Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Lo azul por Marbius

[Reviews - 1]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Como el filo de una navaja

 

La mañana llegó con la claridad del día después de la tormenta. Con ella, las resoluciones de Bill, que venciendo el asco que le inspiraba el cadáver de la anguila, la envolvió en una toalla lo mejor posible, cuidando de tocarla sólo lo necesario, para luego salir con ella en brazos al corredor. Cerrando la puerta con cuidado tras de sí en un apenas audible ‘clic’, se deslizó por los pasillos casi desiertos de palacio hasta encontrar una salida que diera al mar.

Apenas los pies se le hundieron en la arena, supo que estaba haciendo lo correcto.

Su plan no tenía mucho de calculado. Lo primordial era hacer un nuevo trato con Bushido, uno que le permitiera a Georg y a Gustav sobrevivir más allá de la próxima luna. Ellos lo merecían, incluso a costa de su propia felicidad. O vida.

Con paso veloz, ignoró el llamado de unas cuantas sirvientas que le daban los buenos días, acostumbradas ya a su presencia, conscientes al mismo tiempo, de que la futura reina era quien daba un paseo matutino por los alrededores del palacio, sin enterarse nunca que no era una mujer.

Actuando con toda la naturalidad de la que tenía reservas, Bill llegó hasta la meta: La desembocadura más cercana al océano. Firme en su creencia de que eso era lo que tenía que hacer, desenvolvió el cuerpo flácido de la anguila y sin pensárselo dos veces, lo lanzó al agua azul.

La figura que hizo acto de presencia no logró ni arrancarle un parpadeo.

—Bushido –dijo sin inflexiones en la voz, una simple declaración al reconocimiento de su persona.

Apoyado en las rocosas salientes que protegían el borde de la playa, el brujo del mar tomaba en brazos a su pequeño bebé Sido y lo mecía con el amor que nunca le demostraba cuando estaba vivo.

—Se agregará a tu cuenta –siseó Bushido, muy a sabiendas de porqué su presencia era requerida—. Pide entonces y pide bien, que no planeo ser generoso en lo más mínimo, no después de cómo has tratado a mi querido bebé.

Bill tragó saliva. Luego de eternas horas yaciendo sobre su espalda, mirando los altos techos en el palacio y pensando en cómo conseguir el precio que pagara por la vida de sus amigos, había llegado a una única conclusión.

—Quiero dar mi vida por la de Gusti y Georg –dijo con temblores en todo el cuerpo.

—Imposible –dictaminó Bushido, la cabeza de la anguila colgando laxa de sus brazos, meciéndose con la leve brisa matutina. De su boca saliendo unas gotas negras de sangre que se diluían en el agua marina, pero que olían a corrupción incluso a metros a la distancia, como comprobó el tritón—. Esto no es oferta de dos por uno. O se salva uno o… —El brujo sonrió de lado.

—¿O? –A Bill no se le pasó de largo el repentino escalofrío que le recorrió la espalda.

—Una vida por una, dos por dos. –Bushido soltó un suspiro condescendiente—. Sé que no eres tonto como para no comprenderlo.

El tritón se mordisqueó el labio inferior, realmente contemplando las posibilidades. Él no era ingenuo, sabía muy bien que Gustav y Georg no se perdonarían jamás el seguir vivos mientras él se tiraba literalmente a los brazos de Bushido para darle su vida.

—Tengo que agregar algo más –entornó los ojos Bushido, interrumpiendo los esfuerzos desesperados que llevaba Bill en su interior para encontrar un medio de pagar su deuda y la de sus amigos sin tener que sacrificarse—. Suponiendo que me darás vidas humanas a cambio de tus amigos, ellos las vivirán como tal.

La expresión de Bill decayó aún. ¿Soportarían vivir como humanos el resto de su vida Gustav y Georg? El pececito podría, quizá… De Gustav no estaba tan seguro. Un nuevo escalofrío lo recorrió de cuerpo entero.

—Pero… ¿No hay otra manera? –Rogó el tritón con la voz aguda—. ¡Para transformarlos no necesitaste su vida! –Suplicó con desesperación—. Ellos antes eran animales y les diste cuerpos humanos.

