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Seducido por un idiota por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 17


Error de dos y de nadie


Edward se levantó de un salto de la banqueta de hierro, provocando que su mochila cayera al suelo debido al movimiento impulsivo, y se acercó más rápido de lo que los dos habían previsto a Roy, quien paró su puñetazo en una clara muestra de ágiles reflejos.


Presionó los dedos de Edward con los suyos sin pisca de tacto, haciéndole daño deliberadamente, pero el muchacho en ningún momento se quejó, pero lo observó con fiereza. Algunos transeúntes se quedaron estáticos en sus sitios, observando la particular escena: un policía peleando con un jovencito de escuela media.


A pesar de todo, Roy estaba sorprendido por su violenta reacción, sintiendo una dolorosa punzada ahí en donde los nudillos de Edward se habían estrellado. Apretó todavía más sus dedos, haciendo los de Edward crujir.


La lluvia había arreciado y ahora tenían empapadas las cabezas. Los mechones de cabello que Edward había sujetado en su coronilla con el par de horquillas comenzaban a perder fuerza y a caer a ambos lados de su rostro.


—Sí que eres una pequeña fiera —dijo Roy, sin soltar el puño de Edward, vigilándolo con atención en caso de que hiciera ademán de golpearlo con la otra mano: cuando Edward lo intentó, Roy lo sujetó ésta vez por la muñeca, girándola, lastimándolo todavía más—, ¿a qué viene semejante reacción?


—¡Deja de decir la palabra «pequeño», idiota! —exclamó Edward, con los ojos entornados, callando el dolor que sentía en ambas manos. De haber podido, le hubiera dado un rodillazo, pero era consciente de que uno no podía andar por la vida golpeando uniformados sin terminar metido en problemas, por lo que se contuvo. Ganas no le faltaban.


Roy lo soltó poco a poco, sonriendo.


—Acomplejado —dijo una vez que las manos de Edward estuvieron libres, asegurándose de que éste no fuera a tomar represalias ante semejante insinuación. El muchacho apretó los dientes, le dio la espalda y regresó a la banqueta de hierro, agachándose para levantar sus cosas.


Roy procuró no concentrarse en el hecho de que Edward no había flexionado las rodillas, por lo que le ofrecía una perfecta vista de su…


—¿Qué es lo que quieres, Mustang? —preguntó el adolescente, colgándose del hombro la correa de su mochila después de cerciorarse de no haber perdido nada. Al observar de nuevo a Roy, éste se quitó los lentes de sol, permitiéndole ver sus ojos irritados y medio sumergidos en marcadas ojeras. Sintió que la ira lo invadía de nuevo: si lo que buscaba al mostrarle eso era un poco de lástima, podía estar seguro de que no la iba a obtener de su parte otra vez.


—Pagarte —respondió Mustang, sacando su cartera del bolsillo del pantalón para mostrársela—, tal y como me pediste que hiciera. ¿Te parece bien que te pague lo mismo que la última vez o quieres un poco más? —preguntó con vanidad.


Edward puso los ojos en blanco: ni siquiera sabia cuánto les había pagado «la ultima vez», puesto que Mustang se las había arreglado con Alphonse luego del accidente con el café y la «charla» en la habitación de Edward y él le había dicho a su hermano menor que se quedara con todo el dinero: después de todo, él había cuidado de Berthold en aquella ocasión, permitiéndole dormir con él.


—Me da lo mismo —ladró.


—Bien. ¿Podemos al menos subir al auto, niñera? Me he saltado mi hora de almuerzo para venir a verte a pesar de que ayer me llamaste «imbécil» y no quiero completar mi mal día empapándome —dijo, avanzando hacia el carro estacionado. Edward lo observó con incomodidad. Roy se guardó la cartera en el bolsillo de nuevo, sin llegar a ningún acuerdo.


—Yo estoy muy bien aquí —se encabritó Edward, cruzándose de brazos y observándolo de la misma manera como se ve un chicle pegado a la suela del zapato—, un poco de lluvia no me espanta.


