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Seducido por un idiota por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 18


Las garras de la Ira


El auto negro se deslizó por el declive empapado que conducía al estacionamiento de la jefatura de policía. Las llantas produjeron un sonido agudo al resbalar por los canalillos de agua que habían formado charcos en el piso de cemento.


Había pocos autos alrededor, acomodados de manera dispersa en los lugares libres más alejados de la puerta, lejos de cualquier salpicadura de agua sucia o barro. Roy buscó su sitio favorito, cerca de las escaleras, pero se percató de que ya estaba ocupado, por lo que, chasqueando la lengua, tuvo que conformarse con el que estaba al lado.


Apagó el motor, que produjo un último ronroneo antes de quedarse en completo silencio, y estiró una mano hacia el asiento trasero para tomar su gabardina, arrugada y su maletín. Todavía tenia el cabello mojado por el tiempo que había pasado esperando a Edward, pero no le dio mayor importancia, sin embargo, no pudo desatender de la misma manera el rugido de sus entrañas, que se removieron disgustadas, indicándole que no le permitirían laborar correctamente a menos que satisficiera su hambre.


Suspiró, derrotado, colgándose la gabardina del hombro y tomando el maletín por su agarradera superior antes de bajar del auto. A pesar de todo, no podía decir que la mañana había sido un completo desperdicio: después de hablar con Edward, se sentía más relajado de lo que había estado durante el fin de semana, como si alguien le hubiera tocado el hombro con piedad para indicarle que podía dejar de ser un penitente.


Era como si al contar sus penas pudiera dejar que éstas salieran al mundo exterior por medio de su boca, regresando al aire, regresando a la tierra, fundiéndose con el fuego y pereciendo en el agua. Como si pudiera compartir su pesadumbre con Edward o con aquel que se ofreciera a escucharlo, sin ofrecerle soluciones fáciles o sin aleccionarlo, sin decirle cómo debían ser hechas las cosas.


Eso era mil veces mejor que una palmada de ánimo en la espalda, que un apretón de manos o que un abrazo que pretendía compartir el dolor que se anidaba en su alma desde la muerte de Riza. Era como poder alejar por medio del diálogo la garra de hierro que se había aferrado a su cuello con deseos de ahorcarlo.


Aunque la ira y la tristeza seguían pegadas a su cuerpo como un par de mantos invisibles, en esos instantes comprendió que si se esforzaba lo suficiente sería capaz de vencerlos, siempre y cuando tuviera ese propósito en mente.


Y lo estúpido era que la convicción le llegaba de repente, pero le duraba tan poco, que apenas se daba cuenta de eso. Sólo esperaba no ser como una bola de nieve rodando desde la cima de una pendiente, haciéndose cada vez más grande hasta poder reventar, al fin, estrellándose contra el tronco de un árbol.


Cerró la puerta con un empujón del pie y el golpe seco reverberó por los muros del estacionamiento con un constante e insoportable eco. Si tan sólo pudiera irse a casa… pero sabia que todavía tenia cosas que hacer y que el breve descanso que había compartido con Edward era solamente un respiro antes de sumergirse en su totalidad en las peligrosas arenas movedizas: oh, pero tenia que hacerlo.


Tomó el elevador. El leve temblor bajo las suelas de sus zapatos y el olor a desinfectante de pino lo mareó un poco. El ruido de la lluvia aporreaba las paredes de hierro como si estuviera lloviendo alrededor de la misma caja metálica. La conocida punzada de cansancio que le daba en las sienes cuando sentía que ya no podía más, volvió, severa y perturbadora como siempre.


Cuando las puertas del elevador se abrieron, el destello anaranjado de las luces encendidas del recibidor lo cegaron, provocando que diera unos cuantos pasos hacia atrás antes de que sus ojos pudieran acostumbrarse del todo a la luz para permitirle ver a las personas que entraban y salían a la jefatura, blandiendo paraguas, sujetando periódicos por encima de su cabeza al igual que maletines, secándose la cara y los cuellos con pañuelos de papel.


La recepcionista, justo enfrente de él, hacia una llamada telefónica. Un hombre sin uniforme sacaba una lata de soda de la máquina expendedora. Una mujer desconocida mecía su largo cabello del color del chocolate, intentando sujetarlo en una coleta. Un par de policías inmovilizaban a un hombre por ambos brazos y lo arrastraban a una habitación privada. Una asistente llevaba montones de papeles abrazados contra su pecho…


Ese era el mundo. Ese era su mundo. Debía concentrarse y volver a él para poder hacer lo que tenia que hacer.


