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Ve por el lobo y cómetelo por Vampire White Du Schiffer

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Notas del fanfic:

Los personajes de KHR pertenecen a Akira Amano.

 

Concepto: salió de un dibujo realizado por Sadaharu, esta viñeta es un regalo para ella. Por su no-cumpleaños, por capricho mío, por no tener inspiración para otra cosa.

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Hibari Kyōya fue el que propuso a la toda la gente de  Aldea Namimori salir a cazar. Más de un hombre, ya viejo, sin ilusiones, ni ganas de perder la vida por una jugarreta animal, le ignoraron. Las mujeres le miraron con lástima y los jóvenes se rieron de él.

−El lobo viene por comida dos veces al mes, si vas y lo haces enojar, matará por placer y a todos nosotros –dijo el líder de la Aldea –. Hibari-san, será mejor que pase la noche en mi casa…

−Si nadie me ayuda –levantó sus orbes platinados, tan tranquilos como agua en buena época – yo solo iré.

Entonces, cada persona en el pueblo deseó que Hibari se perdiera y que nunca encontrara la cueva del lobo porque era muy probable que todo acarreara más problemas que soluciones. Pronto nevaría, así que era casi cosa segura. Además, nadie lo iba a extrañar.

El viento siseaba por encima de las copas de los árboles y cuando alcanzaba a Hibari portador de caperuza roja, entraba el frío por cada escondrijo. El moreno, ligeramente cabizbajo, pues no había dormido en varios días por la expectativa de ser el primer hombre en darle lucha justa al lobo, caminaba hacia el frente. Le pareció escuchar un suave eco, como un aullido, pero movió la cabeza hacia los lados. Cuando se dio cuenta de que la tormenta de nieve sería demasiado para él, decidió por doblar el sendero planeado y buscar refugio. Por un par de minutos maldecía a lo bajo, pero no se le ocurrían «palabrotas» más propicias. Se sabía muy pocas. Cuando de repente, una enorme silueta gris saltó frente a él, no gritó ni de miedo ni de sorpresa, sólo atinó a echarse hacia atrás, de manera que la caperuza cayó como cascada hacia sus hombros menudos. Examinó a la criatura que ya tenía enfrente de sí, y ladeó el gesto, aún muy curioso. Pasó tres segundos, silueta-chico-silueta.

−¿Tú eres el lobo? –frunció el ceño y siguió tan serio como siempre.

−¿Eh? ¿Por qué no tiemblas? –rascó detrás de las peludas orejas de color castaño claro, casi tirándole a miel –. Esto no lo tenía planeado –meditó un poco, y del cielo, pues las ventiscas iban de mal en peor, la nieve acumulada en la rama de un árbol dejó atrapado al sujeto de orejas raras.

Hibari respiró profundamente y se puso de pie e inmediatamente yendo a socorrer a la persona con orejas de perro, escarbó lo más rápido que sus pequeñas manos le permitían y poco después vislumbró la cabeza junto con las orejas.

La persona extraña salió pegando un enorme brinco, se agazapó y enseñó los colmillos, intentando evocar a una bestia intimidante, directamente mirando al pequeño niño.

−¡Por qué no me temes! –chilló en un lamentable grito –¡No ves lo que soy!

−Lo veo –respondió parsimoniosamente, sacudiendo su menuda capa roja de la nieve –. Me voy –se dio la vuelta y caminó, arrastrando los pies, la nieve había aumentado en el piso, y aún se acumulaba silenciosamente, empañando el horizonte.

−¡Espera! –se puso ya de pie; el niño le obedeció y de soslayo se dio cuenta de que a espaldas del desconocido hombre algo se movía. Primero pensó que se trataba de una rama, pero después se dio cuenta de que se trataba de una cola. Hibari lo confirmó.

−Eres un perro –soltó la afirmación con frialdad. Una que sí cortó al pobre aludido.

−No soy un perro –agachó las orejas y frunció el ceño; a Hibari le pareció que fue grosero, pero se aguantó las ganas de disculparse, no conocía a ese «perro» y pronto arrasaría el frío –¿Adónde vas?

−Busco refugio –fue todo lo que dijo y continuó con su camino, dejando al perro en la soledad, o eso esperaba, porque a los pocos metros, el niño sabía que le seguía. Por mucho caminar, ya estaba agotado y sus fuerzas dieron de sí para colarse en una pequeña y profunda cueva. Le dio miedo, no era más que un niño de siete años, después de tantas cosas prefería ser hombre a ser llamado «crío» como cada persona en la Aldea Namimori decía. Por eso seguía buscando al lobo… recordando las reseñas de los viejos pilares de su pueblo, sintió algo de temor, porque los ancianos describían al lobo como la criatura más terrible y feroz que pudiera llegar a existir en el mundo. Grandes dientes, saliva que escurría, aliento que quitaba el valor del más gallardo leñador o cazador. Hibari seguía enroscado en una esquina, muy junto a un par de piedras enormes y gélidas.

