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Tú ya sabes a mí por PruePhantomhive

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Ya me enteré, que estás saliendo con alguien más.

 

Y yo no me moveré de aquí, pero eso sí mi recuerdo se va a vengar.

 

*

 

Mojado. Como un perro abandonado. Tirado sobre una banca del parque. Con los pies sobre la maleta. Las gafas tintadas empapadas y los calcetines, peor. Aún así, tenía una postura altanera, como alguien bastante resignado a padecer lo que le está pasando. Mantenía los brazos estirados sobre el respaldo de metal de la banca y el rostro levantado en dirección del oscurecido cielo, como si preguntara si faltaba algo más... esperaba que no fuera así porque ya no sabía si podría soportarlo.

 

¿Era idiota acaso? ¿Cómo se le había ocurrido visitar a Eiri? ¿Cómo había tenido las bolas suficientes para hacerlo a sabiendas de que el escritor era de caracter más bien depresivo y que solía caer en estos estados como borracho colándose en fiestas sin invitación?

 

Ese había sido un grave error que esperaba no le costara todavía más caro. Y estaba preocupado por eso. Debido a ello, no se había marchado a un hotel, como tenía pensado hacer, todavía, y se quedaba ahí, tirado bajo la lluvia, como si de esa manera pudiera proteger a Eiri de hacer una estupidez.

 

Él no es como yo. Él es inteligente. Tan inteligente, que a veces asusta. Sé que estará bien. Debo confiar en eso. Después de todo, se ha convertido en un hombre fuerte. Lo que yo quiero es que me necesite y eso es tan egoísta. Después de todo, fui yo quien lo botó. ¿Y quién necesita a su lado a alguien como yo? Eiri puede conseguirse pronto a una mujer pechugona con quien desfogarse o a un hombre fornido con quien mantener interesantes conversaciones después de hacer el amor... ¡¿Estoy loco?! ¡Debí insistir más!

 

—Incluso mi cabeza está exigente... tan exigente, que me lleva a los extremos de imaginarlo con otras personas cuando no tenemos ni una semana lejos.

 

—Es que eres bastante complejo —intervino una voz familiar, a lo lejos. El sonido de la lluvia golpeando una superficie de plástico lo alertó—, deberías saber eso, pero jamás pude esperar demasiado de un sujeto que tiene la mentalidad de un mandril en cautiverio.

 

Shuichi contempló la figura alta de Eiri, que se acercaba con pasos lentos, sujetando un paraguas plateado. Él vestía completamente de color negro. Su cabello rubio, entre la neblina de la tormenta, parecía blanco. Bello, bello, bello. Sintió un nudo apretándose en su garganta.

 

—No te burles de mí —suplicó con sinceridad. Eiri empujó con la punta del zapato sus pies, haciendo que cayeran en un charco, y tomó la maleta por la agarradera, levantándola y comenzando a arrastrarla. Shuichi se incorporó en el acto. Sus piernas se habían acalambrado, pero qué importaba—. ¡No comiences a molestarme, Yuki!

 

El escritor lo miró por encima del hombro, furibundo, y no detuvo su paso. Shuichi corrió detrás de él, salpicando, y lo sujetó por un brazo. Fue automático. Eiri se soltó dando un tirón violento que hizo que el cantante se apartara unos pasos, impresionado.

 

Por supuesto, Eiri no iba a golpearlo, no iba a empujarlo y tampoco a tocarlo, pero tuvo que ponerse bajo el resguardo de una barrera hecha con sus brazos para estar seguro. Eiri pareció más ofendido y enojado aún.

 

Dejó de arrastrar la maleta y mantuvo una fría actitud. Sostenía el mango del paraguas como si se tratara de una espada.

