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Pacto de sangre por Candy002

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A cada segundo  que pasaba el olor del amanecer se hacía más potente. Olía a azufre y a polvo ancestral, como si el demonio quisiera recordarle en lo que se convertiría si dejaba que esa esencia lo ahogara. Era insoportable no poder eludirlo ni aún tapándose las fosas nasales y que su única opción fuera golpear la puerta, abollarla con su fuerza sobrenatural que decrecía por momentos, sin lograr romperla en lo absoluto. No era para sorprenderse en realidad, el maestro nunca permitiría que los reclusos tuvieran una mínima posibilidad de escapar. El problema era que ahora él era un recluso y el maestro estaba ahí afuera, luchando por apartar a los aldeanos que vinieron a exterminar al monstruo que era, mientras la noche culminaba.

 

¿Cuánto tiempo llevaba así? se preguntó desesperado. ¿Dos horas, diez minutos, veinte años?

 

Los pulmones se le retorcían en el pecho, estrujados por la misma bestia del pánico que había encerrado su voz y le impedían seguir lanzando sus amenazas de muerte, las que le habían dejado la garganta convertida en un tubo de tela seca. En su mente se repetían ruegos diversos acerca de que la puerta se abriera, de que el aroma acabara de impregnar su espíritu y el maestro tuviera el buen juicio de resguardarse en alguna parte antes de que fuera demasiado tarde, pero en el fondo sabía que no serviría de nada. Dios no lo había escuchado cuando era un esclavo negro y recibía azotes de sus amos únicamente porque desapareció un tenedor de plata, no lo escucharía ahora que se había convertido en asesino de sus hijos.

 

Un montón de cadenas pesadas moviéndose arriba, desenroscándose, el golpe de una gran madera contra el suelo lejano. Se quedó paralizado al advertirlos. Creyó que también oía los pasos de los intrusos sobre el puente y los de su maestro, perdiendo la batalla.

 

Era una broma horrible. Que un ser así, tan misterioso y encantador, pudiera ser vencido porque tenía sueño, como un niño mortal. No como un hombre, porque en la lucha por la supervivencia eran capaces de sacar fuerzas de lugares desconocidos y obtener al menos una oportunidad de triunfar. Para su maestro no sería así, pues  el sueño se le impondría, celoso, dejándole apenas conciencia cuando su piel comenzara a arder, como una triste benevolencia del destino.

 

Desde que lo perdiera de vista había pasado demasiado tiempo, toda una eternidad para él. En su acelerado aletargamiento, sus piernas comenzaron a flaquear y a doblarse hasta que sus rodillas dieran con el suelo de piedra helada, apenas siendo consciente del dolor en sus manos. La piel se regeneraba rápidamente, sin cicatrices, y la modorra lo estaba dominando.

 

1

 

Cuando despertó no abrió los ojos de inmediato. Estaba muy cómodo ahí, estuviese donde estuviese, con la absoluta oscuridad como único escenario y la tranquilidad  que lo envolvía. Sabía que iba a despertarse en algún momento  y tendría que enfrentarse al hecho de que tal vez su maestro no volvería a ocupar el sarcófago con él de nuevo, pero no ahora. No mientras el aire olía a tierra y hierro y el piso sobre el cual se hallaba era un sólido soporte.

 

Hace unos años las cosas no habrían sido así. A lo mucho habría sentido lástima porque los secretos que encerraba su maestro se hubieran perdido. Le habría asqueado su comportamiento actual y habría odiado al maestro por llevarle a eso. Pero claro, hace unos años era un mortal aprendiz de hechicero chamán y las únicas veces que olía azufre era cuando lo utilizaba para alguna poción. Las cosas habían cambiado.

 

Tardó un buen rato en percatarse de que no estaba solo y que, de hecho, no lo había estado en ningún momento. La sospecha se le había infiltrado lentamente, como un aroma distante, junto a la certeza de que no había motivo para ponerse en guardia. Si fuera un mortal la sangre le habría advertido de inmediato y si era un inmortal también, aunque no del mismo modo. Además estaba en un calabozo cuya única entrada estaba sellada y por el frío en un costado de su rostro supo que aún estaba recostado contra ella. Entonces ¿de dónde había salido?

 

Mantenerse ciego le ayudaba a identificarla, de modo que lo hizo, concentrándose en sus sentidos ajenos a lo físico, y pronto notó algo más. Una especie de frío incorpóreo le estaba dando en las sienes, acariciándolas, de manera continua. La zona en que lo tocaba no entraba en contacto con el duro hierro. Y tampoco era frío, era más bien una ausencia de calor, de forma.

