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Capitulo II

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   Pasados exactamente dos meses de anunciado el nuevo compromiso nupcial entre los reinos de Mítica y Reverdou, la fecha de la boda se pactó para el mes de Septiembre, justo dos semanas después de iniciada la recolección de las cosechas.

   Los preparativos se habían llevado a cabo sin el menor contratiempo y el príncipe Legiel había sido aleccionado contra reloj para el nuevo cargo que le correspondería dentro de la corte del reino de los elfos. Estaba nervioso y parecía más absorto de lo que acostumbraba a estar desde que iniciara su castigo; sin embargo, no se había quejado ni un solo día y no había intentado en lo absoluto cambiar la decisión de sus padres.

   La culpa lo consumía; era el responsable de haber enlodado el nombre de Reverdou y de haber arrastrado a su pueblo al riesgo de una guerra. Su falta de juicio habían sembrado dolor y vergüenza en el rostro de sus padres y ahora solo le quedaba asumir el precio impuesto para lavar aunque fuera un poco la tragedia de su familia.

   << ¿Dónde estarás hermana mía? —se preguntaba a diario—. ¿Qué habrá sido de ti? ¿Habrás conseguido lo que tanto anhelabas? >>

   Pero la respuesta a sus preguntas siempre era la misma: el lejano ulular de viento golpeando contra los muros septentrionales del palacio, el fantasma de las risas que antaño agitaban los jardines y las campanas de la torre principal que anunciaban la llegada de cada día.

   El día de su viaje a Mítica, Legiel también oyó las campanas, pero aquel día parecían más resonantes, su sonido más vibrante, largo y amenazante… una advertencia.

   Se levantó cuando su madre entró a la habitación acompañada de los sastres; el vestido sería terminado de coser sobre su cuerpo para que quedará perfecto a las medidas que tuviera su silueta lo más cercano posible al día de la boda. Legiel asentía con la cabeza todas las ordenes que le daban y dejaba que le acomodaran como quisieran; sentía algo extraño aquel día, una suerte de sumisión que le hacía parecer un muñeco sin voluntad.

   Su madre, Maharet, reina de las hadas, notó la abstracción de su hijo y una vez los sastres terminaron de ultimar los detalles, hizo salir a todos de la recamara quedándose a solas con el príncipe.

   —Mañana es tu boda, Legiel… y pareces un muerto.

   —No me siento feliz madre, si es lo que deseas saber. —Legiel no alzó el rostro pero pudo sentir por primera vez en mucho tiempo la mirada tierna de su madre cayendo sobre él.  La mujer se había sentado en el lecho sobre el que se hallaba su hijo y le miraba sin resentimiento ni furia. Había llegado a comprender que Legiel solo había ayudado a su hermana a ser feliz; que la que había huido de su compromiso había sido Sakira y que con o sin la ayuda de Legiel seguramente habría huido igual.

   Pero no había nada que se pudiera hacer, Karinte de Mítica era un hombre supremamente orgulloso y no iba a dejar esa afrenta sin pago; por desgracia había escogido a Legiel para remplazar a Sakira y era mejor no desagraviar de nuevo a aquel reino rechazando la propuesta del rey elfo. Además, en la fiesta de compromiso se había portado muy efusivo y galante y al parecer Legiel le había agradado muchísimo, así que no había de que preocuparse, Legiel nunca había mostrado mucho agrado hacía la vida de desposado pero Maharet estaba segura que como rey consorte de Karine, su hijo sería muy feliz. Con gran afecto tomó las manos delicadas del pequeño hado y llevándoselas a los labios las besó con dulzura.

   —Karinte de Mítica será un buen esposo cariño, parece un hombre duro y frio pero es un buen líder. Por muchos años ha gobernado Mítica y ha sabido sacar a su reino de grandes crisis, era por ello que tu padre estaba tan feliz de enlazar nuestro reino con el suyo.

   —Podrá hacerlo de todas formas.

   —Si…—Maharet suspiró—. Aunque no exactamente como había planeado en un principio. Pero tú serás un buen esposo sin duda—sonrió con dulzura—. Fuiste muy alabado en la corte de Mítica el día de la fiesta de compromiso ¿Recuerdas? Así que no debes preocuparte, el pueblo va a amarte como hubiesen amado a Sakira. —Su voz se entrecortó por la pena y Legiel se puso de pie caminando hacia la ventana de su recamara; desde allí el reino se abría tan esplendoroso como una flor, con los campos verdes sin límites y las altas montañas coronadas de nieve. Se recordó a si mismo que todo ello era por el bien de su pueblo y de su reino, por lo tanto no había nada por lo cual sentirse apenado, y tal como decía su madre era posible que después de todo llegase a hacer feliz con Karinte de Mítica.

   Legiel había conocido a Karinte desde el día en que se anunció el compromiso de este con Sakira, pero aquel día, desde su sitio en la corte, junto a las mujeres y demás hados fértiles, bastante más atrás que sus otros dos  hermanos,  estaba seguro que el rey elfo ni siquiera había reparado en su presencia. El día de su propio compromiso le había vuelto a ver, esa vez mucho más de cerca, y en esa ocasión le había parecido que era mucho más imponente a cortas distancias; su mirada también le había resultado muy penetrante, sobre todo por la forma como lo miró al colocarle el anillo de compromiso. Legiel había sentido que ese par de ojos eran como dos flechas capaces de atravesar cualquier escudo, romper cualquier muro y llegar hasta su objetivo…Y en aquel momento él se había sentido el objetivo… Y no le había gustado.