 

—Mira, imbécil: soy un hombre con buen corazón y lo sabes, me ha dado mucha vergüenza que vinieras a mi casa pidiendo resguardo de manera tan patética y he querido ayudarte, pero si te vas a estar pensando que planeo hacerte daño, mejor lárgate y pesca un maldito resfriado en otra parte —Shuichi abrió la boca para replicar, pero Eiri todavía no terminaba con lo que tenía que decir y sabía que iba para largo. Estando enojado, su boca no podía volver a cerrarse. Lo que saliera de ella mientras él estaba de malas... no estaba bajo su jurisdicción, así que tendría que atenerse a las consecuencias—. Además, tampoco es mi culpa que tu "amiga" no pudiera darte asilo en su casa. Pensándolo bien, ahora eres su problema. ¿Pensaste en rogarle a ella tal como lo hiciste conmigo? ¿O es que te gusta verme la cara de imbécil? ¡Pero qué digo! ¡Siempre te gustó hacer eso! ¡Te metiste en mi casa, en mi cama, me tuviste de tu estúpido durante años y luego me engañaste por a saber cuánto tiempo con a saber quién!

 

—Cállate, Eiri... cállate —advirtió, con los puños apretados y temblando de rabia. Su corazón latía desbocado. Estaba a punto de ponerse a llorar.

 

—¿Por qué? —siseó el escritor. Realmente necesitaba una respuesta.

 

—Porque no sabes de lo que estás hablando. Estás tan enojado que no estás pensando. Quieres lastimarme y lo estás logrando, pero, por favor, ¡no sigas! ¡no tienes idea de lo que todo esto significa para mí! Yo...

 

Turbado, se llevó una mano a la cabeza. Le dolía la garganta y estaba seguro de que iba a perder la voz de un momento a otro por su incursión en las aguas, pero no le dio importancia. Quería decir tantas cosas. Su pecho estaba apretado por la cantidad exorbitante de ideas que se aglomeraban también en su cabeza, pero jamás supo cuál de todas ellas era la correcta, la que le daría el poder de calmar la situación.

 

Eiri estaba esperando a que dijera algo. Su cara estaba contorsionada en una mueca burlesca que pretendía ocultar su dolor.

 

Shuichi quiso colgarse de su cuello y abrazarlo, no como amante, sino como un amigo, un primo, un hermano. De todas maneras, Eiri había sido su familia durante tanto tiempo... Parecía injusto haber matado, de repente, esa relación.

 

—Puedo irme a un hotel —susurró. Las piernas estaban por doblarsele.

 

Eiri escupió una palabrota que se escondió detrás de la potencia de un trueno.

 

—¡No seas estúpido! ¡Eso lo hubieras pensado antes de venir a molestarme! ¡Ahora mueve el maldito trasero y vamos a la casa!

 

—¡No! —exclamó, con la voz quebrada, haciendo acopio de todas sus fuerzas para no ponerse a llorar. Eiri titubeó un poco al verlo en ese estado tan lamentable.

 

A sus veintinueve años, Shuichi parecía de veinticinco, por obra del tinte para cabello y la ropa que usaba. Su cara estaba libre de imperfecciones aún y el destello de sus ojos era diáfano. Seguía siendo bajito y su expresión era tan delicada, que parecía un crío.

 

Tan pequeñito, tan indefenso, tan idiota y vulnerable... tan fácil de moldear en manos de los demás.

 

No, no, lo estaba confundiendo. Quería confundirlo. Ahora sólo tenía delante a un hombre preocupado y avergonzado de sí mismo, no a un niño.

 

Cerró los ojos y tomó la agarradera de la maleta otra vez. Luego se adelantó y sujetó al cantante por el brazo, con rudeza, como si no quisiera demostrar por medio del tacto algún dejo de compasión.

 

—¿Quién dijo que iba a aceptar un "no" por respuesta? No puedo permitir que te enfermes... si te pasa algo, ¿quién irá a comprarme cigarrillos a las dos de la mañana y a darle leche al gato de la vecina de abajo?