Y, tal como esperaba, encontró a Hughes de pie al lado de la recepción, con su teléfono móvil pegado al oído, hablando animadamente, tal vez con Gracia, aprovechando sus últimos minutos de descanso. Roy se acercó a él, sorteando una mujer uniformada de aspecto rudo y pasando al lado de un par de hombres de rostro compungido. Le puso una mano en el hombro a su mejor amigo para llamar su atención.


Maes giró el rostro para ver de quién se trataba. Sonrió al darse cuenta de que era él. Pronunció palabras melosas a su teléfono móvil (definitivamente estaba hablando con su esposa) y terminó la llamada, regalándole, después, toda su atención a Roy.


—Hey, hermano, ¿cómo te fue en el almuerzo? ¡Tienes una cara espantosa! Déjame adivinar, ¿se les terminó el pastel de espinacas antes de que llegaras y eso te ha puesto triste? Le diré a Gracia que te prepare un poco la próxima vez, ¡ella cocina tan bien! ¿No te parece que los platillos que prepara son lo mejor del mundo? —Preguntó, extasiado, sacando una fotografía del interior del bolsillo superior de su chaqueta azul—. Oh, no sé qué sería de mi si no me hubiera casado con ella, es tan bonita. ¡Y mi pequeña Elisia, oh, querida, cómo olvidarte! ¡Es lo mejor que jamás me haya podido pasar en la vida! —exclamó, al mismo tiempo que hurgaba en el bolsillo de su pantalón para sacar su cartera, la misma que abrió con un movimiento experto, dejando que una larga hilera de pequeñas fotografías de la pequeña Elisia se desplegara hasta llegarle a la altura del cinturón. Se las mostró a Roy—, ¿verdad que es hermosa?


Roy, impaciente, entornó los ojos y observó hacia su costado derecho, avergonzado, pues las personas a su alrededor estaban observándolos. Se dio una palmada en la frente y bufó.


—Es importante lo que tengo que decirte, así que si no te molesta dejar de hablar de tu hermosa familia durante un momento, necesito pedirte un favor —explicó, cerrando los ojos, luchando por mantener sus pensamientos fijos en las palabras que estaba diciendo, convirtiéndolas en un Todo momentáneo.


—¿Me hablarás sobre el mutismo que mantuviste durante la mañana y sus causas? Dime, Roy, ¿alguien te ha contado un cuento de terror? —preguntó, ocultando el destello cínico de sus ojos detrás del resplandor de sus gafas, iluminadas por la luz artificial de las mamparas sobre sus cabezas.


El bramido de la tormenta provocaba que sus palabras sonaran distantes, por lo que Roy confió en que nadie los estuviera escuchando. Aún así, echó un vistazo por encima del hombro para asegurarse. En cuanto se percató de que nadie los observaba, se acercó un poco más a Hughes y susurró a su oído, pretendiendo que quería hacerse oír por encima del fragor de la tormenta.


—Quiero que me proporciones todos los documentos que puedas con  información sobre el atacante de Riza. Todos, Maes —dijo.


Hughes escuchó sus palabras con atención, sin mudar en ningún momento su expresión, pero cruzó los brazos sobre el pecho, como si colocara una barrera entre los dos. Sus ojos seguían ocultos detrás del brillo de los cristales de sus gafas. Roy podía percibir a la perfección el aroma maderoso que despedían sus ropas.


Esperó por una respuesta. Maes no parecía dispuesto a darla. Los relojes de ambos marcaron el final de su hora de descanso.


—¿Para que diablos quieres algo como eso, Roy, para seguir torturándote, es eso? —preguntó Maes con un murmullo confidencial. Roy casi tuvo que leerle los labios para comprender lo que le había preguntado.


—Si tú estuvieras en mi caso, yo… —comenzó a decir, pero Maes levantó una mano, exasperado, para frenar sus palabras.


—Pero no lo estoy, Roy. Y por tu propio bien, ésta vez tendré que hacer caso omiso de tu petición. No permitiré que sigas lamentándote y regodeándote en tu pena haciendo ésta clase de cosas. No puedo. No quiero. Ódiame si eso te hace sentir mejor —ofreció, frunciendo el entrecejo, tomando su saco, el cual había dejado sobre el mostrador de recepción, echando a caminar hacia los elevadores.