   Un sonido agudo proveniente de un cuerno llegó hasta la torre. Maharet se puso de pie acomodando su largo vestido de vuelos de seda.

   —Es hora de partir, Legiel; nos esperan en Mítica. —Y diciendo esto salió de la recamara del príncipe dejando al muchacho solo con sus temores. Legiel suspiró y contempló Reverdou por última vez; su corazón se estremeció con brusquedad. No eran nervios de novio lo que sentía, era un presentimiento… un presentimiento horrible.

 

 

 

   Legiel ya había conocido Mítica pero viéndola de nuevo, a poco más de un día de convertirse en el nuevo rey consorte, podía verla con una nueva perspectiva. Sin duda era un reino muy bello, y la gente, el pueblo en especial, parecían personas agradables y tranquilas.

   Antes de llegar hasta el palacio de Karinte de Mítica, la comitiva de Legiel debía atravesar tres aldeas cercanas, las cuales eran habitadas por elfos de clase media que vivían del comercio. Desde las verdeas del camino real los hados podían observar, asentada sobre un valle, la ciudadela perdida de Khalar, una antigua ciudad milenaria que había sido convertida en un inmenso basar bullicioso y colorido. Había caravanas inmensas que venían en ambas direcciones topándose con la comitiva real de los hados, y muchos comerciantes que iban y venían habían detenido su camino para ofrecer regalos al futuro rey consorte.

   Como consecuencia de ello, Legiel terminó con una pequeña fortuna antes de arribar a las murallas del palacio de Mítica. Cuando el puente levadizo fue desplegado ante las figuras erguidas de los porta estandartes, el príncipe se dio cuenta de nuevo de lo inminente de su situación; su estomago pareció recogerse dentro de su vientre y se sintió levemente mareado, pero para ese momento ya habían atravesado del todo las murallas.

   Un elfo, seguido de una corte de caballeros, salió de detrás de un muro tras la elevación de un rastrillo que cerraba el paso hacia unas grandes torres; el sujeto era altísimo y tenía una cabellera tan rubia que parecía blanca, su ojos verdes resplandecieron con el sol de medio día y de su boca salió un saludo en lenguaje elfico cuyo significado Legiel fue incapaz de traducir.

   —Es un saludo elfico, alteza —le dijo uno de sus caballeros, el hombre se hallaba a su lado montado en un hermoso corcel negro—. Los elfos piden a sus dioses que lo bendigan y le dan la acogida a su nación.

   —¡Oh! Muchas gracias —respondió Legiel desde su propia montura, entornando sus ojos hacia el alto elfo. El sujeto hizo una reverencia y abrió el paso a la comitiva. Una vez en los establos, los hados fueron recibidos por varios miembros del concejo real del rey Karinte y por un corrillo de sirvientes que se hicieron cargo de las monturas.

   Legiel estaba atravesando a pie los patios de armas cuando una corte de elfas salió a su paso. Eran cuatro mujeres rubias de increíble belleza,  de pieles nacaradas y vestidas con trasparentes túnicas que dejaban ver sus siluetas desnudas bajo la tela. Una de ellas dio varios pasos al frente y abrió un pequeño estuche que llevaba en la mano, al hacerlo un collar de puros brillantes quedó a la vista de Legiel, la joya era tan bella que desprendía destellos bajo el sol y su brillo era tan puro como las aguas cristalinas de un riachuelo.

   —Es un regalo de su majestad para usted, alteza—dijo la chica usando un lenguaje común que Legiel pudo entender a la perfección—. Quiere que lo use mañana durante la boda.

   El príncipe tomó el obsequio e hizo una reverencia de agradecimiento; tenía unas ganas locas de preguntar por su prometido pero sabía que sería una imprudencia hacerlo. Durante aquellos meses de lecciones había aprendido que los elfos eran seres demasiado solemnes en algunas costumbres y las bodas eran una de esas celebraciones especiales llenas de supersticiones que respetaban sin chistar. Y una de sus creencias era evitar a toda costa que los futuros contrayentes se vieran el día antes de la boda, no era un buen augurio y por eso debía resignarse hasta el momento del enlace para ver de nuevo a su futuro esposo. También tuvo que despedirse de su familia. A partir de ese momento el pequeño hado quedó en manos de las elfas que le recibieron en los patios y fue llevado a una torre especial donde descansaría y se le atendería para la ceremonia.

   Había caído ya la tarde cuando las mujeres entraron de nuevo a la recamara que le habían dispuesto e interrumpieron su siesta. Una elfa, diferente a las otras, de mirada más sabia y cabellos como el ébano lideraba a las otras hablando en el elfico que Legiel había empezado a odiar. Iba a replicar algo cuando la pelinegra se le acercó sonriéndole con dulzura; llevaba unas ramas entre las manos y cuando estiró su mano pidiéndole al príncipe que la acompañara, Legiel vio como se abrían unas pequeñas compuertas que daban hacía una sala contigua donde una pequeña alberca le esperaba.

