Si le preguntaran como terminó así; probablemente dudaría en responder.
Se había acostumbrado a no emitir ruido; caminaba descalzado para que los vecinos no oyeran sus pisadas, sacaba agua con cuidado del grifo y usaba el baño cuando sabía que sus vecinos no estaban. Nadie debía saber que él estaba ahí.
Existir en el anonimato se había vuelto la única forma en la que sabía vivir. Ya casi no extrañaba la vida normal, siempre tenía la mente muy ocupada en sus paranoias como para pensar en el pasado.
Para entretenerse leía libros, era una actividad que no provocaba sonidos y de la que podía disfrutar. Pero en lo que pasaba la mayor parte de las horas era frente a un tablero de ajedrez cuyas piezas estaban siempre en la misma posición. Tenía memorizado el estado del juego y cuando se mudaba lo volvía a armar en el mismo punto. El rey blanco estaba en jaque por la reina negra y casi no le quedaba piezas al blanco. Se sentaba y miraba el tablero buscando la forma de salir del jaque. Sabía que si no lo lograba en el siguiente turno sería jaque mate.
La reina podía moverse en todas las direcciones, y el rey solo podía moverse una sola vez… una decisión errada y será el final del juego.
Por la madrugada había unas horas muertas en la que nadie entraba y nadie salía del pequeño condominio de departamentos en el que estaba. De las 3:20 a las 5:20 de la madrugada. A esa hora él salía para que nadie le viera.
Debía ir a buscar a la estación del tren un paquete que le había dejado en una de las caja fuerte. El día anterior había recibido la llave dentro de un sobre de papel que le llego por debajo de la puerta.
Vestido absolutamente de negro, encapuchado salió de sigilosamente para no ser visto. Fue caminado todo el trayecto hasta la estación. Había poca gente por esas horas, algunos vagabundos, drogadictos y borrachos que eran expulsados de los clubes nocturnos y que quedaban tirados en las esquinas.
Solía pensar que el mundo exterior tenía poco que ofrecerle. Tal vez era su visión sesgada por la vida que tenía y las horas a las que salía.
La estación estaba vacía, podía escuchar sus propios pasos resonar en el mármol. Odiaba ese sonido, incluso si estaba solo siempre pensaba que alguien más podrías estar ahí, mirándole, escuchándole. Algo ansioso se apresuró y fue hasta su caja, la numero 277, ahí había un sobre con dinero y una caja de balas como era habitual. Lo guardo rápidamente en su chaqueta y se dispuso a salir.
Cuando salía vio que había una persona en uno de los bancos, un joven un poco más moreno que él sentado ahí con un perro a su lado. Le miro un instante, su mirada parecía muerta, su rostro aunque hermoso estaba pálido. Unos segundos después se desmayó sobre el banco.
Mientras el chico dormía en su cama, él se preguntaba qué demonios hacía ahí. Iba y venía de un lado a otro, mirando por la rendija de la ventana si había alguien afuera que los hubiese visto. Sabía que había cometido un error y que no podría quedarse con él. Era un terrible error, cuando despertara le pediría que se fuera.
Pero cuando el joven despertó y le miro no pudo pedirle que se fuera. Parecía no tener donde ir, parecía hambriento, parecía importarle demasiado como para fingir que no.
No se iría y él ya oía los pasos de su asesino acercarse por las escaleras en dirección a su departamento. Casi presentía el momento en que esa absurda decisión le costaría la vida.
El rubio miro al moreno y le hizo una señal para que no hiciera ruido al tiempo que le sonreía dulcemente. El menor pareció conmoverse y recostó su cabeza sobre sus piernas cuando el mayor se sentó al borde de la cama. Entonces dejo caer unas lágrimas y estuvo así un rato.