 

 

 

Después de tomar una ducha, se puso el pijama y se metió bajo las mantas de la cama en su vieja habitación. El ambiente era frío y los muebles parecían observarlo con rencor. Los diez meses anteriores había estado durmiendo en la habitación de Eiri por... flojera. Por que se había acostumbrado a su cama y ya no había podido salir de ella, aunque su vida sexual estuviera prácticamente muerta desde... desde... ya no se acordaba y eso que antes llevaba la cuenta.

 

Buscó mantas de sobra en el armario para calmar el frío y se dio cuenta de que no había. Maldijo por lo bajo y regresó a su antigua posición, decidido a no darle a Eiri pretextos para burlarse de él, pero cuando le sobrevino una fuerte tos y un increíble dolor de cabeza, no pudo seguir evitando encontrarse con el escritor.

 

Sé quedó dormido, enredado en el delgado edredón, y tuvo varias pesadillas en las que sufría una gran desesperación. Pataleó, gritó y luchó, pero estaba cautivo en redes de angustia que le partían el corazón.

 

Sintió que alguien le metía algo helado en la boca y lo quiso escupir, pero ese mismo alguien le dio una palmada violenta en la cabeza. Luego posó sus dedos helados sobre su frente y de ahí no se movió. Abrió los ojos, desesperado, para encontrarse con la mirada inerte de Yuki, sentado al borde de la cama, vistiendo una simple camiseta blanca y sus pantalones de dormir.

 

—¿Qué hages agi? —preguntó, con un termómetro aferrado entre sus dientes.

 

Eiri no respondió de inmediato. Lo observó dudando y luego se levantó. Su cuerpo despedía un olor varonil al que Shuichi estaba muy acostumbrado. Quiso aspirarlo instintivamente, pero no pudo. Tenía la nariz tapada y respirar era toda una odisea. Cerró los ojos, perturbado, y se dio cuenta de que le dolían como si se los hubieran restregado con tomates calientes.

 

—Tienes fiebre. No has dejado de toser. Si no te baja en media hora, llamaré al médico.

 

—¿Pensé que estabas molesto?

 

Yuki fingió no escucharlo. Le arrojó encima una manta bastante cálida y se acercó a las lámparas para bajar un poco más la luz. La televisión estaba encendida, así que Shuichi se imaginó que llevaba ahí, con él, mucho tiempo. Sonrió, agradecido, sintiéndose estúpido.

 

Eiri mencionó algo sobre ir a preparar té y salió de la habitación. Con el poco ruido proveniente del televisor, se arrulló y comenzó a quedarse dormido otra vez. Las pesadillas desaparecieron y la mano tibia de Eiri se posó nuevamente sobre su frente, calmándolo, acariciándolo, perdonandolo.

 

 

 

Mientras ponía la tetera sobre la estufa, se dio cuenta de que estaban temblándole las manos. Estaba pálido y sentía que se iba un poco de lado al caminar, así que tuvo que sentarse en una de las sillas altas alrededor de la mesa de cristal en el centro de la cocina para recuperar un poco de su equilibrio.

 

Estaba mal. Haber metido a Shuichi a su casa había estado muy mal. Incluso estar cuidando de él era un error, porque ellos no habían terminado en buenas condiciones y no se suponía que debieran ser, siquiera, amigos, por el bien de su salud mental (sabía que la de Shuichi estaba tirada al caño desde hace años, así que esa no le importó demasiado).

 

Se dio una palmada en la frente y negó con la cabeza, fastidiado.

 

Se acordó de Kitazawa y una corriente cálida le recorrió la espalda con pasión. Sintió que alguien lo observaba desde la puerta y giró sobre su asiento, esperando encontrarse con Shuichi, pero ahí sólo había aire bailando con si frustración.

 

—Yuki, Yuki —sonrió. Se llevó una mano a la boca y palpó sus labios como si apenas estuviera descubriendo que se encontraban ahí. Deseó ser besado, mordido, lastimado, que el dolor fluyera por su boca hasta gritar.

 

Recordó los besos robados de aquella noche agría en Nueva York y, después, los de Shuichi, dados en sus mejores noches de pasión, los comparó y terminó riéndose a carcajadas. ¡A ninguno le encontraba sabor!

