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Seducido por un idiota por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 14


«Hasta luego» y «Adiós»


A Roy le permitieron pasar a ver a Berthold después de permanecer un rato esperando, por lo que se levantó de su asiento en la sala de espera y caminó con lentitud por el pasillo que la enfermera le había mencionado. Las paredes blancas a su alrededor se extendían como un serpenteante laberinto interminable, cuyo final, adornado con un cuadro enmarcado en madera brillante, mostraba una flor azul.


El sonido de sus pisadas resonaba como un eco lejano dentro de sus oídos, recordándole a las olas del mar siendo escuchadas en el interior de un caracol.


Habitación de Berthold Hawkeye, número trescientos setenta y ocho, al final del segundo corredor, había dicho la enfermera y, antes de que se diera cuenta, Roy ya estaba delante de la puerta. Golpeó con los nudillos la madera pintada de blanco, debajo de la placa metálica con el número pintado de color negro.


—Pase —dijo una voz rasposa en el interior de la recámara.


Roy puso una mano temblorosa sobre la manija y la hizo bajar con un ligero empujón de sus dedos. Escuchó el «clic» de la cerradura al ceder y, como un autómata, entró en la recámara, siendo la cama de su viejo maestro la primera cosa que vio.


El hombre, de cabello castaño y canoso, le devolvió una mirada aturdida y sorprendida a la vez, con sus ojos de párpados caídos rodeados de pocas pestañas. Cansado, le sonrió a su alumno despectivamente, como siempre hacia desde que Roy había decidido convertirse en policía. Como había hecho también el día de su boda con Riza e incluso cuando le habían dicho que sería abuelo en poco menos de nueve meses.


Pero Roy no se fijó en detalles como esos durante mucho tiempo, sino que dejó que sus ojos negros resbalaran por la superficie de las sábanas blancas de la cama que cubrían las piernas de su maestro y en el catéter colocado en su mano derecha. Las máquinas a su alrededor emitían ruidos silbantes que con el pasar del tiempo se volvían molestos. Observó las gotas de suero cayendo con lentitud desde una bolsa pendiendo de un gancho por la manguera delgada que estaba conectada a la mano de Berthold.


Tenia los dientes apretados al igual que sus manos. Un temblor le sacudía el cuerpo entero y estaba seguro de que tenia una cara demacrada y horrenda, pues la sonrisa de su suegro se borró lentamente hasta que sólo perduró el desdén.


Se observaron durante una milésima de segundo y a Roy le dio un tic en las comisuras de la boca, pues no conseguía controlarse antes de abrir la boca para no ponerse a gritar. Cansado de su propio descontrol, se acercó a la cama de Berthold, tomó el banquillo metálico colocado cerca de la papelera al lado de la mesilla de noche y se sentó con el mismo ademán que solía tener de joven, cuando Berthold Hawkeye era su maestro y él, el pupilo dispuesto a aprender todo lo que le pudieran enseñar.


Roy le lanzó una última mirada preocupada a su maestro antes de olvidarse de la educación y preguntarle con voz quebrada aquello que lo estaba incomodando. Cuando controló de nuevo su voz, al menos un poco, siseó:


—¿Él está libre, no es así?


Para su sorpresa, Berthold soltó una carcajada peyorativa que lo hizo estremecer hasta que le acometió un ataque de tos que provocó que ciertas gotas de sangre y saliva cayeran sobre las sábanas. Roy buscó con la mirada un poco de agua, pero no encontró ni jarras, ni botellas, ni vasos. Berthold consiguió tranquilizarse un poco, pero se notaba que era victima de un agudo dolor, tanto físico como emocional.


—¿Por qué haces preguntas cuyas respuestas ya sabes? —preguntó el hombre a su vez, provocando en Roy un arranque de furia que le hizo apretar todavía más los dientes y las manos, en cuyas palmas se hizo daño con sus maltratadas uñas. Estuvo a punto de levantarse de un salto, pero la mirada de advertencia de Berthold le dijo que eso no era lo más prudente.