Al decirlo, las piezas encajaron. Claro que habían dado su vida. Ellos iban a morir en menos de dos semanas a menos de que hiciera algo. Ser animales, humanos, plantas incluso, todos tenían vida. El cambio requería entregarla a cambio.

—Bien –se decidió al fin, endureciendo las facciones—. ¿Qué tengo que hacer? –Preguntó al fin.

Bushido arqueó una ceja, esperando ver un nuevo ruego, una súplica. Como no llegó, se limitó a cumplir su trabajo.

Del agua extrajo una navaja de nácar azulado, tal como si supiera que iba a tener alguna utilidad, y la lanzó a los pies de Bill, que retrocedió un paso. –Ten –ordenó el brujo.

—¿Q-Qué-…? –Tartamudeó Bill al ponerse de rodillas y tomar el arma con dos manos desde el mango de hueso de ballena. El filo era de al menos el largo de su mano, fino al grado de casi ser transparente. Probando su capacidad de cortar, el tritón pasó un dedo sobre el borde y gimió de dolor cuando al instante su piel cedió a la tensión y se partió, dejando caer a la arena unas gotas de su sangre.

—Por supuesto, también requiere un pago de tu parte –sonrió meloso Bushido—. Ahora, en lugar de un beso de amor, tienes que conseguir la prueba de amor más grande que existe.

Las mejillas de Bill se encendieron. Aquél brillo lujurioso en los ojos del hechicero le decían todo lo que necesitaba saber. No era un niño, sabía muy bien de qué iba todo.

—Después –prosiguió Bushido—, necesitas su vida y la tuya. El resto será –agitó la mano con ligereza— tal como quieres que sea.

—¿También tengo que morir yo? –Cuestionó el tritón—. ¿Sólo puede ser así?

—Obvio –rodó los ojos Bushido, retrocediendo contra las olas, inafectado por el movimiento de éstas y hundiéndose—. Tienes las mismas dos semanas.

Y sin esperar respuesta se terminó hundiendo en el vastísimo mar, dejando a Bill con los ojos vacíos.

 

Bill volvió de regreso a su habitación, casi en trance, guiado por sus pies que tomaban el rumbo que le era conocido por inercia. ¿Así que a fin de cuentas él tendría que… morir? Sujetando la perilla de su alcoba fue que comenzó a llorar, asustado, porque a fin de cuentas el precio resultaba abrumadoramente alto.

No podía negarlo, estaba completamente aterrado ante la obligación de matar a Tom (porque no imaginaba a nadie más con quién cumplir la primera parte del trato) y luego a él mismo. A ojos ajenos, aquello parecería un crimen pasional; nadie lo entendería.

Apoyando la frente sobre la madera de su puerta, Bill se detuvo un par de minutos, llorando en silencio mientras reunía las fuerzas para girar la perilla y afrontarlo todo como el adulto que era.

Claro que decirlo era más fácil que hacerlo, confirmó con amargura, luego de que no conseguía detener su llanto.

Fue la cálida mano de Tom la que lo sacó de su estupor, primero sujetándolo desde el hombro y luego los brazos de éste que lo rodearon por la espalda en un gesto íntimo en el que se dejó envolver. Las suaves palabras que le fueron susurradas a modo de consuelo en el oído, tibias, húmedas de un aliento que le intoxicaba los pensamientos.

—Hey –lo instó a dejar de sollozar—. Tranquilo, no pasa nada –murmuró dibujando suaves líneas en torno a la espalda del tritón. A Tom no se le escapó el detalle de que se encontraba en pijamas—. Aquí estoy, Bill, para ti. Para lo que sea –lo reconfortó.

El tritón se tragó un sollozo especialmente doloroso, deseando por primera vez en su vida, el jamás haber conocido a Tom. No por él ni por su desgracia particular, sino porque ahora que éste se encontraba inmiscuido en los asuntos de Bill, y el final no sería otro que la muerte. No que nunca lo fuera; una vida termina siempre en muerte, pero odiaba la idea de hacerla llegar prematuramente, más aún, por su propia mano, que fuera ésta la que marcara el fin de sus horas.