Roy fue detrás de sus pasos con el mismo aire de un niño al que acaban de regañar por decir algo malo. Las puertas del ascensor se abrieron y los dos hombres entraron en completo silencio, solamente acompañados por el sonido de sus pasos en el interior de la pequeña cabina y por el imparable rugido de la lluvia que azotaba la ciudad.


Mientras el elevador se movía con lentitud, Maes luchó consigo mismo para mantener la boca cerrada. Roy, por otro lado, tenia la mirada fija en el perfil ausente de su mejor amigo.


—El hombre que la agredió está libre —dijo, como si eso zanjara el asunto. Esperó por una reacción de su amigo, sorprendida, molesta o solidaria, pero no se produjo ninguna de ellas.


Maes se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz, empujando el armazón con la punta de uno de sus dedos, procediendo después a meter las manos dentro de los bolsillos de su pantalón, dejando que su abrigo quedara atrapado entre su brazo derecho y su costado.


Los ojos negros de Roy estaban fijos en su rostro como si se tratara de lanzas. De pronto, ambos parecían haberse convertido en maniquís de rostros de porcelana con expresiones inmutables, aunque Maes era consciente de que casi podía oír los fuertes latidos del corazón de Roy.


Respiró profundo por medio de la nariz y contuvo el aire un segundo, retando la fortaleza de sus pulmones. Se imaginó que el latido de Roy sonaba en sus oídos como si se tratara de tambores. Una danza violenta que imitaba el trote del leopardo persiguiendo a una gacela en las parcelas. Eran el rugido poderoso de las patas del leopardo, feroz cazador, golpeando contra la tierra en la que inevitablemente debían estrellarse.


No pretendas que deje que te conviertas en un cazador, amigo mío, mi hermano, porque así como tus garras se clavaran en la suave piel de la gacela a la que persigues a su debido momento, habrá un «depredador» todavía más grande y fuerte que tú que pretenda hacerte lo mismo, porque ni el leopardo, con toda su fuerza y velocidad puede hacer algo en contra de una estampida de elefantes que se le viene encima. Y una vez atrapado bajo sus patas, ningún placer obtenido durante la caza de la gacela perdurará.


¿Te duele? ¿Te lamentas? ¿No encuentras la escapatoria correcta? Estás cometiendo un error, pero permíteme ser tus ojos, tus manos, tus pies, tu voz mientras te encuentras en la oscuridad. Permíteme llevarte de nuevo por el camino correcto, porque, como bien sabes, me he planteado una meta, la cual es llevarte a la cima pase lo que pase.


Por eso, te suplico que me perdones, pero mi respuesta definitiva es…


No.


Roy, que ese día ya había sufrido un ataque de ira, no pudo contenerse. Sintiendo que alguien más había tomado el control de su cuerpo, levantó ambos brazos y sujetó el cuello de la chaqueta azul de Maes con toda la fuerza que poseía, empujándolo dos pasos hacia atrás, provocando que su espalda golpeara con un ruido sordo la pared metálica del elevador, que seguía subiendo, imperturbable, hacia el siguiente piso.


Maes entornó los ojos al ver el rostro desencajado de Roy, al sentir sus manos arañándole los hombros, lastimándolo. Las gafas se le deslizaron unos centímetros hacia abajo sobre el puente de la nariz, provocando que viera una línea borrosa sobre la parte superior del armazón.


No hizo nada, no dijo nada, a pesar de saber que, en caso de ser verdaderamente necesario, podría desembarazarse del agarre de las manos de Roy casi sin esfuerzo. En esos momentos, sabía que expresar toda su ira por medio de esa clase de acciones sería lo mejor para él. Sólo por un instante, hasta que recuperara el juicio.


—¡Aquel que me quitó a Riza está libre, puedes ayudarme ofreciéndome toda la información que requiero, Maes! ¡¿Por qué estás negándote?! —exclamó con furia. Maes pudo sentir unas cuantas gotas de saliva rebotando contra sus mejillas y nariz.


Levantó las manos, sujetó las muñecas de Roy con la misma fuerza que éste empleaba para aferrarle, y provocó que su mejor amigo perdiera seguridad al darse cuenta de que podría ser vencido. Para aumentar su coraje, Maes sonrió a propósito.


