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Hagamos mantequilla bajo la lluvia. por pineapple

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Notas del capitulo:

Creo que es el oneshot más largo que he escrito y con el que más he tardado.

Sin embargo, me ha gustado el resultado. Juzgarlo vosotras mismas ^^

a leer~

Aquel invierno fue especialmente gélido. En especial el día en el que el mundo, para Kim Kibum, dejó de girar. Recordaba con inmensa claridad aquel frio incrustado en mis huesos, su cuerpo temblar,  el agua de la lluvia deslizándose por su flequillo, corriendo como pequeños riachuelos por sus mejillas ¿Era el agua de lluvia? Tal vez fuesen sus lágrimas. Nunca lo supe. De todos modos, su ropa, siempre de marca, también se encontraba completamente empapada. Pegada a su cuerpo.

Esa fue la primera vez que lo vi, recuerdo que frotaba mis manos, mientras, bajo el pórtico, me ponía de puntillas para poder observarle sobre la valla que separaba nuestras casas. Estuvo mucho tiempo ahí parado, mirando al cielo con los labios, amoratados por el frio, entreabiertos. A veces parecía que los movía, que balbuceaban palabras, sin embargo, desde donde yo estaba, no podía escuchar su voz.

Cuando mi padre me obligó a entrar en casa, él seguía ahí parado, no supe cuánto tiempo más le dejaron permanecer bajo la lluvia, o cuanto más aguató el frio.

Aquella noche durante la cena, fue mi madre la que abordó el tema al verme intentar, por todos los medios, asomarme a la ventana para comprobar si seguía ahí.

-          Hijo, ¿Por qué no vas a casa de la señora Kim mañana después del instituto? – Alargó la mano, cogiendo la jarra de agua para servirnos a mi padre y a mí – Su nieto pasará una temporada en el pueblo, y sería bueno que te hicieses su amigo, el pobrecito lo está pasando tan mal…

Sentí su mirada clavarse en mi, esa mirada que las madres utilizan cuando te están pidiendo algo amablemente, pero en el fondo es una orden en toda regla. Luego, volvió a dejar la jarra en la mesa, mirando su plato de comida.

-          ¿Qué le pasa? – Quise saber

Mi padres se echaron una mirada el uno al otro, como si considerasen si era apropiado contarme lo que le ocurría al chaval.

-          Oh, dios –resoplé colocando las manos sobre la mesa, manifestando mi disgusto – si no se qué le pasa no pienso ir

 

-          Verás, hijo – esta vez fue mi padre el que comenzó a hablar, no sin antes soltar un prolongado y profundo suspiro – Al parecer su madre ha fallecido en un accidente, y su padre, que viaja mucho por negocios le ha enviado aquí, con su abuela durante una temporada… ya sabes lo raros que son los de ciudad, hijo.

 

La segunda vez que lo vi fue la tarde siguiente, después del instituto, nada más tocar el timbre de mi anciana vecina, esta me saludo y agradeció que fuese, llevándome a la sala, donde se encontraba, al que aun hoy llamo “Chico de ciudad”

Estaba sentado junto a la chimenea, con una vieja manta de lana sobre los hombros, envolviéndoles como supuse que esperaba que le abrazase su difunta madre. Recuerdo que creí que aun tendría el frio metido en el cuerpo, y que por eso estaba tan cerca del fuego, también pensé, que aquel fuego podría atraerle, pues, aunque  por aquel entonces nunca había estado en la ciudad, supuse que por allí  muchas chimeneas no habría.

En cuanto la señora nos dejó solos, me senté junto a él, quitándome la chaqueta mientras le observaba. Sus ojos no eran ojos, si no dos profundos agujeros negros, parecía como si, en vez de ojos, tuviese dos guijarros fuliginosos en su lugar. Dos ojos negros y profundos, llenos de la más inmensa pena.  Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral al completo. Suspiré.

-          Soy tu vecino, Kim Jonghyun, encantado

Le ofrecí mi mano a modo de saludo,  entonces, muy lentamente, sus ojos, oscuros y profundos, se deslizaron a mi mano, la observaron un momento y luego, volvieron a deslizarse al fuego. La contestación que recibí a mi saludo fue una especie de onomatopeya, algo como un “jum” o un “ñium”…. Yo, por mi parte, al ver que me habia dejado con la mano estirada, colgado en mi cordial saludo, la llevé a mi nuca, acariciando mi pelo.

-          Bien, chico de ciudad, como no me vas a decir tu nombre te llamaré así.

Hubo un silencio. La verdad es que yo bromeaba, quería romper el hielo, pero  él no lo tomó en absoluto como una broma.

