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Tú ya sabes a mí por PruePhantomhive

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Justo en medio de los dos voy a vivir.

 

Y al final siempre volverás aquí.

 

Pues tantos besos te di, que tú ya sabes a mí.

 

*

 

Eiri se sentó enfrente de Shuichi, se estiró sobre la mesita de centro y tomó el mando a distancia, apagó el televisor y provocó que Shuichi lo observara con interés. Dio un trago a su lata de cerveza y, como si no le importara en lo más mínimo la displicencia, la dejó sobre la superficie brillosa de madera con una increíble lentitud.

 

Luego, sacó del bolsillo de su pantalón un par de tickets que arrojó sobre los muslos del cantante. Shuichi los tomó, sacudiendo la cabeza, y al tocarlos sintió un dejo de horror. Eiri sonreía encantado, como un juez malvado que espera dictar sentencia.

 

It —suspiró Shuichi, cansado, levantando ambos boletos y lanzándolos sobre la mesa.

 

Eiri asintió con aire soñador.

 

It —confirmó.

 

—Nunca me gustó esa película.

 

Eiri, que había tomado su cerveza para beber de ella otra vez, fingió atragantarse. Se llevó una mano al pecho e, igualmente, fingió sorpresa.

 

—¡Y yo pensando que te habías teñido el cabello de rojo en su honor! ¡Creo que Stephen se sentiría alagado!... No, no es verdad. Sentiría pena por ti.

 

Shuichi apretó los dientes con desgano y los puños también. Jamás en su vida había sentido tantos deseos de escupirle a alguien y esas ganas se materializaron en la boca de su estómago con la forma de un cálido ardor que le provocó náuseas. Algo estaba palpitando en su estómago, luego subiendo por su estómago y atorandose en su traquea, en donde siguió latiendo con ganas, distando del tamborileo recio de su corazón.

 

Era como si un nuevo órgano se hubiera instalado ahí, en su garganta, y acabara de convertirse en el medidor de su furia.

 

Eiri era un hombre hecho y derecho, con una inteligencia casi sobrenatural que solía asustarlo a veces, porque podía definirsele como una Bestia Pensante, era atractivo y carismático cuando se lo proponía, pero también tenía un autoestima de mierda que muy seguido lo orillaban a hacer esa clase de estupideces.

 

Shuichi se preguntaba, a veces, si el hombre sentiría verdadero placer al buscar frases hirientes que decirle. A lo mejor eran simples frases sin significado que le dedicaba porque no tenía otra forma de aplacar su coraje.

 

Era eso. Nada más que una paródica energía burlesca que afloraba cuando el novelista se sentía más desprotegido. Y en esos momentos era SU culpa que Eiri se sintiera así. Enrojeció de pies a cabeza y se cubrió con la sábana que había traído de su habitación, sólo dejando que Eiri contemplara los mechones lacios de cabello teñido y brillante.

 

Había cometido un error, ¿no? Porque Yuki Eiri se había puesto en sus manos aparentemente desde el primer momento, había abierto la puerta de su corazón, siempre cerrada a intrusos, y había colocado sobre sus manos aquel órgano precioso y aterrador que latía con la fuerza de un muñón desangrándose.

 

¿Para qué había luchado hasta con los dientes por salvar a ese ser si, a fin de cuentas, iba a dejarlo de nuevo así? ¿Mal? Tan mal como para sentir la imperiosa necesidad de humillarlo para "poder" sentirse bien consigo mismo.

 

Ay, Shuichi, ¡Shuichi!

 

Se palmeó la frente con violencia y se preguntó si sería el momento adecuado para ponerse a llorar. Después de todo, había nacido con la increíble capacidad de ser empático con los sentimientos de los demás con tan sólo contemplar sus caras. Y Yuki quería llorar. Quería llorar sin importar que los demás pensaran que estaba volviéndose loco.

 

—Ahora quiero escupirme a mí mismo —masculló, apretándose debajo de la sábana como si esta pudiera protegerlo de sus propios pensamientos manchados de negro.

 

Eiri había estado contemplándolo con frialdad todo ese tiempo, preguntándose si sus ofensas habrían tenido un efecto equivocado.