—No dejaré que termines de hundirte en las arenas movedizas, Roy —advirtió con serenidad—. Si ya tienes los pies dentro, lo menos que puedo hacer es sujetar tus manos para que no te hundas más, por mucho que intentes arrastrarme detrás de ti.


—¡¿Qué demonios estás diciendo?! —preguntó Roy, sintiéndose incomprendido, al mismo tiempo que aflojaba el agarre en los hombros y la camisa de Maes, aunque éste, por su lado, no cedió el suyo en las muñecas de su mejor amigo, apretando un poco más sus dedos, haciéndole daño con las uñas.


El traqueteo del elevador había sido olvidado por ambos, así como el hecho de que las puertas terminarían abriéndose y ellos, siendo descubiertos por una multitud que les aguardaba en el pasillo en el que laboraban, condición propia de un edificio tan ajetreado como lo era ese.


—Y recuerda que, cuando te hundas tú, de forma inevitable lo haré yo también, algo que no me perjudicará demasiado, pues esto será el pago por empeñarme en conseguir que logres tu meta, pero, desgraciadamente, cabe la posibilidad de que Berthold nos siga. ¿Quieres eso? ¿Lo vas a permitir? ¿Sabes que con eso le partirás el corazón a ella?


—¡Cállate, por todos los cielos, Maes, cállate! —suplicó, apartando sus manos del contacto del otro hombre como si éste le quemara.


Se apartó hacia la pared contraría, con los manos sobre la cabeza, dispuestas a cubrir sus oídos en caso de que Maes no obedeciera su petición. El dolor, el vacio, la ansiedad y el miedo se abrazaron dentro de su cuerpo para convertirse en algo mucho más grande y horrendo: el terror.


¡Al diablo con Berthold! Había pensado al escuchar las palabras de Maes, dos segundos después, se había arrepentido y había sentido vergüenza de sí mismo, algo que le pasaba a menudo desde la muerte de Riza, que se había convertido en un mal insuperable, en su enfermedad personal, física y mental.


Sus manos estaban temblando de nuevo. Sus piernas habían perdido toda su fuerza, por lo que estaban a punto de dejar de sostenerlo. Sus ojos estaban empañados por una neblina gris que le impedía seguir viendo. Sus oídos habían sido invadidos por un zumbido que cubría todo ruido, toda voz, todo sentido. Su corazón, empalado por las palabras de su amigo, daba tumbos, intentando seguir luchando a pesar del dolor.


¡Eso era tan estúpido!


Tan estúpido.


Tan estúpido.


Sentir era estúpido.


¿Cómo podía dejar de hacerlo?


Las puertas del elevador se abrieron. No se había dado cuenta de que había tirado sus cosas al suelo al saltar sobre más, por lo que se inclinó para recogerlas, aparentando que nada había pasado. No había tanta gente en el corredor como había creído.


El camino hacia la puerta de su oficina se le antojó tan largo. Parecía mentira que media hora antes se hubiera encontrado con Edward y hubiera adquirido de sus labios el bálsamo que necesitaba para ser curado…


Pero esa era una medicina que no podría obtener nuevamente. Jamás. Porque no era justo que pinchara las alas de una mariposa con alfileres para hacerla parte de su propio dolor. Porque no lo ilusionaría para después obligarlo a darse cuenta de que su amor era pura putrefacción.


Lo siento, divina flor, ésta fue la ultima vez que bebí del néctar de tus labios antes de darme cuenta de que no hay más remedio para mi condenación. Pero estoy contento de haber acariciado tus pétalos dorados antes de darme cuenta de que estoy perdido… desgraciadamente perdido…


—¿Roy? —llamó Maes, preocupado, cuando su amigo caminó desde el elevador hacia el corredor con paso trémulo, como una hoja de otoño que se sacude con el viento.


—Lo siento, Maes —dijo Mustang, recobrando el tono poderoso y dominante que generalmente poseía su voz, aunque su rostro estaba pálido y decrepito—. No volverá a pasar ­­—¿Qué no le había dicho esas mismas palabras a alguien más media hora antes?


—No tienes que disculparte, Roy… podemos terminar ésta conversación de otra manera, ¿de acuerdo? Tenemos que terminarla. Ésta noche, cuando vayas a recoger a Berthold a mi casa, te quedarás a cenar, ¿sí?


