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Lo azul por Marbius

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Como el reencuentro

 

—Gusti, leche –indicó la madre, una mujer rubia apenas entrando a la treintena de su vida, a su pequeño hijo, un niño igualmente rubio—. Vamos, cariño, debemos darnos prisa –lo instó, distraída, revisando a conciencia la lista de compras que llevaba a mano.

El aludido soltó un suspiro cansado, demasiado cansado si se tomaba en cuenta que su portador sólo tenía siete años y sonaba como un anciano. Arrastrando los pies a lo largo del pasillo nueve que era hacía donde el dedo de su madre apuntaba con premura, se dirigió sin mucho entusiasmo. Aquel día era el cumpleaños de su hermana mayor, Franziska, y a modo de celebración su madre había decidido cocinar ella misma la tarta de cumpleaños.

—Gran error –musitó Gustav, augurando el aroma a quemado que inundaría la casa en un par de horas más, cortesía de su progenitora.

Sumido en lúgubres pensamientos, unos que incluían a la tía abuela Enid con su labial rojo cereza pellizcándole ambas mejillas sin descanso, apenas si fue consciente de la mano que sujetó la suya con firmeza y lo haló sin contemplaciones.

Decidido a gritar por si acaso era algún ladrón de niños, parpadeó sorprendido un par de veces antes de lanzarse a los brazos de Georg.

—¡Sabía que eras tú! –Lo abrazó por igual Georg, olisqueando el cuello de su viejo compañero en búsqueda del siempre perenne ligero aroma al océano que los perseguía a lo largo de decenas de reencarnaciones. Lo que se era se era hasta la muerte, como había dicho LaFee.

Fundidos en un abrazo, los dos casi dejaron pasar por alto que tenían al menos unos diez o doce años sin verse. La última vez había sido diferente; Georg un anciano que murió de neumonía y Gustav un niño de apenas cuatro años que a causa de un descuido había rodado por las escaleras del viejo edificio de apartamentos en el que los dos habían compartido planta.

Aquel era uno de los tantos precios a pagar. Dado que no podían vivir eternamente, permanecían reencarnando sin parar. En tiempos antiguos con más frecuencia; en los últimos dos siglos, apenas un par de veces. Casi siempre se encontraban de una manera u otra, no muy seguido coincidían en edad. A veces las diferencias eran de décadas, dificultando la relación secreta que mantenían.

Y entre todas esas veces en los últimos siglos, en ninguna ocasión se habían topado ni con Bill ni con Tom. Ni una sola vez.

—¿Gusti? –La voz de la madre del que alguna vez fue un cangrejo se alzó por entre los pasillos—. Cariño, responde…

—¿Cómo te encuentro? –Susurró Georg con apuro, aún sujeto de Gustav—. ¿Cómo te llamas? –Preguntó más por el apellido. Extraño como era el hechizo de un viejo deseo, seguían volviendo a la vida tanto en su figura de varones como compartiendo el mismo nombre de siempre.

—Schäfer –contestó Gustav, reluctante al separarse, pero resignado a ello cuando su madre dio con él y sin darse cuenta del otro niño, arrastró a su propio hijo al carrito de compras que tenía lleno a rebosar.

—Lo tengo todo, chispas de chocolate incluidas –anunció su progenitora con orgullo—. ¿Listo para horneemos el pastel para tu hermana? –Preguntó con una sonrisa ajena a la realidad de su pequeño hijo. Ni en mil años imaginaría ella la verdad.

Gustav, escondiendo su repentina sensación de abandono, asintió.

 

—¿Estás seguro? –Alzó la cabeza Georg a un costado, no creyendo que las teorías de Gustav llevaran a algo. Meses después de su encuentro accidental en el supermercado, habían dado uno con el otro y descubierto que iban a la misma escuela, sólo que en diferentes grados, de ahí el no haberse visto antes. Sus salones alejados de extremo a extremo; nada que los impidiera renovar una vieja amistad de siglos. Los mismos viejos temas expuestos a su escrutinio. Entre ellos Bill y Tom, porque según Gustav, tenía que ser en esa vida y no en otra cuando al fin encontraran a aquel par.

A modo de prueba, blandía lo que él llamaba sus tres pruebas irrefutables.

La primera siendo que por primera vez en todos aquellos siglos en los que permanecían reencarnando, era la primera vez que se topaban con Bushido. También con LaFee. El primero por medio de la televisión, que para asombro de los dos lo mostraba en una faceta humana que sólo recordaban de la primera vida juntos que habían compartido los cuatro juntos al ser concedido el deseo. Convertido en rapero, los dos habían tenido la boca abierta, incrédulos de lo rápido que pasaba el tiempo. Con LaFee había sido diferente; resultó nacer unos años después y en aquella ocasión sólo Gustav la había visto, vacacionando como estaba con su familia. Una regordeta bebé que enfocó sus ojos con los suyos y le produjo un escalofrío.

La segunda prueba tenía más que ver con la unión de varios puntos. Entre ellos, la cada vez más coherente idea de que de cualquier modo, todos los seres humanos volvían a la vida luego de morir, la diferencia entre ellos y los demás seres mortales, era que con la ayuda del deseo que los antiguos dioses les habían concedido, volvían a nacer con sus recuerdos intactos.

