión rápidamente, pero de eso no se percató Francis si no hasta que se vio alejado del gentío y caminaban hacia la parada de autobuses más cercana.

 

Resultaba gracioso escucharle, en parte porque sabía que esa etapa había acabado para él y también porque parecía la constatación del destino ineludible para cada adolescente. La nariz ganchuda se perfilaba en las sombras de los edificios como la silueta de una gárgola y sus risas no encontraban final. Sin embargo las gárgolas no serían capaces de reír con una alegría tan sincera.

 

—Oh, Dios, ha estado increíble —dijo con su voz de flauta desafinada cuando le preguntó si la había pasado bien,  sentados ya en el autobús. Parecía haberse olvidado completamente de cualquier rencor que hubiera tenido contra él, y la verdad, hacía mucho tiempo que Francis no pensaba en eso—. No tenía idea de que hubiera habido tantas versiones de Batman.

 

—Más de nueve, sin contar las series —asintió Francis riendo de buena gana—. No creo que haya hombre con calzoncillos para afuera más explotado.

 

La flauta desafinada resopló en una nueva carcajada. Todo su pecho escuálido se agitaba bajo la amplia camiseta, sobre los huesos alargados de golpe que le daban ese aire de desgarbado.

 

—Tenemos que hacerlo otra vez —dijo Samuel cuando se calmó un poco, asintiendo alegre como si ya fuera un hecho.

 

No se percató de la velocidad con que la sonrisa abandonaba el rostro de Francis. ¿Quería hacerlo otra vez? ¿Con él?

 

—Claro.

 

Hace tiempo que nadie deseaba estar con él.

 

---

 

No hubo otras convenciones, pero sí ventas de libros, encuentros en la tienda de historietas y, pasado un tiempo, retos mutuos en los video juegos. Samuel era curioso y le interesaban esas cosas, y Francis se dio cuenta pronto de que él había llegado a ser quien le informara sobre todo. Él era su maestro de nerditud y, aparte de alumno, egoísta, narigón, Samuel podía llegar a ser un amigo.

 

—No puedo ir.

 

Francis tiró de sus cordones apoyando el teléfono contra su hombro. Acababa de volver a la casa de su padre, en la cual aún vivía, después de dar clases de matemáticas a otro chico, a cuya casa tuvo que llegar a pie porque no había encontrado ni un centavo para el colectivo. Le pagarían sus servicios educativos sólo a fin de mes y lo último del mes pasado se lo había gastado hace tres días en el alquiler de un DVD. Ahora trataba de hacerle entender a Samuel que tampoco tenía un centavo para ver la película que le mencionaba.

 

—¿Motivos?

 

A Francis le asombraba el cómo Samuel nunca decía “¿por qué?” a nada. Siempre decía “¿y tus razones son…?” o “a ver, justifícame eso”, como si la formulación de la sencilla pregunta fuera un signo de debilidad mental. No, Samuel prefería ordenar respuestas. Generalmente cuando le frustraban las respuestas anteriores. Francis no podía determinar cuándo se dio cuenta de esto.

 

—Porque no hay dinero, te lo dije —explicó sacándose las zapatillas, sintiendo un tremendo alivio en los pies—. Además, estoy cansado.

 

—No me vengas con esas —le dijo Samuel desde el otro lado de la línea—. Te lo pagaré todo, si quieres.

 

—No —insistió Francis de inmediato, sorprendido de que siquiera lo propusiera.

 

—Tengo dinero de la mesada que me dieron la semana pasada, y hay de sobra para dos entradas y lo que queramos en golosinas.

 

Lo estaba diciendo en serio. Francis reconocía que estaba hablando en serio pero la impresión le dejó mudo por unos instantes. Abrió la boca y descubrió que no le salía ni un balbuceo.

 

—Si no hablas tomaré tu silencio como una afirmación y te buscaré en taxi.

 

“Encima piensa pagar el traslado”, pensó impresionado, algo desorientado.

 

—Uno, dos…

 

—Basta —le espetó antes de que acabara—. ¿Por qué no vas con otro amigo que viva más cerca?

 

Francis sabía que los tenía. El vecino de al lado, por ejemplo. Buen muchacho, algo fornido, aunque poco conversador. Una vez jugaron un partido doble de tenis en la PlayStation y sólo hablaba para destacar los puntos que ganaba o maldecir los que ganaba Samuel. Francis los había oído desde la sala, mientras el hermano de Samuel luchaba contra unas ecuaciones de segundo grado.

