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Pares cojos por Candy002

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A veces, muy de vez en cuando, Voldemort llegó a preguntarse por lo sencillo que era. Allá en el orfanato los niños le evitaban sin más, pero ahí, en el colegio, casi no le costaba esfuerzo alguno pasar desapercibido como una presencia agradable. Era tan fácil que no sabía bien si atribuirlo a su habilidad o a la estupidez generalizada. Tal vez fuera un poco de ambos.

El muchacho está tan feliz mientras le paga al recepcionista, registrándolos como padre e hijo. El hombre cuya forma ha tomado es alto, delgado y más bien pálido. Esa es prácticamente la única cosa que tienen en común. Le tomó un mes realizar la poción, una prueba a la que recién ahora le veía la utilidad. Él siempre buscaba desafíos que superar con su caldero, a pesar de que ya era uno de los mejores en la clase. No importaba el efecto que tuviera el resultado, mientras fuera complicado conseguirlo. Era ahí donde empezaba y terminaba toda su ambición. El hecho de que en esa ocasión Tom se lo hubiera sugerido carecía de importancia. Tom era un buen amigo y no dejaba de apoyarlo para mejorarse a sí mismo.

La ciudad no es de ninguno de los dos. Nada más un punto perdido que encontraron en un mapa. El motel... es un mal necesario. La habitación resulta ser casi un lujo comparada con su habitación en el orfanato. Esto le hace enojar, fruncir el ceño con un desprecio que el otro no mira, del cual ni siquiera se percata mientras se deshace de las prendas grandes para su verdadera figura. Cuando sale del baño vuelve a ser el mismo muchacho que conoció en su primer día.

Ver a tantos magos reunidos en el gran castillo le causó una mezcla de fascinación y molestia. Por un lado todos ellos eran la prueba viviente de que no era único en el mundo. Habiendo devorado ansiosamente los libros que hablaban de la historia de ese sitio, sabía que nunca fue único, pero tenerlo frente a sus ojos era más impresionante.

Había otros como él, miles, millones, una comunidad entera. Por el otro lado, se preguntó cuántos de ellos habían adquirido el control que había alcanzado. Cuántos de ellos podían realizar cosas sin mover un dedo y qué tendrían para enseñarle. Antes de la selección entabló conversación con aquel niño, quien afirmaba que sus padres habían estado en Slytherin y esperaban recibir noticias de que él también. Por entonces no tenía idea de lo que significaba pertenecer a la casa de las serpientes. Sólo le interesó saber de alguien que siempre hubiera sabido que su destino era aprender magia. No esperaba acabar comiendo a su lado ni compartir habitación.

De todos modos no podía negar que era útil. Supo por sus conversaciones, con el tiempo, varias costumbres de las familias mágicas. Se aprendió sus frases, las fechas y los significados. Lo que los libros no le decían, el niño se lo explicaba. De una manera inevitable, necesaria, mientras adquiría más conocimientos y se apropiaba de ese nuevo universo que era suyo por derecho, el niño se convirtió en su amigo más cercano. O lo más cerca a un amigo que creía prudente.

Cuando sale tiene gotas de agua cayéndole por el cabello. Él estaba acariciando el anillo de los Gaunt, pensativo. La mochila que se trajo yace al lado de sus pies. Trae pocas cosas. Muchas menos que el otro.

—¿Quieres entrar, My Lord?

Voldemort parecía ser muy largo, así que quedaba ese otro epíteto. Le sonrió abiertamente mientras se acostaba en la cama, mirándolo de cabeza.

—Estoy bien así.

Él se encoge de hombros y toma asiento en la otra cama. Está justo en la posición correcta para notar que evita su mirada. Lo conoce lo suficiente para saber que no es el respeto que tienen otros. Vuelve a parecerle el mismo patético tonto que se le "declaró" en la Sala Común, a la luz de la chimenea, cuando todos ya estaban dormidos y acaban de hacer los deberes. Apenas si prestó atención a una sola palabra que dijo entonces. Se lo veía venir. La admiración en sus ojos era demasiado abierta, muy poca orgullosa en comparación a la de los demás. Lo tranquilizó, por supuesto. No olvidaba los favores que le había hecho a través de los años. Era su amigo, no podía dejarlo así.

Fue su idea la escapada. El motel la suya. La noche, de ambos.

—¿Todo bien? —le pregunta, irguiéndose.

Él sólo asiente con la cabeza. Había mencionado algo sobre que deseaba confesárselo desde hacía mucho tiempo. Tal vez de ahí que nunca le vio con novia y se sienta fuera de lugar en esas circunstancias. Lord Voldemort tampoco estuvo en una situación así, pero sí sabe qué voz emplear para llevar las cosas por donde quiere. Lo sabe por instinto y porque siete años de convivencia escolar no pueden pasar en vano.

—Está bien si te sientes algo nervioso —le dijo—. Yo también lo estoy.

—¿En serio?

Se le ríe en su cara.

—Por supuesto que sí. ¿Qué creías? Es natural que así sea ya que ninguno de los dos ha hecho esto antes.

—Es verdad pero... —Suspiro—. Lo lamento.

—Está bien —vuelve a decir, sentándose frente a él—. Lo deseo tanto como tú. Confía en mí —le abre los brazos—. Ven aquí.