   —Es hora del ritual de fertilidad, alteza. Por favor, acompáñenos.

   La mujer había hablado en la lengua común y Legiel se apresuró en levantarse y caminar junto a ella. Realmente la idea de darse una ducha tibia le caía como anillo al dedo; sentía cada musculo de su cuerpo contraído por la tensión y estaba seguro que con el agua caliente se relajaría.

   Se desnudó junto a la alberca y se zambulló con gusto. El agua tenía una temperatura ideal y el vapor que emanaba de ella le abría los poros limpiándole el polvo que había acumulado durante el viaje. Las mujeres que le servían habían tomado cada una un quehacer; mientras una preparaba las esencias otra le desenredaba los cabellos y le hacía un comentario sobre el tono rojizo de sus hebras, tono muy raro entre los elfos.

   Ya empezaba a despuntar el ocaso cuando la mujer de cabellos negros terminó de preparar sus esencias y acercándose con un vaso entre las manos invitó al hado a beber de él. Legiel acercó el recipiente a su nariz, el contenido de aquel vaso olía muy bien pero él no tenía ni la menor idea de lo que era.

   —Es un brebaje que aumenta la fertilidad, alteza —aclaró la mujer con un destello indescifrable en la mirada—. Queremos que su vientre acoja pronto la semilla de nuestro rey y vuestro matrimonio sea muy fructífero.

   Legiel no replicó a ello, aunque la idea de tener bebes era algo que le daba algo de susto; nunca se había imaginado en esa situación y ese “instinto” del que le hablaban nunca lo había sentido ni con mediana intensidad. Apuró la bebida sin mediar palabra y con gustó descubrió que sabía tan bien como olía; luego de eso le hicieron ponerse de pie y le frotaron el cuerpo con las ramas que la elfa de cabellos negros había traído al llegar a la recamara. El olor de aquellas plantas era penetrante y perfumado y una vez su cuerpo quedó impregnado de aquel aroma la mujer se posó a sus espaldas y comenzó a recitar una oración elfica con una voz tan melodiosa que parecía el sonido de una flauta.

   El dulce sonido de aquella voz hizo que Legiel se sintiera adormecido y mientras la elfa cantaba, las demás mujeres le lavaban el cuerpo con leche tibia, enjuagando de paso sus rojos cabellos. Al termino del ritual Legiel se sentía renovado, como si hubiera mudado de piel o hubiera acabado de nacer; su cuerpo estaba tan suave que la túnica con la que lo vistieron terminado el baño resbalaba por su piel mientras sus pies parecían resbalar por las baldosas de aquella estancia.

   Limpio de nuevo le hicieron dormir otra vez. Al día siguiente sería levantado antes del alba y al caer la noche sería el nuevo rey consorte de Mítica.

 

 

 

   El día y las preparaciones previas a la ceremonia resultaron tan agotadoras que cuando a Legiel le llegó la hora de mirarse al espejo y confrontar su imagen completamente acicalada para la boda, se sentía más cansado de todo lo que se hubiese sentido a lo largo de su vida. El tocado que había sobre su cabeza, labrado a base de una bellísimas perlas brillantes parecía pesar casi lo mismo que un bebe recién nacido, y ni hablar del vestido; cada nuevo broche, cada nuevo adorno era como si le colocasen encima una gran piedra, y sus zapatos con brocados y brillantes se sentían como si arrastrara dos enormes grilletes.

   ¿Sería así su vida a partir de ese día? ¿Una especie de condena? Legiel rogaba al cielo porque no, pero desde el fondo de su corazón sentía que algo no estaba bien. ¿Por qué Karinte de Mítica lo había escogido justamente a él para remplazar a Sakira? ¿Por qué simplemente no había dejado las cosas así y había buscado a otro elfo para emparentarse? Legiel no sabía la respuesta, ni siquiera la sospechaba, pero el resquemor en su pecho le decían que no se trataba de nada bueno.

   Suspiró. Era mejor dejarse de pensamientos dramáticos a pocos minutos de su boda. El sol ya había caído por completo y afuera lo esperaba su comitiva. Legiel bajó con su corte hasta las puertas del torreón donde se hospedaba; allí lo esperaba un palanquín que sería custodiado por cuatro elfos grandes y fornidos, cuatro varones que dejaron caer al mismo tiempo los cuatro pilares que sostenían la lona. Una elfa de su corte abrió la delicada seda que ocluía el interior del palanquín y Legiel entró junto a dos elfas encargadas de sostenerle la larga capa de su vestido.

   << Es hora, Legiel >> Se dijo a sí mismo antes de entrar, y cuando sintió que el palanquín nuevamente se desprendía del suelo y se ponía en marcha supo que no habría marcha atrás .

 

 

 

   El camino hasta el lugar donde se realizaría la ceremonia estaba flanqueado por un mar de gente que se había lanzado a las calles a  ver pasar su corte. Desde adentro del palanquín, solo sacando su mano enguantada de vez en cuando para saludar al público, Legiel podía escuchar el clamor del pueblo que le bendecían y lo aclamaban como el nuevo rey consorte. De vez en cuando caía sobre el dosel de su transporte pequeños ramos de flores que la gente le arrojaba el paso, haciendo que a su llegada hasta el Bosque de los álamos, sitió donde sería desposado, el techo del palanquín ya estaba todo cubierto de flores.

