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D. D. O. por Ucenitiend

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Antes de despedirse y entrar a sus respectivas habitaciones, los dos se habían puesto de acuerdo en que el primero que estuviera listo pasaría a buscar al otro.

Luego de un rato, bien peinado y ataviado con ropa que le prestara Legolas, Estel llamó a su puerta con dos suaves golpes, se animó a abrirla un poco y a preguntar:  

-¿Legolas, puedo pasar?

-Ah, Estel... Sí, claro, pasa. Disculpa, aún estoy en el baño; es que el agua está ideal. Espérame en la sala.

Como era la primera vez que entraba a su recámara, mientras esperaba a que su amigo apareciera, Estel se entretuvo observando cada mueble y cada adorno de la sala, y le parecieron sencillos y elegantes, totalmente acordes a quien pasaba ahí sus horas de descanso; luego fue hasta la puerta del cuarto que estaba medio abierta, tímidamente se asomó y su vista recayó sobre la amplia cama de Legolas. Cuando se lo imaginó durmiendo entre las blancas sábanas de lino que la cubrían, volvió a sentir que todo su ser se agitaba de un modo especial, y en ese instante comprendió que el elfo lo conmovía mucho más de lo que creía, más que aquel hombre que, en verdad,  no había pasado de ser una hermosa ilusión. Legolas era una realidad a la que deseaba abrazar y besar, pero pensó que aún no le diría lo que sentía hasta que su corazón estuviera totalmente libre de otros sentimientos. Antes de que Legolas saliera del baño y él tuviera que retirarse del cuarto, se apresuró a salir al balcón para saber qué se veía desde ahí. En lugar de mirar hacia abajo, levantó los ojos y vio la luna redonda y brillante, y se distrajo con el canto de los grillos. De pronto percibió una mezcla de dulces aromas y al reconocerlos pensó con nostalgia: "Jazmines y azahares. Los mismos que él me mandó..." Se metió al cuarto, apoyó las manos en la pequeña mesa junto al balcón, y con la cabeza baja y los ojos cerrados se despidió del joven de la caravana y de sus pocos recuerdos. Por eso no lo vio. Pero una insistente brisa arremolinó los perfumes frente a su cara para hacerlo reaccionar, entonces abrió los ojos y sí vio el ramito de flores blancas que aromaban el cuarto y el sobre que estaba debajo del florero; sin saber qué lo impulsaba, lo tomó, lo abrió y comenzó a leer la carta sin reconocer su propia letra.

Al mismo tiempo que Estel leía…

-¡La carta! ¡Estel está en el cuarto! –exclamó Legolas, y de inmediato saltó de la bañera y alcanzó a manotear su bata, pero no tuvo tiempo de ponérsela antes de que se abriera la puerta del baño y entrara Estel hecho una furia.

-¡¿Qué significa esto?! –dijo agitando el papel ante los ojos del paralizado sinda.

-Perdón. No quise hacer daño, yo solo quise… -contestó Legolas sin poder mirar a Estel a la cara, pues se sentía muy avergonzado por haber sido descubierto en la mentira, más que por estar desnudo, y en cuanto pudo moverse, salió del baño esquivando a Estel y poniéndose la bata.

Estel, sin entender lo que pasaba, lo siguió con la vista y por un momento olvidó su enojo; el elfo, de casi de tres mil años, parecía un niño atrapado en plena travesura. La imagen lo enterneció y tuvo muchas ganas de consolarlo, pero en cuanto pasó al cuarto...

-¡Cuéntame qué sucedió! ¡¿Por qué tienes mi carta?! ¡¿Cómo llegó a tus manos?! ¡¿Él, te la dio?! -preguntó sin hacer pausas.

-No, él nunca la recibió. El cartero me la entregó por equivocación -contestó Legolas en voz baja, y continuó relatando lo ocurrido.

Estel, al fin entendió que el joven de la caravana nunca había recibido su carta y mucho menos la había contestado.

-¡¿Por qué te callaste todo este tiempo, sabiendo lo que sentía?!

-Por temor a que te enojaras conmigo… Ves, lo estás… Juro que mi intención fue buena, solo quise ayudarlos. De saber para quién era, hubiera desobedecido las órdenes de mi padre, habría ido a buscarlo y se la habría dado. Pero todo salió mal… 

-¿Qué, salió mal? -dijo Estel, bajando el volumen de su voz cuando vio que Legolas temblaba ligeramente al hablar. 

-Tu hombre, ese que quieres, se fue por mi culpa… No lo busqué. 

-No debías buscarlo tú, sino el cartero. Y, sabes qué, hoy le doy las gracias. Y además, ya no quiero a ningún hombre -dijo convencido.  

-¿Cómo…, pero, y el de tu carta? 

-Yo quiero al que me respondió -dijo Estel, con voz pausada y seductora. 

-¿Pero..., no entendiste que fui yo quien te contestó? 

-Sí, claro que entendí. Tú, no entiendes. Es a ti a quien quiero.  

-¿Qué?... ¿Pero estás seguro de lo que dices? Si hasta hace poco, tú…

-Estoy seguro de que me gustas mucho, y ahora también sé que te quiero mucho más de lo que me gustas. 

Lo que menos imaginó Legolas que pasaría esa noche, era que Estel terminaría declarándole su amor, cuando minutos antes parecía que no lo perdonaría por lo que había hecho y lo odiaría para siempre. No entendía como alguien podía pasar del enojo a la ternura en un parpadeo. 

 -Humano al fin –murmuró y sonrió.  

Estel se acercó despacio a Legolas, y haciéndolo presa de su abrazo le cortó el respiro con un apasionado beso, beso que fue correspondido con igual pasión.

La luna y las estrellas curiosas se acercaron para saber qué estaba pasando dentro del cuarto, y los grillos enmudecieron para escuchar los suspiros.

Esa sí era una noche ideal para el romance; y el romance daba comienzo, pues Legolas ya no estaba solo, y Estel tampoco.


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