-          No me interesa hacerme amigo de un enano de pueblo – zanjó con una voz rasposa, supuse que de tanto llorar – Si quieres ser amable, simplemente piérdete en tu huerta, recoge rábanos, haz mantequilla o lo que hagáis aquí en el pueblo.

Desde aquel día, por mucho que mi madre me pidiese que fuese a verle, yo me negaba en rotundo.  Incluso llegó a ofrecerme algunos billetes de poco valor, que me habrían servido para salir con mis amigos, pero me negué una y otra vez. Yo había sido amable, pero no era imbécil.

De vez en cuando, lo veía en el jardín, solía sentarse en el pórtico a leer algún libro bastante grueso, de esos que yo nunca me atrevería siquiera a tocar, pero ahí estaba el, concentrado en lo que, supuse que en la ciudad llamarían “lectura ligera” para hacerse los interesantes. De todos modos, no fue hasta pasado un mes cuando me di cuenta de que estaba matriculado en el mismo instituto que yo, aunque en un curso más abajo que el mío. Normalmente, no me habría fijado en alguien que no fuese de mi grado, si no fuese las risas de sus compañeros cuando estos lanzaron sus libros a un charco de agua, vitoreando y gritándole cosas desagradables que no recuerdo.

Por un momento pensé que, si el muchacho había soltado un comentario la mitad de desagradable que el que me había soltado a mí en el pasado, se lo tenía bien merecido, pero, al ver como recogía sus libros y apuntes, empapados, con esos ojos profundos y solitarios, aguantando las lagrimas mientras intentaba poner aquella expresión de “bésame las nalgas” que, más tarde descubrí que era muy propia de él, algo en mí decidió ayudarle. Aun no sé por qué.

Suspiré acercándome a ellos, los ojos del “Chico de ciudad” se clavaron en mi, tal vez esperaba que me uniese a ellos, que me burlase de él, pero, cuando uno de los chavales se acercaba para empujarle a él también sobre el charco, fue cuando se dio cuenta de que realmente, yo estaba allí para echarle una mano.

Sujeté al imbécil ese por el cuello de la camisa, por su nuca, alejándole de un solo empujón.

-          ¿Qué se supone que haces, estúpido?

Los ojos del muchacho se abrieron tanto como fueron capaces, por un momento incluso creí que estos saltarían de su rostro y rodarían por el húmedo asfalto. Sonreí al tiempo que pasaba un brazo alrededor del cuello de Kibum amistosamente.

-          Como a alguno de vosotros se le ocurra volver solo a rozar a este chico, me encargaré de que sea lo último que hagáis – miré de reojo al sorprendido chico de ciudad – Arreando, aquí no hay nada que ver.

Los muchachos no tardaron en dispersarse mientras yo le ayudaba a recoger los empapados libros.

-          Mmmh… Esto se ve horrible – Levante uno de los textos, completamente empapado – Sería una pena que tuvieses que volver a comprarlos, por suerte, el año pasado utilizábamos los mismos libros. Debo de tenerlos por casa.

No hubo respuesta, y puede que en el fondo tampoco la esperase, o al menos no una cordial. La vuelta a casa fue larga, incomoda, silenciosa… En mi cabeza intentaba entender por qué estaba haciendo esas cosas por él, y la única respuesta que hallaba era que era poseedor de cierta dosis de humanidad.

Nos paramos frente a la valla que delimitaba los terrenos de la casa de su abuela, le sonreí.

-          ¿por qué haces esto? ¿Te doy pena o te obliga tu madre? – Me miró fijamente, volvía a utilizar aquella expresión de “bésame las nalgas”

 

-          Ninguna de las dos. Simplemente lo hago, y lo hago porque quiero, no sé cuánto tiempo vas a estar en el pueblo, pero no te viene mal tener un amigo, o algo parecido – Me encogí de hombros para luego chutar un guijarro del suelo – vivo aquí al lado, si quieres algún día hacer mantequilla o algo así… - bromee y por fin, pude ver algo parecido a una sonrisa.

 

-          Ya… esto… gracias…

Desde aquel día, casi como una rutina, comencé a acompañarle en el trayecto hacia el instituto, así como la vuelta. Nunca lo estipulamos así, pero, de alguna forma, a ninguno de los dos nos molestaba. Eran largos minutos en silencio, que poco a poco pasaron a agradarme a pesar de que fuese raro el día en el que realmente cruzábamos palabras

Pasamos algo así como tres semanas sumidos en aquella extraña rutina, sin hablarnos, solo caminando el uno junto al otro, paso a paso, dedicándonos miradas furtivas… ¿para qué más? Aun así, todo cambio un soleado pero frio día de mediados de invierno.