   —Hemos llegado, alteza. —La voz de una de las elfas resonó sacando a Legiel de sus cavilaciones. Los cuatro elfos que trasportaban el palaquín lo dejaron caer de nuevo sobre tierra, abriendo con suviadad la seda de la cortina.

   Sin prisas, Legiel dejó que uno de sus zapatos pisara tierra, luego aceptó la mano de uno de los elfos que lo custodiaban y salió del todo a la luz de aquella noche. Las elfas que lo acompañaban se apresuraron en recoger la cola de su capa y conducirlo hasta donde empezaba el camino que lo llevaría al altar. Entonces legiel bajó delicadamente el velo que cubriría su rostro hasta el momento en que el sacerdote elfo diera la orden de descubrirse para su esposo; estaba anonadado y más nervioso que nunca pero no dejó que se le notara. Avanzó a pie hasta encontrarse con un arco esplendoroso por el que se abría un gran  camino y desde donde iniciaba el recorrido de una enorme alfombra blanca.

   Dos elfos reales que le esperaban en aquel lugar abrieron el cortejo, Legiel caminaba tras ellos seguido de las elfas y más atrás un pequeño grupo de elfitos llevaban unas esferas de luz que iluminaban el estrecho camino entre los setos. Cuando el recorrido terminó  Legiel pudo ver finalmente el inmenso acantilado que se abría ante sus ojos y sobre el cual se alzaban, hermosas y deslumbrantes, las pequeñas ruinas sobres las que se celebraría la boda.

   Karinte se encontraba ya de pie frente al altar elfico cuyos iconos tenían el brillo de mil soles. Frente a su futuro esposo se encontraba el sacerdote elfo, un hombre adusto y muy alto que sostenía un libro entre sus manos.

   << No pienses, solo camina >> se dijo Legiel así mismo mientras avanzaba por el tapizado blanco, sintiendo el cuchicheo de los invitados que le veían caminar hacia el altar. Era muchísima gente, casi miles, flanqueándolo a lado. Algunos le lanzaban flores a su paso y otros simplemente le sonreían con dulzura. Por fin entre la multitud, Legiel alcanzó a ver a sus padres; los reyes estaban entre las filas principales de invitados junto a sus hermanos y los principales cortesanos de Mítica.

   Una sonrisa, la primera de la noche, iluminó la cara de Legiel cuando sus ojos se toparon con los de su madre. Maharet también sonreía y ese gesto hizo que el joven hado sintiera que el recorrido hasta el sitio que le correspondía ocupar no era tan largo. Cuanto amaba a su madre, cuanto iba a extrañarla.

   Pero el momento de fascinación terminó. Legiel terminó de sortear el sendero hacia el altar y sin podérselo creer del todo se encontró de pie frente a aquella multitud y bajo aquella luna radiante que iluminaba como un faro la figura del Rey elfo, Karinte de mitica.

   Los ojos del elfo se habían concentrado en su futuro desposado. Legiel bajó el rostro apenado y aturdido por la imponencia de aquel hombre que a pesar del velo era capaz de atravesarlo con la mirada. Se sentía mareado, ansioso por lo que pasaría; estaba tan nervioso que ni siquiera el sonido calmo de las olas chocando contra el acantilado lograba calmarlo.

   Cuando el sacerdote empezó la ceremonia Legiel temblaba como una hoja. Y Karinte lo tocó por primera vez.

   Fue un leve roce de su mano contra la suya, sin embargo para Legiel fue casi como si le hubiese caído un rayo. El respingo que dio sorprendió a más de uno de los asistentes pero la mayoría lo asumió como una encantadora muestra de recato.

   —Debes calmarte o colapsarás —dijo Karinte estrechando un poco la mano del hado. Legiel ya había oído su voz pero en ese momento le pareció más profunda y majestuosa. Con un asentimiento de cabeza volvió a subir el rostro y la ceremonia prosiguió.

   El ritual era más largo de lo que Legiel había supuesto pero pasadas dos horas por fin el elfo que precedía la boda les hizo recitar los votos. Los novios se entrelazaron de las manos y sus brazos fueron unidos por sendos lazos bordados en plata mientras sus cabezas eran ungidas por un aceite oloroso a jazmines.

   —Karinte de Mitica —habló el sacerdote con solemnidad—. ¿Aceptas a Legiel de Riverdou como tu amante esposo, y prometes serle fiel en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, hasta que la muerte los separe?

   —Acepto —contestó Karinte sin el más mínimo resquemor en su voz. Legiel pasó saliva pesadamente.

   —Y tú, Legiel de Riverdou. ¿Aceptas a Karinte de Mitica como tu amante esposo, y prometes serle fiel en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, hasta que la muerte los separe?

   —Yo… —Legiel sintió que la garganta se le secaba por completo y las palabras se quedaban atrancadas como si las tuviese pegadas a la lengua. Las miradas de absolutamente todos los presentes se posaron sobre él y un aura de incomodo silencio pareció arroparlo como un manto.

