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Seducido por un idiota por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 13


Algo escalofriante


Durante el transcurso de las clases, Edward evitó todos los posibles lugares en donde pudiera encontrarse con Alphonse porque no quería que éste se diera cuenta del estado deteriorado de su expresión, en la que únicamente podía mostrarse duda y aberración sin posibilidad de cambio, por lo que estuvo gran parte de la mañana evitando lugares concurridos y escondiéndose en los servicios de las plantas superiores del colegio, en donde se sentó en el piso durante largos minutos para pensar mejor las cosas, sin importarle demasiado las miradas de los curiosos que entraban al lugar.


Técnicamente, podía apreciar que lo que había hecho con Mustang no había sido más que un error motivado por las circunstancias. Él, perturbado como estaba tras la visita de Hohenheim, la soledad a la que se había sometido por la estancia de éste en su casa, el alejamiento de Winry y de Alphonse que había permanecido durante esa semana y las dudas de estos sobre la calidad de relación que podía o no mantener con Roy Mustang lo habían orillado a cometer esa estupidez, aunque tampoco era como si lo hubieran obligado.


Simplemente, se había quedado de pie en medio de una habitación semi iluminada, con un hombre que le atraía de pie delante de él, mostrándole por segunda vez en su vida ese cuerpo perfecto marcado por el paso del tiempo como si se tratara de un calendario de heridas y luchas que tanto le había «llamado la atención» desde la primera vez que lo vio. Y cuando Mustang se había acercado, había sido incapaz de hacerse a un lado al percatarse de la realidad que se reflejaba en sus ojos negros: desesperación.


Exactamente el mismo sentimiento que él había padecido durante años tras la desaparición de su madre, la misma que solía sentir a veces, cuando se daba cuenta de que ya no podía más y pensaba que iba a enloquecer. Cuando el duelo parecía insuperable y encarnado con la forma de un homúnculo colocando los dedos alrededor de su cuello, intentando asfixiarlo. Y le había gustado, por un momento, sentirse identificado con alguien que le cautivaba al hacerle apreciar que no era el único ser que padecía de la soledad de saberse arrojado al mundo, de tener una obligación con la vida…


Y si Winry y Alphonse habían pensado que ellos dos se gustaban, alguna clase de señal tendrían que haber dado y era posible que fuera verdad. Que Mustang se le hubiera metido por las pupilas en el momento menos apropiado y lo hubiera impregnado todo a su alrededor de una falsa sensación de seguridad en la que no dañaría a nadie con su iracundia.


Y, además, estaba creciendo emocional y mentalmente. Cometer errores era parte importante del paso de la adolescencia a la adultez, pero lo que le molestaba mucho sobre lo que había permitido que pasara era que una «equivocación» como esa delineaba sobremanera los contornos de su existencia, porque… ¿no había planeado desde que era un niño pequeño una vida al lado de Winry Rockbell? ¿Y no había estado Roy Mustang casado con una mujer a la que parecía haber amado (y seguir haciéndolo) con todas las fuerzas de su cuerpo?


En esos momentos no tenia idea de si las cosas tenían posibilidad de solución. Viablemente, no. Porque detestaba el sentimiento que Roy le provocaba, puesto que hacia que comenzara a convertirse en algo que siempre había detestado: una incógnita para sí mismo.


 


Cuando fue tiempo de volver a casa, una ligera sensación de terror lo acometió mientras bajaba los escalones de losetas blancas hacia la puerta principal del colegio: ¿y si Mustang se pasaba de nuevo por ahí sólo para hacer al tonto y se encontraban otra vez? ¿Qué demonios haría entonces en una situación como esa? No se sentía preparado para enfrentarlo. En esos momentos, la vergüenza era más grande que nada, incluso que las justificaciones.