—¿Te sientes mejor? Ven, tomemos un poco de aire fresco –lo tomó del brazo Tom, jalando de él fuera de los oscuros pasillos, al exterior de una de las terrazas, donde el sol matutino y el viento fresco y salado del mar golpeaba con fuerza.

Llevando a Bill a uno de los balcones, desvió la vista con educación cuando éste se enjugó las lágrimas con el dorso de la manga de su pijama.

—¿Mejor? –Preguntó el príncipe, ahuecando la mano sobre uno de los altos pómulos de Bill y acariciando con su pulgar la zona circundante—. Anoche Gustav asustó a la doncella que envié por ustedes. –El color trepó desde su cuello hasta la frente. Carraspeó antes de seguir—. La verdad es que…

Bill enarcó una ceja en un gesto inquisitivo, olvidando momentáneamente la razón de su llanto. Con Tom siempre era lo mismo; el mundo, de algún modo loco e ilógico, se detenía sobre su eje.

—Veras, anoche… –Tom inhaló todo el aire que le fue posible antes de proseguir—. Anoche te iba a pedir q-que no-nos cas-saramos. Ya sabes, tú y yo. Porque te quiero, Bill, lo sabes, ¿no? Y mucho. Mmm, sé que quizá nos conozcamos muy poco y puedes pensar que me estoy precipitando pero… Te quiero, no, te amo. O no sé; lo único que tengo claro es que si dices que no… —Exhaló con los labios temblando— de algún modo me voy a morir.

Tom soltó un suspiró entrecortado, en parte de miedo por el rechazo, en otra porque el peso que llevaba a cuestas se aligeraba, una inmensa sensación de llorar sin importar si la respuesta era ‘sí’ o ‘no’. No importaba; él daba sus sentimientos a Bill porque por justicia le pertenecían; lo que hiciera con ellos ya era su problema. Tom tan sólo quería ser honesto.

—Lo que quiero decir en pocas palabras o quizá no tan pocas –farfulló—, es cásate conmigo. ¿Quieres? –Lo miró a los ojos—. Di que sí.

Bill abrió la boca pero ningún sonido salió de ella.

A modo de respuesta, se acercó a Tom con lentitud. Presionando verticalmente sus cuerpos de pies a cabeza, cerró los ojos e inclinándose sobre el príncipe, dio su ‘sí’ con un beso de labios que le supo agridulce, no como él lo había imaginado en un principio.

 

El resto del tiempo pasó en un abrir y cerrar de ojos.

Los preparativos para la boda, que una vez estuvo confirmada, aceleraron su paso, estaban por terminar. Las decoraciones, los invitados, la luna de miel, todo estaba en su punto cuando la noche anterior al magno evento del reino, Bill se despidió de Tom a la puerta de sus aposentos.

Apenas estaba cayendo la tarde, pero la tradición indicaba que los novios consortes no se podían ver un día antes de la boda.

Unidos por los labios en un ardiente abrazo, los dos apenas si podían despedirse, ni hablar del prospecto de verse alejados el uno del otro por algo tan trivial como una tradición. La manos de Tom subían y bajaban con ardor por el cuerpo enfebrecido de Bill, que gemía entre besos, incapaz de negarse a las caricias a las que se veía víctima de atención.

Los avances de Tom cada vez más escalaban de inapropiados. Cuando su mano se cerró en torno a un glúteo de Bill y éste soltó un chillido extasiado, fue que Gustav decidió abrir la puerta de la alcoba que compartía con el tritón, y sin mediar palabra de por medio, los hizo separarse con un poco de bochorno.

—No pretendo interrumpir, pero es hora –dictaminó con el ceño fruncido. No le gustaba en lo más mínimo aquel tipo de espectáculos. El hecho de que fuera su soberano víctima de ellos, menos le agradaba—. Si me disculpa, príncipe Tom –evadió Gustav al príncipe, tomando a Bill del brazo para llevarlo dentro de la habitación y cerrar la puerta sin mayor ceremonia.

—Oh, Gusti… —Se quejó el tritón al apartarse el cabello enmarañado del rostro y pasarse ambas manos por las mejillas con nerviosismo—. No tenías porqué hacer eso.