Luchó por tranquilizarse, respirando hondo una y otra vez, pero con cada inhalación que hacia se sentía más y más furioso. De haber podido, hubiera hecho pedazos todos los componentes del mobiliario de la pequeña habitación, pero eso solamente terminaría por demostrar la falta de cordura que le había quedado desde la muerte de Riza.


Por culpa de ese maldito bastardo que estaba libre.


—¿Por qué? —preguntó, intentando sonar razonable, aunque su voz era gélida y rasposa, algo que distaba mucho de sus pretensiones. De pronto, tuvo la impresión de estarle preguntando de nuevo a su maestro porqué existían fuerzas tan poderosas como el fuego que podían ser apagadas por algo tan simple como la tranquilidad del mar. Y antes de que Berthold separara los labios de nuevo, Roy ya sabía cuál sería su respuesta, por lo que de antemano se decepcionó:


—Porque así son las cosas, Roy —se encogió de hombros y tosió una vez más, cubriéndose la boca con el puño para ignorar, por un momento, la expresión en la cara de su discípulo y yerno, que era tan lamentable como la caída de las hojas secas en el otoño—. Tú eres policía, debes saberlo —agregó, dándose cuenta de que Roy estaba tan consternado que no podía enfocarse ni siquiera para hablar—. Hay justicia e injusticias por doquier, Roy. Sé que has crecido siendo un hombre justo, confiable y que haces tu trabajo mejor que ningún otro, pero también eres estúpido: entregándole tu vida a otros como si lo merecieran, preocupándote por los problemas de las personas que ni siquiera conoces, desesperándote y no sabiendo cómo controlar tus emociones complejas como si fueras un niño cuando ya eres un hombre.


»¿Ahora que las injusticias han llegado más de cerca a tu vida y no eres un simple espectador, qué harás? ¿Tomarás tu placa y la tirarás por el retrete para hacer justicia por tu propia mano o te comportaras como el oficial capacitado que siempre has sido y dejarás que otros se hagan cargo? Quita esa cara, me desagrada.


Roy le hizo caso, dejando que su rostro se relajara lentamente hasta quedar completamente inexpresivo, pero eso solamente significó cerrar la caja sin ponerle candado, llenándola poco a poco hasta que a su debido momento llegara el desastre de no poderla cerrar.


Las manos se le agitaron con tanta violencia, que tuvo que apostarlas con más firmeza de la necesaria sobre sus piernas para poder controlarlas. Cerró los ojos y se descubrió imaginando que iba a la casa de Berthold y se desviaba de su camino hacia la entrada para ir al hogar vecino y hacerse cargo, tal y como su maestro le estaba pidiendo no hacer. ¿O se lo estaba sugiriendo?


—Ella era tu hija —dijo con la voz ronca—. Y ella fue mi esposa también.


Berthold asintió con la cabeza, procesando las palabras de Roy casi como si le dieran pereza.


—Sí, lo fue.


De pronto, Roy sintió como si las paredes a su alrededor se estuvieran desmoronando poco a poco y la desesperación que se había estado tragando durante todo ese tiempo le estaba ganando la batalla. Apretó los dientes con furia y se dio cuenta de que sus ojos estaban irritados y le escocían sin pausa alguna. No quería mostrar esa clase de debilidad delante de Berthold, un hombre al que se le podía definir como atemorizante y sin demasiadas expectativas sobre sus relaciones sociales. Además, él no era ni Maes ni Edward.


Edward…


Se puso en pie de golpe, sobresaltando un poco a Berthold, y comenzó a pasearse por la habitación con paso apresurado. Se cubrió la cara con ambas manos y se tragó un gemido inevitable. Presintió que pronto sería victima de un colapso nervioso, por lo que intentó controlarse, pero eso en vez de ayudarlo lo alteró todavía más.