Se recargó en la puerta de la caseta de vigilancia y se sujetó con una mano temblorosa el pecho, en donde el corazón le había empezado a latir con fuerza mientras el recuerdo de la noche pasada monopolizaba de nuevo todos sus pensamientos. Le parecía que las cosas eran demasiado injustas: ¿Mustang podía entrar en su vida, hacer y deshacer, y no importarle en lo más mínimo el estado en el que lo dejaba?


De manera consecuente, pensó que lo mejor sería salir del colegio de una buena vez, pues no podía pasarse la tarde entera ahí, a la expectativa de su presencia. Ya pensaría qué hacer en cuanto se lo encontrara, pero por el momento, no tenia nada de qué preocuparse.  


Ese día volvería a casa temprano, ya que había dejado de considerar sus peleas con Winry como una fortuita desgracia. Salió por fin del plantel y caminó despacio hacia la conocida parada de autobús, vacía. Se sentó sobre la fría banqueta de hierro. No había señales de Mustang por ningún lado y aunque en un principio pensó que era una fortuna, después de cinco minutos esperando se dio cuenta de que la soledad de ese sitio, que siempre le había traído consuelo, lo estaba desesperando.


Recordó que Mustang había dicho la tarde pasada que regresaba por ese camino porque había olvidado su portafolios en la oficina, así que se convenció de que ese día no lo vería. El autobús que lo llevaría a casa se acercaba con desquiciante parsimonia.  


Decepcionado, metió una mano en el bolsillo de su pantalón, buscando las monedas correspondientes para pagar el pasaje, y cuando el vehículo estuvo enfrente de él, lo abordó, sin más expectativas.


 


Apenas abrió la puerta, se percató de que Winry estaba ahí, pues el aroma dulce de su perfume se extendía por las habitaciones como si se tratara de un manto invisible que aspiró con gusto, pues durante ese tiempo había extrañado su presencia aunque intentara aparentar que no.


Anduvo con paso pausado por el vestíbulo hacia las escaleras. No tenía ánimos de sostener una nueva discusión con ella, por lo que sería mejor tentar el terreno con las pantas de los pies antes de que el peñasco comenzara a desmoronarse hasta arrastrarlo al vacio.


Dejó la mochila al pie de la escalera y torció sus andares hacia la sala, en donde Winry esperaba de pie al lado del sofá, con las manos unidas la una contra la otra y una expresión dulce y un poco expectante, como si deseara que Edward fuera el primero en decir algo. El chico supuso que la distancia que habían mantenido durante esos días también la había perjudicado a ella.


—Hola —saludó, desanimado. Winry se percató de su estado, porque agachó el rostro entristecido y asintió con la cabeza, para darle a entender que lo había escuchado.


Edward levantó una mano y se rascó la coronilla, sólo deseando poder subir a su habitación. Alphonse estaba en la cocina, haciéndose cargo los platos sucios, pues Edward podía oír a la perfección el ruido de la esponja raspando la porcelana y el del agua cayendo con fuerza del grifo. Supuso que solamente les estaba brindando un espacio innecesario para que hablaran de sus problemas.


Pero en el momento en el que estuvo seguro de que Winry no pretendía decir nada más, dio unos cuantos pasos hacia atrás, no dispuesto a darle la espalda de manera brusca, e intentó ir hacia las escaleras, hecho que vio impedido por Winry, que había salvado la distancia entre ambos con grandes zancadas y lo había sujetado del brazo con ambas manos, las cuales le temblaban violentamente.


—Edward, quisiera que habláramos —pidió con un susurro. Sus mejillas se habían puesto rojas y su cara no denotaba más que inocencia mezclándose con una cortedad latente. Edward, de cierto modo, hubiera deseado que lo soltara: los contactos físicos que había mantenido últimamente con otras personas solamente contribuían a ponerlo nervioso, como le había pasado con Roy.