Roy enarcó una ceja mientras se sentaba en su cómodo sillón forrado de piel y cerraba con un golpe seco la puerta del automóvil. El poco tráfico de la mañana le resultaba bastante agradable, aunque no las miradas insistentes de los curiosos que se habían detenido «discretamente» alrededor de ellos para enterarse de lo que pasaba.


Aunque ninguno de los dos estaba gritando más o amenazando con golpear al otro, era como si la discusión hubiera continuado y a él le desagradaba la gente cotilla.


 —Bien, no me interesa —dijo, descarado, encogiéndose de hombros, aunque apretó una mano con demasiada fuerza sobre el volante—, pero recuerda que acabas de pasar por una gripe que te dejó en cama cinco días. Tal vez sea tu hermano menor quien se espante en caso de que te enfermes de nuevo —se mofó con aire casual, contento al darse cuenta de la expresión derrotada de Edward, quien hacia rechinar los dientes y mantenía las manos apretadas en fuertes puños


Cuando lo vio caminar con paso marcial hacia la puerta del copiloto, casi soltó una carcajada triunfal, pero no lo hizo por respeto a su malestar del día anterior y a la confrontación que habían mantenido por teléfono (y porque la resaca, que no podía utilizar de pretexto para no ir al trabajo, le provocaba una punzada intermitente en las sienes, sobre todo con la luz blanca producto del cielo nublado).


Edward se dejó caer con pesadez en el asiento, arrojó su mochila entre sus piernas y cerró la puerta con un poderoso golpe que hizo temblar al auto entero. Roy frunció el entrecejo.


—Se trata de que cierres la puerta —dijo con deferencia—, no de que la sueldes—terminó con saña. Edward le regaló una mirada fulminante.


—Págame —exigió, tendiéndole la mano con la palma hacia arriba.


Para su desgracia, Roy puso el auto en marcha, ignorándolo mientras enfilaba por la calle empapada con la misma velocidad vigorizante de aquella vez en que le había invitado a «perder el tiempo» en su casa. A Edward se le pusieron rojas las mejillas al recordar cómo lo habían perdido.


—¡¿A dónde demonios vamos?! —exclamó, sujetándose a los bordes del asiento cuando Roy tomó una curva cerrada, arrojándolo contra la puerta del vehículo. Se puso el cinturón de seguridad en cuanto la inercia de ese brusco movimiento dejó de hacerle efecto.


—Ayer te pregunté —respondió Roy, con los ojos fijos al frente— si podíamos encontrarnos en el Café Loveheart, pero no me respondiste y, como te dije, estoy saltándome mi hora de almuerzo, por lo que pensé que podría matar dos pájaros de un tiro si te invito a tomar un café —dijo, suspirando, pareciendo desanimado ante la idea, algo que provocó que Edward entornara los ojos y se cruzara de brazos.


Los cinturones de seguridad del auto de Mustang eran tan apretados que sentía que le faltaba el aire. No era un auto nuevo, pero estaba muy bien cuidado y relucía de limpio, como si el bastardo sentado a su lado nunca se hubiera atrevido a lanzar una colilla de cigarro sobre sus pulidas alfombrillas o a tirar las envolturas de alimentos chatarra en sus alfombrillas.


Cerró los ojos un momento, sintiendo cómo la humedad de sus parpados aliviaba un poco la molesta resequedad que sentía en ellos por no haber dormido bien. Abrió la boca y, antes de pensar en lo que diría, se dio cuenta de que ya estaba hablando:


—Si mal no recuerdo, Mustang, la última vez que bebimos café juntos, dejaste la taza llena sobre la mesa, así que no comprendo —confesó, recordando lo irritado y confundido que se había sentido después de la breve conversación con tintes de despedida que habían mantenido a las puertas de su casa—. ¿Puedes limitarte a pagarme y ya?