Aquel día, tras intentar escaquearme, mi padre consiguió que saliese a arrancar los hierbajos del jardín, tarea que aun hoy odio con todo mi ser. Tras una hora realizando la tortuosa labor, aun soltando vaho al respirar, me hallaba en camiseta, empapada de mi propio sudor. Sentía como este, sin cuidado alguno, se deslizaba por mi rostro, haciéndome cerrar los ojos a menudo al entrar en ellos las saladas gotas. Las manos comenzaban a dolerme, podía verlas con una mezcla de barro, hierbas y sangre ya que algunas de las malas hierbas me las habían herido. Nunca fui buen amigo de los guantes. 

Paré un segundo, retirándome el sudor con el antebrazo. Fue entonces cuando vi dos felinos ojos observándome sobre la valla, los cuales se escondieron al hacer contacto visual.

-¡Hey, Chico de ciudad! ¿Me estás espiando?

-¡No! – Se oyó su gruñido tras la valla.

Me acerqué a la barrera, pegándome a ella mientras esperaba a que sus ojos volviesen a espiarme. No tardó demasiado en hacerlo, quedando estos frente a los míos. Se sobresaltó dando un par de pasos atrás. No pude evitar soltar una suave carcajada al verle.

-          ¿Por qué no cruzas y me echas una mano?

 

-          ¿así os divertís aquí en el campo?

 

 

-          No, nos divertimos haciendo mantequilla ¿recuerdas? –Alcé una ceja- esto se llama trabajo ¿te suena, chico de ciudad?

Allí estaba de nuevo aquella expresión tan propia de él, “bésame las nalgas” Sonreí divertido.

-          Claro que sí, no soy estúpido

 

-          Pues cruza y enséñame como lo haces.

 

-          Ya, pero es que hay un problema – Esta vez  fue él el que me sonrió ampliamente, fue la primera vez que lo vi de esa manera.

 

-          ¿a si? ¿Cuál, chico de ciudad?

 

-          Que no quiero hacerlo

 

Fueron unos 10 o tal vez 15 minutos lo que resistió hasta que conseguí convencerle, tendiéndole unos guantes para que, una vez cruzada la valla, me ayudase a quitar las malas hierbas. Kibum, a pesar de sus pintas de niño de papá, era un buen trabajador, me miraba fijamente para aprender cómo debía realizar la tarea correctamente y, tras memorizarlo, la ejecutaba a la perfección.

-          Te ves incluso bonito trabajando, chico de cuidad.

Sus labios se entreabrieron suavemente, mientras que sus felinos ojos se clavaban en el suelo y sus mejillas se tornaban lentamente del color de las amapolas. Recuerdo no poder apartar la mirada de él, fijándome en cada uno de los detalles de su delicado y  tierno rostro…Sus ojos felinos, sus labios gruesos, sus pómulos marcados, su pelo perfectamente colocado… Aquella fue la primera vez en la que sentí ganas de abrazarlo, de abrazarlo y no soltarlo nunca.

Recuerdo pocos días en los que, estando él a mi lado, la lluvia no estuviese presente, y, aquel día no fue una excepción. Aquel despejado día de invierno, se nubló sin que nos diésemos cuenta, derramando sus lágrimas sobre nosotros, perdidos, él en mis ojos, y yo en los suyos. Sin pensarlo dos veces, me vi alargando el brazo, queriendo tocar su rostro, necesitando tocarlo, tocarle, sentirle…

El aire frio cortaba nuestra mojada piel, salvo en el pequeño trozo en donde mis dedos rozaban su mejilla… Era extraño, no me sentía fuera de este mundo, pero tampoco dentro. Era como si todo se hubiese vuelto de cristal y no pudiera agarrarme a nada, todo resbalaba… todo menos ese fragmento de su rostro… solo existía su suave piel en las yemas de mis dedos.

Desde aquel día, nuestra relación no hizo otra cosa que mejorar. Pasábamos horas hablando de todo y de nada, resguardados de la lluvia en el viejo granero de mi casa. Poco a poco verle sonreír se convirtió en algo habitual, me gané su confianza, al igual que él se ganó la mía.

Los gélidos días dieron paso a una lluviosa primavera, el pueblo se veía precioso con todas aquellas flores adornadas con las gotas de lluvia como si de diamantes se tratase. Realmente comencé a pensar en que la lluvia era parte de Kibum, una parte refrescante y deliciosa a la que me había vulgo adicto, al igual que de su presencia, necesitaba la lluvia para sentirme a gusto.