—No. Lo siento —dijo, caminando por el largo corredor con el mismo paso seguro y sereno de siempre, acompañado por la lluvia golpeando sin discreción los cristales de las ventanas a su alrededor.


Sabía que la mirada de Maes estaba fija en su nuca. Se apresuró a entrar en su oficina. Sus hombres ya estaban ahí, trabajando y dispuestos a seguir haciéndolo con todo su fervor para no meterlo en problemas. Los observó como si apenas se estuviera fijando en los rasgos de sus caras.


En esos instantes no sabia ni siquiera cómo se llamaba.


Al diablo con Berthold, al diablo con Berthold sonaba en su cabeza como si se tratara de una cantinela Al diablo con Riza y al diablo con Edward.


Se sentó en la cómoda silla detrás de su escritorio después de saludar a los demás y tomó un par de hojas en blanco y un bolígrafo, sólo para mantener ocupadas sus manos. Las carpetas de rigor con papeles que debía firmar estaban acomodadas en un montón a su costado derecho: fingió no percatarse de su presencia.


—Fuery —dijo, sobresaltando al joven muchacho de gafas—, tenemos que hablar.


—Ah, sí, señor —aceptó el muchacho, levantándose velozmente de su silla, acercándose a la mesa de su superior.


 


Edward pegó la frente al cristal helado de la ventana del autobús. Largos hilos de agua escurriendo por el vidrio como si fueran ríos a escala, verticales, resbalándose después por el hierro que componía el cuerpo del autobús.


Levantó un dedo para dibujar el contorno de un pequeño canal, eliminando, de paso, un poco del vaho que empañaba el cristal, aunque no con la misma severidad que había contemplado en el interior del auto de Mustang.


Cuando su madre vivía, solía sentarse al lado de la ventana de su habitación, en su vieja mecedora de madera, a contemplar los arrojos que se formaban en las colinas de Rizenbul. Él y Alphonse, que solían observarla desde la puerta, habían tachado ese comportamiento de aburrido y pesado, pero ahora que Edward había crecido, creía saber porqué su madre encontraba tanto placer en una actividad tan sencilla como ver llover.


Había paz en la forma en la que la tormenta caía. Su sonido, su aroma, su color. Como si todos los problemas del mundo pudieran ser lavados con el agua proveniente de las nubes, como si todo grito de dolor, toda angustia o frustración pudiera desaparecer con el bramido de los truenos y el destello de los relámpagos.


Como si el cielo llorara por aquellos que no se atrevían a hacerlo. Como si le prestara sus lágrimas a Trisha, aquella que esperaba por el regreso de su amante. Como si le prestara lágrimas a Edward, aquel que se sentía perdido. Como si el cielo lavara y expiara sus culpas.


En esos momentos, lo que más estaba deseando era llegar a casa, sentarse en su cama y ver llover a través de la ventana de su habitación, tal como solía hacer su madre, cuyo recuerdo en esos instantes de perturbación le alivió un poco el malestar que bullía en el interior de su estómago como si se tratara de lava hirviendo.


Eso le daría tranquilidad. Aunque nada pudiera borrar el sabor de Mustang impregnado en sus labios.


¡No podía creer que el sucio bastardo lo había besado otra vez! Aunque, si le preguntaban, ese no era el verdadero problema: le molestaba haber permitido que pasara… otra vez. Como si delante de ese hombre perdiera el juicio completamente, como si algo en el interior de su cabeza funcionara mal. Y debía de ser así, porque no estaba enojado en lo más mínimo. Tampoco emocionado. Pero sí le hubiera gustado mandar lejos la vergüenza que se había abrazado a su piel.


Se sentía confundido, vacio, malentendido. ¿Qué demonios tenían los labios de Mustang que no podía rechazarlos? ¿Qué le hacían sentir? ¿Eran tan especiales que se rendía ante ellos apenas se acercaban a su boca?


Mustang no tenia nada de especial, eso lo había aprendido ese mismo día, justo después de la charla que habían mantenido, ¿entonces? ¿La próxima vez sería capaz de alejarse antes de otro beso al saber que Mustang no era más que un idiota?


La próxima vez…


¿Habría alguna?


Los labios de Roy, la forma en la que se habían besado, decía que si, pero… podría estaré confundiendo las cosas: sus labios también sabían a despedida. La punta de su lengua, caliente y húmeda, deslizándose por su labio inferior como si fuera un pincel empapado en pintura, le había dicho Adiós.