Edward, Edward…


Había estado flirteando con un muchacho durante poco más de dos semanas, lo había sometido a cuestiones intolerables que en esos momentos le parecieron por demás estúpidas e inconcebibles y con sus constantes llamadas y mensajes de texto lo había orillado a una situación que posiblemente Edward no había deseado. A lo mejor, sometido por el comportamiento amorfo de Roy, había terminado aceptando ese beso como un acto solidario para no terminar perjudicándolo mucho más en cuanto a sus estados emocionales.


Tal vez todo eso era culpa suya por creer que podría olvidar a Riza así de fácil con alguien que se la recordaba únicamente por su color de ojos y cabello. Con alguien que no le gustaba lo suficiente como para sacarle el recuerdo de ella de la cabeza.


Se detuvo cerca de la ventana, cuyas persianas estaban cerradas pues Berthold nunca había sido demasiado fanático de la luz a menos que fuera la de una chimenea encendida, con el olor de la madera quemada y el chisporroteo de las llamas crepitando en medio de una danza cadenciosa y seductora, apoyó una mano en la pared pintada de blanco, sintiendo su rugosidad lastimándole la piel. Intentó llenarse los pulmones de aire, pero se descubrió incapaz.


De pronto, la vergüenza lo abrazó y le clavó las uñas en el pecho mientras un odio voraz hacia sí mismo le ponía un par de grilletes en las muñecas. La repulsión y la confusión danzaron a su alrededor como diablillos de humo batiendo sus palmas, ensordeciéndolo a cualquier cosa que no fueran sus propios sentimientos.


Berthold mantenía la vista fija en él, aunque no porque lo considerara interesante, sino que lo veía completamente lamentable. Negó con la cabeza un segundo y pareció desear con todas sus fuerzas que Roy se fuera, pero no dijo nada para brindarse ese capricho. De todas formas, Roy parecía no poder usar sus cinco sentidos correctamente en esos momentos, convirtiéndose en una muestra decrepita de lo vulnerable que suelen ser los humanos.


El silencio se convirtió repentinamente en un tormento, pero los dos hombres estuvieron seguros de que, así se derrumbaran los muros del hospital en ese momento, se pincharan globos con agujas, comenzara una tormenta eléctrica o se rompieran mil vasos de cristal al mismo tiempo, ninguno de los dos seria capaz de escuchar.


—Roy —dijo Berthold, desanimado, acomodándose mejor en la cama para observar al techo—, eres un hombre.


—¿Enserio? —preguntó Roy, sarcástico, volviendo repentinamente a la realidad en la que debía existir, esa en la que Riza ya no estaba a su lado y en la que había metido a personas a las que ni siquiera debió conocer sólo por capricho, abandonándose de nuevo a la soledad y amargura del aquí.


—Déjame terminar —lo reprendió Berthold, sin apartar los ojos del techo—: eres un hombre, no te conviertas en un corazón roto, no tienes la capacidad.


—Gracias.


—Debes ser corazón, ojos, manos, voz, oídos para lo que ella te ha encomendado así como yo la dejé a ella en tus manos: tu hijo.


—Sí.


—¿Y qué demonios estás haciendo aquí cuando deberías estar con él? ¿Tomarás la decisión de hacer justicia antes de pensar en él? ¿Y luego qué? Vete. Cuídalo. Así como ella te cuidó a ti.


—De acuerdo.


—Y la próxima vez que corras a mi lado y lo dejes en SóloTúSabesDónde, les pediré a los médicos que te impidan el paso.


—Sí.


—Idiota.


—Adiós, profesor Hawkeye —se despidió, saliendo de la habitación, y una vez cerrada la puerta, sintió como si no hubiera existido esa conversación.


Caminó sin decisión hasta la sala de espera, en donde Fuery aguardaba por él. Al verlo, se levantó rápidamente de la silla y se acercó. Roy lo observó sin atención.


—Me marcho, Fuery —dijo con voz apagada—, ¿quieres que te lleve o vuelves por tus propios medios a la ciudad? —preguntó, aunque no le interesaba en lo más mínimo la posible respuesta, de hecho, si no obtenía alguna, estaba bien.