—Ajá, ¿y la tercera? –Se burló Georg, nada convencido de que lo que dijera Gustav fuera verdad, demasiado cansado en el cuerpo de un crío de doce años y con lo que él sentía, era el alma de un anciano decrépito y demasiado cínico.

—Que estoy seguro de que va a pasar –sentenció con solemnidad el rubio, tomando color en las mejillas—. Extraño a Bill como si fuera el primer día –admitió—, así que lo volveremos a encontrar. Ten fe.

Georg suspiró. –La tengo, es sólo que… Olvídalo –cortó la conversación, cansado hasta el hastío del tema, convencido de que una banca en el parque mientras fingían un juego de cartas no era el mejor sitio para entablar ese tipo de conversación.

 

—Veo que no has olvidado nada –comentó de refilón Georg a Gustav, asombrado como siempre, del talento que éste demostraba en la batería. Desde dos vidas atrás, el rubio se empeñaba en seguir con sus viejas costumbres. Apoyándolo por su cuenta, Georg continuaba con lo suyo, cambiando de la guitarra al bajo, convencido que de cualquier modo, era un simple pasatiempo y no más.

O así lo fue hasta que Gustav le señaló por encima del hombro a una pareja bastante curiosa.

—¿Qué? –Preguntó con hosquedad, tensando los dedos sobre las cuerdas del nuevo bajo que pensaba adquirir. Un vistazo en la tienda de instrumentos se lo dijo todo.

A escasos metros, Bill y Tom, ambos un poco menores que él, se inclinaban sobre la vitrina de las púas para la guitarra, riendo en voz baja y haciendo su elección.

—Por Poseidón –exclamó asombrado—, son ellos dos…

—Te lo dije –sonrió de oreja a oreja Gustav—. Por casualidad escuché un poco de su conversación. Son ellos, incluso tienen los mismos nombres. ¿Puedes creerlo?

—Usa tus tenazas para pellizcarme si quieres –intentó Georg de recobrar la compostura.

Por desgracia, antes de que tuvieran tiempo de hablarle a aquellos dos, éstos ya habían salido por la puerta y se perdían entre el gentío del centro comercial.

—Los vamos a encontrar, ya verás –lo consoló Gustav, dos horas después, cansados de buscar y compartiendo un par de conos de helado. Un poco de preguntar aquí y allá les había dado la información que necesitaban para acercarse a los dos—. No viven muy lejos de tu casa.

Georg bajó un poco la cabeza, escondiendo su gesto de Gustav, que hablaba animadamente de cómo todo volvería a la normalidad. Él por su parte no estaba tan seguro. Las cosas no podían ser tan fáciles, no después de tantos siglos, estaba seguro.

 

Tal como pensaba, Georg encontró ciertos sus peores temores luego de que un silencio tenso se instaló entre los cuatro, un mes después del primer encuentro, luego de que Gustav les preguntara a Tom y a Bill cuánto tiempo llevaban juntos.

—Toda la vida –frunció Tom el ceño.

—Gemelos –se explicó Bill, ninguno de los dos entendiendo la verdadera pregunta de Gustav.

—Mierda… ¿De verdad? –Arremetió a la carga Gustav—. Pero sus cabellos, ustedes dos…

—Tinte de dos euros el frasco –tironeó juguetón Tom de los mechones de su gemelo, ganándose con ello un manotazo—. Bien, de cinco euros, ¿contento?

Pese a que la conversación prosiguió sobre vertientes menos peligrosas, al despedirse, ni Georg ni Gustav pudieron contener las lágrimas, al darse cuenta que incluso con una segunda oportunidad, ni Bill ni Tom podrían estar juntos tal como lo merecían.

Aún existiendo los sentimientos, porque se palpaban con cada toque y mirada que los gemelos intercambiaban, incluso aunque ellos mismos aún no se percataran, el destino parecía no ser propicio para que la relación amorosa floreciera.

A su parecer, lo más injusto del mundo.

 

Por fortuna, los años que siguieron fueron casi miel sobre hojuelas. La pequeña banda que iniciaron primero como pasatiempo y luego como un medio loco de ganar dinero, terminó llegando a lo alto.

A Gustav y a Georg les tomó poco entender que no todo en apariencias era verdad. Que si su deseo era que Bill y Tom tuvieran su final feliz tal como habían pagado el precio para ello, se concedería en la escala de lo posible.

Sin palabras, los gemelos llevaban una relación más allá de lo fraternal y a los viejos amigos de éstos les parecía el trato justo, exactamente por lo que habían vivido tanto tiempo.

Brindando por ello, conscientes de que ahora que su deseo había sido concedido no volverían a encontrar sus caminos o en todo caso no lo recordarían, tanto Gustav como Georg agradecieron con una pequeña ofrenda a los antiguos dioses marinos.

Devolviendo al océano la pequeña representación física de su inmortalidad, un pequeño cristal azul desgastado por el tiempo, no volvieron a mirar atrás al mar. Demasiado agradecidos por las vidas humanas que llevaban a cuestas como para dar una queja.

El final de cuento de hadas que deseaban para Bill y Tom, al fin se había cumplido.

 

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