De nuevo se habían despedido.


Y, mientras sentía como el autobús traqueteaba por la calle empapada, circulando como una serpiente gigante por un mundo selvático en donde los árboles estaban hechos de cemento, piedra y materiales sintéticos, y los animales caminaban en dos patas, emperifollados hasta las orejas, Edward se preguntó si era por esa clase de sensaciones incontrolables que Mustang optaba a veces por sumergirse en un vaso de alcohol.


Claro, debía ser por eso. Para mitigar el horror que provocaba seguir viviendo, seguir luchando, seguir saliendo de la cama todos los días para ponerse al servicio y en manos de alguien más.


Creyó reconocer la sensación de desdicha que darse cuenta de que uno era un mísero grano de arena en un mundo tan vasto implicaba. Su vieja maestra particular se lo había enseñado años atrás, junto a Alphonse, y era una lección muy bien aprendida, pero también era la más horrible de todas.


Mustang debía pensar que el sabor del vodka en su lengua o que la acidez del whisky deslizándose por su garganta sería el material suficiente para construir una valla a su alrededor que impidiera el paso de los demás, del mundo entero, de su propia consciencia, a ese espacio que deseaba tener solamente para él mismo. Se encerraba en su propia jaula al intoxicarse con alcohol.


Y después tenia el cinismo de preguntarle porqué se molestaba tanto cuando se emborrachaba. Se quejaba porque Edward podía contemplar las cosas desde un punto externo y se tomaba la molestia de extenderle la mano antes de que tuviera que tocar fondo de una manera dolorosa y humillante.


Cobarde…


Él no es más que un cobarde…


Con sus propias palabras te lo ha confesado hoy…


Es un cobarde…


Y si no te apartas a tiempo, te convertirás en el vaso de vodka, de whisky, de jerez o de ron…


Parada de autobús. Estaba tan cerca de casa. La tormenta seguía. Se levantó del asiento, colgándose la mochila del hombro y bajó del vehículo al mismo tiempo que se levantaba el cuello del abrigo. Se empapó antes de que doblara la calle y comenzara a subir por la ladera. Había pocas personas alrededor, conocidos con gabardinas impermeables y sombrillas grandes de todos los colores posibles.


Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y buscó sus llaves. Sólo eran dos: la de la puerta de la casa y la de su habitación, que sobraba porque nunca la usaba, sujetas en un aro de acero que a veces hacia girar en uno de sus dedos para entretenerse.


Abrió la pequeña puerta de madera de la cerca de su casa y no se molestó en volver a cerrarla, pues no quería mojarse todavía más, aunque eso era una presunción de su parte, ya que en esos momentos lucia como si le hubieran tirado a una piscina. Corrió hacia la puerta, contento de estar bajo el resguardo del pequeño techo de tejas viejas mientras metía la llave en la cerradura y, una vez dentro de la casa, arrojó la mochila a un rincón del recibidor y se apresuró a quitarse el abrigo y la chaqueta que llevaba debajo, quedándose vestido con una simple camisa blanca.


Sus pantalones escurrían tanto como su cabello y en el interior de sus zapatos se habían formado un par de lagunas que le empapaban los calcetines y le hacían sentir extraño al caminar. Sin embargo, no se preocupó mucho por su propio estado hasta que se hubo asegurado de que sus carpetas, libretas y reportes estuvieran a salvo lejos de la mochila mojada.


Dejó las cosas sobre la mesa del recibidor, prometiéndose que en cuanto tomara una ducha metería el bolso a la secadora para que estuviera como si nada al día siguiente. La paga de Mustang había quedado atrapada entre su estuche de lápices y un libro de texto, pero no se preocupó mucho por eso.


En esos momentos, más le valía alejarse de cualquier cosa que proviniera de Mustang. Dinero, palabras, besos… recuerdos.


¿Por qué su corazón latía tan alocadamente dentro de su pecho?


—Soy un estúpido —se quejo, dándose una palmada violenta en la frente mientras se apresuraba a subir las escaleras y a entrar a su habitación. Las luces apagadas, las cortinas cerradas y la luz mortecina del día nublado le hicieron pensar que era tarde, aunque en realidad era más temprano de lo que se quería imaginar.