—Iré a casa del señor Hawkeye por Black Hayate, señor, si no le molesta, tengo su permiso para llevármelo. Señor, ¿se encuentra bien? —preguntó, intentando no parecer entrometido.


Roy no respondió. Hizo un gesto indeciso con los hombros y la cabeza y salió del hospital, sintiendo como el viento frío de la noche le golpeaba la cara y le despeinaba el cabello. No fue nada revitalizante. Al contrario, se sentía empujado de nuevo a la consternación.


 


Alphonse y Berthold habían subido a la habitación del primero a jugar videojuegos cuando se aburrieron de las figuras de acción, por lo que no le sorprendió a Edward que se enajenaran al grado de no hacer ninguna señal de haber escuchado el escandaloso timbre de la puerta.


Él, que generalmente dejaba esa clase de tareas a Alphonse, el más acomedido de la casa, se hartó al cuarto timbrazo con sonido de chicharra de escuela, por lo que cerró su libro con un golpe seco y se levantó de la cama para ir a atender. A media escalera un estremecimiento le recorrió el cuerpo entero al adivinar quién podría ser.


Apretó las manos en puños, sintiendo sus dedos helados contra la piel y la dureza de sus uñas como si se tratara de rocas afiladas. Nunca cuidaba mucho esa clase de aspectos, por lo que no le sorprendía ser un desastre físico andante. Respiró hondo, descubriendo que todo el aire a su alrededor no era suficiente para llenarse los pulmones. El corazón comenzó a latirle con más fuerza que nunca y cierta reticencia le tiró de la cintura para impedirle seguir avanzando.


Iba a encontrarse con Roy Mustang por primera vez en esa semana después de que se besaran y no sabía qué decir, qué debía hacer, cómo debía comportarse delante de él. Aunque era cierto que esa clase de cosas habían dejado de quitarle el sueño hace un par de días, seguían siendo un tema que le provocaba inquietud, puesto que lo que había pasado entre ellos no había sido una cosa cualquiera, por más que intentara fingir que sí.


Socialmente, lo que había hecho con Mustang era inaceptable. Emocionalmente, había sido un desfogue a todos los sentimientos encontrados que se habían generado en él durante el transcurso de esas semanas y, mentalmente, seguía considerándolo una locura, un desliz. Pero, como había descubierto al perder a su madre y al cometer sinfín de errores más, el tiempo no podía volver atrás… así que tendría que abrir esa puerta sí o sí o descubrir, también, que se había convertido en un cobarde.


Se tragó los latidos alocados que golpeteaban en su pecho como tambores y volvió a respirar profundo, al mismo tiempo que el timbre sonaba otra vez.


Puso una mano en la perilla y la giró, tiró de ella para atraer la puerta de madera hacia el interior de la casa y, al hacerlo, la luz sobre el umbral, dorada y rodeada de mosquitos, le lastimó un poco la vista, pero no lo suficiente como para impedirle ver al hombre que estaba delante de él, alto, atractivo, vestido de negro y blanco, con el cabello despeinado y empapado en sudor.


Roy no ofrecía el mejor de los aspectos, algo de lo que Edward pudo percatarse casi de inmediato, ya que la luz sobre su cabeza arrancaba con impaciencia todos los defectos que se proyectaban en su rostro, desde las pequeñas arrugas formadas debajo de sus ojos entornados hasta las que se formaban en las comisuras de sus labios, pero sobre todo dejaba entrever sus globos oculares irritados y el ligero temblor de las aletas de su nariz, como si estuviera luchando para no ponerse a hiperventilar.


Los ojos de ambos se encontraron. Edward estuvo casi seguro de que los dos se sobresaltaron al mismo tiempo, él, por el aspecto de Mustang y éste, por encontrarse tan repentinamente con él, como si se hubiera olvidado de su existencia durante un par de horas y lo hubiera recordado de golpe.