Hibari era un niño mucho más valiente que un leñador y diez cazadores juntos. Dedicándose un abrazo, quiso dormir, pero el ruido proveniente de la entrada de la cueva evitó que sucediera.

−¿Quién anda allí? –preguntó con seguridad y tomando varias piedritas que se encontraban a su alrededor esperó en las medias penumbras. Afuera el viento continuaba zumbando.

−¡Auch! –se quejó otras quince veces más al ser atacado por pequeñas chinches, o eso pensó el intruso –. Espera, espera –su voz retumbó y el eco regresó al milisegundo.

−¿De nuevo tú, perro? –con voz tranquila y sentándose de nuevo en el pétreo piso, miró que el extraño se sacudía, efectivamente, como cierto cuadrúpedo muy bien conocido –¿También buscabas refugio?

−No –movió la cabeza de lado a lado –, te buscaba a ti –en eso, Hibari sacaba una pequeña lámpara de su mochila de viaje y la encendió sin problemas, el pequeño fuego abrigó y desapareció la oscuridad en un rango lo suficientemente amplio para verse las caras.

Hibari no sintió nada al ver al perro, ya sabía que era un adulto, se le notaba desde lejísimo. Y los cabellos rubios ya no le eran especiales ni se le antojaban sorprendentes. Con poca o mucha indiferencia, el perro-adulto se sentó justamente a un lado de él.

−No deberías vagar solo –le encaró y dijo en claro regaño.

−Yo hago lo que quiera –respondió sin vacilar.

−¿Qué tus padres no te prohibieron internarte en el bosque en estos días?

−Yo no tengo padres.

−Wo, lo siento –no iba por buen camino, y miró un rato la luz del fuego –¿Qué es lo que vienes a buscar exactamente? –sin ocultar ya, quiso saber las razones por las que un «bebé» estuviera en completa soledad en medio de la tormenta –. Tú deberías estar durmiendo calientito en una cama, junto a tus –se corrigió –, junto a alguien que te quiera –se encogió de hombros y se rascó la nuca.

−Eso no me interesa, yo tengo planes –sacó una manta que no medía más de un metro cuadrado y la pasó por la espalda, por mucho que lo deseara, eso no cubría todo, las piernas níveas del niño quedaban expuestas y la caperuza se había corrido por el suelo.

El de orejas extrañas contuvo un jadeo, que extrañó. Pero ni así apartó la mirada, quiso apreciar mejor al infante, las mejillas rozadas, las manos chiquitas.

−Bueno, será mejor que duermas, yo te cuidaré –pantomima de ser el adulto a cargo, con la intención de que el niño no le tuviera miedo. Hibari cambió el semblante, le divirtió la cara del adulto, casi forzada.

−No quiero, jamás voy a regresar a esa Aldea a menos de que derrote al Lobo Feroz –bostezó con ganas en cuanto terminó de decirlo, con lentitud, la cabeza fue cayendo hacia el fuerte brazo del hombre-perro; en poco pestañeo, Hibari se negaba a dormirse.

−Está bien –dijo el rubio posando la mano de tibia temperatura sobre la cabecita de Hibari.

−¿Cómo te llamas, perro? –inquirió, luchando contra el sueño.

−Me llamo Dino, y soy el Lobo Feroz –respondió algo perplejo, jamás creyó decirlo a una persona, y hoy resultaba decírselo a un niño que ya estaba más dormido que despierto.

−Humm –murmuró  y se puso de pie, tambaleante –. No te dejaré ir –con pasos torpes y decisión mellada por el cansancio se trepó a las piernas del autonombrado lobo; en una sugerente posición, pues tenía una piernita a cada lado de la cadera del adulto.

−¿Qu-Qué haces? –vio que el niño se acomodó muy bien y que pegó la cabeza a su fornido pecho. El Lobo quiso resistirse, pero moverlo iba a ser imposible, más porque Hibari se había aferrado a la ropa del Lobo, una camisa común y corriente, sólo desgastada; prensando férreamente cada dedito.

La respiración tranquila de Hibari pegaba en el corazón del adulto. Dino sintió turbias ganas de abrazarlo, pero se aguantó. No estaría bien. Sentía también algo de pena, pues si lo que decía Hibari era verdad, no tenía a nadie. Estaba solo, tal y como él. Algo en común.

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Notas finales:

A ver si mi impertinencia, aunque sé que no lo admitirías jamás, no te molesta, Sada-mía <3. Tú decides si lo continúo, o dejo así, yo tengo ganas de algo tierno, pero, bueno, me dices, por Inbox o aquí.
A los demás que leyeron: gracias por pasar, comentar o agregar a favoritos.


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