Ojalá Alphonse volviera pronto. Si tenía compañía, era posible que dejara de pensar en Mustang, en la manera en la que se acercó a él, en la sensación suave de sus labios rozando los suyos…


Desesperado, buscó una muda de ropa en los cajones de su armario y se metió al cuarto de baño, dispuesto a tomar una larga ducha que lo ayudaría a lavar todos sus pensamientos, así como la lluvia que había contemplado por la ventana del autobús había hecho, al mismo tiempo que pretendía recuperar el calor corporal que había perdido bajo el agua helada de la tormenta.


 


Havoc y Falman fueron los primeros en marcharse de la oficina, diciéndoles adiós a todos con un gesto de la mano, después les siguió Breda y, por ultimo, Fuery, quien no le había ofrecido demasiadas respuestas a sus preguntas.


La tarde era más tranquila y silenciosa ahora que había parado de llover, aunque Roy, con una ventana a sus espaldas, podía escuchar a la perfección el continuo goteo de los restos de agua que se habían quedado estancados en la punta de las hojas de los árboles y buscaban un inminente fin al desprenderse de ellas para ir a estrellarse contra el piso.


Ahora que todo se había quedado en silencio dentro de la oficina, se sintió en libertad de explotar. Se levantó de la silla y comenzó a pasear por toda la habitación, dándole un par de vueltas a su escritorio y, después, a las mesas de trabajo de sus subordinados.


Todo estaba tan perfectamente ordenado, todo a su alrededor era tan limpio, que le dieron ganas de romper unas cuantas cosas y arrojar otras contra las paredes para que el ambiente combinara mejor con su estado mental, iracundo, rabioso, desequilibrado.


No pudo contenerse por mucho tiempo y, cuando caminó cerca de su escritorio, tomó el portalápices metálico colocado sobre unas cuantas carpetas y, sin pensarlo demasiado, lo arrojó contra la pared que tenia delante. El estallido de plumas y lápices chocando contra el muro fue tan liberador…


Hasta que la vergüenza le sujetó por las muñecas para impedirle moverse y obligarlo a contemplar el desastre que había provocado, pues algunos bolígrafos habían reventado y su tinta formaba gruesos charcos de color en el piso, manchando lápices y rotuladores.


Pálido y tembloroso, tomó la caja de pañuelos de papel de la mesa de Falman, arrancando unos cuantos por la hendidura sobre la parte superior, acuclillándose al lado de las manchas oscuras sobre el piso para comenzar a limpiarlas. Sus bolígrafos favoritos, los que se habían destruido al impactar contra la pared, no tenían salvación.


Los tomó junto a los papeles sucios y los arrojó a su papelera, escondida debajo de su escritorio, casi vacía.


Tenia que controlarse. Esos arranques emocionales no le servían absolutamente de nada, ya que ni siquiera implicaban una liberación, sino todo lo contrario: cada vez que sucumbía ante la irritación, era como si cadenas invisibles se aferraran a su cuerpo, asfixiándolo.


Y de nuevo, la ira se desató, obligándolo a cerrar su mano derecha en un apretado puño. La odió a ella como jamás en su vida había odiado a nadie y maldijo su recuerdo, gravado en lo más profundo de su mente como si lo hubieran tallado con martillo y cincel en lo más profundo de sus pensamientos. Tardó poco en arrepentirse, como siempre terminaba haciendo, en pedir perdón en silencio y en lamentarse otra vez.


Se dejó caer en su mullido asiento con gesto cansado y se cubrió los ojos con una mano. Se daba cuenta de que su verdadero coraje era con el mundo entero, del que formaba una mínima e insignificante parte, que no le ofrecía ninguna clase de respuestas.


¿Riza lo estaría observando? ¿Riza sabría lo que acababa de pensar en esos momentos? ¿Riza sabría la carga que estaba dejando entre sus manos? ¿Riza sentiría su desdicha como si fueran un solo ser todavía?


No quiero vivir en un mundo donde no estás tú… pero al mismo tiempo siento pavor de abandonar mis viejos sueños aunque ya no signifiquen nada para mi. ¿Puedes perdonarme por intentar aferrarme a alguien que me recuerda el color de tu cabello o el destello de tus ojos? ¿Por no saber ser un buen padre para Berthold o el hombre valiente que tú merecías tener a tu lado? ¿Cuándo nos volveremos a ver? ¿Cuando se terminará la agonía, Riza…? ¿Cuándo? 


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