Roy abrió la boca para decir algo y la volvió a cerrar casi de inmediato. Una corriente de viento helado se coló entre las piernas de ambos, entrando a la casa como una intrusa, y otra más les revolvió el cabello y los cuellos de las camisas. Ellos siguieron observándose en completo silencio. Roy pasó saliva con dificultad y Edward pudo ver a la perfección el movimiento de su manzana de Adán.


Lucía tan mal, que el joven no se hubiera sorprendido al saberlo convertido en un fantasma. Pálido y deslucido como una estatua de mármol, Roy Mustang parecía una persona completamente ajena a aquel con el que había compartido un momento tan íntimo días atrás.


Inclinó la cabeza un poco hacia su costado derecho, dándose cuenta de que estaba abrazando la puerta abierta, como haciéndole discretamente una pregunta disimulada al tiempo que daba dos pasos hacia un lado para dejar un hueco entre él y el marco de la puerta. Roy observó sus zapatos, dudando. Al final, entró en la casa. Edward cerró la puerta suavemente, evitando cualquier chirrido de las bisagras.


Se giró en el silencio del recibidor, a sabiendas de que Mustang estaba de pie a sus espaldas. Se observaron de nuevo y, en la privacidad de esa casa que conocía tan poco, Roy le mostró por primera vez en su vida toda la intranquilidad cargada de sufrimiento que llevaba en el interior del cuerpo con una simple mirada que Edward comprendió de inmediato.


De repente, la palidez y el temblor de Mustang tenían sentido. En silencio, todo parecía tener sentido… pero…


—¿Quieres una taza de café? —preguntó en murmullo, pero Roy se amedrentó como si se lo hubiera gritado en el oído.


—Sí —respondió con el mismo hilo de voz que Edward—, por favor…


Edward asintió con la cabeza y caminó hacia la cocina, dejando a Roy atrás, incapaz de moverse detrás de sus pasos sin sentirse culpable, sin respirar el aroma masculino que despedía su cabello rubio sin pensar en mil tonterías en un solo segundo. El ruido de la porcelana y el aroma delicioso de un café amargo fue lo que lo atrajo detrás de Edward como el cascabel de una serpiente a una presa.


Era de noche y la cocina estaba un poco más oscura de lo que la recordaba. La ventana sobre el fregadero estaba cerrada, pero eso no frenaba el paso de una corriente de viento que agitaba con suavidad la cortina anaranjada.


Tomó una silla por el respaldo y se sentó después de apartarla un poco de la mesa. Aunque no quería propiciar una charla, después de todo el trayecto que había hecho sin descanso, se sentía incapaz de conducir a su casa sin percances. Tal y como le había pedido su maestro, estaba pensando en el pequeño Berthold. Y en ella.


Edward le puso la taza de café delante. El eco del plato de porcelana golpeando la superficie desnuda de la mesa sonó, para él, como el estallido de una bomba, pero aún así lo rodeó con las manos, sintiendo el calor que emanaba la taza contra sus dedos helados como si se tratara de un ungüento curativo que su piel pedía a gritos.


Edward se sentó también, enfrente de él, y colocó su taza entre sus manos con el mismo ademán meditabundo que Mustang, quien observaba con atención el líquido oscuro en el interior de la taza y el humo que se desprendía de ella y subía lentamente hasta alcanzar la altura de su cara.


Una cosa era segura: no iban a hablar sobre el beso. De hecho, era posible que no hablaran de nada relacionado con ellos. Edward no supo si lo que sintió fue alivio o frustración. Roy ni siquiera lo estaba observando, algo que redobló su impresión de que habían cometido un error.


Roy, por otro lado, puso las manos sobre su taza y comenzó a girarla cobre el plato con lentitud, como si quisiera contemplar todos sus ángulos. En secreto, aspiraba el aroma de Edward como si le hubieran puesto debajo de la nariz una flor. Cerró los ojos y jadeó angustiadamente como había deseado hacer en la habitación de su maestro, en ese maldito hospital, asustando a Edward, que tuvo que frenar el trago que le estaba dando a su taza para no ahogarse con el café debido a su sorpresa.