—¿No tenía porqué? –Replicó el cangrejo—. ¡Claro que sí! Ya lo besaste, Bill, ahora podemos regresar a casa. Tienes tu voz de vuelta, ¿por qué no quieres volver? Poseidón nos proteja de la ira de tu padre cuando se entere no sólo de que te has casado con un humano, sino que además es un varón.

—Mañana es mi boda –arguyó el tritón—, no me puedo ir así sin más. No sería lo correcto –agregó a sus palabras, como si aquello lo dijera todo.

—Bill tiene razón –secundó Georg, aplacando a Gustav poniendo las manos sobre sus hombros—. Déjalo ser, Gus –ordenó al fin.

—Pero… —El cangrejo suspiró con pesar. Mañana a medianoche iba a morir. Georg tenía razón; lo mejor era dejar a Bill ser feliz. Ellos ya no estarían para verlo después y el tritón lo merecía—. Bien –concedió al fin—. Todos a la cama. Mañana nos espera un día muy largo.

Luego de intercambiar un par de protestas (“Pero si aún hay un poco de sol allá afuera” rezongaba Bill sin remedio, demasiado emocionado con la boda como para poder pegar pestaña por la noche) al fin se fueron a dormir.

Agotados por la perspectiva de que mañana sería su último día, Gustav y Georg cayeron en un sueño inmediato. Bill por el contrario permaneció despierto hasta altas horas de la madrugada, no asustado, no nervioso, sólo vacío.

Siempre acariciando con reverencial respeto, casi amor, la daga que permanecía oculta bajo su almohada…

 

El día de la boda entre el príncipe Tom y la princesa Billie fue uno especial en los muchos sentidos que la palabra podía evocar. El reino entero asistió al enlace matrimonial de su príncipe con aquella preciosa extranjera que rompió ‘la maldición de las catorce prometidas rechazadas’, en palabras del consejero David Jost. La fiesta que siguió a la ceremonia religiosa se encontró entre las más fastuosas incluso entre los reinos vecinos, cuyos invitados no dejaban de asistir, maravillados no sólo de la decoración, sino de la comida, la bebida y, especialmente, la belleza de la novia.

Bill llevó aquel día un vestido confeccionado por Madame Schiller, que teniéndolo en la mente a tiempo completo mientras elaboraba el traje nupcial, acabó usando una prenda blanco perla, casi translúcida, pero que en su composición de capas y dobleces estratégicamente colocados, emulaba en toda la perfección posible las curvas de una mujer. La cola del vestido bordada a mano y de una longitud inigualable, solo equiparable a la que la Reina Simone usara muchos años atrás al casarse con el Rey Jörg. Y finalmente, coronando en todo el sentido de la palabra, el velo fino que se sostenía en su sitio gracias a las joyas reales.

Horas después de la ceremonia religiosa, mucho después del baile, incluso después del emotivo momento en el que el Rey Jörg abandonó su sitio en el trono y solicitó un baile de la ahora nueva princesa del reino, aún más tarde de que todos se dieran por satisfechos y abandonaran el salón de baile, al final de aquel día, fue cuando Tom levantó en brazos a su consorte, y con él a cuestas, ambos compartiendo una sonrisa deslumbrante, se disculparon por el resto de la noche.

Los silbidos no se hicieron esperar y Bill escondió el rostro con el cuello de Tom.

El resto del camino a la alcoba que de ese día en adelante compartirían, fue un tanto tenso. Los nervios del aire explotando en pequeñas ondas eléctricas que tenían a Bill deseando rapidez.

Una vez dentro de la habitación, Tom dejó a Bill sobre la mullida cama y se disculpó unos minutos con un ligero tartamudeo, para luego desaparecer en el baño.

El tritón se alisó el vestido sobre las arrugas que horas intensas de baile habían plagado la tela. Encogiendo las piernas sobre el suave colchón de plumas de ganso, tomó aire un par de veces, consciente de que lo que se esperaba de él era desvestirse, permanecer de espaldas y abrir las piernas.

No estaba muy seguro de los pormenores. Gustav y Georg apenas si habían podido explicarle en qué consistía el rito humano del sexo. Lo único que hasta entonces había comprendido a la perfección era que las manos y la boca de Tom hacían maravillas.