 

 

 

Por la mañana, las cosas no habían mejorado. Shuichi seguía con la temperatura alta, estaba sudando y Eiri había tenido que quitarle las mantas de un tirón.

 

Había tazas de té diseminadas por las mesas de la habitación acompañadas por golosinas y unas cuantas latas de cereza habían desaparecido bajo la cama.

 

No tenía idea de cómo había terminado viendo el canal de infomerciales y ya había llamado tres veces para adquirir un pastillero con reloj y alarma integrada, un juego de sartenes hechos de acero inoxidable blancos, decorados con osos panda comiendo bambú y un reloj de pulsera que brillaba en la oscuridad... no había dormido NADA.

 

Shuichi, por otro lado, dormía como si lo hubiera noqueado un poderoso boxeador. Su respiración era errática y a veces murmuraba cosas entre dientes. Eiri había procurado ignorarlo, por si entre esas palabras salía el nombre de la chica con la que salía ahora, pero descubrió, con grata sorpresa, que de la boca de Shuichi no salía más que su nombre, mezclado con "perdón, perdón".

 

Eso era algo... no, no era nada. Lo hacía sentir miserable. ¿La gente enserio pensaba que necesitaba disculpas para sentirse bien consigo mismo? ¿Lo veían así de estúpido? ¿Cómo un niño llorando por un dulce caído en la tierra? Jo-jo-jo... hijos de p...

 

—Yuki...

 

—¿Qué quieres? —masculló, fastidiado, intentando decidir si comprar una plancha para cabello de color amarillo canario o un arenero para gato... los dos eran tentadores... podría hacer a Shuichi dormir en el arenero... y podría quemarlo con la plancha para pelo...

 

—¿Recuerdas aquella vez, cuando me enfermé y fuiste a visitarme a mi casa?

 

Algo en el pecho del novelista saltó con dolor. Cerró los ojos una milésima de segundo y fingió que no pasaba nada.

 

—Tal vez —mintió. Era obvio que sí se acordaba. Se había asustado al creer que estaba muy, muy enfermo. Y le había llevado flores. Odiaba regalar flores. Le recordaban a Kitazawa. Al tiempo en el que no hacía más que llevar flores a su tumba.

 

—Lo que dijiste —tenía la voz tan ronca, que sonaba mayor. Estaba haciendo un esfuerzo enorme para hablar y no quedarse dormido de nuevo. Eiri se atrevió a pasar su mano entre sus cabellos, empapados en sudor—, que hacías de todo para complacerme y que yo no sabía apreciarlo...

 

—¿Dije eso?

 

—Sólo quiero que sepas que... aprecio todo en ti... tus sonrisas, tus muecas de fastidio. Me encanta cuando te enojas, es cierto. Y me encanta ser yo quien te hace enojar. Me gusta cuando lloras. Me gusta cuando ríes. Me encantan tus ojos, tu boca... todo, todo, todo...

 

Eiri guardó un silencio sepulcral. Se llevó una mano a la cara para apartarse el cabello de los ojos y se dio cuenta de que estaba a dos segundos de ponerse a llorar. Se levantó de la silla y no le importó que el teléfono se le cayera de las piernas. Lo dejó en el suelo y caminó rápido hacia la puerta.

 

—Eiri... me fascinas...

 

Cerró la puerta con un golpe seco. Se recargó en ella y se sintió estúpido por estar tan asustado. Su corazón estaba a punto de estallar.

 

Bajó rápido a la sala y, cuando estaba por meterse a la cocina buscando un vaso con agua fría, el móvil de Shuichi comenzó a sonar. Lo había olvidado sobre la mesa del salón la tarde del día anterior.

 

Fastidiado, fue a ver de quién se trataba.

 

En cuanto vio la pantalla del móvil, toda esperanza brindada por las recientes palabras de Shuichi se esfumó. El nombre de "Sayaka" parpadeando insistente en la pantalla, le dio una terrible mala espina.


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