—¿Ha pasado algo? —susurró el muchacho, recordando que Berthold y Alphonse habían dicho que Roy había tenido que atender un asunto urgente. De pronto, palideció casi lo mismo que Roy, quien no respondió de inmediato. Sintió el corazón latiéndole en la garganta—, ¿Mustang?


Roy se aclaró la garganta con un sonido ronco, siempre manteniendo la cabeza inclinada sobre su taza de café, con el vapor que ésta despedía mezclándose con el sudor que perlaba su frente.


—Estoy bien —mintió de manera poco convincente—, ¿puedes llamar a Berthold, por favor? Se está haciendo tarde.


Edward hizo un movimiento indefinido con la cabeza, a sabiendas de que Mustang no podía permanecer por mucho tiempo en su casa o las cosas podrían ponerse «extrañas» de nuevo entre ellos, pero algo le decía que dejarlo marchar no sería lo correcto, ya que la soledad es la única arma capaz de terminar de destruir a un hombre desde sus cimientos y a Roy se le estaba cayendo la escayola completamente delante de él, como si se tratara de un cuadro hecho con pintura de mala calidad que no soporta el interminable paso del tiempo. Mientras tanto, el oficial de policía Mustang siguió girando su taza de café sobre el platillo de porcelana, sin percatarse de que un poco de líquido se derramaba sobre sus dedos, haciéndole daño.


Finalmente, Edward optó por hacer lo que le pedían. Se levantó de su silla, rodeó la mesa y antes de salir por el hueco que componía la puerta, se acercó a Roy para ponerle una mano en el hombro. Esa clase de gestos físicos siempre habían funcionado con él cuando venían de Alphonse o de Winry, así que se preguntó si en esos momentos podrían obrar una magia similar con Mustang, pero, aparentemente, tuvieron el efecto contrario.


Apenas Edward posó su mano sobre el hombro derecho de Roy, sintiendo su piel caliente por debajo de la camisa de hilo, Mustang adoptó las características de una flor que está por marchitarse, buscando el refugio personal que sólo su propio cuerpo podía ofrecerle, por lo que, con descaro y sin señales de gratitud alguna por el apoyo, se apartó precipitadamente del contacto de Edward como si éste le hubiera hecho daño.


Tal vez... y sólo tal vez… así era.


—Tómate el café —susurró Edward, sin desanimarse, pero alejando su mano del hombro de Roy, de la que se había alejado un par de centímetros por culpa del movimiento poco premeditado de Mustang—. Te hará bien beber algo caliente antes de marcharte.


—Lo haré —en cuanto te marches.


Escuchó los pasos de Edward al irse de la cocina y, en cuanto supo que estaba solo, cerró los ojos y respiró la tranquilidad apacible de esa casa, con un ambiente tan diferente al de la suya, esa en donde no existía más que amargura y desesperación, en donde se sentía libre de enloquecer en el momento menos indicado y darle un empujón a la cordura para que se alejara y le permitiera arañar sus instintos con las puntas de los dedos.


De haber podido quedarse ahí, con él, lo hubiera hecho. Si hubiera tenido la oportunidad de cerrar su mente a toda clase de pensamientos negativos, la hubiera tomado sin dudar. En caso de que Edward se hubiera acercado un poco más, le hubiera dicho «Te necesito» y lo hubiera abrazado con todas sus fuerzas, sin importarle hacerle daño. Pero era consciente de que su cuerpo y su mente reaccionaban únicamente ante la novedad de esa persona cuya aura era tan dorada como la de ella. Y eso estaba mal.


Como perder una manga de una camisa azul y querer sustituirla con una blanca. Como arrancarle la corona de hojas a un árbol y en su cima querer posar la de  una rosa. Como perder al amor de su vida y querer llenar ese vacio con quien pudiera solamente porque todo le parecía insoportable. Como intentar apagar la ira con la tristeza y a la tristeza con un poco de compañía. Y si era Edward o no, ¿qué le importaba? Se trataba solamente de tener a alguien cerca.


