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Ciento cincuenta gramos de mantequilla por Kurai neko

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Notas del fanfic:

Dedicado a Lari <3

Notas del capitulo:

Ideas que me pasan por la cabeza cuando me pongo a hornear xD

Sus manos se movían deprisa, midiendo los ingredientes que iba a necesitar. Dos vasos y medio de harina, poco más de medio vaso de azúcar, esencia de vainilla, un huevo y ciento cincuenta gramos de mantequilla.
La receta original usaba el doble de ingredientes, y sabía que había recetas sin huevo y/o con leche. Pero aquella ya la había usado antes, hacía unos años. Sabía como quedaban y no tenía tiempo para ir probando cosas nuevas. Tenía algo que arreglar.

Las manos se movían raudas mientras sacaba los utensilios que iba a necesitar. Calentó un poco la mantequilla y luego la batió junto con el azúcar. Añadió el huevo y la esencia de vainilla, continuando con lo suyo. Todo lo hacía con medida precisión, pero con movimientos fluidos que casi parecían lentos.
La luz se colaba por la ventana, proyectando sombras sobre la otra pared de la cocina al tiempo que el hombre añadía parte de la harina poco a poco, batiendo lo que cada vez se parecía más a una masa.

Enharinó la plancha de madera e hizo lo mismo con sus manos, sacando la pasta del recipiente. Se había lavado bien las manos antes de ponerse a cocinar. La pasta se le pegó en las manos aún teniéndolas cubiertas por harina. El repostero chistó y empezó a mover aquella sustancia pegajosa lo mejor que pudo, sin poder evitar lamer uno de sus dedos para, según él, probar si el nivel de azúcar y esencia de vainilla era óptimo. Añadió cada vez más harina, concentrándose en lo que hacía y frunciendo el ceño. Tardó unos diez minutos en conseguir el nivel adecuado de harina, aunque había tenido que agregar más de la que la receta decía. Pero no le preocupaba, sabía que aquello iba así.
Volvió a poner harina en sus manos para frotarlas y sacar todos los restos de masa. Después se las harinó una última vez y las palmeó en el aire, levantando humo blanco. Se sacudió las manos en el delantal que cubría sus muslos y enrolló la bola de pasta en film de plástico y la dejó en el refrigerador por una hora, en la que se dedicó a leer esperando que pasara el tiempo.

Después de veinte minutos se impacientó y decidió que mejor invertiría aquellos minutos en la selección de la bolsa donde iba a meter las galletas.
Después de haber elegido el pañuelo y la cinta con la que lo ataría volvió a la cocina. Se lavó de nuevo las manos y preparó la plancha de madera para recibir de nuevo la masa. Sacó la masa del film protector y la estampó contra la madera, que previamente había vuelto a enharinar. Dio un par de vueltas a la masa y la movió entre sus dedos para ablandarla sólo lo suficiente. Después le dio un par de golpes con el rodillo y lenta pero eficientemente empezó a aplastarla, rodando aquel artilugio por encima, consiguiendo una lámina de más o menos medio centímetro de grosor, bastante uniforme y compacta.

Ese momento fue el que eligió para encender el horno mientras, con paciencia, preparaba la bandeja y empezaba a sacar moldes de la pasta. Las galletas necesitaban veinte minutos de horneado a ciento ochenta grados. Mientras tanto, él preparaba la segunda tanda de galletas, amasando con sus manos y con el rodillo la pasta una y otra vez, sacando moldes y dejándolos en una segunda bandeja.
Para cuando terminó, las galletas casi estaban hechas. No tuvo que esperar mucho para sacar la primera bandeja y meter la segunda.
Limpió las galletas y pintó la mitad con canela y las otras con azúcar. Para cuando la segunda bandeja estaba fría y las galletas limpias, la primera ya se había secado.
Metió todas las galletas, en el pañuelo y lo cerró. Ahora sólo le quedaba disculparse.

***


Aldebarán encontró a Mu en la escalera que separaba sus dos templos, más cerca del de Tauro que del de Aries. Caminaba ensimismado, mirando un paquete que llevaba en las manos al que no paraba de darle vueltas. Parecía un bulto de tela, con un lazo. Mu siguió ascendiendo lentamente, casi a paso ceremonial. Cuando le quedaban tres escalones para chocar con él, Aldebarán habló, asustándolo.

—¡Buenas tardes, amigo! —vociferó, riendo para si mismo al verlo saltar en su sitio.
—... Buenas tardes, Aldebarán. —dijo después de recuperar la voz.