El muchacho todavía vacila un poco, pero acaba yendo hacia él. Lord Voldemort deja que lo bese a placer. Deja que lo toque por donde quiere, primero inseguro y luego con más confianza. Deja que le quite cada parte de su vestimenta. Su piel está cubierta de delgados vellos y huele a esa colonia que no se le ocurre abandonar desde quinto año. No lo hace del todo mal, pero a Voldemort tampoco le importa. Le fascina lo rápido que jadea cuando mete la mano en su ropa interior. Lo pronto que le sube la fiebre y lo que pesa tenerlo encima.

—¿Tú no prefieres...? —pregunta el muchacho.

—Sigue —insiste, empujándolo contra sí—. Recuerdas el hechizo que te escribí, ¿cierto?

—Sí.

La mano se estira a la varita. Hace dos semanas cumplió los 17 y por mucho que la agite no recibirán ninguna lechuza. Apunta hacia abajo, donde sus intimidades se unen, murmurando una sola palabra que no llega a oírse. Voldemort no sabe qué cara pone al sentir ese algo viscoso y frío en un sitio en el que nunca esperó percibirlo. Al muchacho le alarma. Se detiene.

—¿Lo hice bien?

Como si estuvieran en clases de Pociones, otra vez. Voldemort le agarra el rostro y le devuelve su beso.

—Perfecto —afirma.

Le sostiene la prueba de su lujuria, empalándose a sí mismo. No es nada a lo que había imaginado. Ninguno de los chistes verdes, anécdotas imaginativas o conversaciones de sus compañeros podría haberle dado una idea cabal de lo que sería. Se toca su propia carne mientras da cuenta de los movimientos del otro. El hechizo debe ser útil porque pronto deja de ser molesto. Se vuelve placentero y en algún momento le acompaña en sus jadeos. Esas olas de calor, el peso en sus piernas, la sensación de plenitud son todo lo que se ha estado perdiendo. Pero aun así no es suficiente. No puede entender que se le dedique tanto tiempo y muchos jóvenes lleguen a obsesionarse. Existían sensaciones más intensas que ni siquiera comprenderían.

Lo abraza contra sí, siente su sien empapada contra su mejilla. Así se asegura que no note su mano buscar la varita que no le pertenece. La joya de los Gaunt reluce contra la luz del techo. Es el momento ideal. Ese estrujamiento en su interior apenas es un preludio del estallido. El muchacho vuelve a buscar su boca. Se la da. Voldemort le escucha gemir muy alto y profundo. Es otra cosa extraña la que percibe abajo, llenándolo. De pronto parece un saco demasiado pesado que amenaza con asfixiarlo.

—My Lord...

Le apunta la nuca.

—Avada kedavra.

La luz verde parece estallar contra su cabeza. Voldemort apenas ve el brillo alrededor de sus cabellos revueltos, como una especie de aureola oscura. Los ojos no llegan a abrirse en sorpresa antes de apagarse. Su cuerpo le aplasta. Lo aparta con impaciencia. Vuelve a sentarse y lo mira mientras se escucha jadear. No es tan diferente a como lucía antes. Incluso el hecho de que la boca esté un poco abierta, dejando ver los dientes frontales, corresponde a la imagen que ofrece al dormir. Y sin embargo, es imposible confundirse.

Rebusca entre sus pertenencias hasta sacar el gastado diario que llevaba desde hacía años. Lo pone al lado de lo que queda del muchacho y pronuncia el hechizo. Duele, duele mucho más que lo que le hizo sentir, y otro con menos fuerza de voluntad ya estaría gritando. Él no. Aprieta los dientes y resopla mientras realiza los movimientos precisos. Encuentra el hueco recién abierto en su interior y lo fuerza a alargarse, tironea con todas sus fuerzas hasta que se rompe por el otro lado. Casi puede oír ese desgarro. Lo que queda es la misma esencia de lo que ha dejado atrás, reducida, pero igual. La fusión con el diario es de lejos más sencilla. Para finalizar, el hechizo para sellarlo.

Cuando acaba siente que la cabeza le palpita como si alguien estuviera inflando y desinflando un sapo dentro de su cráneo. Debe recostarse contra la cabecera y dejar que pasen los minutos, permitir que su cuerpo asimile el hecho. No tarda en sentirse mejor. Agotado, exhausto y algo mareado, pero increíblemente satisfecho. Lo ha conseguido. Puede hacerlo. Tenía sus dudas pero... al final lo logró.

Comienza a reírse. No puede evitarlo. La alegría se le mezcla con la incredulidad en un caldero burbujeante. ¿Cómo pudo haber creído que no lo conseguiría? ¡Qué tonto había sido permitiéndose pensarlo! ¿No era el heredero del mismo Salazar Slytherin? ¿No había sacado al basilisco, demostrando que la leyenda era cierta? No existían límites para él. Ahora lo tenía claro.

Todavía necesita unos segundos más antes de hallarse en condiciones de pensar de forma práctica. Tenía que vestir de nuevo al muchacho, eliminar cualquier rastro de su presencia y regresar al orfanato. La poción de sueño que mezcló en la botella favorita de la encargada no duraría por siempre. Cuando se levanta por fin de la cama, listo para cambiarse, nota una zona fría sobre una de sus piernas y baja la vista. ¿En qué momento se había corrido? No tiene idea y al poco rato deja de interesarle. Realiza lo que hace falta tal cual lo tenía planeado. Carga con la pesada mochila del muchacho al hombro. Le mueve los dedos, todavía blandos, para que se cierren en torno a su varita. Ya no la necesita para modificar la memoria del recepcionista. Le contempla una última vez antes de cerrar la puerta.

—Adiós, Tom.

Siempre fue una graciosa coincidencia que compartieran el mismo nombre.

Notas finales:

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