Roy guardó silencio, pero suspiró de nuevo. Una vez más, la expresión triste y derrotada se mostraba en su cara, pero al observar solamente su perfil, Edward no pudo estar seguro de que esos fueran sus verdaderos sentimientos. De hecho, ¿cuáles podrían ser los auténticos sentimientos de Mustang? Hasta el momento, él solamente lo había visto enojado, angustiado y meditabundo, pero, ¿sentiría algo más? ¿Cuál sería su gama de emociones? ¿Su personalidad? ¿Qué había sentido él cuando lo había besado, cuando había puesto sus manos en sus hombros y lo había apretado como si quisiera impedirle la huida, aferrándose a él con toda la necesidad del mundo?


—En aquella ocasión… —susurró Mustang, haciendo una pausa para tragar saliva mientras volvía a tomar una curva cerrada. El Café Loveheart no estaba tan lejos de la escuela de Edward, por lo que no comprendía a qué se debía tanta vuelta, como si Mustang quisiera prolongar el recorrido—, no estaba en el mejor de mis estados, niñera.


—Y ayer tampoco, por lo que me dejaste ver mientras hablábamos por teléfono —comentó, sonriendo de manera forzada.


Roy se detuvo ante un semáforo y aprovechó la ocasión para observarlo. Edward comenzó a sentirse escrutado.


—¿Por qué te molesta tanto que de vez en cuando me emborrache? Soy un hombre libre, puedo hacer lo que me venga en gana —dijo, sonriendo con cinismo, pero después mutó su expresión a una más seria—. A menos que quieras ponerme una cadena en el cuello. No me voy a quejar.


—¡¿Pero qué demonios estás diciendo, idiota?! —aulló Edward, azorándose al tiempo que se pegaba a la puerta del auto. El cinturón de seguridad comenzó a oprimirle el pecho con mayor fuerza—. ¡Me preocupa Berthold, eso es todo! ¡Pensé que a ti también te importaba, con todo eso de «No dejes que se acerque a las escaleras, dale un poco de jugo, etcétera»!


Roy pareció decepcionado por su respuesta, pues sonrió melancólicamente mientras presionaba el acelerador de nuevo para avanzar detrás de una larga hilera de autos. Los cristales del vehículo estaban empañados, por lo que tuvo que poner en funcionamiento las antenas para limpiar el parabrisas.


—Ese día me enteré de que el hombre que atacó a mi esposa está libre, así que no puedes culparme por intentar distanciarme y tampoco por emborracharme para lograrlo —explicó con un hilo de voz. Lamentablemente, Edward lo escuchó como si le hubiera susurrado esa verdad al oído.


Entre ellos, se formó un instante de silencio perfecto, de esos que habían compartido en el pasado muchas veces, sin posibilidad de incomodidad. Edward se quitó el cinturón de seguridad para eliminar de su pecho la opresión que la tela estaba ejerciendo sobre él. Se arrebujó mejor en el asiento y observó los canales que las gotas de lluvia estaban formando en el cristal de su ventana.


¿Qué podía esperar Mustang que dijera? Ojalá no quisiera que dijera nada. Él nunca había sido un experto en palabras, como Roy ya debería saber.


—Lo siento —dijo, como si le ofreciera condolencias. No era así.


—No tienes que decir nada —masculló Roy, sincero, pues esas palabras no eran lo que deseaba. De hecho, ¿qué quería? Congelar el tiempo era una opción perfecta.


—Okey —aceptó Edward, con el cuello un poco torcido para seguir contemplando la lluvia golpeando su ventana. En esos momentos, todos los cristales del auto se habían coloreado de gris. Estaban encerrados en una burbuja de frío, vapor y metal.


Plaf, plaf, escuchó. La lluvia se había hecho más fuerte y aporreaba con fuerza el toldo del auto. En el parabrisas rebotaron unos cuantos trozos de granizo, diminutos y perfectamente redondos, botando en todas direcciones hasta caer al suelo y perderse en el asfalto del pequeño estacionamiento.


Roy también se quitó el cinturón de seguridad. Parecía sentir la misma opresión que Edward, pero, por alguna razón, éste se imaginaba que la de Mustang debía ser más fuerte.


