-¿Qué está realmente mal en este mundo?
-El bien y el mal, Mello, son conceptos que solo existen en la mente humana. El bien y el mal son, por tanto, producto de la imaginación colectiva.
Besó un poco el blanco torso infantil, como si grabara con su boca cada una de sus palabras.
-Pero L, hay cosas como matar que…
-No, pequeño, no hay cosas malas, solo cosas que hacen daño. Y yo no te estoy haciendo daño, o sí?
Con sus largos dedos buscó en la entrepierna del chico, y apretó lo que le cabía perfectamente en la mano.
-¡Ah…! No, no me lastimas. Tú nunca me lastimarías, L. Pero no puedes negar que el bien y el mal son conceptos necesarios.
-Lo son, claro. Para el noventa y nueve por ciento de la gente. Pero el uno por ciento restante, personas como tú, o como yo –le acarició el rostro con la mano izquierda, mientras mantenía la derecha aún en su sexo- estamos por encima de esos preceptos. No somos dioses, tampoco demonios, pero solo nos importa ganar o perder. Solo nos importa lo que nos gusta hacer, ese algo hacia lo cual dirigimos nuestro talento y habilidades. Resolver el caso.
-¿Entonces tu intelecto es una herramienta para resolver el caso?
-No, pequeño. El caso es una herramienta para ejercitar mi intelecto.
-Ya veo… ¡Ah! –la lengua en su cuello interrumpió momentáneamente sus palabras- La mayoría de cosas nos son innecesarias.
-Eso es. Podemos prescindir de casi todo: hábitos, vida social, identidad. Las personas como nosotros poseen un grado más de pureza, o bestialidad. Llámalo como te plazca.
El chico se llevó la mano al mentón, en actitud de comprender. Rubio, muy pálido a la luz de la luna nueva, se veía hermoso y frágil. Tan deseable. Sus ojos (azules, azulísimos como el más profundo de los mares) parecían estar absorbiendo las tinieblas que los rodeaban, para alojarlas en su corazón.
-Como nosotros –la voz del detective reanudó, como un único sonido en aquella habitación en penumbras- Tú eres un niño, yo un adulto. Tienes doce años, yo veintidós. Somos del mismo sexo. Pero yo quería tocarte, y lo estoy haciendo. Se supone que los adultos no deben hacer estas cosas con los niños. En resumen, seríamos muy mal vistos por el noventa y nueve por ciento de las personas. ¿Pero a ti te gusta, cierto? ¿Te gusta que te toque, te gusta lo que te estoy haciendo?
Y, como para darle un sentido concreto a sus palabras, comenzó a devorar los rosados pezones del menor.
-S-Sí, me gusta, me gusta mucho –un fuerte rubor se destacaba en sus mejillas.
-Por lo tanto no te importa mi edad, ni mi sexo.
Esa especia de ritual íntimo en la oscuridad, tan suyo, tan clandestino, se intensificó. El miembro rígido de L buscó una entrada a sus propósitos, y la encontró.
-La gente mala hace cosas buenas –siguió hablando, sin interrumpirse en la penetración- Y la gente buena hace cosas malas. Todo es demasiado relativo para ser cierto.
Cuando ya estaba completamente unido al niño, cuando ya su miembro se encontraba aprisionado por la carne cálida y joven, L no pudo, ni quiso, seguir con su discurso.
-¡L, me lastimas! –una mano muy blanca tapó la boca del niño.
-Shhh, pequeño. Hay cosas que deben permanecer ocultas.
La luna reveló una expresión amarga, de auténtico dolor (más aún, de absoluta incomprensión), en la faz del más joven. Pronto la mano bajó de la boca hasta su cintura, y lo hizo, ayudado por la izquierda, levantar un poco sus muslos. El detective se acomodó mejor y empezó, muy débilmente al principio, a embestirlo poco a poco, a mover sus caderas en un cadencioso empuje. Y como iba a comenzar a gritar otra vez, porque aquello le hacía daño, le dolía, la pálida mano volvió a tapar sus labios, a ocultar y retener los quejidos delatores. Mello movió apenas la rubia cabecita, y se resignó a llorar en silencio.
-Shhh, pequeño…
Después de eyacular en su interior, el detective salió por fin, goteando aún un poco de semen revuelto con sangre. Buscó a tientas su camisa, para limpiar al menor y limpiarse él. Besó la exhausta frente que se le ofrecía, impregnada de sudor. Los ojos de Mello, casi suplicantes, le hicieron inclinarse sobre él y depositar, casi en forma de disculpa, un beso en sus labios ardientes. Un beso con sabor a lágrimas, sudor y chocolate.
Quiso vestir al chico, pero este lo apartó suavemente.
-Déjalo, yo lo haré luego. Puedo solo.
El detective desvió la mirada, bajó la vista, contempló las sábanas revueltas.
-Dijiste que te gustaba, pero te he hecho daño –susurró- Pero… quieres volver a verme?
El pequeño rubio contempló las sombras (extensiones de él mismo) que ocupaban el cuarto por un corto intervalo de tiempo. Buscó en ellas su respuesta, la encontró clavada en el territorio velado de lo inevitable, la formuló en su cerebro, la acogió en su oscuro corazón. Luego, calmado, sin sonrisas ni expresiones, una frase subió por su garganta y halló asilo en la mente imparable de L:
“Sí, me gustaría verte otra vez…”
18, Abr. 13