5:00 p.m. Hora del té en el Reino Unido, y nunca podría ser más oportuno tomar una deliciosa infusión herbal caliente que en una tarde ventosa y fría de principios de otoño.
Tras un conciso y rápido inventario de los beneficios adquiridos en las clausulas del contrato recién firmado, Inglaterra se dispone a descansar. No está agotado realmente, no físicamente hablando, pero él es más consciente que nadie que su mente está realmente cansada. Cansada de pensar, cansada de planear, cansada de analizar y cansada de sentir.
Sonríe, aún con el brebaje inundando su boca. La mente no siente.
“Pero si el corazón, Alfred” Le había dicho al pequeño país hace más de dos siglos en una tarde calurosa de verano, en horas más frescas y vistosas del atardecer al aire libre. Cuando los grillos empezaban su orquesta y las aves retornaban a sus hogares.
No recordaba exactamente porqué le dijo eso a América, pero si visualizaba claramente el enorme y rojizo atardecer sobre ellos esa tarde; curiosamente, al echar un vistazo por la ventana no puede evitar asemejar el anaranjado y amarillo opaco de las hojas de los árboles con aquel crepúsculo.
Su mirada se oscurece, justo como el Sol se esconde tras las cargadas nubes. Llovería pronto, lo sabía, y aún así no está dispuesto a cerrar las ventanas del amplio balcón. Al posar de nuevo la taza de porcelana vacía sobre el plato, observa lentamente los papeles –raídos, gastados y amarillentos– de aquella Acta de Independencia.
Justo a un lado, las formas legales que acaba de firmar.
Un pequeño asomo de ira sólo se manifiesta en una torcida sonrisa.
No puede verse a sí mismo en ese momento, desde otra perspectiva, pero bien sabe que Inglaterra no sentiría ese instinto destructivo que empieza a revolverle las entrañas.
Inglaterra resistiría las ganas de llorar y se quejaría al aire de todas y cada una de las malas jugadas del destino que lo alejaron de América. Después se empezaría a deprimir, iría a un pub y tomaría hasta hipar para luego terminar hablando con sus amigos fantásticos y reír(se solo) de cuando Alfred mojaba la cama.
Así se calmaría y podría asistir como si nada a la Reunión del G8 al día siguiente y discutir alegremente (y a veces, no tanto) con cualquier país que lo fastidie. Especialmente con Francia y Estados Unidos.
Pero no. Sabe que en esas condiciones probablemente terminará declarándole la guerra a algún desafortunado territorio marítimo y lo arruinaría hasta hacerlo desaparecer.
Sí, así de bastardo puede ser a veces. Impulsivo, retorcido y dictatorial.
Sin embargo, no puede darse el lujo de ser un bárbaro salvaje como en su juventud, no en pleno siglo XXI, donde todo debería de solventarse con diálogos, reuniones y finales acuerdos interesados. Las guerras y las conquistas no son bien vistas en Europa a estas alturas y por eso, él, como representante de una de las más importantes potencias mundiales, debe dar justa cabida a todas esas expectativas y protocolos.
Así que, Imperio Británico, deberías estar tranquilo otras décadas más.Habla para sí, con un tono gélido y cortante como una estalagmita y recoge los escritos de la mesilla. Ya no tiene apetito para los Scones.
Se da un baño a media tarde para mitigar el frío ambiente. La tina está cálida, aromática como le gusta y decide hundirse en el agua unos momentos para enfriar la cabeza.
Sale de la bañera.
La alfombra del balcón de la habitación está mojada, ya ni mencionar las cortinas de seda, la mesa, la silla y los bocadillos. Parte del escalón que separa el ventanal del piso del cuarto también están empapados. Observa el desastre y sigue vistiéndose, recibiendo el frío viento.
Él sabía que iba a llover. De todas formas no es muy difícil de adivinar dado al pronóstico del clima y la estación del año, y pese a ello, decidió esperar pacientemente en lugar de tomar las previsiones necesarias.
Siempre has sido así, Arthur, un temerario idiota que empieza a tomar acciones contra las calamidades cuando ya no puede detenerlas.
–Cállate, nadie pidió tu opinión.
Cierra las ventanas con fuerza para no seguir escuchándose. Ordena a las sirvientas que limpien todo y se retira de su habitación.
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Es cierto reflexiona apretando contra sí los archivos firmados esa tarde, luego de que las sirvientas terminaran su labor Fingí nunca darme cuenta de nada hasta que era inminente.
Apresuró el paso. Tiene una reunión para cerrar un contrato importante con una de sus dependencias al otro lado del mundo, en Suramérica, y no debe retrasarse.
Después de todo soy egoísta, y quisiera tenerte encerrado para siempre conmigo, sin pedir opinión y sin escuchar a nadie. Sólo saber que eres de mi propiedad sería suficiente para llenar mi ego.
Se percata que la lluvia ha cesado lo suficiente para sobrevivir sólo como una pequeña llovizna. Ya en el auto que lo llevaría al London City Airport, Inglaterra observa como las gotas luchan inútilmente contra el parabrisas. Tercas, descuidadas pero valientes, seguirían intentando aunque murieran en el acto.
Una vez arreglado el asunto con la caprichosa señorita Malvinas, pensó que sería una buena idea hacerle una visita al tonto americano.
Sonrió a la nada.
Alfred, sólo ahora que no puedo retenerte, es que me doy cuenta de cuánto te quiero.
Pese a no ser ahora su pertenecía, seguía a su lado, siendo parte de él como los retazos de aquel pirata en su interior. Compañero inseparable, hasta el fin de todo.
Aún así, siempre sería el villano de su propia historia.