 

Abrió los ojos. Un hombre estaba arrodillado a su lado, sonriéndole con los codos de una camisa blanca sobre un par de pantalones negros y cabello negro recogido pulcramente en una coleta en la nuca. Las facciones masculinas revelaban la madurez completa, pero no existían marcas en su rostro, siendo esta una superficie lisa y brillante. Observarlo sonreír era ver labios estirándose y las mejillas elevándose  como si fueran dos movimientos independientes. Uno podía imaginarse a los labios hacia arriba como una línea esbozada sobre un busto de mármol o los carillos moldeados hacia arriba para expresar natural pomposidad. No venía de él ningún aroma.

 

Sintió las lágrimas, aunque sus ojos desorbitados se encontraban secos. También un gemido, algo parecido a un sollozo, que desfalleció a medio camino. Después de lo que pensó fueron siglos de reconocer la figura de su maestro logró formar una única palabra en tono ronco, áspero.

 

—Idiota.

 

Sonó a maldición. El fantasma sólo siguió sonriendo. Era 31 de Octubre.

 

2

 

Una nueva noche se cernía sobre Nueva York y las estrellas habían desaparecido gracias a la cantidad de luces artificiales que inundaban el sigo XXI. El fragor interminable –para quien lo oyese- de los automóviles luchando por abrirse paso en las calles a base de bocinazos acompañó a Steve Marcell al salir de la tienda donde trabajaba.

 

El par de ojos que lo siguieran a partir de dos semanas atrás se desplazaron en lo alto del edificio donde se habían posado en su espera y luego una sombra, demasiado veloz para ser reconocible, saltó hacia el edificio siguiente sin esfuerzo, aunque abajo una calle atestada de coches y la acera marcaran la distancia.

 

El joven caminaba solo y lo única muestra de que ese día era Halloween consistía en el par de antenas de plástico que salían de entre sus rizos rubios, dorados hilos ensortijados sobre sí mismos, elegantemente desordenados y no lo bastante largos para ser considerados un mal intento de afro. Siguiendo la tradición la tienda había sido engalanada con carteles de  huesos bailarines, brujas sobre escobas arriba de las cajas registradoras, calabazas que él mismo había tenido que colgar del techo muy en la mañana, momento en que en realidad parecían una ridiculez, como un anciano andando en triciclo, y telarañas falsas que daban asco tocarlas por lo reales que aparentaban ser.

Y el gerente, en un arranque de inaudita creatividad, había impuesto que para ese día los empleados usaran máscaras, antifaces o guantes de garras para mantener viva la imagen, lo que venía  ser lo mismo a demostrar que la tienda –por ende, su gerente- estaba al tanto de las ocasiones especiales. Él sólo había llevado esas antenas, porque habían sido lo menos estorboso, y al final había estado tan cómodo con estas que aún no tenía ganas de quitárselas. Esa noche podía parecer un sujeto saliendo o dirigiéndose a una fiesta a los ojos de cualquiera.

 

Steve era alto, lo suficiente para simular veinticinco aunque tuviera veintitrés, y una tez regada por los rastros del acné dejados por los inicios de la adolescencia. Un rostro algo apático, casi despectivo la mayor parte del tiempo, pero no necesariamente menos atractivo por eso. Quizá no poseía la clase de belleza con la que uno sueña cada noche, mas sí a la que uno no le importaría ver iluminarse por la pasión y saberse responsable por ello. Vestía unos ajados pantalones jeans, una camiseta azul, y en los pies exentos de calcetines un par de zapatillas desgastadas.

 

Su departamento se ubicaba a sólo dos cuadras del trabajo. Después de subir los tres peldaños de la entrada, Steve buscó en sus bolsillos la llave que le permitiría abrir la puerta, pero no la encontró y se miró su mano vacía con el ceño fruncido. Probó suerte con el otro bolsillo, obteniendo igual resultado. Tras volver unos pasos atrás y convencerse de que no se lo había sacado en el trabajo, en su rostro comenzó a hacerse evidente el hecho de que, mal de males, había perdido las únicas llaves que tenía. Expresó pánico, desesperación, confusión. ¿A quién rayos hablaba para que le abriera? Despreciaba a todos sus vecinos.

