Si yo no fuese idiota, no podría acercarme a ti con total normalidad con las intenciones circunstanciales de una buena charla contigo cuando te veo enojado o triste. Posiblemente por culpa de Rusia o Francia. O simplemente, hablar del clima. Vamos, que sé que te agrada.
Aunque soy yo quien muchas veces te causa mal estar.
Si yo no fuese descuidado, no sería capaz de no pensar en una idea tan impulsiva como gritarte lo primero que se me venga a la mente (literalmente) , la mayoría de las veces sin razón ni sentido alguno, hasta hacerte incomodar. Siempre de manera descarada y ruidosa.
Porque el compararte con hamburguesas no es el cumplido que me gustaría profesarte. Pero eres algo que amo, tanto como mi fast food.
Si no fuera idiota, bajo ningún concepto me asomaría a tu casa –antes, nuestra– sin dejar que me afectase de sobremanera ese ambiente nostálgico y profundo que me asalta y me asfixia hasta mermar mis ánimos, independientemente del día, pese a haber aprendido a disimularlo. Aún cuando U.S.A haya ganado algún encuentro deportivo o partido importante y quiera compartir mi alegría contigo.
Porque tú me legaste el fútbol y me enseñaste a jugarlo, así como a ganar y perder.
Si no fuera bastante tonto, no sería capaz de sacrificar mi –ahora– moderado sentido del gusto, al robarte un pedazo del pastel nada apetitoso que recién has dejado sobre la bandeja del horno para comer un trozo, aguantando la respiración, y luego ir a tu encuentro para reprocharte el extraño gusto en tus recetas culinarias mientras termino de tragar –a fuerza– el último bocado.
Porque sé que te disgusta que venga de visita sin avisar y te molesta que hable mal tu comida, pero cuando pruebo alguna de tus nuevas recetas, sé te agrada que te dé mi sincera opinión.
Y aquí estoy, lo suficientemente sincero para decir tonterías.
Si no fuera despistado, no cometería la imprudencia de recordarte cada cuatro de Julio que en mi casa hay fiesta y celebración y que siempre espero compartir contigo alguno de esos tantos aniversarios de Independencia. Con fuegos artificiales, mucha BBQ y decoración. Aunque nos duela, por razones diferentes, quiero compartir contigo la alegría y dolor a partes iguales…aunque peque de insensible en el proceso.
Porque me enseñaste que un hombre se compone no sólo de sus logros y triunfos, sino también de sus errores y derrotas.
Si no fuera estúpido, no fingiría demencia cada vez que me ataca la fiebre y me hace delirar: Me hace decir, ver y escuchar cosas que no están presentes en mi día a día actual –en mi oficina, con mi Jefe en la Casa Blanca– al menos no intencionalmente. No me daría el lujo de hacerme el desentendido con cada palabra que escapa de mis labios hinchados y llega a tus oídos, ni de las miradas perdidas y empañadas que dirijo a tus preocupados orbes. Aunque sea totalmente consciente de ellas.
Porque todos los “Inglaterra, te quiero” se han ido tras divergiendo en unos “Arthur, te amo” cada vez más delirantes.
Y todo es culpa de la fiebre. En teoría.
Si no fuese idiota, no podría ser el Alfred F. Jones que tú conoces. No podría ser el yo de siempre, contigo, Arthur Kirkland. Porque ya no lo soy, porque el yo de antes te quería y admiraba como un padre ejemplar, un hermano mayor del cual enorgullecerse. Como mi héroe. Pero el yo de ahora te quiere, no sólo como antes, sino más ¡mucho más, como un súper héroe!
Por eso. Porque te quiero como un idiota, es que lo soy.