—Estoy enojado —confesó Mustang después de un largo rato, tras el cual se dio cuenta de que Edward no iba a intentar consolarlo ni por asomo, algo que agradeció: a veces, hablar con alguien que se mantiene en silencio pero escucha, es la mejor solución a los problemas—, siento que cometeré una locura de un momento a otro. Ayer, lo único que pretendía era olvidarme de todo lo que estaba sintiendo, de todo lo que estaba pensando, con la esperanza de atragantarme con el alcohol y perder el sentido. No quería recuperarlo jamás.


»Y está esa maldita rabia que siento desde que ella murió, creciendo a cada momento como si se tratara de un monstruo palpitando dentro de mí. Tengo deseos de destruir, de romperlo todo a mí alrededor, de meterme en problemas con el mundo entero, de gritar hasta desgarrarme la garganta. Pienso que en cuanto me atreva a hacer algo como eso, encontraré la verdadera liberación. Y pienso en ir detrás de ese infeliz.


Edward asintió con la cabeza. Había girado el rostro y ahora contemplaba a Mustang, sintiéndose como si el tiempo hubiera regresado sobre sus pasos para colocarlos de nuevo en esa escena intima en la que Roy le había hablado por primera vez de su esposa, dentro de ese mismo auto. Aquella vez, se había portado solidario y le había tocado una mano para después rodear su espalda en un intento de consuelo, pero en esos momentos no repetiría esa acción.


No después de lo que Roy acababa de decir. Era como tratar con un alcohólico o con un fumador compulsivo que intenta dejar sus vicios atrás: necesitan comprensión, no apoyo, y eso último era lo que Mustang parecía buscar para llevar a cabo la locura que le acababa de confesar.


—Piensa en Berthold —susurró al mismo tiempo que sentía que la garganta se le secaba. Comenzó a sentir el frío a su alrededor. El ruido de la tormenta era más poderoso que sus palabras.


Roy lo observó. En sus ojos había una nube de miseria que Edward había visto muchas veces en los de su padre, tan idénticos a los suyos. ¿Se habría dibujado esa misma nube en sus ojos tras la muerte de Trisha? ¿En los de Alphonse? ¿En los de Winry tras perder a sus padres? ¿En los de Pinako? Bien… ellos en ningún momento habían pensando en hacer locuras que después terminarían empeorando las cosas. O eso creyó.


—Es porque pienso en Berthold, niñera —dijo Roy, apretando los dientes con furia—, que no he podido hacer nada de lo que he pensado. Soy lo único que le queda. Para su desgracia. Si me pierde también, ¿en dónde demonios terminará? Su abuelo no siente nada bueno por nadie y el único pariente que me queda a mí no podría hacerse cargo de él como lo hizo de mí —explicó, dibujando una sonrisa resignada en sus labios pálidos mientras observaba al frente. Edward tragó saliva con aspereza—. Si decido estrellar ésta auto contra un árbol en cuanto te bajes y te marches a donde sea que tengas que ir, ¿quién cuidará de él?


Edward apretó sus manos sobre sus rodillas, enfurecido. Él había perdido a su madre y no se había rendido. Él había decidido tomar la responsabilidad de cuidar a Alphonse junto a Pinako cuando su padre se había marchado de nuevo, después del funeral de su madre. Él había luchado contra esa misma tristeza que Mustang parecía sentir y había salido adelante porque ansiaba vivir y tenia motivos, personas, que lo motivaban a hacerlo.


Y ese imbécil prefería regodearse en su dolor, sintiendo pena por sí mismo, sólo porque no tenia la suficiente capacidad, como Hohenheim, de sacar las uñas como un buen padre para cuidar de su hijo.


—Estás decepcionándome —dijo con voz temblorosa, su rostro se había ensombrecido, por lo que lo ocultó de Mustang al inclinar su cabeza sobre el pecho—, pensé que eras un hombre más admirable que esto, pero ahora me dejas ver que no eres más que un cobarde.