Alguien que le pudiera ofrecer a él ese corazón, esa vista, esas manos y todos esos sentidos que Berthold Hawkeye le había pedido tener para con su hijo, el resultado del amor que él y Riza se habían tenido. Oh, pero cómo explicarle al mundo que el Amor dejaba de ser Amor sin ella. ¿Cómo?


¿Cómo?


Escuchó los pasos del pequeño Berthold acompañados por los de Edward y su hermano menor. Se levantó de la silla y observó por última vez el contenido de su taza de café, cuyo vapor comenzaba a volatilizarse. En el platillo había manchas del líquido, así como en sus dedos. ¿Debería beberlo solamente para congraciarse?


—¿Papi? —preguntó Berthold desde la puerta de la cocina, a la que se había asomado. Lucía contento. A sus espaldas estaba Alphonse y Roy pudo suponer que Edward estaba de pie en los peldaños de la escalera—, ¿estás bien?


—Sí —mintió con una sonrisa. Berthold y Alphonse parecieron creerle. Gracias al cielo, Edward no podía verlo—. Despídete, Berthold, nos vamos.


—Ya voy —y de inmediato tomó a Alphonse de la mano para ir a la sala por sus cosas. A Roy le hubiera gustado que se llevara a Edward también, porque aunque no podía verlo, su presencia era palpable en esa habitación como si lo envolviera, como si lo atrajera.


Caminó hacia el vestíbulo y abrió la puerta de la calle sin ver otra cosa que no fuera su objetivo, siempre consciente de que Edward estaba de pie a sus espaldas, posiblemente con los brazos cruzados y los ojos fijos en su nuca. Roy lo sentía como si se hubiera abrazado a él su presencia entera.


Para disimular, abrió la puerta, recibiendo un golpe de viento frío en plena cara. Escuchó los pasos de Edward, acercándose, por encima de los ruidos que Alphonse y Berthold hacían en la sala. Huyendo, salió al frío de la noche, bajando los peldaños de la puerta lentamente y pisando el caminillo de piedras que le llevaría hasta su auto. El olor del pasto mojado y las flores casi le hizo estornudar, pero incluso eso le parecía una acción difícil de dominar, por lo que consiguió contenerse, levantando una mano para presionarse con los dedos la parte inferior de la nariz.


Respiró por medio de la boca después y produjo un sonido liberador parecido a un jadeo. La presencia de Edward estaba ahora bajo el umbral de la puerta, a menos de tres pasos de él. Y sus ojos, del color de la miel, estaban fijos en él.


—¿Eso es todo? —le preguntó Edward, haciendo que el corazón de Roy, que desde la tarde se asemejaban demasiado al fuerte batir de alas de un gorrión atrapado en una mano, se agitara todavía más.


¿Eso es todo? ¿Nada de invitaciones a cafés, ni pláticas, ni llamadas telefónicas, ni mensajes de texto ni invitaciones a pasar un rato en tu casa? ¿Eso es todo? ¿Sólo un beso? ¿Me pedirás también que me despida, acaso? ¿Con esa cara llena de tristeza y rabia? Eso es todo, ¿no?


—Sí —respondió Roy, todavía dándole la espalda, pero apretando los puños—. Adiós, niñera.


Edward no pudo decir nada más. Berthold salió de la casa, pasando a su lado. Alphonse permaneció de pie al lado de su hermano mayor, cuya expresión le pareció indescifrable, ya que podía definirme entre serena, molesta y aterrorizada.


—Hasta luego, ¡Ed, Al! —exclamó el niño mientras agitaba una mano y caminaba al lado de su padre hasta llegar al auto.


—¡Hasta luego! —sonrió Alphonse, sacudiendo la mano también.


—Adiós, Berthold —dijo Edward repentinamente, borrando de las facciones de su hermano cualquier atisbo de sonrisa—. Adiós, Mustang —añadió también, entrando a la casa sin aguardar por Alphonse. Roy, que estaba abriendo en esos momentos la puerta del compartimiento trasero de su vehículo, se quedó paralizado una milésima de segundo antes de seguir con su acción.