 

Entonces escuchó un mugido provenir del callejón que discurría entre el edificio y un restaurante de comida hindú, seguido de un leve tintineo. Enseguida reconoció el sonido que hacía su llavero de vaca cuando se le apretaba el estómago rosado y se imaginó que algún animal callejero debió habérselo cogido en un momento de descuido; se disgustó, y con razón, pues el llavero le había costado treinta dólares y dos horas en una feria hace años y de repente un alguien iba, se lo quitaba y planeaba arrancarle las tripas de algodón. Sin embargo se obligó a relajarse rápidamente, ya que al menos conseguiría la puñetera llave y eso importaba más. Luego se quejaría de lo injusto que era el mundo.

 

Sin dudarlo encaminó hacia el callejón y lo que encontró a la luz de un foco sobre la puerta de empleados del restaurante fue únicamente su llavero abandonado en el suelo, casi al final del callejón, y sin ningún animal de custodio a la vista. Lo recogió sosteniéndolo del aro de metal del cual colgaban dos llaves, la del departamento y la de edificio de viviendas, comprobando que no había sido víctima de ningún ataque. Un poco sucio por estar en el suelo, pero nada más, ni siquiera estaba babeado. Empezó a preguntarse cómo diablos se habría activado el mugido si nada lo había tocado, cuando un súbito escalofrío le recorrió la espina dorsal, cortándole la respiración.

 

Antes de que se recuperase de la impresión, el vampiro apareció intempestivamente a sus espaldas, como salido de las sombras, naciendo de ellas, y le clavó los colmillos en el cuello. Apenas si tuvo tiempo de exhalar un gemido antes de que todo se volviera negro.

 

3

 

La sed inmortal, la conciente tortura que aplacaba al romper una vena, estaba remitiendo mientras el líquido continuaba manando al amparo de sus labios, desde el cuello de aquel joven insolente que no sabía un comino sobre nada.

 

Alguien debía darle la vida para que la suya fuera más manejable, aunque en ese caso no lo necesitaba. Podría haber escogido a otro joven del cual el mundo se alegraría aun más de librarse, pero había estado siguiendo a ese, esperando el ansiado día, únicamente por sus ojos intensamente azules; infinitamente insondables como el mismo cielo nocturno que observaba sus pasos desde hacía más de cinco siglos, aunque el abismo prometiera hundimiento, y más que fascinarle, irritaba. El pequeño desgraciado había estado prendado de una compañera suya que, al final, había resultado tener novio, y había intentado suicidarse con un cuchillo, para luego desmayarse porque no soportaba la visión de su propia sangre.

 

El chico suspiraba en largas entradas que publicaba en su blog pues, según su limitada comprensión, había perdido un gran amor.  Él lo había visto en la tienda observándola y estaba seguro de que el amor no había tenido ninguna cabida en su atracción. Nadie se queda mirando diez minutos el pecho de quien está enamorado.

 

Pero eran esos ojos la pepita de oro enterrada en un mar de desechos, la única cualidad de la que no pensaba prescindir por más despreciable y patético que fuera su portador. Un par de estrellas vacuas en un cielo nublado que sólo necesitaban un cambio de luz y serían perfectas, serían el pozo de la inmortalidad que una vez le ofrecieron y no negó.

 

La sangre saltaba alegremente en su paladar, a chorros, como deseosa de complacer a quien la liberó de su cautiverio. Picaba en los labios, enviando corrientes de pura energía que excitaban los sentidos mejor que el toque de un amante, y se sentía como un cálido refugio mientras descendía por su garganta hasta que corazón que la recibía con ansias. El cuerpo sólo era el saco flácido con huesos que sostenía fácilmente entre sus brazos y los leves gemidos formaban parte del aire nocturno, de la muerte perpetua; ya no significaban algo para él.

 

Y llegó, finalmente, el momento en el que creyó que se ahogaría. No tuvo nada que ver con el volumen de la sangre, cuyo flujo se volvía cada vez más forzado y escaso, era la esencia vital de las minúsculas células de vida que la componían lo que parecía hincharse en su interior y abrumarlo hasta el mareo, al punto en que todo su ser tambaleaba. Normalmente esa la señal para dejar a la víctima, y de hecho el instinto en su interior eso mismo le exigía, pero se mantuvo firme y al cuerpo de Steve Marcell contra él. Dejaría que la Parca se paseara por su lengua a través de aquel que pronto sería cadáver y se la tragaría sin dudarlo.

 

Por debajo de todo esto, los latidos del joven se percibían como ondas en un vaso de agua, en contraste de los suyos, que bien podrían ser los blancos del martillo de Thor y hacían palpitar los pies. Los primeros se alargaban, agónicos, incapaces de luchar y por momentos se detenían sin que a nadie le importara.

 

Tres latidos. Dos latidos. Un latido… Y un suspiro fue la última obra que Steve Marcell ofreció al mundo.