 

—Porque ya te he llamado a ti. Vamos, te va a gustar.

 

Quería que él fuera. No quería ir con otro que con él. Como un capricho al que no iba a renunciar buscaba convencerlo. ¿Alguna vez alguien lo había hecho? El chico punk lo hizo algunas veces pero pensar en él siempre conllevaba rememorar la sexualidad que deseaba compartir y eso era algo por lo que Francis prefería no pasar. De modo que no, nadie más lo había querido sólo a él. Siempre el último en ser escogido en la escuela, el primero que se llama para hacer las tareas.

 

Y lo cierto era que le tentaba. Aquella película la había visto mencionarse por la Internet y muchos le dedicaban buenas críticas.

 

—¿Seguro? Sabes que los precios están por las nubes en el cine.

 

—Ni me lo menciones. Pero en serio, no hay problema. Tengo bastante.

 

—¿Cuánto? —preguntó Francis.

 

 Si era una cifra lo suficientemente menor para dejarle sin nada apenas entraran en el cine, sería un no definitivo. Ya era bastante permitir que le pagaran algo sin poder retribuirle de momento con nada.

 

 —Sesenta pesos sonantes y tunantes.

 

Seguro que ni siquiera sabía lo que era tunantes pero la frase rimada le arrancó una sonrisa. Con sesenta se las podían arreglar bien. De verdad, ¿tenía motivos para oponerse? Mientras fuera en taxi y no tuviera que andar a pie las calles que lo separaban del cine, no.

 

—¿Seguro que está bien? —inquirió.

 

—Sí, claro.

 

Francis miró su reloj de muñeca. Papá ya debería estar tomando su siesta antes de irse a trabajar en la ferretería de su hermano, el tío de Francis.

 

—Yo pago la próxima, que te conste.

 

Samuel se rió desde su casa. Francis se lo imaginó como la noche después de la convención, alegre, torpe y desafinado, pareciendo una gárgola pero no siendo una en lo absoluto. Se sintió contagiado de su alegría ya familiar y le gustó que así fuera, que fuera familiar.

 

—Más te vale. Nos vemos.

 

—Y gracias.

 

—De nada.

 

Cortaron. Francis sonreía mientras buscaba a dónde había dejado sus zapatillas. Todavía los padres de Samuel no se habían divorciado, todavía no se alegraba de que lo buscara cuando también estaba triste y sin dinero.

 

Y él aún tenía que dejar una nota para que su padre no se preocupara.

 

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Cuando sucedió, Francis fue el primero en enterarse. Samuel llegó a las diez de la noche (justo a la hora en que cenaba) y luego de dos horas le preguntó si no le importaba que se quedara a dormir. No llamó a casa en ningún momento. Se limitó a aceptar la colcha en el suelo y dormir o fingir que dormía. A la mañana siguiente le contó todo: la enorme pelea que echó todo al traste, lo enojado que estaba papá y el grito final de mamá antes de salir azotando la puerta. Hablaba como un autómata, como si el asunto no tuviera nada que ver con él, pero apretaba la taza de café en sus manos con tal que si no fuera de cerámica el líquido ya habría sido derramado. Francis sugirió que jugaran un poco y luego podría llevarlo a casa si quería. Al principio creyó que Samuel sólo escucharía lo primero. Luego, asomando por primera vez un rasgo de madurez, dijo que estaba bien. Sólo eso. Que estaba bien.

 

Las visitas a partir de ese punto se iniciaron casi diarias.

 

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Francis se dio cuenta relativamente pronto de que algo pasaba con él. Su cuerpo buscaba el contacto o la cercanía del cuerpo del chico cada vez que lo tenía en frente. El día en que no escuchara de él o no lo viera se sentía inquieto, como ansioso y se preguntaba con una frecuencia inaudita qué es lo que estaría haciendo él. Como el descubrimiento de que era gay, la iluminación le llegó de súbito, tan clara y obvia como si un hombrecito verde le aporreara el rostro con un bate espacial. Intentó discernir cuándo había empezado a desarrollar esa necesidad, pero fue imposible determinar cuánto tiempo había pasado hasta ahora.

 

No resolvió no decir nada. Simplemente, jamás sintió que podía decirlo y esperar que todo siguiera como antes. Le gustaba las cosas como estaban ahora, Samuel buscándole, él disfrutando de su compañía sin angustiarse porque no recibiera otra cosa. Daba por descontado que lo suyo era unilateral, que el apego de Samuel era tan amistoso como alguien tan indiferente como él podía tener hacia una persona que le agradaba. Samuel quería a un amigo, bien, él estaba feliz de serlo. Lo demás, que era de su completa responsabilidad, podía olvidarlo, ignorarlo, dejarlo de lado, no importaba. Obviamente era lo mejor para los dos.