—No hay nada que decir, Winry, lo siento, supongo que lo has pasado mal —Y puedo imaginar lo que se siente—, así que por eso me disculpo contigo. Sigo un poco enfermo —tal vez sea algo mental—, así que quiero ir a mi recámara a descansar —susurró, soltándose del agarre de la muchacha con lentitud para no tomarla por sorpresa, sin embargo, había una sombra en el rostro de Winry que le decía que las cosas no iban a quedar del todo bien, pero prefirió no insistir.


Ya habría tiempo para disculparse mejor, para que ella también pudiera decir algo y dejar que las cosas volvieran a su lugar, aunque se preguntaba si eso en algún momento podría pasar de verdad. Mientras se alejaba, escuchó la pausada respiración de su amiga de la infancia como si fuera un murmullo del viento y vio a Alphonse aparecer a su lado, en la puerta de la cocina, secándose las manos con una toalla pequeña.


Su hermano lo observó con cierto grado de preocupación, algo que aumentó su malestar emocional: lo menos que quería era que su familia se viera mortificada también por culpa de las idioteces que a él se le ocurría hacer con Mustang. Intentó sonreírle a Alphonse para darle a entender que las cosas estaban bien, pero no consiguió hacer más que una mueca, por lo que se rindió y subió con paso apresurado la escalera hasta llegar a su habitación.


Las luces apagadas le recordaron el propio estado en el que se encontraba su interior y cuando presionó el interruptor, el destello blanquecino amenazó con enceguecerlo. De repente, sintió como si alguien más estuviera ocupando su cuerpo.


Se quitó el abrigo y lo dejó sobre la silla del escritorio para después sentarse en la cama y desanudar las agujetas de sus zapatos. El cansancio estuvo a punto de derribarlo antes de que terminara su labor, pero pudo soportarlo hasta desnudarse por completo y ponerse el pijama. En esos momentos, lo mejor que se le ocurría hacer para liberarse de la pesadez de sus pensamientos era dormir. Dormir y pedirle al cielo no soñar con Mustang.


 


El trayecto en auto a casa de Maes siempre era un poco atosigado, ya que a Hughes le gustaba mantener charlas sobre cómo había estado su día y hacer bromas tontas (últimamente, sobre la posible relación que podría mantener Roy con Edward como tema principal de ellas), pero ese día fue algo silencioso, a pesar de que Roy se imaginaba que «el beso» sería argumento de platica durante un largo tiempo.


No supo si estaba desconcertado o no hasta que llegaron a casa de su mejor amigo. Maes bajó del auto y, después de decirle que no se molestara en seguirlo, que él iba por Berthold para entregárselo, añadió con sencillez:


—Y aprovecha éste momento a solas para llamarlo, ¿comprendes? —dijo, antes de cerrar la puerta del lado del copiloto con un golpe seco que hizo que los asientos temblaran. Roy, que solía comprender el lenguaje metafórico de su mejor amigo casi como si estuviera hablando una versión más animada de sí mismo, se mordió el labio inferior y apretó con fuerza el volante, del que no había despegado las manos. Una capa de sudor se extendía por sus palmas y también su frente y cuello.


Tras la mención de Riza por parte de Fuery, una sensación que le era difícil aceptar se había extendido por gran parte de su cuerpo, impidiéndole respirar correctamente. Tenia la sensación de que solo un traidor podía sentirse de semejante manera. Y él, que a lo largo de su vida había intentado caminar siempre por el camino correcto sin tambalearse demasiado, comprendía mejor que nadie el significado de eso.


Inconscientemente, metió la mano en el bolsillo derecho de su pantalón y sacó su teléfono móvil, con el que comenzaba a familiarizarse demasiado en poco tiempo a pesar de que había hecho la promesa de que solamente lo utilizaría para atender asuntos laborales (y, de vez en cuando, hablar con Riza a partir de la mudanza de ésta a casa de su padre, aunque para eso, Roy prefería los teléfonos públicos y el de su casa, como un gesto melancólico de su personalidad). Deslizó los dedos por la pantalla apagada, sin decidirse a hacer nada. De cierto modo, sabia que Maes le brindaría un poco de tiempo extra, retrasándose.