Fue en una fracción de segundo. Edward observó el movimiento brusco de Roy y su primer instinto fue el de huir, pero su espalda golpeó dolorosamente la puerta del auto antes de que pudiera abrirla, sin embargo, su mano se retorció un poco sobre la manija al caer Mustang con todo su sorprendente peso sobre él.


Arrinconado, pensó en apartarlo de un golpe, pero Roy pareció adivinar ese pensamiento, puesto que aferró sus brazos con tanta fuerza que Edward estuvo seguro de que le formaría un moretón.


—Desde ayer por la tarde estoy pensando esto: ¿qué puede saber un muchacho como tú sobre la vida para creerse con el derecho de darme lecciones, uh? ¿Puedes aclararme esa duda, por favor? —siseó, como una áspid elevándose con lentitud, lista para picar.


Edward, con la cabeza dolorosamente incrustada contra el borde de la ventana, lo observó con rabia. Esa no era la primera vez que Mustang lo atacaba de esa manera, aunque tampoco era como si le sorprendiera después de lo que el mismo hombre le acababa de confesar. El dolor en sus brazos comenzaba a volverse intolerable.


—No pretendo saber más que nadie —protestó, sintiendo el aliento de Mustang sobre su cara de una forma muy diferente a la que él recordaba continuamente, antes de que se besaran. Enojado, giró el rostro para recibir las respiraciones de Mustang sobre una mejilla y parte de su cuello y no sobre sus labios o su nariz—, pero te recuerdo, idiota, que has sido tú quien me ha buscado para preguntarme cosas. Y te he respondido lo mejor que he podido porque sé lo difícil que es tener un padre que no sirve para nada, así que temo por Berthold.


»Además, tú mismo me lo acabas de confirmar: pensando en vengarte de ese sujeto como prioridad antes que sobreponer las necesidades del niño. ¡Tiene cuatro años y se quedará huérfano si te pierde también! ¡Con tus estupideces solamente me haces pensar que ya lo está!


Roy se alejó de Edward un poco, dejando al menos de oprimir su cuerpo contra el del muchacho para mantenerlo atrapado contra el asiento y la puerta del auto. Edward no se relajó al sentirlo lejos, por lo que Mustang presionó sus brazos durante unos segundos más, consciente de que lo estaba lastimando.


Respiró profundo dos veces seguidas, sintiendo cómo el aire le llenaba los pulmones. Su rostro estaba desencajado y sus ojos no mostraban otra cosa que no fuera desesperación. Aflojó el agarre de sus dedos en los brazos de Edward, cuyo rostro estaba escondido debajo de un mechón de cabello rubio que se le había zafado de las horquillas que mantenían los flequillos, largos e indomables, sujetos a su coronilla.


Aunque su deseo era golpear a Mustang en cuanto éste soltara sus brazos por completo, se contuvo, pensando que tal vez lo mejor sería salir del auto tras tomar sus cosas y correr a la parada de autobús más cercana.


Roy lo soltó, alejándose de él como si su contacto lo quemara. Edward tomó la correa de su mochila. Estuvo a punto de abrir la puerta del auto para marcharse cuando se dio cuenta de que la caída de granizo había aumentado, rebotando pequeños trozos de hielo alrededor de todo el auto con una fuerza suficiente para terminar descalabrando a alguien. No le importó. Iba a bajar del auto cuando la mano de Mustang aferró su muñeca, provocando que cerrara la puerta de nuevo.


—No volverá a pasar —prometió, refiriéndose a su sobresalto de hace un momento.


—Más te vale —advirtió, cerrando la puerta del auto correctamente, pero sin alejar su mano del pasador—. Mustang, que te quede claro: si quieres desperdiciar tu vida de esa manera tan estúpida, no me importa. Ve y has lo que quieras hacer con ese sujeto. Muere en el intento y deja atrás a Berthold. No es mi problema. Pero si me lo has contado, es porque quieres que te detenga, inconscientemente, así que es mejor que sepas que no lo haré. Ahora, págame y llévame a la parada de autobús más cercana, ya que te preocupa tanto que me enferme de nuevo.