Ambos Santos cabecearon una hacia el otro, saludándose antes de seguir con su conversación.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó Tauro, curioso.
—Hmn... nada en especial, en realidad. —Mu le dio un par de vueltas más a la bolsa, mirándola con algo de pena.

Aldebarán entrecerró los ojos y luego ladeó la cabeza, separando los brazos que antes tenía cruzados para palmear el suelo a su lado. Mu asintió y trotó escaleras arriba para sentarse donde su amigo le había indicado.

—¿Por qué dices eso? —interrogó.

Mu agachó la cabeza, sus mejillas sonrojándose a pasos agigantados. Aldebarán pudo notar que no era un rubor tímido. Era un sonrojo rabioso, con algo de enfado y decepción.

—¿Es un regalo? —cambió su pregunta. Mu asintió con la cabeza y volvió a darle una vuelta al paquete— Entonces seguro que es especial.

Mu lo miró con duda reflejada en su expresión facial. Aldebarán le palmeó la espalda y volvió a hablar.

—Sea lo que sea que llevas ahí dentro, yo sé que le has puesto tu mayor esfuerzo. Y seguramente el desgraciado que lo vaya a recibir también lo sabe.
—¡Aldebarán! —se quejó Mu, levantando un brazo para amenazar en broma a su amigo y vecino, recibiendo risas sonoras del otro a cambio— No es un desgraciado. Además, esta vez he sido yo quien ha metido la pata.
—¿Seguro? —preguntó con la mano en el hombro de Mu, un tono serio y la cara a juego.

Mu apretó los labios y miró hacia abajo y a un costado, encarando luego a Aldebarán, que levantó una ceja, incrédulo.

—Sí, seguro. Discutimos y me pasé tres pueblos contestándole. Aunque no os lo creáis es bastante sensible.
—Lo que tú digas, amigo —Aldebarán se encogió de hombros, levantándose—. Supongo que vas a verlo, puedes pasar.

Aldebarán le dedicó una reverencia y Mu se rió por el toque de teatralidad que a veces le gustaba ostentar al de Tauro.
De repente algo chocó contra la cabeza de Mu, tirándolo encima del escalón. El proyectil rodó un poco más allá, pero nadie tuvo tiempo en fijarse que era.

—¡Maldita sea! —se oyó la voz de Death Mask, acercándose a zancadas más bien poco agraciadas.

Antes de que ninguno de los dos pudiera reaccionar, Death Mask agarró a Mu de la muñeca y con la mano libre agarró lo que había tirado antes, llevándose a los dos a trompicones escalera abajo.

—¡Espera! —gritó Mu, estirando del brazo y parando la marcha.
—No me espero, si te tengo que decir algo no lo voy a decir delante de la cotorra del Santuario.

Death Mask señaló a Aldebarán abiertamente y luego siguió bajando. Mu se encogió de hombros y levantó una mano frente a su cara, pidiendo el perdón de Tauro con el gesto. Aldebarán se encogió de hombros también y negó con la cabeza, sonriendo. Mu se dejó llevar.

***


Después de llegar al interior del primer Templo y discutir un poco más, por culpa de los celos de Death Mask, terminaron por dejar el tema aparte y concentrarse en el motivo de la visita de Cáncer a Aries. No era nada  oficial. Tampoco era exactamente una visita de cortesía.
Death Mask estampó el misil contra el pecho de Mu.

—Toma. —espetó con la voz dura pero con algo en el timbre que Mu sabía que denotaba nerviosismo y timidez.

Mu bajó las manos para ver que era. Un pañuelo a cuadros anudado con un lazo. Mu frunió el ceño y miró del paquete a Death Mask.

—¿Por qué...?
—Ábrelo. —ordenó mientras se rascaba la nuca y miraba impaciente de la cara de Mu a sus manos.

Mu siguió la orden y se sorprendió al notar que un olor a vainilla y canela inundaba el cuarto.

—... ¿Piero? —preguntó Mu sorprendido.

Death Mask chascó la lengua en el interior del paladar e inspiró fuertemente, dejando salir todo el aire de golpe.

—Lo siento.

Mu tragó saliva y lo miró.

—El que tendría que disculparse soy yo —contradijo el lemuriano—. ¿Por qué lo haces tú?

Death Mask tomó asiento, con las rodillas separadas pero los pies juntos. Se cruzó de brazos, mirando a un lado mientras hablaba.

—Sé que a veces soy difícil de tratar.
—¿A veces? —susurró Mu incrédulo.