 

Uno suele reírse con ganas cuando alguien dice una cosa "ofensiva" en contra de nosotros. Shuichi era esa clase de persona y, las primeras veces, Eiri estuvo seguro de que en verdad se divertía con sus insultos. Claro, hablando de cuando apenas estaban conociéndose. Pero esos últimos días todo había sido aterrador y Eiri había vivido con el temor de abrir la boca y decir algo terriblemente irreparable, porque, a pesar de todo, lo quería y lo hacía con todas las fuerzas de su pecho.

 

Tragaba saliva siempre que decía algo insultante. Esperaba y, mientras lo hacía, analizaba todas las reacciones del cantante, pero éstas nunca iban más allá de los ojos llorosos y los pucheros pusilánimes.

 

Lo escuchó murmurando algo y se preguntó si habría sido un reproche.

 

—Vamos a hablar sobre las condiciones que tengo para que vivas aquí, ya que tú mismo estás muy dispuesto a rentarme una habitación, aunque yo no te ofrecí mi ayuda con esa intención, porque supongo que sigues al tanto de que no necesito hacer algo como esto para obtener dinero. Tampoco quiero que nos convirtamos en la parodia de esa película con Jennifer Aniston.

 

Shuichi se mostró de acuerdo. Sonrió de medio lado y se cubrió la boca con el brazo para que Yuki no lo notara, pero fue tarde. El escritor también sonrió, dándose cuenta de que las cosas no estaban tornándose graves.

 

—Mi primera condición es que me firmes este contrato —lo sacó de detrás del cojín del sillón en el que estaba sentado y Shuichi tuvo la impresión de que esa plática ya había sido planeada, con insultos, frases asquerosamente mordaces y todo—, en él estipulo mis condiciones básicas para que puedas permanecer aquí. Como podrás ver, la primera de ellas es que tú te harás cargo de tu pieza. Yo no me meteré. Así que si decides vivir en la basura, será tu asunto.

 

Shuichi movió la cabeza de arriba a abajo otra vez. Lucía desinteresado y apretaba los labios, fastidiado.

 

—La segunda es que JAMÁS podrás traer a esta casa a NINGUNA persona si no estoy yo —enfatizó cada una de sus palabras con cierto aire iracundo. Esta vez, Shuichi sonrió.

 

—No sabía que también te pagaría renta para que fueras mi chaperón —se burló.

 

Eiri levantó ambas cejas, sonriente.

 

—Eso será gratis —prometió. La lata de cerveza se había quedado abandonada sobre la superficie de la mesa y resplandeció un poco con un az de luz que cayó sobre ella cuando Eiri cambió de posición, dejando de cruzar las piernas y empinándose un poco sobre la mesa, en dirección de Shuichi. Unió las manos y lo contempló con agudeza—. No tengo la necesidad de que mi casa se convierta en un muladar.

 

Shuichi sintió de nuevo a ese órgano recién aparecido palpitando en su garganta, pero subió como un escarabajo egipcio a su cuello y, de ahí, se trasladó a su cerebelo, en donde comenzó a palpitar descaradamente, haciendo destellar el coraje que sintió en esos momentos.

 

¿Qué pensaba Eiri? ¿Qué iba a convertirse en un golfo sólo por salir con una mujer? ¿Y qué había de él? ¿No estaba intentando ligar con un sujeto mucho más joven que ambos? Aunque... bueno... en ese punto no tenía mucho que decir, también.

 

—Eso no te molestaba cuando se trataba de mí, ¿recuerdas? Te encantaba hacerme gritar —siseó, con los dientes bien apretados y una mirada rencorosa penetrando en lo más ondo de las facciones petreas de Eiri, que acababa de palidecer—. Aunque eso fue hace taaaaanto tiempo, que ya no recuerdo ni el sabor de tu piel.

 

Los dos, empinados sobre la mesa, con el contrato entre ambos al igual que los dos boletos y una lata de cerveza, estaban tan cerca que podrían haberse besado. Las narices de ambos casi se tocaban y sus alientos eran cálidos en las mejillas del otro. Era una sensación agradable, como recordar como hacer ecuaciones de segundo grado a mitad de un examen que pensabas dejar en blanco.

 

Eiri levantó la mano y le tocó el cabello. Fue una caricia suave que provocó que toda su piel se erizara. Hace mucho tiempo que su ser entero había olvidado el tacto caliente de esos dedos y había memorizado uno más frío, amoroso, sí, pero falto de acción.