Roy, para su sorpresa, rió sardónicamente sin despegar los labios. El sonido de eso fue algo parecido al bufido de un gato enojado, pero por la curvatura de sus labios, Edward pudo estar completamente seguro de que se estaba burlando.


Lo detestó.


—¿Me odias, no? —preguntó Mustang a continuación. No parecía lamentarlo, sino todo lo contrario: pensaba que eso era lo correcto.


—No —desmintió Edward con toda la honestidad que pudo. Con lentitud, apartó su mano de la puerta, dejándola sobre su regazo, al igual que la otra. Su bolso se deslizó suavemente entre sus piernas hasta caer al suelo con un suave «Paf».


—¿Me tienes lástima? —insistió Roy, añorando que la respuesta fuera afirmativa.


—Eso no es algo que deba sentirse por cualquier, Mustang. Deja de intentar meter la cabeza en la tierra como si fueras un avestruz: eres un ser humano, aunque eso sea algo fácil de olvidar —susurró, observándose las rodillas con verdadera fascinación. La expresión melancólica de Roy lo estaba poniendo nervioso—. Vámonos de aquí.


Roy asintió con la cabeza y puso una mano sobre las llaves que no había despegado del tablero, pero dudó antes de girarlas. Supuso que ese era un tema que no se podía dejar tan a la deriva después de haber sido importante a su debido tiempo…


—Antes de eso, hay algo más que quiero saber —dijo con serenidad, no queriendo evocar el momento de ira que había tenido antes por medio de sus palabras—. Cuando te besé —comenzó, intentando no parecer demasiado petulante. Las mejillas de Edward se pusieron rojas de un segundo a otro y adoptó una postura defensiva: se había hecho a la idea, desde la ultima vez que se habían visto, de que jamás tendrían esa conversación, así que Mustang lo estaba tomando completamente desprevenido—, ¿me aproveché de la situación?


Edward, que había estado esperando un comentario engreído de su parte, se sorprendió. Enarcó un poco las cejas, debido a su sorpresa, y luego parpadeó, como si de pronto un velo cegador se hubiera extendido delante de su cara, impidiéndole contemplar bien a su interlocutor.


Bien, la pregunta de Mustang le respondía demasiadas cosas, pero la principal era que el beso no había sido algo insignificante para él e, incluso, le revelaba que posiblemente había sentido cierta preocupación al respecto, así como él. Al menos, se sentía contento al saber que no toda la responsabilidad del asunto había caído únicamente sobre sus hombros. Lo angustiante era que había comprendido la pregunta de Mustang a la perfección.


—No —respondió escuetamente, esperando que con eso le bastara. No fue así.


—¿Por qué dejaste que lo hiciera, entonces?


—A saber —se encogió de hombros Edward, intentando parecer desinteresado en el tema aunque, en el fondo, le latía el corazón con fuerza. Rogó al cielo por no sonrojarse y, en caso de hacerlo, por que Mustang pensara que era culpa del frío—. ¿Por qué lo hiciste? —preguntó a su vez, queriendo formar parte del interrogatorio de una forma más directa.


Roy se encogió de hombros. Ahora, los dos se miraban directo a la cara, aunque los ojos de Edward de vez en cuando viajaban hacia los labios de Roy, bien cerrados e inexpresivos. Roy, por otro lado, prefería perderse en el destello de ese cabello dorado.


Levantó una mano para tocarlo, pero Edward alejó su cabeza antes de que Roy alcanzara su objetivo. Disgustado, Mustang orientó su mano ésta vez en dirección de la cara de Edward, pellizcando con sus dedos una redonda mejilla.


—Los dos estábamos confundidos, ¿no? —dijo, sin soltar la mejilla de Edward hasta que éste le dio un fuerte manotazo que le provocó escozor ahí donde le golpeó.