Alphonse entró a la casa detrás de su hermano una vez los Mustang se hubieron marchado. Encontró a Edward sentado a la mesa de la cocina, frente a la puerta, bebiéndose los restos de una taza de café que se había enfriado más rápido de lo que había pensado. Enfrente, había otra taza llena.


—No me digas que quieres tener una charla conmigo —bromeó Alphonse, sentándose delante de Edward, quien parpadeó a propósito para que su hermano menor no se diera cuenta del destello de sus ojos, pero se equivocó al pensar que Alphonse no se había percatado ya—, hablaste con él, ¿no? Aquí. ¿Qué te dijo? Se están comportando muy extraño. ¿Por qué dijiste Adiós y no Hasta luego, hermano?


Edward se encogió de hombros, apartándose la taza de los labios, pues la había mantenido ahí aunque ya no había nada en su interior. Estaba enojado ahora que se daba cuenta de que Mustang no le había aceptado ni siquiera ese último consejo que le había dado antes de lanzarlos a ambos por la borda. Le temblaron un poco los dedos al dejar la taza vacía sobre el platillo.


—Mustang tiene problemas serios, ¿sabes? Y creo que no se le está dando muy bien reubicarse en el mundo tras la muerte de su esposa. Aunque no lo dijo con palabras, creo que no lo volveré a ver, ni a él ni a Berthold —explicó, agachando la mirada, sin atreverse a permitir que Alphonse viera cualquier atisbo de lamentación en su cara—, así que me despedí.


Alphonse tragó saliva ruidosamente. Observó a Edward con cierto aire temeroso.


¿Y cuál es el problema? —preguntó.


—No lo sé —respondió Edward, sin darse cuenta del doble sentido que Alphonse manejaba con esa pregunta.


—Estoy preguntando: ¿cuál es el problema que te genera a ti no volver a verlo? —explicó el menor de los Elric, no estando muy seguro de si quería escuchar la respuesta. Para su sorpresa, Edward se levantó de la mesa y, estando a punto de salir de la cocina, dijo simplemente:


—No lo sé —y se marchó a su habitación.


 


Algo que Roy nunca hacia era asegurarse de que Berthold se encontrara bien en su habitación al momento de irse a la cama. Nunca había sido una persona que se preocupara por las cosas banales de los demás, como los temores o las fobias, pero esa noche se tomó la libertad de asegurarse de que el niño se pusiera el pijama y se metiera bajo las mantas de forma segura. Aunque Berthold en ningún momento mencionó monstruos bajo la cama o dentro del armario, Roy sintió el impulso de confirmarle que estaba a salvo. Porque él sabía que había un monstruo verdadero suelto en alguna parte y que el odio que estaba naciendo en lo más profundo de sus entrañas en contra de esa persona era más que corrosivo.


Posiblemente Berthold había jugado con sus hijos o incluso eran amigos así como Riza lo había sido de la esposa de ese malnacido. Quizá Berthold conocía su cara o había hablado con él, pero cómo preguntarle…


—Papá —llamó el niño, que se estaba poniendo nervioso más por la presencia de su padre en la oscuridad de la habitación que por la falta de ella. Roy, que estaba de pie a un lado de la puerta, con los brazos cruzados y la vista clavada en la puerta del armario, giró el rostro para observarlo—, ¿estás triste?


—No.


—¿Enojado?


—No.


—¿Estás pensando en mami?


—Sí.


—Yo también. Ella nos quería mucho, ¿verdad?


—Sí.


—Papi, ¿ahora sí estás triste?


—No.


—¿Enojado?


—Buenas noches, Berthold —susurró, saliendo con paso apretado de la habitación, casi olvidándose de cerrar la puerta a sus espaldas. Fue a su propia recámara y se derrumbó sobre la cama, que lo recibió como si se tratara de un conglomerado de malas sensaciones y recuerdos pesimistas.


Y sí, estaba enojado, más de lo que recordaba haber estado jamás. 


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