 

Suspiró y sintió a Eiri cerrando la mano en el cabello de su nuca, ahí donde esa sensación nefasta palpitaba con furia.

 

—Si tan necesitado estás, puedo hacerte recordar ese sabor ahora mismo, aquí, sobre la mesa.

 

—No, muchas gracias. Por el carácter tan iracundo que tienes, me provocarás una indigestión. Y el buen Eiri ya no puede hacerse cargo de mis enfermedades, también tiene que descansar.

 

Yuki le soltó el cabello, con un tirón brusco que casi lo hizo caerse del asiento. Shuichi se sobó la cabeza mientras intentaba desenredar sus pies de la sábana, que se había caído al suelo.

 

Los dos se contemplaron con furia mal contenida durante un rato más y tuvieron que hacer un esfuerzo casi sobre humano para poder continuar.

 

Las mentes de ambos estaban llenas de recuerdos, de momentos, de sensaciones que creían olvidadas. Tenían que pensarlos, sentirlos, acariciarlos y, después, dejarlos ir, como si se tratara de palomas blancas que por fin podían emprender el vuelo hacia un sitio seguro y cerrado del que no podrían salir jamás.

 

Después de todo, los últimos recuerdos que habían generado estando juntos no habían sido más que una pérdida de tiempo en la que cada uno se levantaba en las mañanas, daba los buenos días sin siquiera mirar al otro y tomaba turnos en el cuarto de baño para ducharse y, de ahí, irse a trabajar.

 

De pronto, el cuerpo de Shuichi se había convertido en un misterio para Eiri. Se le había olvidado en donde estaban los lunares, las cicatrices, esas perforaciones que no le gustaban... ese tatuaje con su nombre y alas blancas...

 

Y Shuichi, aunque tenía una mejor memoria para esa clase de cosas, se daba cuenta de que conocía cada rincón de Eiri a la perfección. CADA rincón. Y hacer el amor con él se volvió tan frío y monótono, que no hallaba el momento de terminar y poder dejar de observar el techo. Azul. Insoportable.

 

El sexo entre ellos no era más un deleite, sino una obligación.

 

Lo peor de todo es que ambos lo sabían y jamás dijeron nada por temor, con la esperanza de que el otro se diera cuenta pronto de la situación y buscara, por sí mismo, la solución. Ellos habían dejado de ser una pareja. Y al separarse, habían encontrado una especie de absolución.

 

Ahora, el pánico estaba volviendo, la sensación de angustia, también. Los miedos, las dudas, las ganas, la furia, el deseo. El adiós.

 

A Eiri le sudaban las manos y a Shuichi le latía dolorosamente el corazón. Se observaron y tomaron aire casi al mismo tiempo, como si estuvieran preparándose para gritar.

 

Pero Yuki se limitó a tomar los tickets.

 

—Quiero que todo esto sea lo menos insoportable posible, así que he decidido que nos tomaremos turnos para usar cada habitación de este departamento. Ya comprenderás la función de los boletos. Si yo tomo el primer turno, tú no entras al sitio en donde yo esté hasta que me vaya. Y viceversa.

 

Shuichi ladeó la cabeza hacia su costado izquierdo. No le estaba prestando atención.

 

—Vale —susurró.

 

Yuki tragó saliva y se levantó.

 

—Firma esto y luego tíralo bajo la puerta de mi estudio. Voy a tomar una ducha.

 

—De acuerdo.

 

Eiri se levantó y se encaminó hacia su habitación. Shuichi, mientras tanto, apretó las manos sobre las rodillas de su pantalón y cerró los ojos. De pronto quería saber si... si... pero no tenía derecho alguno de preguntar.

 

Después de todo... él...

 

Pero su boca se abrió de golpe:

 

—¿Estás saliendo con ese muchacho?

 

Eiri detuvo sus pasos cuando ya tenía la mano sobre la perilla de la recámara. Miró por encima del hombro y se dio cuenta de que Shuichi lo ignoraba, como si quisiera escuchar una respuesta cualquiera, de manera cualquiera, en un momento cualquiera.

 

Bueno, no le iba a dar esa satisfacción.

 

—Y si así fuera, ¿qué?

 

Todo estaba perdido para el cantante cuando Yuki se encerró en su habitación.