—Sí —respondió el muchacho, contento de haber llegado a esa resolución. Y era cierta, después de todo, ya que si nunca hubiera sabido sobre las dudas de Winry y Alphonse sobre su preferencia por Mustang, nunca se hubiera atrevido a dejar que lo besara…


—Bien —dijo, sonriente, mientras observaba el parabrisas empapado. De su boca también salía vaho. Hacia frío dentro del auto—, estoy un poco confundido justo ahora —confesó, mientras enfocaba su rostro en dirección de Edward, quien lo observó con una verdadera expresión de desconcierto.


¿Era eso una insinuación o una simple coincidencia de palabras? Cuando Mustang se giró un poco en el asiento del auto para quedar de frente a él, se dio cuenta. Las manos comenzaron a temblarle. Los latidos de su corazón rebotaron contra su pecho como si se tratara de golpes de pelotas de tenis contra una pared. Un extraño zumbido le llenaba los oídos, eliminando el continuo chapoteo de la lluvia fuera del auto.


Sí, yo también lo estoy pensó.


—Aunque no lo parezca, desde la primera vez que nos vimos me diste esa impresión. Te esperé en éste mismo café casi por cuatro horas —recordó, aferrando los bordes del asiento con ambas manos mientras observaba la sombra del establecimiento enfrente de ellos a través de su neblinosa ventana.


Roy rió despectivamente por medio de su nariz.


—Aquella vez, Berthold se despertó tarde y yo no tenia idea de cómo ponerle la ropa —contó, acercándose un poco más a Edward, quien quiso alejarse, pero su espalda ya estaba completamente pegada a la puerta, por lo que su única opción sería empujar el seguro del auto y caer de espaldas al piso mojado del estacionamiento, dándole la cara a la lluvia—. Además, tenia trabajo atrasado que entregar ese mismo día, temprano, así que tuve que dejarte esperando. Cuando llegué aquí, no creí que en verdad hubieras soportado tanto, pero era urgente.


Edward pasó saliva, dándose cuenta de que los ojos de Roy siguieron con cierta lascivia el movimiento de su manzana de Adán. Levantó una mano de nuevo y ésta vez le sujetó el mentón. Edward quiso apartarse, pero la presión de los dedos de Roy sobre su barbilla era casi tan fuerte como la que había mantenido en sus brazos hace unos minutos.


—Si dejas al niño con la esposa de tu amigo durante las mañanas, ¿por qué aquella vez no lo dejaste en su casa también? —preguntó, intentando cambiar el enfoque de la conversación, aunque sabia que no lo iba a lograr. De nuevo, el impulso de que lo correcto sería abrir la puerta del auto y salir corriendo bajo la lluvia antes de que pasara algo de lo que tendría que arrepentirse… de nuevo.


—Porque los primeros días fue muy complicado hacer que saliera de la casa —contó, su rostro se ensombreció repentinamente. Alejó su mano del mentón de Edward y éste sintió algo extraño en la boca del estómago al perder la calidez de los dedos de Mustang sobre la piel de su cara, pero seguían cerca. Una de las manos de Roy se apoyaba en el asiento de Edward, que permanecía pegado completamente a la pared—. Se ponía a llorar cuando lo llevaba a casa de Maes a la fuerza. Ahí no comía, no jugaba, no hablaba. Fue hasta hace poco que comenzó a relacionarse más con Gracia y su hija, Elisia. De hecho, fue la misma Gracia quien me recomendó contratar a una niñera que pudiera llamar continuamente para que se hiciera cargo de él en esa clase de casos.


Edward se burló.


—Y supongo que lo has estado haciendo, ¿no? Yo no pensaba cuidarlo más que una vez, Mustang —le recordó.


—Lo sé.


—¿Entonces porqué no has buscado a alguien más? —preguntó, dándose cuenta de que ese también debía ser un cuestionamiento crucial dentro de su conversación, ahora que se permitían hablar directamente y sin mentiras o malos entendidos.


—No puedo.


—¿Por qué?