 

4

 

Él también se había desmayado, pero a diferencia del chico, sus ojos sí volvieron a abrirse al cabo de unos momentos, encontrándose sin sorpresa sentado en el suelo húmedo y la espalda apoyada contra la pared del restaurante. Sabía que se trataba la del restaurante porque el foco de luz arriba de la puerta de salida de empleados –que no se abriría porque el cartel de cerrado había sido colgado en la entrada principal- se hallaba justo arriba de su cabeza, y al advertirla tuvo que apartar la vista hacia otra parte porque la repentina luminosidad le habían herido los ojos. En esa posición evaluó su estado, mientras su visión se habituaba; se sentía estimulado y perezoso a un mismo tiempo, con todo el cuerpo pesado pero el corazón bombeándole a viva potencia en medio de un arranque de adrenalina. En la boca se le asentaba un sabor metálico y sólo al segundo intento le fue posible separar la lengua del paladar.

 

Tales sensaciones no había vuelto a vivirlas desde hacía un largo tiempo pero se le hacían tan familiares como una manta con la que se hubiera acostumbrado a dormir. Palpó el suelo bajo su cuerpo, las definidas grietas, una humedad indefinible que parecía anunciar la lluvia. Tan parecido a la del castillo… pero apestaba a humanos vivos, a colillas de cigarrillo aplastadas. Un chicle que alguien se quitó con un centavo. Abrió los ojos, ubicando en el acto cada cosa del escenario. A unos pasos de él una sencilla gota de escarlata perlada, apestando a ya podrido para él. En la boca del callejón un par de antenas de plástico saltaban desde la cabeza erguida y rubia que miraba al cielo. Miró hacia arriba. Las nubes se habían tomado una licencia en su trabajo de ser un estorbo y la reina del cielo sonreía sobre todos sus hijos nocturnos con su brillo nacarado. Él se maravilló que fuera tan grande. Parecía que bastara subirse a una montaña y dar un salto para encontrarse encima. Siempre lucía así esa noche, sólo entonces, pero todavía asombraba a la vez que le aliviaba. Significaba que todo estaba bien, ningún error fue cometido.

 

Sus pasos no debían alertar a Steve Marcell. No lo hicieron en lo absoluto cuando le quitó el llavero del bolsillo. Sin embargo la cabeza rubia giró antes de que se pusiera a su lado y los labios carnosos pero pálidos le sonrieron. Los ojos azules habían recuperado el brillo que debieron tener desde el inicio, iluminados por la gratitud. No dejó que dijera una sola palabra: se limitó a estrecharlo entre sus brazos hasta que la presión hizo notar el leve movimiento del pecho buscando aire que tomar. Olfateó el cabello de la nuca, fragante de shampoo y un desodorante barato. Bajo él, una nada que respiraba, oía y hablaba como él mismo. La tranquila caricia detrás de su cuello, apartando cabellos y tela. Un beso sobre una vena que no palpitaba a la velocidad de los vivos pero vivía, existía y siempre estaría a su disposición.

 

El estremecimiento. No estaba completo. Sabía que no había terminado. Esa era sólo la primera parte. De su bolsillo trasero sacó una navaja nueva, gruesa, del tipo que los cazadores usan para despellejar a las bestias que encuentran indefensas tras un tiro de escopeta. Se la entregó a la mano de Steve Marcell y esperó con el alma en vilo, ansioso y conteniendo su impaciencia. La boca de Steve Marcel se curvó como si estuviera a punto de reírse pero un retazo de dulzura o comprensión se lo impidiera. De la mano lo guió de nuevo hacia el callejón, acercándose tanto como si quisiera engañar a cualquier curiosos haciéndole pensar que era uno de esos jóvenes que intentan ganarse el pan con la venta de su cuerpo. Nunca se habrían fijado en el brillo plateado de la navaja subiendo hasta el cuello del otro porque éste lo cubría y se ladeaba hacia él, buscando el toque filoso.

 

Los nudillos de Steve Marcell se tensaron para sostener con firmeza la pequeña arma y luego se relajaron a medida que se aproximaba la boca, abierta como la de un bebé acercándose al pecho de su madre. La navaja jamás había sido utilizada antes; eso se notaba por la facilidad con que rompió la piel, como un suave pastel que de tan abundante no puede evitar derramar su relleno de frambuesa. Ni una gota fue desperdiciada. El cuerpo que anteriormente era de Steve Marcell aprovechó cada una de ellas y de la boca de Steve Marcell fueron surgiendo lentamente, entre sangre de encías rotas los colmillos inmortales.

 

FIN

Notas finales:

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