A veces no nos damos cuenta de lo que tenemos a nuestro lado.
A veces sólo nos dedicamos a discutir, pelear, estar en desacuerdo.
Pero cuando la vida nos da un susto, tendemos a querer el doble aquello que nos pertenece. Lo amamos y juramos nunca más discernir en algo.
Luego de un tiempo, volvemos a caer en las aquella rueda que nos lleva al precipicio de los malos entendidos… olvidando completamente las anteriores promesas de llevar nuestra fiesta en paz
Fue de ese modo que Blaine descubrió lo importante de Kurt en su vida.
Más que se una vieja pareja casada, eran casi contrincantes es medio de una batalla de guerra, cuyo campo era su pequeño departamento en la ciudad. Si bien llevaban el suficiente tiempo juntos como para conocerse a la perfección, también lo llevaban como para discutir sin motivos aparentes.
Si no fuera por aquel momento que detuvo sus vidas, ambos no habrían entendido el significado real de estar juntos.
Una común tarde de invierno, frío rodeando los cero grados de temperatura en la ciudad de New York. Discutiendo como siempre, de las toallas húmedas en el suelo, de la ropa sucia fuera del cesto, de los platos sin lavar en el fregadero, de los colores de los muebles de la salita… cosas tan simples pero que en ellos se magnificaban hasta en diez veces lo necesario.
Como en cada pelea, solo se miraban entre ellos, ignorando el entorno que les acompañaba… no lo escucharon, solo hasta que el capó del Toyota Prius se detuvo a escasos centímetros del muslo derecho de Kurt.
Ambos hombres quedaron pálidos, tanto Kurt como el conductor del vehículo. Éste último descendió para corroborar que no había atropellado al joven de pelo castaño.
Blaine, aún en shock, miraba la escena con los ojos tan abiertos que en cualquier momento saldrían de sus cavidades.
Luego de un breve pero ameno intercambio de palabras entre ambos, Kurt caminó de regreso hasta la acera en compañía del moreno. El dueño del vehículo subió y rehizo su camino a quien sabe donde, mientras que la gente curiosa que se había amontonado a su alrededor comenzó a desaparecer de a poco.
- Vamos a casa, Kurt- dijo Blaine, tomando la mano de su novio. El castaño solo asintió levemente y se dejó llevar por el moreno.
Caminaron las cuatro calles respectivas, entraron caminando rumbo al ascensor, subieron hasta el quinto piso y se encaminaron por el pasillo hacia la puerta.
El castaño apreció por primera vez que la alfombra roja que cubría el piso del pasillo estaba un tanto gastada en el centro y de cómo el color blanco perlado de las paredes estaba comenzando a perder vida.
Ambos entraron en el departamento que compartían. Kurt caminó hasta el sofá rojo bermellón que adornaba el centro de la salita. Dejó caer el peso de su cuerpo en los cómodos cojines. Suspiró profundo y por fin se relajó. No le dio tiempo de llorar, puesto que Blaine estaba arrodillado, abrazado de sus rodillas. Su cuerpo temblaba con cada convulsión, gemía desesperado y aferrándose a las piernas del castaño. El llanto salía de su interior con desesperación, con angustia e infinita tristeza.
- Casi te pierdo, Kurt!, CASI TE PIERDO!!, CASI TE PIERDO!! , CASI TE PIERDO!! , CASI TE PIERDO!!...- decía una y otra vez, como un antiguo disco rayado que no para de tocar la misma parte.
Kurt se angustió, hacía muchos años que no veía al amor de su vida tan desesperado como aquella tarde… por lo que solo atinó a tirarse de rodillas al suelo para abrazarle tan fuertemente como sus brazos se lo permitieran.
- Pero no pasó, Blaine!!, aquí estoy, a tu lado!! – intentó hacer reaccionar al joven de cabello negro, pero este aún estaba dentro de sus miedos y no le escuchaba – mi amor, mi vida, bebé aquí estoy!!, no me he ido ni lo haré!!, te amo Blaine, te amo demasiado!! – al escuchar su nombre acompañado de aquella frase mágica para sus oídos, por fin reaccionó de su trance.
- Te amo Kurt, te amo tanto!!, creí que te perdía!!, creí que no volvería a estar junto a ti mi amor!! – Blaine se aferró a la delgada cintura del castaño y sollozó sobre el hombro de este.
Fue así como pasaron el resto de la tarde abrazados dentro de la cama. No hicieron el amor, solo se abrazaron bajo las cobijas. Hablaron de todo aquello que hace mucho no conversaban: de clima, de economía, de política, de música, de comida… volvieron a ser, en parte, aquella pareja de la cual el resto sentía envidia. Envidia de ver como se entendían y querían. Envidia de ver como todo para ellos encajaba en su lugar, de cómo se amaban con todo el corazón.
Fue así como sintieron el real miedo a perder… perder aquello que más se ama, aquello con lo cual se vive, respira, come, duerme… aquello que nos da la fuerza para seguir adelante cada día, pensando en que éste puede ser mejor que el anterior.
Juraron no discutir más por estupideces. Prometieron comprenderse y ser felices. La vida les daba una maravillosa segunda oportunidad, no perderían el tiempo en cosas banales. Disfrutarían de todo aquello que la vida les diera, total, para eso estaban juntos. Juntos para siempre.
Pero somos seres humanos, está en nuestra naturaleza olvidarnos de nuestras promesas y de nuestros juramentos. Está en nuestra naturaleza cometer los mismos errores que nos hacen sufrir en demasía. Está en nuestra naturaleza darnos cuenta de ello y querer repararlo. Está en nuestra naturaleza volver a jurar y prometer que eso no volverá a suceder.