Death Mask rodó los ojos y empezó a gesticular demasiado con las manos, levantándolas hacia el techo y hablando con marcado acento italiano.

—¡Bene! La mayoría de veces ¿mejor? —dijo rodando los ojos— Sólo quería hacer algo diferente. Algo que no suelo hacer. Sólo quiero que veas que me importas ¿De acuerdo?

Death Mask se levantó, enfadado y quejándose por lo bajo sobre todo en general. Sobre la silla, sobre la mesa, sobre las paredes, sobre la manera en que Mu le agarraba de la muñeca. Pero no se quejó del beso firme que recibió de parte de su novio.
Cuando se separaron Mu estaba sonriendo.

—Ya sé que te preocupas por mi, no tienes que hacer nada para demostrármelo.

Death Mask murmuró algo sobre que, después de todo, ese había sido el motivo de su última pelea. Y Mu, murmuró de vuelta que, después de todo, el que había terminado sobrepasándose había sido él.

—Entonces me debes una. —sonrió Death Mask satisfecho, levantando una ceja y mostrando sus dientes como un predador listo para la caza.

Mu miró hacia el pequeño bulto azul oscuro que había llevado con él durante la última media hora, que ahora descansaba en una cómoda de la habitación. Death Mask siguió la dirección de su mirada con curiosidad.

—¿Qué es eso? ¿Es para mi? —preguntó Cáncer acercándose al mueble.
—¡No! —gritó Mu alargando la única sílaba.
—Demasiado tarde.

Death Mask ya había llegado a la cómoda y estaba deshaciendo el nudo del lazo con una sonrisa prepotente y dedos ágiles. Mu lo persiguió, pero Death Mask le dio la espalda y estiró los brazos mientras seguía con lo suyo, bloqueándole el camino a Mu.
Cuando liberó el nudo olió las galletas. Los dos habían tenido la misma idea. Algo suave y blandito se apoderó del corazón de Cáncer, aunque no lo admitiría nunca.

—No, Death Mask. ¡Suelta eso!
—Nunca, son mías.

Death Mask metió la mano dentro de la bolsa y tocó las galletas. Estaban demasiado blandas. Death Mask frunció el ceño y se giró hacia Mu con una mirada grave en sus ojos.

—Mu.
—... lo siento.

Death Mask se dio la vuelta para encarar a Mu y sacó una de las galletas, dándole unas vueltas en la mano.

—De verdad lo intenté. —se excusó.
—Esto es un atentado a la repostería.

Mu notó un cuchillito clavarse un poco dentro de su corazón. Pero, al fin y al cabo, Death Mask tenía razón. Y él lo sabía.
Bajó la cabeza resignado. Agarró las galletas que había horneado el italiano y se dejó caer en el sofá, frente a Death Mask, que seguía apoyado en la pared. Sacó una de las galletas y vio su forma y textura perfecta. Incluso le había puesto azúcar encima. ¿Cómo lo hacía para que se quedara pegado y no cayera? Él nunca había aprendido aquello. Mu suspiró y ofreció la galleta a Death Mask con una sonrisa.

Death Mask parpadeó una sóla vez, lentamente. Ni sus ojos ni sus labios reían. Levantó la mano, pero no para tomar la galleta que Mu le entregaba, si no para llevar la que le había regalado. Estaba blanda, pero el sabor era bueno.
Mu se mordió el labio inferior y su sonrisa se ensanchó al ver que Death Mask caminaba perezosamente hasta el sofá y se dejaba caer a su lado. No preguntó, pero aún así, Death Mask habló.

—El sabor está bien. ¿Harina, huevo y mantequilla? —preguntó.
—Y azúcar. ¿Desde cuando eres un maestro en repostería y porqué no lo sabía? —Mu se comió la galleta de Death Mask y notó como un sentimiento de calidez le invadía. Era perfecta.
—Aprendí de pequeño, cosas de mi maestro. ¿Un huevo, sobre tres vasos de harina?
—Sí. Y tres cientos gramos de mantequilla.

Death Mask paró de masticar y se volvió de repente hacia Mu. Tragó antes de hablar.

—¿Tres cientos? ¿¡Estás loco!? Por eso quedaron así.
—¡Lo ponía en la receta! —explicó Mu.
—¿No estarías poniendo la mitad de todos los ingredientes y se te fue la pinza? ¡Para esa cantidad habría sobrado con ciento cincuenta gramos de mantequilla!

Mu empujó a Death Mask con el hombro. Death Mask empujó a Mu de vuelta. Y así siguieron, discutiendo sobre repostería mientras comían galletas.


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