Fue una de aquellas tardes en las que el cielo se había descargado sobre nosotros, cuando, volviendo del campo refugiados bajo su rojo paraguas,  nuestra extraña relación dio un paso más. Antes de ese momento, solo sabía que estaba obsesionado con él, que le necesitaba cerca, que me hacia feliz defenderle, molestarle, acariciarle, que me hacia feliz hasta las discusiones estúpidas y su cara de “bésame las nalgas”. Sin embargo, después de ese día, supe que realmente lo quería, y que deseaba que no marchase nunca de aquel pueblo alejado de la mano de dios. Le quería para mí… para siempre, y me importaba más bien poco que se tratase de otro hombre.

-          Hey, chico de ciudad – le miré de reojo - ¿Eres feliz en el pueblo?

 

-          Extraño la ciudad, vivir en el pueblo no está hecho para mí

 

-          O sea que… no eres feliz… - Se encogió de hombros, sin apartar la mirada de algún punto sobre el horizonte – Yo quiero hacerte feliz ¿Qué puedo hacer para ello?

 

-          No puedes construir una ciudad… pero me vale con que estés siempre a mi lado –Sonrió mirándome – Que me llamases por mi nombre puede que también ayudase.

 

Puede que fuese aquella dulce sonrisa, la lluvia abrazándonos alrededor de su paraguas colorado, o puede que fuese simplemente mi propia estupidez, sin embargo, antes de que me pudiese dar cuenta, mis labios estaban acariciando con cuidado los suyos. Suaves, dulces, tímidos… jamás había probado algo igual. Sentí como si mi corazón fuese a estallar o como si mil mariposas hubiesen eclosionado en mi interior. Me sentí completo, me sentí feliz.

-          Quiero que seas feliz, Kim Kibum… -susurré contra sus labios con ternura, solo sentí una sonrisa contra los míos como respuesta.

 

Nunca hablamos de lo sucedido, tan solo seguimos caminando el uno junto al otro bajo su paraguas hasta llegar a nuestras casa, nos despedimos como de costumbre y seguimos con nuestras vidas. Sin embargo, aunque no hablase de ello, mi mundo sabía más que nunca a Kim Kibum, el chico de ciudad. De un momento a otro no quería ni bañarme, ni comer, ni dormir por miedo a que ese dulce y acido sabor se marchase de mi ser. Suena estúpido, pero realmente lo temía, solo quería quedarme bajo la lluvia con él, de su mano, recargándome de aquel embriagadora sensación.

Era una noche de tormenta, de esas en las que parece que el mundo se iba a terminar, cuando, mientras dormía, pequeños golpes contra mi ventana me despertaron. Al ver que no cesaban decidí asomarme a esta, pensando que se trataría de alguna rama que, con el viento, se golpeaba repetidas veces contra el cristal. No pudo ser más grande mi sorpresa al ver su paraguas rojo en mi jardín, mientras que, bajo él, se disparaban pequeños guijarros. Suerte tuve al esquivar el último, que terminó golpeando el escritorio.

-          ¿Qué se supone que haces, chico de ciudad? – gruñí frotándome los ojos, pues, al estar asomado, la fuerte tormenta se encargaba de mojar mi rostro - ¿crees que estas son horas de despertar a nadie?

-          Baja

Pensaba en protestar por la poca consideración ante mis horas de sueño, sin embargo, no pude hacerlo pues al hablarme alzó su rostro y pude observar sus felinos ojos hinchados, su rostro mojado de lágrimas y su nariz colorada. No repliqué, tan solo volví a entrar y me coloqué una chaqueta y unas botas de agua antes de salir sigilosamente por la entrada principal.

Al verle, no pude hacer otra cosa que abrazarle con todas mis fuerzas,  le sentía frágil, como si fuese a romperse ante el contacto… sin tan siquiera preguntarle, supe lo que ocurría, sin embargo, me negaba a creerlo, a pronunciarlo, siquiera a pensarlo por miedo a que fuese real.

-          Jongh… -susurró – Mañana por la mañana…

 

-          Cállate… -le corté –no lo digas… Lo sé… pero no lo digas, por favor.

 

Asintió con la cabeza para después apoyar su frente en mi hombro, dejando caer el paraguas al suelo. Sentí como aquella brutal tormenta nos envolvía con su gélido mando, sentí los truenos taladrando nuestros oídos, sentí el frio meterse en mis huesos… pero lo que más sentí fue una terrible pena, un horrible dolor. No quería perderle.