Desbloqueó la pantalla y buscó el número que necesitaba en sus favoritos, en donde lo había colocado en un momento de distracción. Se dio cuenta de que las cosas habían cambiado mucho desde aquel entonces, puesto que el plan inicial había sido congraciarse con Elric en caso de que él necesitara apoyo con Berthold en un momento desesperado, pero en ningún momento había podido suponer que las cosas se torcerían de tal manera que el apoyo que antes había pensado tener con su hijo, ahora era completamente para él.


Supuso que eso podía relacionarlo con el poco juicio que le había quedado a partir del momento en el que Berthold Hawkeye, su viejo profesor, le había llamado por teléfono para decirle que Riza estaba grave, en el hospital. También podía decir que el corazón le había latido apáticamente rápido desde aquel entonces, sin detener su nueva marcha ni un solo instante.


Sin ponerse a pensarlo más, llamó. Un timbre, dos timbres, tres timbres, cuatro timbres, cinco timbres, seis timbres… se exasperó. No iba a contestarle y eso fue un golpe bajo, puesto que le estaba llamando a pesar de sentirse un ingrato, aunque pensó que Edward no necesariamente tenía que imaginarse cómo demonios se sentía. Eso hubiera sido un bono extra como recompensa a su malestar.


Se percató de que Maes estaba de pie en el peldaño de la puerta de su casa, sujetando a Berthold en brazos mientras mantenía la vista clavada en él. Supuso que ya se habría dado cuenta de que la falta de cooperación no era suya, sino de la niñera. Dejó la llamada no lograda por la paz y le hizo un gesto con la mano, indicándole que se podía acercar. Tenía las mejillas rojas y un calor insoportable le embargaba el cuerpo entero a pesar de que las ventanillas del auto estaban abajo, permitiendo que la brisa del atardecer entrara en él.


Siempre acostumbrado a medir todas las posibilidades, se imaginaba, convenientemente, que Edward no tenia su móvil a la mano para poder responder sus mensajes o llamadas o que posiblemente lo mantenía apagado durante su horario de clases y había olvidado encenderlo ahora que éstas habían terminado, aunque siempre quedaba la opción aterradora de que lo estuviera ignorando, por lo que se estremeció. Su único salvavidas se había quedado sin aire antes de llegar a la orilla.


Maes se encogió de hombros, le dedicó una mueca burlona y luego chasqueó la lengua, depositando a Berthold en el asiento trasero del vehículo para después darle una palmada amable en la cabeza. Berthold le dijo adiós con una mano mientras Hughes le sonreía a Roy con cierto pesar. Era cierto que la situación no podía ir más allá.


Tenía la sensación de estar presenciando un cuento de hadas cuyas tapas se han cerrado antes de que alguien se hubiera animado a escribir un final.


 


Edward dejó el móvil sobre la cama y lo observó durante largo rato sin saber qué hacer. Era consciente de que sus mejillas estaban rojas y de que repentinamente hacia un calor insoportable en la habitación. El número de Mustang seguía grabado en la pantalla, aunque marcado como llamada perdida.


Durante una milésima de segundo había considerado responderle, pero a la siguiente se arrepintió: ¿qué podía querer? Y había decidido dejar que el teléfono sonara hasta que por fin paró.


Ahora que su habitación volvía a estar en silencio, no podía concentrarse en nada que no fuera una posible conversación que pudo haber mantenido con Roy. ¿Sobre qué, sobre qué? ¿«Eso»? ¿El beso? ¿Y si era sobre algo que no tenia nada qué ver con los que había pasado entre ellos? ¿Y si sólo quería asegurarse de que seguiría contando con él para cuidar de Berthold cada vez que lo necesitara?


Tomó el aparato y lo pasó entre sus dedos continuamente, haciéndolo girar y después comenzando a lanzarlo al aire (tal vez de esa manera, volviera a timbrar), indeciso y angustiado. ¿Qué diablos podría haberle querido decir Mustang?