   — ¿Legiel? —preguntó el sacerdote sin disimular algo de preocupación. Al instante Legiel sintió como las manos de Karinte lo apresaban con algo más de fuerza mientras los ojos del rey le miraban con obcecada seriedad. Legiel sintió como una lagrima cálida asomaba por sus ojos y velada por la tela que le cubría el rostro, recorría su mejilla hasta dejar un rastro salado en su boca. Para ese momento el silencio ensordecedor se empezaba a disipar a causa de los cuchicheos que se estaban alzando entre los asistentes. El sacerdote hizo un carraspeo y el pequeño hado viró su rostro hacia él. Si no respondía pronto, el escándalo sería terrible.

   —Yo… acepto.

   —¿Cómo dices? —El sacerdote no había escuchado bien la respuesta debido a que el tono usado por Legiel fue prácticamente un susurro. El viento suave de la noche empezaba convertirse en ventisca cuando el príncipe de Riverdou alzó su voz, esta vez clara y segura, sobre los cuchicheos indiscretos de los invitados.

   —Acepto —anunció con inflexión nerviosa pero audible—. Acepto a Karinte de Mitica como mi amado esposo.

   Todo el mundo suspiró, y de esta forma quedó sellado el compromiso. Legiel observó la noche oscura abriéndose ante sus ojos y deseó como nunca ser un ave que pudiese cruzar ese océano inmenso para jamás volver. Todo su cuerpo vibraba cuando Karinte de Mitica alzó la tela que cubría su  cara desvelando con gran delicadeza el rostro hermoso y aturdido del hado.

   Legiel nunca había besado y tampoco lo habían besado. Nunca había pensado en ello ni nunca le había llamado mucho la atención, sin embargo no necesitaba ser experto para saber que la frialdad de aquellos labios que tocaron los suyos no era lo que debía sentirse. El aliento de aquel hombre carecía de calidez y pasión, no le trasmitía seguridad ni cariño… no le trasmitía la dulzura del amor.

   En algún momento luego de roto el beso, Legiel miró a su ahora esposo a los ojos. Detrás de ellos los gritos de júbilo y los cantos comenzaron a abrir la caravana que los acompañaría de vuelta al castillo. Karinte lo llevaba del brazo haciéndolo fuertemente contra él, como si ahora aquel bello hadito le perteneciera.

   —¿Te ha gustado la boda? —le preguntó cuando ya llevaban recorrido más de la mitad de la alfombra que conducía al altar.

   Legiel solo asintió con la cabeza, cosa que pareció molestar a Karinte. El rey elfo frenó de repente tomando a su ahora esposo del rostro para obligarlo a devolverle la mirada.

   —Legiel… Te he preguntado que si te ha gustado la boda.

   —Si… si —titubeó Legiel. A pesar de que el gesto de Karinte no había sido brusco ni sus palabras groseras, el pequeño hado había sentido un pavor horrible.

   —Muy bien. —Karinte le soltó la cara y siguieron caminando—. Pero quiere que te quede claro algo —apuntó—. A partir de ahora cada vez que te haga una pregunta la contestarás ¿Me has entendido?

   —Si…

   —¿Si , qué? —le miró serio el elfo.

   —Si, mi señor —respondió Legiel.

 

 

  

 

   Los banquetes de la boda real durarían cinco días, días que felizmente coincidían con la recolección de las cosechas y por lo tanto serían jornadas de regocijo popular y fiestas en las comarcas y las aldeas.

   El castillo de Mitica se había engalanado con motivo de las celebraciones desplegando un lujo y una pomposidad que pocas veces se habían visto en el reino desde hacía muchos años. No había duda que Karinte era un rey generoso con sus vasallos y sus cortesanos, como tampoco quedaba duda que Legiel de Reverdou no lucía contento.

   Esa noche Legiel había visto de todo, desde trucos increíbles de magia hasta acrobacias imposibles, pasando por toda clase de baile y cantores famosos. Sin embargo nada de ello había logrado que sus cara de timidez y casi obnubilación fuera la comidilla de los invitados que repartidos por todo lo ancho y largo de los jardines del palacio, hablaban sobre la parquedad del recién desposado.

   —¿Qué te pasa, cariño? —preguntó Maharet que estaba sentada en ese momento junto a su hijo—. Luces triste.

   La pregunta sacó a Legiel de sus cavilaciones. El tocado de su cabeza lucía tan perfecto como lo llevara recién empezada la fiesta pues el príncipe solo había bailado una sola pieza junto a su esposo.

   —No es nada, madre. Solo estoy cansado.

   —No, a mi no me engañas cariño. Sé que algo te sucede y quiero saber qué es y si puedo solucionarlo.

   —No madre.

   —¿Es acaso por lo que sucederá luego de que tengas que retirarte junto a tu esposo?—. Maharet trató de ser lo más delicada posible con sus palabras pero aun así no pudo evitar que su hijo se sonrojara violentamente.

   —Pero… ¡¿Qué cosas dices madre?! ¡No estoy pensando en eso!

   —¿Entonces, qué es lo que te tiene así?

   —Pues todo y a la vez nada. —Legiel suspiró—. Madre siento que esto fue un error. Yo no he debido casarme con ese hombre.