 

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En la escuela de Samuel se organizó una fiesta en honor al fin de curso. Luego de ella los chicos continuarían celebrando en otro sitio, la finca del tío de alguien, donde la verdadera fiesta daría inicio. Las chicas se volvían locas hablando acerca de lo que vestirían, los chicos se volvían locos hablando de las bebidas alcohólicas que probarían no por primera vez y que legalmente no podían. Samuel no tenía más opción que oírlos durante los recreos, las horas libres, los momentos en que una profesora a la que poco le importaba ganarse su salario aplanaba su trasero y los dejaba a su aire como si estuvieran en hora libre. Samuel no podía aguantarlo más.

 

 Todo el asunto le resbalaba, le daba lo mismo, no quería saber de él, pero no existía momento en que no oyera al respecto, como si sus compañeros conspiraran todos juntos nada más para lucir lo más imbéciles posible frente a él. Por eso, cada vez que iba a casa de Francis, sólo lograba relajarse por completo luego de haber pronunciado todos los comentarios en protesta que no podía decir en la escuela porque ya sabía cómo lo mirarían todos. ¡Como si fuera su obligación, su deber como ser humano entusiasmarse por una estúpida fiesta que sólo servía para coronar la condena escolar! Meneaba la cabeza y, por fin, liberado de sus frustraciones, dejaba de castigar los pobres controles del videojuego.

 

Francis se solidarizaba de la mejor manera posible: diciéndole que, cuando él estaba en el colegio, tampoco le gustaban esas fiestas. Mucho ruido, mucho borracho suelto, mucha música que ni le gustaba y retumbaba en sus oídos. Una vez uno de sus compañeros bebidos fue atropellado por un camión de camino al kiosco de la esquina para buscar más cerveza. Quedó con un brazo roto y una pierna amoratada, nada más (pudo ser mil veces peor), pero los noticieros hicieron tal alarde de dramatismo que papá le echó la mayor y más larga bronca hasta entonces. Hasta él prefirió al final que se quedara en casa haciendo cosas que sí le divertían (incluyendo masturbarse pensando en el Hombre Araña, aunque eso esperaba que no lo supiera y tampoco lo mencionó)

 

Samuel agregó que lo peor era su hermano, que, vete a saber por qué, se tomaba como algo personal su negativa y no dejaba de recalcarle lo pendejo que era por no querer ir. Claro, a veces hablaba sin el insulto pero la insistencia siempre estaba ahí y él ya estaba hasta el culo de escucharle. Francis compartió su disgusto diciendo que lo mejor era no hacerle caso, para qué si son tonterías, mejor dedicarse cada uno a lo que quería y punto. En su fuero interno le gustaban sobre todo los momentos como ese, en los que se sentía requerido y útil.

 

A Samuel le pasaba algo así. Francis era la única persona en su vida (de las pocas que dejaba entrar) que no le sacaban en cara su aislamiento social, no le discutía las razones de su molestia y lo dejaba ser, simplemente. Cuando uno no tiene la costumbre de abrirse a todo mundo aprendía a apreciar a un oyente dispuesto que no le engendrara desconfianza. Se volvía una costumbre o una cuestión acción-reacción, a saber: cada vez que se molestaba, se aburría, necesitaba hablar, a la casa de Francis. Simple pero importante para ambos, necesario hasta el punto en que les hubiera sido muy difícil recordar cómo eran sus vidas antes del otro.

 

Por lo tanto, era de esperar lo siguiente. Tarde o temprano cualquiera de los dos lo diría, pero Samuel tomó la palabra primero preguntando, como si tal cosa, si la noche del “baile de los idiotas” (epíteto que recibió el evento de manera oficial entre los dos, influenciado, ni duda cabe, por el vocabulario asimilado de la televisión y libros traducidos del inglés al español) podía quedarse en su casa a dormir. El día caía un fin de semana. Francis literalmente no tenía planeado que hacer para esa fecha por lo que aceptó sin pensarlo mucho.

 

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Mientras otros jóvenes se entusiasmaban enviándose mensajes, chateando o llamándose unos a otros para hablar de lo que harían antes, después y durante la fiesta, Samuel llegó al departamento antes de que siquiera anocheciera. Francis confesó que lo esperaba para más tarde pero no importó, pues les daba tiempo de sobra para escoger un buen trío de películas, preparar un colchón extra en el cuarto principal y comprar todo lo necesario para entretener al estómago antes de ordenar la verdadera cena.