 


Sin embargo, Roy pronto dejó de tener tiempo para pensar en sus problemas con Edward a raíz de que Fuery cumpliera con su palabra de marchar el fin de semana a la ciudad vecina para visitar a Berthold Hawkeye y proponerle hacerse cargo de Black Hayate, la vieja mascota de la teniente Hawkeye.


La tarde del sábado, después de que Roy tomara una ducha y se asegurara de que Berthold estaba bien en la sala (delante de la brillante pantalla del televisor, como siempre) y se marchara a su habitación para descansar un poco, recibió una llamada insistente al teléfono de su casa. Pensando que podría tratarse de Maes, pensó en no contestar, pero cuando contó más de diez timbrazos, pensó que debía ser algo importante, por lo que se estiró por encima de las almohadas para tomar el aparato, viendo en la pequeña pantalla del identificador de llamadas el número de Fuery. Respondió de inmediato.


—Se-señor —dijo la voz asustada del joven hombre de gafas, cuyo rostro se proyectó en la mente de Roy apenas escuchar su voz—, problemas: el señor Hawkeye ha sido hospitalizado de emergencia —dijo sin pausas. El corazón de Roy dio un vuelco y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero lo recuperó sujetándose del borde del tocador—. Señor, usted es su familiar, así que pensé en avisarle para que pueda hacerse cargo…


—¡¿Pero qué estás diciendo, Fuery?! ¡A mi maestro no lo he visto en años! ¡¿Qué demonios se supone que haga yo?! —preguntó después de cambiarse el teléfono de mano para buscar su ropa en uno de los cajones del armario: aunque se estaba quejando, estaba dispuesto a hacerse cargo de la situación, inconscientemente.


—Es que, señor, es grave —dijo Fuery, buscando un poco de tacto para cubrir con él sus palabras. Roy estuvo a punto de soltar el teléfono: la sensación de haber vivido eso con anterioridad hizo que le bajara la presión. ¿No había sido exactamente esa la misma frase que Berthold Hawkeye había utilizado para informarle que Riza había sido hospitalizada de gravedad?


Las manos comenzaron a temblarle mientras sacaba un par de zapatos de la parte inferior del armario. Sujetando el teléfono, alargado y negro, entre su mejilla y el hombro derecho, se quitó la toalla con la que se había envuelto la cintura (y la cual le había recapitulado el momento que había compartido en esa habitación con «la niñera») y comenzó a vestirse lo más rápido que pudo, sin preocuparse de que las gotas de agua que escurrían por su cabello mojaran los hombros de su camisa azul.


—¿Qué demonios ha pasado? —Preguntó, cerrándose la cremallera de los pantalones y disponiéndose a fajarse la camisa, una actividad difícil ya que sus extremidades parecían rebelarse e ir en contra de su autocontrol—, ¿cómo es que el viejo ha terminado hospitalizado?


—Pues —dijo Fuery pausadamente. Roy tuvo el presentimiento de que las cosas eran verdaderamente malas—, será mejor que venga, señor, es un tema delicado que no me atrevo a tratar por teléfono. El señor Hawkeye está internado en el hospital general.


—Saldré cuanto antes —fue lo ultimo que dijo, antes de presionar un botón para terminar la llamada y lanzar el teléfono sobre la cama, en donde rebotó hasta quedar boca abajo, cerca de una de las almohadas.


Roy corrió al armario, tomó su saco, se acercó a la mesa y tomó el móvil, sus llaves y la cartera, saliendo apresuradamente de la habitación. Berthold, al escucharlo bajar apresuradamente las escaleras, se asustó, saltando del sofá para averiguar qué era lo que pasaba.