   —Cariño…

   —Si lo sé… —interrumpió Legiel a sabiendas de lo que su madre le diría—. Ya sé que era mi deber y todo eso, pero aun así—. Su rostro acongojado brillo bajo las llamaradas de unos grandes hachones que se hallaban cerca a él. En ese momento una zampoña animaba el ambiente y en la pista se llevaba a cabo el sorteo de una elfa de compañía que era pedida por varios hombres borrachos. Al término del juego, la joven rubia había terminado en brazos de un cortesano que se la había llevado prácticamente en hombros. En ese instante un elfo se acercó e hizo sonar un gran cuerno. La multitud se levantó y llenos de júbilo entonaron un cantico de alabanza.

   —Es la hora… —anunció Legiel viendo como su esposo se alejaba de su cortejo de elfos y se acercaba hasta él. Según el ritual, el primer día de los banquetes antes de consumarse la boda los novios no se sentaban juntos y no se les dejaba a solas hasta el momento en que debían retirarse a sus habitaciones… Y dicho momento había llegado.

   —Esposo… es hora de marcharnos —dijo Karinte extendiéndole la mano para guiarlo dentro del palacio. La gente les lanzaba flores al pasar mientras una corte de guardias y sirvientes los escoltaban dentro de las puertas del torreón central. Después de atravesar un laberinto de corredores, atravesar varias galerías y subir tres escaleras, Legiel se vio junto a Karinte frente a dos grandes puertas que fueron abiertas por dos robustos elfos que aguardaban frente a ellas, para luego, tras el paso de la pareja, clausurarlas de nuevo.

   Entonces, por primera vez, Legiel se encontró a solas con su esposo.

—Es una bella noche y ha sido una bella fiesta ¿No es así? —Como era de esperarse Karinte abrió la plática. Sin apuros Legiel le vio dirigirse hasta la ventana del torreón y abrirla de par en par a fin de orear el reciento. La luz de varios hachones que  brillaban en las distintas esquinas daban una iluminación aceptable al lugar y permitían repararlo, si bien no ha detalle, si lo suficiente como para sacar una impresión.

   Y  la impresión de Legiel era  que aquella cámara nupcial tenía años sin usarse pese a que todo lucía increíblemente pulcro. La cama adoselada era lo único que parecía nuevo en aquel lugar  junto a las sabanas blancas que esperaban ser estrenadas.

   —Mi señor… —habló el hado a pesar de su inmenso nerviosismo—. Quiero agradecerle por la fiesta tan maravillosa que ha brindado. Es para mí un honor haberme convertido en su esposo.

   Karinte lo miró alzando una ceja con inquietud. Lentamente se acercó hasta Legiel tomándolo de ambos hombros cuando el hadito trató de retroceder.

   —Vaya, vaya… Pero qué bonito hablas… veo que te han adoctrinado muy bien.

   —Es mi deseo ser un buen esposo, mi señor. He aprendido las costumbres con inmenso gusto.

   —¿En serio? —Legiel bajó la mirada—. ¿Qué cosas has aprendido? Vamos cuéntame.

   —He aprendido las costumbres y las tradiciones de vuestra corte y vuestro pueblo, mi señor… Lo único que me ha costado trabajo y aun no he podido dominar ha sido vuestro idioma… Espero me perdone esa falta y me dé tiempo de repararla—. Aquella  explicación había terminado con la segunda sonrisa que Legiel había dejado  ver desde que empezara aquel día. Se notaba que era una sonrisa estudiada y medida, pero aun así la ternura y calidez que desprendió fueron la primera flecha que aquel hado logró hacer llegar al corazón de su rey.

   Karinte lo soltó, aturdido por lo que esa sonrisa le había provocado. En dos pasos se apartó del hermoso príncipe que había desposado y se acercó de nuevo a la ventana.

   —¿He dicho algo que ha molestado a mi señor? —preguntó Legiel nervioso por la reacción de su esposo.

   —No es nada… —respondió el elfo sin devolverle la mirada—. Solo hay algo que deseo saber.

   —¿Y que sería eso, mi señor?

   —Quiero saber si así como te enseñaron cultura y tradiciones de mi pueblo también te enseñaron lo que sucederá aquí esta noche.

   Karinte era sin duda mucho menos delicado que Maharet para preguntar esas cosas, pero aun así la reacción de Legiel fue menos vergonzosa que con su madre. Bajó el rostro con decoroso recato y respondió con toda la seguridad que encontró.

   —Sí, mi señor… si me hablaron al respecto. Obviamente no lo sé todo, y no lo comprendo del todo pero sé que nuestros cuerpos deben unirse en un acto de amor.

   —Un acto de amor. —Karinte repitió aquello con un deje de burla que Legiel no supo cómo interpretar. El rey había vuelto a virar sobre su eje quedando otra vez cara a cara con él.

   Legiel se sonrojó.

   —¿No es un acto de amor entonces?

   —No lo sé— respondió Karinte caminando hacia su esposo—. Dimelo tu —exigió tomando a Legiel del mentón—. ¿Me amas?

   Nuevamente el hado quedó sin palabras ¿Qué se suponía que debía contestar?

   —Yo… yo…

   —¿Tu qué?

   —Yo… yo lo amaré, mi señor. Con el tiempo lo amaré.

   —Vaya… —Karinte soltó una carcajada soltándolo —. De veras te han aleccionado muy bien —apuntó sentándose sobre la cama para quitarse las botas—. Casi te creo. Estas incluso mejor adiestrado que lo que estaba tu hermana.