 

Francis recordaba con un retazo de melancolía indefinible la otra única situación parecida a la presente. Su amigo por aquel entonces había tenido la idea de que se quedaran en su casa para una maratón de un actor al cual los dos admiraban. Nada extraordinario había sucedido durante la noche: comieron, bebieron, jugaron, rieron, durmieron. Pero formó una de esas veces en las que uno se sentía tan satisfecho de estar vivo que era imposible eludir el recuerdo. 

 

En medio de la noche, él tardó más tiempo que el otro en conciliar el sueño. Ambos colchones en el suelo, altura igual para que Francis pudiera apreciar la forma desordenada en que la ropa de su amigo mostraba un vientre totalmente plano, pálido, con un pequeño ombligo como un agujero negro capaz de devorarlo todo a su paso. No pretenía abstraerse en esa imagen, pero así fue. Pensaba en los relatos fanfics que había leído por la red, donde el sexo entre los personajes impulsaba toda la trama y una parte de él se preguntó cómo reaccionaría si su amigo de pronto despertara y la noche diera un giro de ángulo desconocido como sucedía en ellos. ¿Se espantaría, intentaría echarlo hacia atrás, lo golpearía?

 

Y la respuesta que le envió su cuerpo fue bastante clara: no, no lo rechazaría. Puede que el miedo algo tuviera que ver (después de todo, jamás había vivido una experiencia de esa magnitud, sólo la había leído), pero en esencia, en lo más profundo de sí, no lo rechazaría. Incluso puede que lo deseara. Si el otro quisiera tocarle o le permitiera tocarlo…pero en cuanto el calor comenzó a concentrarse en su sexo, se apresuró en darse la vuelta y dedicarse a la contemplación de la pared hasta que los ojos se le cerraron por fuerza mayor.

 

Esa, aunque nunca se lo dijera a nadie, era la confirmación que estaba esperando sin saberlo. La señal que sería tan obvia y esclarecedora que hacía a uno darse cuenta de las cosas y si no se lo captaba no quedaba de otra que reconocerse un redomado imbécil.

 

¿Y Samuel? ¡A saber! El sexo o derivados jamás constituyó un tema central en ninguna de sus conversaciones, y en general el chico no se entusiasmaba por llevarlas hacia ahí. Bien los dos podrían haber sido seres asexuados provenientes de otra galaxia donde la reproducción iba por cuenta de cada uno y gran cosa no habría cambiado.

 

Lo único que se podía sacar en limpio era que los fortachones juguetes de Hulk y otros héroes le parecían un espantoso ejemplo de abuso de esteroides, que no le cabía en la cabeza qué le podrían ver cualquier mujer a ellos por muy buenos que fueran cuando no estaban ocupados destrozando las calles o las camisas que llevaban, dejándose “casualmente” los pantaloncillos de siempre. Las figuras de Mujer Maravilla, Mujer Araña y otras Mujeres le dejaban indiferente. Para él, Mary Jane era una estúpida, Halle Berry no sabía elegir sus roles y la princesa Leia, no sabía determinar la razón, era nada más que una mosquita muerta, biquini dorado o no.

 

Otro en el lugar de Francis podría haberle dicho “hombre, algo tiene que gustarte” pero eso no iba con su personalidad. En primer lugar, el asunto no le quitaba el sueño. En segundo lugar, si a él nadie lo presionó para salir del armario no veía motivo para empezar a hacerlo con otro, que a saber si no resultará sólo más confundido.

 

Los gritos de las personas se mezclaban con el sonido ensordecedor de los edificios destrozándose al paso de la bestia. Bolsas de papas fritas y golosinas decoraban la zona alrededor del televisor como un montón de planetas declarando su lealtad a aquel sol electrónico. Pizza sin humo que echar, desmembrada hasta que no quedarse más que con aceitunas indeseadas. Coca burbujeando en sendos vasos, como alquitrán del que una bestia prehistórica quisiera emerger y exclamar “oigan, yo también puedo espantar”

 

La película Francis ya la había visto pero Samuel no. Razón suficiente para que ahora los dos la estuvieran viendo. Antes de llevársela Samuel le había sometido a un apurado interrogatorio acerca de la trama para saber de antemano a lo que se encontraría. A Samuel no le importaba llenarse de spoilers. Las sorpresas que tantos defendían podrían resultar en decepciones que era mejor proveer.  Aún mientras la veía, el más joven necesitaba más detalles como si no pudiera aguantarse a ver las profecías cumplidas para pedir otra.