—Ponte la chaqueta —ordenó Roy mientras se acercaba velozmente al televisor para apagarlo y a la mesa alargada del comedor para tomar la mochila violeta de Berthold y echársela al hombro. El niño se puso la prenda con rapidez, aunque no con la que le hubiera gustado a Mustang, y dejó que su padre lo tomara en brazos antes de salir rápidamente de la casa tras apagar todas las luces—, tengo un asunto importante que atender —explicó—, así que te llevaré a la casa de alguien. No te portes mal, ¿de acuerdo? Volveré en cuanto pueda —dijo, abriendo la puerta trasera del auto para dejar que Berthold, confundido, gateara sobre el asiento mientras él cerraba con un portazo y se dirigía con rapidez hacia el asiento del conductor.


—Prometo que me portaré bien. ¿Iremos a casa de Elisia? —preguntó Berthold mientras su padre arrancaba el auto y lo ponía velozmente en circulación por la calle empinada, aminoró la marcha al darse cuenta de que se había olvidado de ponerle el cinturón al niño: una vez sólo, podría pisar el acelerador a gusto, pero, ¿a dónde demonios lo llevaría?


Ir a la casa de Maes significaría desviarse mucho de la salida de la ciudad, en cambio, si lo llevaba con él podría conducir derecho hacia su destino sin ninguna clase de desviaciones.


—No, a la de «Ed» y «Al» —dijo, recordando cómo los dos jóvenes le habían permitido a Berthold llamarlos para que hubiera entre ellos un poco más de familiaridad. El niño dio una palmada de gusto y sonrió durante todo el trayecto, enumerando mientras contaba con los dedos todas las cosas que había aprendido en la televisión y que quería comentar con Alphonse.


Roy, mientras tanto, suplicaba al cielo que los Elric se encontraran en casa.


 


Cuando el timbre comenzó a sonar insistentemente, Alphonse casi soltó el cuenco con palomitas de maíz que sostenía en las manos mientras observaba un documental sobre felinos. Sobresaltado, se apresuró a chuparse la sal que se le había quedado en los dedos y a dejar el plato sobre la mesa antes de ir a ver de quién se trataba.


Una vez hubo abierto la puerta, se sorprendió bastante al encontrarse con un sudoroso Roy Mustang bajo el umbral, dándole un empujón en la espalda a Berthold para hacerlo pasar.


—¡Hola, Al! —dijo el niño, abrazándose a una de sus piernas—, ¡papá me trajo para jugar!


—Ah… ¿qué? —preguntó el muchacho, un poco desconcertado, preguntándose si Edward habría aceptado otro trabajo de niñera con Mustang y no le había avisado, aunque ese no parecía ser el caso, algo que Mustang explicó a continuación.


—Tengo algo muy importante que atender —dijo con rapidez—, sé que es algo poco premeditado, pero, ¿pueden hacerse cargo de él? Espero no tardar demasiado y él ha prometido no dar problemas. Les pagaré a ti y a tu hermano lo que sea —prometió, intentando no pensar que en esos momentos estaba muy cerca de Edward y mucho menos en que éste no estaba a la vista, algo detestable.


—Es que… es decir… sí, podemos cuidarlo, mi hermano está arriba —explicó Alphonse, señalando con un dedo al techo mientras con la otra mano abrazaba también a Berthold, quien permanecía sujeto a su pierna, inclinándose un poco. Roy palideció: si Edward le hubiera abierto la puerta, estaba seguro de que las cosas le hubieran parecido todavía más complicadas—, pero, señor Mustang, ¿está todo bien? Luce muy pálido.


—Todo bien —mintió—. Cualquier cosa importante, llámenme al móvil. Adiós —se despidió, haciendo un gesto vago con la mano mientras se apresuraba a bajar los dos peldaños de la puerta y a correr hasta su auto bajo la escrutadora mirada de Alphonse, quien no estaba muy seguro de haber hecho lo correcto, pero lo pensó tarde, justo cuando las llantas del auto de Mustang chillaron sobre el asfalto de la calle acompañadas del rugido potente del motor.