Tras conseguir que se calmase un poco, caminamos sin prisa alguna al viejo granero, resguardándonos allí de la lluvia. Le senté sobre la mullida paja y le quité la chaqueta empapada, observándole mientras sentía como mi alma se rompía en mil pedazos.  Me senté a su lado y volví a abrazarle, acariciando su pelo con cuidado y dulzura mientras ambos escuchábamos la fuerza del vendaval.

Pasamos en silencio y sin separarnos largos minutos, temblando de frio, pero sin querer marcharnos. Sabíamos que una vez que lo hiciéramos no habría marcha atrás, que sería definitivo e irreversible, por lo que, aun sin dirigirnos la palabra, hicimos el mudo pacto de permanecer toda la noche juntos, en aquel viejo y frio granero abandonado.

-          Te quiero – rompió el silencio unos minutos más tarde – Y, aunque quiero dejar este pueblo… no quiero dejarte a ti

Le abracé con más fuerza, aguantando las lágrimas ante su confesión. Él, por su parte, no tardó demasiado en buscar mis labios, besándolos con necesidad, una necesidad reciproca que no podíamos ocultar. Lloré en aquel beso, lloré y me sentí morir al notar como mis lágrimas se mezclaban con las suyas y con el agua de lluvia que aun corría por nuestros rostros.

No lo pensamos demasiado cuando nuestras manos comenzaron a enredarse bajo la camiseta ajena. No, no pensábamos, solo nos dejábamos llevar por la necesidad de tenernos, de juntarnos, de no separarnos… por esa necesidad de inmortalizar aquellas ultimas horas que nos quedaban, de convertir ese momento en algo aun más especial.

-          Te quiero… - jadee contra su cuello, mientras lo devoraba con osados besos y mordiscos.  Sin darme cuenta, estaba muy excitado. Tal vez fuese por el contraste de su tibio cuerpo con la gélida noche de tormenta, o la mezcla de olores que suponían su perfume, siempre fresco y delicioso, el sudor, la paja y la madera mojada o simplemente fuese él, en su totalidad, el que me hacía sentir de esa manera. – Dios… te quiero… no lo olvides nunca… - continúe deslizando las manos, inexpertas, dentro de su pantalón – por favor, no lo olvides…

 

-          No lo olvidaré… - Susurró con un suave ronroneo, con el cual me sentí morir.

 

Aquella fue la primera y última vez en la que nos entregamos el uno al otro. Tras ello, nos quedamos largo tiempo en el suelo del viejo granero, solos, abrazados, desnudos. Podía oír a la perfección la melodía que se conseguía con la mezcla de la lluvia, ya más calmado, y los latidos de su corazón. Era un sonido por el cual habría pagado para poder escuchar siempre. Era un sonido que me llenaba.

A primera hora de la mañana, Kibum se incorporó, vistiéndose con desgana mientras me miraba de reojo, dedicándome melancólicas sonrisas, que yo le devolvía de la misma manera. Una vez vestido, se sentó frente a mí, secando sus lagrimas con rapidez.

-cierra los ojos –Susurró suavemente.


- ¿Qué?


-Tú solo hazlo – cerré mis ojos sin volver a pedir una explicación, entonces, sentí su fría mano sobre mi rostro. Me estremecí – Ahora tengo que irme y no quiero que me veas hacerlo – tragué saliva al escuchar sus palaba, un nudo se estableció en mi garganta – Cierra los ojos hasta que me haya ido 


-¿Cómo sabré que te has ido? 


- Simplemente lo sabrás… asegúrate de hacerlo bien… - Asentí con la cabeza, obediente 

Guardé silencio al tiempo que cerraba los ojos, sintiendo como las lagrimas se deslizaban lentamente por mis mejillas. No volví a abrirlos hasta que, largos minutos más tarde, dejó de llover, entonces, supe que él se había marchado, que no le volvería a ver… que todo había terminado

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Una, dos… tres gotas… la lluvia cae suavemente contra mi ventana. Me pregunto si has salido con tu paraguas rojo. “Cierra los ojos” se repite cada día en mi cabeza, rememorando aquel doloroso  adiós…

Desafortunadamente no me gusta esta lluvia, no es la lluvia que traía tu aroma, que llenaba mi ser.  Cierro los ojos pero no puedo sentirte.

La lluvia de finales de verano ha bañado el jardín, y también a mí, buscándote aunque sé que no volverás.

Seguiré esperándote. Haremos mantequilla bajo la lluvia. 

Notas finales:

Bueno, espero saber que os ha parecido y tal.

Un beso y gracias por leer~~ 


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