 

—¿La novia del protagonista muere? ¿Cómo se llama esa cosa? ¿Saben de dónde vino? ¿Y esas cosas? ¿No se reproducen? ¿Explotan, así nada más, sin ninguna cura? ¿Cómo acaban con él? ¿Cómo se llamaba ese tipo? Te apuesto lo que quieras a que eso lo sacaron de Jurasic Park.

 

Las preguntas a veces volvían en nada a los diálogos, pero Francis le contestaba con paciencia. Total, ya la había visto. Todos acaban muertos. Todos, todos mueren. Ni un miserable perro queda con vida. La ciudad entera arrasada por el gobierno para liquidar a la criatura. Samuel estaba satisfecho con ese final.

 

—Hubiera sido demasiado fácil hacer que vivieran felices por siempre —comentó, acurrucándose en su rincón del sofá.

 

La noche ahora sí había caído. Las cervezas comenzarían a ser descorchadas en el baile de los idiotas. Un frío indefinido comenzaba a infiltrarse en el departamento. Francis fue a por un par de mantas mientras Samuel sacaba el DVD y colocaba uno nuevo, el de una película que ninguno de los dos había visto. Una vez de vuelta a su posición anterior, Francis se encargó de cubrirlo con una de las mantas y la otra la dejó sobre sus rodillas como un abuelito en su mecedora. Samuel se convirtió en un ovillo en el acto, ayudándose con una mano cubierta a taparse los pies para no dejar ningún hueco sin abrigar y, satisfecho con su resultado, se sonrió satisfecho. Al verlo así un arrebato de ternura llenó todo el pecho de Francis y sin meditaciones de por medio, se estiró a revolverle el pelo.

 

—Póngase cómodo el nene —le dijo sonriente.

 

Samuel le apartó la mano de encima con un mohín de disgusto.

 

—No jodas, boludo —respondió, arrebujándose en su pequeño refugio.

 

—Vale, tranquilo —dijo Francis.

 

Se volvió a sentar, invadido por una curiosa sensación de simple bienestar. Si Samuel realmente se hubiera molestado ni siquiera le habría dedicado una palabra. Por eso seguía tranquila.

 

Casi al final de la segunda película las señales del sueño comenzaron a manifestarse en ellos, haciendo una confirmación inconsciente de que el bostezo era un mal contagioso, pues apenas acababa uno de cerrar la boca, el otro estiraba los labios y dejaba salir ese aire no sabían cómo contenido dentro. Nadie dijo directamente que fueran a la cama. Samuel mencionó que era mejor dejar la última para la mañana y Francis no hizo más que estar de acuerdo. Recogieron y tiraron todo lo que había por recoger y tirar.

 

Francis puso sábanas limpias sobre el colchón, ahuecó una almohada extra y extendió un cubrecama mientras Samuel lo observaba desde su cama, todavía conservando la manta sobre sus hombros y sosteniéndola con una mano sobre el pecho como una capa de la nobleza.

 

—Aquí está su lugar de descanso, majestad —dijo Francis, haciendo una pequeña reverencia.

 

Samuel no dijo nada. Se limitó a dejarse rodar desde la cama hasta ahí abajo, aterrizando bocabajo en la posición correcta. Todavía se movió un poco, subiendo las capas de tela para que le cubran en lugar de estar abajo. Apresó la almohada entre sus brazos como un osito Teddy que iba a salvarlo de la oscuridad, ya cerrados los ojos. Francis percibió de nuevo ese impulso de tocarlo o quedarse mirándole, pero se apresuró en cambiarse la ropa que llevaba por una camiseta cualquiera que usaba a modo de pijama y apagó las luces habiéndose acostado.

 

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Los fines de semana Francis jamás dejaba activado el despertador. Despertó con las luces encendidas, naturalmente y sin sufrir sobresaltos. Frotó sus ojos para quitarse minúsculas lagañas y su mirada se dirigió hacia abajo. El manchón multicolor que, se deducía, era el colchón de Samuel yacía olvidado, sin el manchón que era su amigo en medio. Dos triángulos no muy lejos de ahí eran presumiblemente las zapatillas abandonadas que llevara el más joven desde ayer. Oyó entonces un sonido de vajilla tocándose y el agua correr por el grifo.