Cerró la puerta, dándose cuenta de que el corazón le latía un poco rápido debido al repentino cambio de ambiente. Berthold le sujetó la mano y le arrastró hasta la sala, en donde el televisor zumbaba y las palomitas que Alphonse había estado comiendo momentos atrás reposaban, abandonadas, sobre la mesa. Se sentaron en el sofá y Berthold dejó su mochila a sus pies tras abrir el cierre y sacar una figura de acción.


—Mira, éste es mi favorito —le confió a Alphonse, poniéndoselo en las manos—, mi mami me lo compró hace mucho, mucho tiempo.


—Oh, vaya —replicó Alphonse, sonriendo al ver el muñeco—, Berthold, ¿sabes a dónde iba tu padre con tanta prisa? Parecía un poco… frustrado.


—No sé —se encogió de hombros el niño, haciendo un puchero al darse cuenta de que el muñeco no tenía sobre Alphonse el efecto esperado: al menos Elisia reaccionaba con mayor emoción—. Aquí también tengo un peluche que me regalaron en una feria, mira: mi mami lo ganó para mí en el puesto de tiro con rifle —reveló, metiendo las manos entre el desastre que había en el interior de su pequeño bolso, buscando el peluche.


El ruido de una puerta abriéndose en el piso superior dejó saber a Alphonse que Edward había salido del estudio. Lo escuchó caminar por el corredor y después, bajando las escaleras. Se preguntó qué diría al encontrarse con Berthold ahí y obtuvo la respuesta una vez Edward entró a la sala. Su rostro, enmarcado por el par de flequillos rubios tan característicos de él, palideció mientras se quedaba petrificado en su sitio, como si repentinamente hubiera decidido empezar a jugar a los Encantados. Luego, Edward miró por encima del hombro, como si esperara encontrarse con Mustang detrás de él, pero al percatarse de que no era así, se relajó un poco, aunque sus mejillas se colorearon de un brillante color rojo.


—No me digas que era Mustang llamando a la puerta —susurró, consternado sin que Alphonse lograra explicarse porqué.


—Sí —respondió el menor de los Elric después de que Berthold dijera «¡Hola, Ed!» y siguiera buscando su peluche en el interior de la mochila violeta—, dijo que tenia un asunto muy importante que atender y se marchó sin decir nada más. Parecía un poco serio —contó, echándole una mirada inquisitiva a Berthold en caso de que sus palabras lo pusieran en alerta, pero no fue así.


Edward frunció el entrecejo y respiró profundo, aunque no fue capaz de llenar sus pulmones de aire. Sintió un ataque de agruras acometiéndole.


Durante toda esa semana, no había tenido más comunicación con Mustang, puesto que éste había dejado de llamarle y enviarle mensajes, por lo que se había mantenido sumergido en una duda constante que, aunque sabia que debía evitar, le parecía algo imposible de hacer, aunque poco a poco se estaba resignando. Ahora, saber que Roy había estado tan cerca de él y no se habían visto había provocado que se sintiera un poco mareado, indeciso entre si eso había sido lo mejor o no.


—¿Y qué era eso que tu padre debía atender, Berthold? —le preguntó al niño mientras estiraba ambos brazos, pues se le habían entumecido un poco mientras estaba trabajando. El niño se encogió de hombros.


—Dijo que le llamáramos por teléfono en caso de necesitar algo, pero yo no lo tengo —se excusó Alphonse. Edward sintió que la sangre de la cabeza se le bajaba hasta las puntas de los pies: oh, él sí que lo tenia.


—¿Cuánto tiempo se va a tardar? —preguntó, evitando responderle a su hermano mejor, aunque éste no había hecho ninguna clase de pregunta.


—No sabemos, aunque dijo que poco.


—Bien —murmuró, alzando los hombros, intentando no parecer interesado, aunque la ansiedad que había estado evaporándose con el paso de los días regresaba en esos momentos con todas sus fuerzas para volver a hacerlo sentir mal.