Roy parpadeó. ¿Esa pregunta tenia alguna clase de sentido? ¿La hacia solamente para molestarlo? ¿Tendría que demostrárselo de nuevo o era mejor dejar las cosas de esa manera, con esa simple explicación y justificación? ¿Debían ignorarlo?


—Porque… —susurró, inclinándose de nuevo hacia Edward. El fragor de la tormenta los arrullaba como si se tratara de la canción de cuna prorrumpida por un gigante.


Una de las manos de Roy se posó nuevamente con fuerza sobre el brazo de Edward, quien protestó por lo bajo. Solamente fue un roce de labios, más corto, incorpóreo e simple que el de la primera vez, pero el corazón de Edward comenzó a latir con más fuerza que nunca, al tiempo que observaba cómo las mejillas de Roy se ponían rojas.


Qué gran respuesta pensó, con ánimos de burlarse, pero no lo hizo porque sentía que, simplemente, no le saldría la voz. Roy observó su reloj mientras dejaba a Edward pensando. Chasqueó la lengua y sacó su cartera del bolsillo de su pantalón. Sin demasiados honores, le dio a Edward la cantidad de dinero que creyó conveniente por el favor que le habían hecho al cuidar de Berthold cuando él había tenido que ir a visitar a su maestro al hospital.


Edward tomó el dinero con gesto confuso, pero no dijo nada. Sentía que eso era lo último que debía importarle en esos momentos, pero de todas formas arrojó los billetes al interior de su mochila sin cuidado al tiempo que Mustang ponía en marcha el auto.


—Debo volver al trabajo —informó. Edward no se dio por interesado—, ¿quieres que te lleve a alguna parte? Que esté en el centro, por favor.


—No importa. Cualquier parada de autobús con una ruta cercana a mi casa estará bien —respondió. Su voz sonó más aguda de lo normal, pero esperó que Mustang no se hubiera dado cuenta. De nuevo, sentía como si ese otro beso tuviera que ser dejado en la región del olvido para no enloquecer al pensar en él. Pero si el primero lo estaba desquiciando, estaba seguro de que con ese otro Alphonse tendría que encerrarlo en un manicomio.


—Bien —aceptó Roy, cuyo rostro se mantenía exánime, aunque sus pómulos estaban iluminados por una tenue sombra de color rojo.


Guardaron silencio durante cinco minutos más. A Edward se le ocurrieron montones de frases con los que propiciar una conversación, tales como «Después de todo, no desayunaste» o «Siento que volvimos al mismo punto de antes» pero en ningún momento fue capaz de decirlas en voz alta, pues estaba concentrado en el repiqueteo de la lluvia y el granizo contra las ventanas y en el dolor que sentía ahí donde las manos de Mustang se habían posado.


Si las cosas iban a seguir de esa manera, estaba seguro de que las cosas no irían por buen camino. De hecho, desde el principio se habían torcido mucho en demasiadas direcciones. Pero quedaba claro que, desde el primer momento, la primera ramificación de su encuentro había sido la atracción.


Roy condujo hasta una de las principales paradas de autobús de la calle central. Había personas amontonadas debajo de la caseta metálica para protegerse de la lluvia y el granizo, cubriéndose las cabezas con carpetas, bolsos y periódicos.


—Hasta pronto, niñera —susurró Roy, observando cómo Edward sujetaba de nuevo correa de su mochila para colgársela del hombro.


—Nos vem… —dijo Edward, con la mano sobre la agarradera de la puerta, pero su despedida se vio silenciada porque Mustang, aprovechando el vaho de las ventanas del auto para que nadie los viera y la repentina pausa, le había tomado por el mentón y le había estampado un beso en los labios.


Edward sintió que perdía fuerzas en los brazos cuando la punta de la lengua de Roy se deslizó por su labio inferior con coquetería. Giró el rostro hacia su costado izquierdo, apresurándose a tomar sus cosas para marcharse, no como una cenicienta que desea perder su zapatilla de cristal para que el príncipe la busque, sino como el muchacho que sabía que debía marcharse antes de ser seducido por un idiota. 


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