 

 

 

Pero Shuichi, que podía ser la persona sobre la faz de la tierra que mejor conociera al fantástico y esplendoroso autor de novelas románticas, Yuki Eiri, debió imaginarse que ese sujeto tenía una imaginación parecida a la de los escritores de Saw. O a la de los escritores de Bambi, pero era casi lo mismo. Tortura física, tortura auditiva, daba igual.

 

A la mañana siguiente, cuando se levantó con la garganta todavía más resentida por la gripe y consideró la posibilidad de por fin ir a ver a un médico antes de que esa enfermedad le pasara factura a sus cuerdas vocales, quiso ir a prepararse un té de limón con miel para ver si eso lo ayudaba un poco.

 

La puerta de la cocina estaba cerrada y no pudo abrirla. Se asomó por la ventana con forma de rombo que había en la madera y vio que Eiri estaba sentado en uno de los bancos del mesón, bebiendo tranquilamente de un vaso con jugo de cereza con una pajilla plegable mientras leía una revista de chismes.

 

¡Una revista de chismes y jugo de cereza!

 

Shuichi, que se había olvidado de los turnos, llamó con los nudillos y le hizo una señal con la mano para que le permitiera pasar. A esas alturas, no podía hablar sin sentir que cientos de agujas se le clavaban en la garganta.

 

Eiri levantó un ticket y se encogió de hombros, fingiendo pesar.

 

Shuichi observó el carrete al lado de la puerta y tiró de los boletos, esperando encontrarse con un número dos. Le salió el número cincuenta y cuatro. Si no se tiró de rodillas en el piso, fue porque estaba seguro de que Eiri estaría contento con eso. Se arrastró hacia su habitación y ahí se preguntó cuánto tiempo duraría su miseria.

 

De nuevo, estaba subestimando a Eiri, porque si pensaba que la tortura terminaría pronto, estaba claro que no.

 

 

 

—¡Tengo que ir al doctor! —su voz, grave, varonil y armoniosa, sonaba como la de una viejita de noventa años con enfisema pulmonar.

 

Aporreó la puerta del cuarto de baño del salón por última vez y escuchó a Eiri cantando al otro lado.

 

—¡Estoy rasurándome!

 

—¡Pues más te vale que salgas rápido de ahí, maldito, si no quieres que termine depilandote las piernas con cera caliente mientras duermes!

 

—¡Pero si tengo mis turnos! ¡Puedo estar en el baño cuanto yo quiera! Además, ¿por qué no vas al de tu habitación?

 

—¡Porque aquí dejé mi cepillo de dientes y mi pasta! ¡Al menos lánzala fuera y me largo! ¡Vamos, Yuki, por favor! ¡Yuki, Yuki, Yuki, Yuki, Yuki!

 

Eiri guardó silencio. Shuichi escuchó que abría el compartimento oculto detrás del espejo sobre el lavabo y que tomaba algo. Al menos, Eiri le daría su pasta de dientes y su cepillo, luego, procuraría no volver a dejar nada en su camino para no tener que pasar por eso otra vez (esta vez, el novelista había cogido desde el turno número cuatro hasta el treinta y seis. Shuichi tenía el turno treinta y siete. Hijo de puta).

 

Pero Yuki deslizó una hoja de papel higiénico por debajo de la puerta y Shuichi se inclinó para recogerlo. En él, escrito con crema de afeitar de color azul, decía en letras grandes un glorioso ¡NO!

 

 

 

Cuando Shuichi se marchó, Eiri se relajó un poco, aunque sentía una estúpida satisfacción borboteando en la boca de su estómago. Se sentía como un niño pequeño encerrado en su habitación dando golpes en la puerta cuando sus padres hacen un intento por que salga.

 

Fue por su laptop y se puso a trabajar un poco, pero pronto se dio cuenta de que no podía escribir nada sin distraerse. Perdió la cuenta de las veces en las que puso una palabra por otra y su personaje principal dejó de llamarse Fujimoto para comenzar a ser Shuichi.

 

Se rió de su propia estupidez y, con esa sonrisa encantadora y amarga dedicada al techo del salón, dejó que sus brazos colgaran a ambos lados del sillón.

 

Estaba agotado mentalmente. Dejó el ordenador y se fue a dormir.

 

El aroma de Shuichi era casi imperceptible en su cama, cuando antes las mantas estaban plagadas de él como una noche llena de estrellas.


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