Aunque en un principio había tenido planeado pasar la tarde con Alphonse ahora que había terminado su trabajo, decidió que lo mejor sería darse otro descanso para pensar un poco. Volvió a su habitación, en donde los pensamientos sobre Mustang cobraban mayor intensidad por mera costumbre.


 


Se hizo completamente de noche mientras conducía a toda velocidad por la carretera. Encendió sus luces y observó sus espejos, pisando a profundidad el acelerador. Antes de llegar al estacionamiento del hospital, se dio cuenta de que estaba sumergido en un interminable de ja vú. Aterrado, estacionó el auto imaginando que en la sala de espera se encontraría con Berthold y con la vecina a la que Riza había protegido, dándole la mala noticia de que ella ya había…


Se quitó del cinturón de seguridad y arrancó las llaves de su sitio para abrir la puerta con un fuerte empujón. Se dio cuenta de que por sus piernas navegaba una fuerte corriente eléctrica mientras intentaba caminar. De todos los lugares en los que podría haber estado en esos momentos, esa era la peor de sus opciones.


Entró al hospital por medio de la entrada principal y se acercó apresuradamente al mostrador de recepción, pero no fue realmente necesario que pidiera información, puesto que Fuery, que había estado sentado en una silla azul de la sala de espera, se levantó de su asiento inmediatamente para recibirlo.


—¡Señor! —exclamó, acercándose a él. Roy se sobresaltó al reconocer su voz, pero se giró para hablar con él. Era consciente de que una capa de sudor seco se extendía por todo su rostro y cuello—, ¡no pensé que fuera a llegar tan rápido! —declaró, dándose cuenta de que Roy ofrecía un aspecto pésimo.


—¿Qué demonios está pasando, Fuery? —fue lo primero que pudo preguntar una vez recuperó el aliento. Fuery se subió las gafas con un empujón del dedo sobre el puente de la nariz y le invitó a tomar asiento. Por puro cansancio, Roy no protestó y lo siguió hasta la sala de espera, en donde sólo se encontraba una pareja jóvenes, con las frentes unidas y tomados de las manos en actitud miserable.


Roy evitó observarlos.


—El señor Hawkeye colapsó apenas llegué a su casa, tiene problemas de úlcera y ha vomitado un poco de sangre. Me han dicho hace un momento que ya está estable —explicó. Roy respiró profundamente, cerrando los ojos y relajándose sobre su asiento, aunque sintió que Fuery todavía no le había dicho lo peor, pues el muchacho lo observaba con cierto grado de consternación.


—¿Qué ha propiciado que terminara aquí? —susurró, tallándose los parpados con un par de dedos, sintiendo que la vista comenzaba a nublársele debido al largo trayecto en carretera.


Fuery tragó saliva con dificultad. Dirigió la vista al suelo y respiró antes de conseguir hablar. Roy estaba seguro de que le diría algo malo, pues le había hecho viajar durante dos horas y media por carretera sólo para comentárselo.


—Pues, no estoy muy seguro, señor, pero tiene que ver con sus vecinos, que aparentemente se mudan. Verá, cuando llegué a la sala, el señor Hawkeye estaba en el jardín trasero, hablando con una mujer, pero la plática terminó mal cuando llegó el esposo de ella. Es un hombre muy violento —dijo, apretando una de sus manos sobre su rodilla mientras con la otra volvía a subirse los lentes sobre la nariz.


Roy sintió que el corazón le daba un vuelco al mismo tiempo que se le olvidaba la forma correcta de respirar. Las manos se le crisparon un poco.


—¿Vecinos, dices?


—Sí, señor —aclaró Fuery, agachando el rostro.


—Un hombre violento, ¿no?


—Sí, señor.


—Entonces, ¿estás intentando decirme que el hombre que atacó a mi esposa está libre?


—…Sí, señor. 


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