   —¿Mi hermana? —La mención de Sakira hizo que Legiel sintiera una extraña sensación de resquemor. En esos momentos Karinte se deshacía poco a poco de sus prendas de vestir, regándolas por toda la habitación.

   —Si tu hermana —respondió el rey observando el encantador sonrojo de su esposo mientras se desnudaba. Era increíble como esa mentirosa criatura actuaba tan bien. Lo había puesto muy caliente esa actitud de niño bueno y sumiso.

   Con parsimonia se levantó de la cama. En ese momento solo traía puesta las calzas y la camisa interior a medio desamarrar, mostrando de esa forma su torso lampiño y fuerte. Legiel se dio media vuelta al verlo dirigirse hacia él. Su agitación se hizo visible en su respiración agitada, nerviosismo que se hizo mayor cuando Karinte posándose a sus espaldas comenzó a desamarrar los cordones traseros de su traje.

   —Jamás pensé decir esto pero eres muchísimo más bello que tu hermana —le susurró al oído. El cuello de Legiel había quedado desnudo luego de que Karinte lograra bajar su vestido hasta la altura de los hombros. El aliento del elfo rozaba la nuca del hado haciendo que su cuerpo pareciera a punto de derretirse. Despues, el rey había llevado sus manos hasta el tocado de la cabeza y uno a uno fue desprendiendo los broches que lo sostenían, hasta lograr removerlo de su lugar olvidándolo enseguida junto a la mesa de noche. Los cabellos rojos de Legiel se vieron libres como una llamarada roja, intensos bajo la luz del fuego. Cuando Karinte le quitó el vestido por completo, aquellos cabellos fueron lo único que cubrió la semidesnudez del hado.

   Karinte dio un beso en un hombro desnudo, observando con alegría que Legiel llevaba puesto su regalo. Se había quedado congelado ante tanta belleza. No mentía, lo creía de verdad. Legiel de Riverdou era el ser más bello que había visto jamás. Despacio llevó su mano diestra hacia el cordón que amarraba la ropa interior de Legiel y de un solo tirón la soltó. Los gluteos respingados quedaron a la vista del rey, rozados a medias por las puntas de la larga cabellera roja. Karinte lo hizo girar hacia él, lo tomó por la cintura de ambos brazos y lo besó. Esta vez el beso sí que era apasionado, quizás seguía sin tener la dulzura del amor, pero la ansiedad del deseo sí que la tenía. Y Legiel lo sintió.

   —Mi señor… por favor —suspiró ladeando la cara.

   —¿Qué pasa? —se ofuscó Karinte soltándolo un poco.

   —Yo… yo no me siento listo.

   —¿En serio?

   —Por favor… por favor, mi señor.

   En contra de todo pronóstico Legiel sintió como el cuerpo de su esposo se apartaba de él. Karinte se volvió a la mesa de noche donde se sirvió un trago de vino escuchando como a sus espaldas Legiel levantaba sus ropas del suelo. ¿A que jugaba aquel niño? Se preguntó. ¿Se estaba burlando de él como lo había hecho Sakira? ¿O acaso…? No sabía por qué pero una marea de celos lo invadió de repente, como un torbellino. Durante días había ensayado todo un montaje para ponerlo en acción en ese momento pero llegada la hora no podía controlarse. La sola idea de que ese hadito ya hubiese sido de otro sencillamente lo enfermaba.

   —¿Por qué recoges tu ropa? ¿Te he dado permiso de que te vistas?

   Legiel alzó la vista confundido. Su cuerpo se tensó de golpe.

   —Pensé que mi señor…

   —¡Tu no piensas nada! ¿Qué es lo que pasa? ¿Dónde quedó toda la educación que te dieron? ¿Acaso no sabes cuales son tus deberes para con tu esposo?

   —Si, mi señor, pero…

   —¡Pero nada! —Karinte estrelló el vaso de vino contra un mueble empotrado y abalanzándose contra Legiel lo asió con fuerza entre sus brazos—. ¿Por qué no quieres entregarte a mí? —rugió como un loco—. ¿Es que acaso no quieres que descubra que eres tan puto como tu hermana? ¿Te da miedo que descubra que quizás este cuerpo que tanto pareces cuidar no es puro ni virgen? ¿Es eso?

   —¡No! ¡No es eso, mi señor!

   —¡¿Entonces qué es?! —. Las lágrimas y el temblor de Legiel no conmovían a Karinte en lo absoluto. Estaba completamente fuera de sí—. ¿Tú también tienes un amante no es verdad? —inquirió estrujándolo más fuerte—. ¡Seguro eres tan libertino como tu hermana!

   —Mi señor…

   —¡Calla! —Enfurecido, Karinte descargó una fuerte bofetada sobre su esposo. Legiel cayó desnudo sobre el lecho. Estaba cubierto solo por la cascada de cabellos rojos y las lágrimas que brillaban en su rostro—. Yo lo sé todo —espetó el rey—. Sé que ayudaste a la puta de tu hermana a fugarse con su amante y a burlarse de mí. ¿Fue divertido para ustedes, ah? ¿Fue divertido burlarse de mi honor y mancillar mi nombre? ¡¿Fue divertido?!