 

Cocina. Desayuno. Claro, aún era temprano. Se puso los anteojos y acomodó un poco las cosas antes de buscar una camiseta que ponerse. Escogió por puro azar una azul con la gran S de Superman impresa en el pecho. También se dejó unas medias gruesas porque el suelo todavía conservaba el frío de la noche.

 

En su pequeña cocina-comedor, Samuel estaba sentado a la mesa. Había venido ya tantas veces que no era en lo absoluto extraño que se manejara por ahí como si estuviera en su propia casa. Por eso a Francis no le extrañó descubrir que ya había preparado un café con leche en la máquina o que rodajas de pan se tostaban sobre una de las hornallas. Fue él quien la apagó y las puso todas en un plato, acomodándose luego frente al más joven.

 

—Buenos días —dijo—. Después de esto ¿quieres que veamos la película?

 

—Sí, claro, me parece bien —respondió él, dejando al otro desconcertado.

 

Apenas ayer quien más entusiasmo mostró por haber visto el título ahora actuaba como si le diera lo mismo. Francis comenzó a tomar nota de otros detalles: el café con leche de Samuel apenas había sido tocado.

 

—¿Te pasa algo? —inquirió.

 

—No sé —respondió él, levantando exageradamente los hombros y mirándole de soslayo—. Es que anoche encontré una caja debajo de la cama…

 

El corazón de Francis se aceleró en el acto. Los latidos le sonaron en los oídos. ¡Hacía semanas que no pensaba en la maldita caja, ahí, acumulando polvo debajo de él! Jamás había hablado de su sexualidad frente a Samuel. Parecía que nunca hubiera habido necesidad. Hacerse el loco no se le daba bien y Samuel no sería tan tonto para creerse que la caja era un asunto completamente ajeno a su amigo. Suponiendo que todavía lo llamara así.

 

—¿Aja? —dijo, asombrándose del tono calmado que empleó—. ¿Y qué piensas de eso?

 

No tenía idea de cómo interpretar la reacción de Samuel hasta ahora. Sus delgados dedos estaban alrededor de la taza como una familia de serpientes que simplemente reposara sobre una roca.

 

—Si fuera Stan Lee dudo que me habría gustado eso —dijo haciendo de nuevo ese gesto de encogerse de hombros sin saber medir cuánto era demasiado—. Pero es tu vida, puedes hacer con ella lo que quieras. A mí en realidad no me molesta.

 

El organismo de Francis no se tranquilizó, todo lo contrario.

 

—¿Ah, sí? Qué bueno.

 

Entonces lo vio, la oportunidad perfecta para sacarse las dudas de una buena vez. Hasta entonces Francis no se había dado cuenta de qué tan parecida era esa sensación a la que debía tener un cazador que ha estado meses y meses agazapado en la oscuridad, estudiando, aguardando a que su presa hiciera acto de presencia para abalanzarse sobre ella. O eso suponía, porque no había ido de caza ni un día de su vida.

 

—¿Y vos qué? ¿No te interesan esas cosas? —preguntó como si tal cosa.

 

Un fruncimiento de cejas no le decía nada. Esperó.

 

—No sé —confesó pasado un tiempo, dudando de sus palabras—. Si me preguntas así de una, te diría que me gustan algunas chicas pero no me dan asco los chicos. Ahora, que me gusten los imbéciles de mis compañeros es otra cosa, yo digo en general.  Ni me va ni me viene.

 

—Probablemente seas bisexual —comentó Francis calibrando su respuesta. No era en lo absoluto negativa. Pero tampoco positiva como habría deseado—. ¿Nunca has pensado estar con un chico?

 

No sabía adónde quería ir (a estar con él probablemente) ni cómo lo haría (y era verdad), pero sabía que no podía dejarlo deslizarse de entre sus manos. Debía coger el mando mientras aún estaba a su alcance.

 

—La verdad no —contestó Samuel después de haberlo meditado—. Aunque, para el caso, tampoco he pensado mucho estar con nadie. No es una cosa que me importe mucho en verdad. Si se da, se da pero no me voy a volver loco por eso.

 

—Claro, claro —dijo Francis, sintiéndose como un actor al que le quemaron su guión y nadie le explicó cuál era su personaje.

 

Acabaron de desayunar sin agregar palabra y luego vieron la película. Antes de la hora del almuerzo Samuel se fue a su casa diciendo que gracias por todo. ¿Qué hizo Francis apenas cerró la puerta? Lo único sensato por hacer: visitar al Hombre Araña bajo su cama.

 

FIN

 

Notas finales:

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