Una vez terminado, se reafirmó, podría extraer la daga que llevaba oculta entre los pliegues del vestido y…

—¿Nervioso? –Le preguntó una voz. Observándolo desde el dintel de la puerta del baño, Tom tomaba nota de los hombros temblorosos de Bill, así como del ceño fruncido.

El tritón denegó con movimientos muy rápidos. Bajó la vista. Él mismo sabía que su mentira era irrisoria. Claro que estaba nervioso; incluso tenía miedo. Estaba petrificado en su sitio sin saber qué hacer a continuación. ¿Debía sólo quitarse la ropa o dejar que Tom lo hiciera? ¿Y después…? Trago saliva con dificultad, apenas consciente del par de dedos que recorrían su cuello hasta la línea del escote del vestido.

Los botones de la espalda cedieron a la presión de dichos dedos, lo mismo que las cintas y algunas de las joyas que aún llevaba prendidas. Pronto se encontró con el vestido bajando por sus hombros y con los ojos húmedos, no muy seguro a causa de qué.

—Shhh, no llores. No haré nada que no quieras –le aseguró Tom con delicadeza, en trance casi mientras le apartaba repetidamente un mechón terco de cabello negro que se empeñaba en caer sobre su frente—. Esto es igual que antes. Tú y yo, sólo sin… interrupciones –susurró lo último. Inesperadamente, el estómago de Bill dio un vuelco de emoción ante la posibilidad de llegar un poco más allá que antes.

Sumiso al recibir un suave beso en los labios, el tritón pronto se encontró jadeando por aire, conforme el beso subía en escala. Pronto no importó más; los besos que Tom depositaba a lo largo de su pecho desnudo, compensaban la acuciante sensación de deshacerse de la lencería que por instancias de Madame Schiller, llevaba puesta.

Nunca, en ningún momento antes, fue tan difícil como entonces el contenerse por decir algo. De sus labios pugnando por salir un ‘Tomi’ cargado de deseo que ahogó con gemidos apagados mientras todo sucedía tal como debía ser.

Horas después, tendido de costado y con los brazos de un adormilado Tom rodeando su cintura con posesión, Bill no conseguía el valor ni las ganas de ponerse de pie y terminar con todo de una buena vez.

Ni siquiera había escrito una nota de disculpa, una que al menos explicara las razones de su repentina decisión, porque corría el riesgo de que Gustav o Georg la leyeran y su plan se viera arruinado. No. Tenía que apresurarse y sólo hacerlo, sin pensar más.

Apartando el brazo de Tom con la sensación de estarse desnudando al aire, se arrastró por el suelo hasta donde yacía su vestido de bodas. Hurgando entre los pliegues de la tela, prestó atención a los campanazos que se de dejaron escuchar en la habitación.

En el centro de la ciudad que era la sede del reino se encontraba un enorme reloj de campanario que sin falta daba la hora con exactitud. La anterior habían sido las diez, tocaban las once y Bill no iba a permitir que dieran las doce. Por Gustav y por Georg.

—Bill, ven acá –murmuró Tom con la modorra del sueño evidente en su voz.

El tritón tomó la daga y sin alzarse del suelo, se acercó a la cama. Desde el borde del colchón, tenía una vista perfecta de Tom.

Tom a quien amaba… La opresión en el pecho que hasta ese momento había podido controlar se desbordó; la falta de aire lo hizo tomar largas bocanadas de aire, deseoso de poder terminar con todo sin tener que mover un músculo de su tenso cuerpo.

—¿Bill? –Se incorporó Tom sobre un codo; una ceja arqueada que expresaba su interrogante—. ¿Qué pasa? Ven a la cama –pidió con dulzura.

Los ojos de Bill se inundaron de lágrimas en el momento en que se alzó sobre sus dos pies con la cuchilla brillando a la contraluz de la luna más grande y llena que se hubiera visto antes.

—L-Lo siento tanto –balbuceó antes de rasgar el aire de la noche con el filo de la daga; los ojos de Tom no perdiendo ni un parpadeo.

 

/*/*/*/*


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).