   —¡No! —Legiel lloraba a lágrima viva. Estaba tieso de miedo. No podía creer que algo así estuviera pasando. ¡Karinte de Mitica lo sabía todo! ¡Todo!

   Recobrando un poco el coraje trató de defenderse. Por lo menos tenía que intentarlo. Sin embargo, en ese mismo instante Karinte cayó sobre él, sometiéndolo con el amarre de sus manos y el peso de su cuerpo. De un solo movimiento el rey lo incorporó sobre el lecho dándole un tirón tremendo a sus cabellos.

   El grito de Legiel se perdió en la noche sin estrellas de Mítica.

   —Esta noche tú me vas a pagar doble, por ti y por tu hermana—jadeó el elfo, colérico—. Esta noche yo resarciré mi honor con el tuyo.

   —¡No, por favor! ¡Por favor déjame ir!

   Un escalofrió horrible aturdió a Legiel cuando sintió que aquel desalmado, aprovechándose de su superioridad física, lo tiraba de nuevo al lecho dejándolo boca abajo para luego trepársele encima. Legiel pataleó, chilló y se retorció, pero nada de esto fue suficiente para lograr vencer a un varón que era muy superior a él en cuanto a fuerzas.

   Karinte estaba enloquecido de rabia y lascivia. Nunca antes había pensado ni fantaseado con hacer algo así. Por el contrario, el pensar en forzar a alguien le parecía una acción demasiado salvaje y desagradable. Sin embargo, tenía que aceptar que por alguna razón, fueran celos, rabia, dolor, orgullo o lo que fuese, en ese momento estaba más duro de lo que recordaba haber estado jamás. La necesidad de poseer aquel cuerpo era casi una urgencia. Sentía su cuerpo arder con el roce de aquella otra piel, suave como la seda y cálida como un sol de primavera. Con sus piernas separó los muslos del hadito y usando solo una mano para sostener la llave con la que lo mantenía recostado, se bajó un poco las calzas y se tocó un poco con la surda. Con solo unos pocos toques estuvo listo, y así, permitiendo que su cuerpo gobernase mientras su mente se mantenía a raya, Karinte de Mitica posó su virilidad punzante en la entrada de aquel jovencito. Un empujón rudo y fuerte le bastó para abrir por completo aquella carne virginal que se resintió a su paso, al tiempo que Legiel, sintiendo que moría y se destrozaba, ambientaba la escena con un grito sin ilación.

   —¿Por qué gritas? —se burló Karinte después de unos minutos, empezando a moverse en su interior—. ¿Es que acaso no te gusta lo que te ha cedido tu hermana? ¿No te gusta lo que te has ganado gracias a la putería de esa zorra?

   —¡No! ¡Me duele! ¡Suéltame!

   —Siente lo que tengo para ti, siente lo que se perdió tu hermana—. Los gritos de Legiel eran tan fuertes que a los diez minutos de empezado el ultraje estaba completamente afónico. Karinte le soltó los brazos. Ya no necesitaba sostenerlo para mantenerlo tendido sobre el lecho. Sus embates eran tan violentos que Legiel y apenas tenía fuerzas para respirar. Pasados quince minutos el elfo lo volteó para tenerlos de frente e izando sus piernas, lo volvió a penetrar. La carne lacerada de Legiel se contrajo con furia y el hado volvió a chillar.

   Sus lagrimas fueron bebidas por Karinte quien llevado por la lascivia se recostó por completó sobre él estrujando con ambas manos los glúteos esponjosos y suaves de ese hado cuyos lamentos no hacían más que calentarlo más. Nunca imaginó que ese hadito lograra llevarlo a tal nivel. Sentía que debía tenerlo para siempre, que se volvería loco si llegaba a perderlo. Por primera vez logró olvidar por completo el recuerdo de Sakira. No había cabida en su mente para esa ingrata teniendo ahora a ese pequeño encanto entre sus brazos.

   Lo tomó del mentón y le dio un beso en los labios. Fue un beso suave y largo, un beso que coincidió con su climax. Legiel ya ni siquiera se movía, solo gemía bajito y respiraba pausado. Karinte salió de él sintiendo como su miembro goteaba algo más que semen. La sangre de Legiel había manchado su miembro y también las colchas inmaculadas. Su cuerpo estaba completamente desgarrado y su pecho se levantaba con cada gemido.

   Un latigazo de culpa pareció recorrer a Karinte al verlo así, pero a pesar de esto, su rabia y su orgullo lograron hacerle conservar su obstinado rencor hacia el ser que acababa de mancillar.   

   —Estuviste delicioso. Dale las gracias a Sakira de mi parte —dijo dándole un beso en el vientre plano. De inmediato se enfundó en una larga bata que se hallaba junto al lecho y abandonó la habitación usando un pasadizo alterno.

   Legiel quedó inconsciente luego de aquel beso. Cuando despertó, un elfo con toda la pinta de galeno escudriñaba entre sus piernas y le decía algo que el hadito no alcanzó a comprender. Por fortuna, Legiel ni siquiera alcanzó a recobrar del todo la conciencia y en segundos volvió a caer desmayado sobre el lecho… Sin duda de momento era lo mejor. Cuando volviera a despertar, su vida se habría convertido en una pesadilla.

 

Continuará…

  

 


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