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Seducido por un idiota por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 19


Se busca niñera


Maes no lo esperó para irse juntos, por lo que Roy supuso que su amigo comenzaría a evitarlo a partir de ese momento después de lo ocurrido durante la mañana. Con un dolor insufrible en el pecho, se lamentó mientras tomaba el elevador para bajar al estacionamiento.


Su abrigo reposaba bajo su brazo y su maletín colgaba despreocupado de uno de sus dedos.


Buscó las llaves del auto en el bolsillo derecho de su pantalón, encontrándolas y tomándolas para abrir la puerta del conductor. Una vez llevada a cabo la acción, arrojó sus cosas al asiento del copiloto mientras se sentaba en su cómodo sillón forrado de piel.


Su auto siempre estaba limpio tanto externa como internamente y olía a Frescura de Pino, un desodorante para auto que, a modo de broma, le habían regalado las chicas del bar de Madame Christmas la ultima Navidad. A veces, se reía todavía al imaginar la expresión que debía tener al momento de recibir la pequeña caja no mayor de los cinco centímetros de ancho y de alto que contenía tres aromatizantes con forma de árbol. Y después, ellas se habían burlado y le habían entregado el verdadero regalo: una navaja de afeitar magnifica con mango de ébano que le hacia sentir como un verdadero barbero cada vez que la usaba.


Sí, ellas siempre le daban regalos buenos.


Metió la llave en la ranura y la giró. El motor rugió y vibró como de costumbre mientras él movía la palanca para luego moverse en reversa. Quedaban pocos autos a su alrededor. En la entrada del estacionamiento había una gran, pero poco profunda, laguna formada por culpa de la tormenta que había perdurado por casi medio día. Sus llantas se mancharon de lodo.


Mientras permitía que un auto que circulaba por una calle aledaña se colocara delante de él, observó el cielo nublado. Las nubes mostraban una amena tonalidad violeta que recordaba los pétalos de las flores del parque central. Él, que nunca se fijaba demasiado en esa clase de cosas, era capaz de contemplar la belleza del mundo justo cuando no quería pertenecer a él más…


Pronto llovería de nuevo. Sería mejor que se diera prisa y fuera a casa de los Hughes por Berthold. La idea de ver a su hijo de cuatro años de nuevo no lo emocionaba demasiado…


Por un momento, se imaginó que tenia el poder de regresar el tiempo hasta ponerlo en un punto agradable de nuevo: tal vez cuando Riza ya se había marchado de la ciudad para atender su embarazo en casa de su padre y él se pasaba constantemente por el bar de Madame Christmas para tomar una copa en compañía de Vanessa o para bailar con Jacqueline.


Sí, ese sería el mejor momento de todos: cuando podía contonearse sobre un piso de madera lacada con ambas manos puestas en las caderas de una mujer deliciosa, escuchando música suave y sensual mientras respiraba el perfume exótico que despedía el cuello de la grácil dama al mismo tiempo que le susurraba palabras seductoras al oído…


Cuando no tenía que preocuparse por criar a un niño pequeño o por el pánico que le daba la posibilidad de estar haciendo las cosas mal.


Torció la boca con desagrado mientras avanzaba al paso pausado de la larga hilera de autos que recorrían la calle central. Las luces de las farolas estaban encendiéndose ya, con una lentitud que recordaba al ascender de las luciérnagas entre las largas hojas de pasto al lado de un río, mientras el destello proveniente de las ventanas de las tiendas a su alrededor proyectaba charcos de luz dorada sobre las aceras.


Las personas eran como sombras moviéndose a su alrededor de manera distraída. De pronto, el mundo entero había dejado de existir y el único ser que deambulaba por las calles era él, sumergido en una completa e inevitable soledad…


Y pensar que en primera instancia su deseo más grande había sido proteger a todas esas personas. Realmente, ¿cuántas de ellas serían dignas de ser protegidas por él? ¿Valdría la pena hacerlo? ¿El pago por cumplir ese deseo fue perder a la persona que más amaba sobre la faz de la tierra? ¿Significaba que eso en verdad llegaría a su meta?


Intercambio Equivalente.


Respiró por medio de la boca. Algo en lo más profundo de su pecho le decía que posiblemente estaba equivocando esa frase. Oh, pero era cierto que para obtener cierta cosa era necesario sacrificar algo de igual valor, una ley de vida que se aplicaba con prácticamente todo: ¿cuál sería el precio a pagar en caso de lograr su cometido? ¿Tendría que dejar solo a Berthold?


Escuchó la bocina de un auto sonando a sus espaldas. La hilera de autos era todavía más larga que cuando había enfilado por la calle, tanto por delante como por detrás de él, no podía hacer nada para que el trafico fuera más rápido, así que intentó relajarse mientras esperaba a que los autos volvieran a avanzar.


Respiró hondo.


Esa mañana, todo había ido perfecto con Edward sentado a su lado, los dos conversando como si tuvieran la posibilidad de que las cosas entre ambos mejoraran, como si pudieran llevarlas a un segundo término.


Le había gustado contemplar el destello de su cabello dorado contra la luz blanquecina del día tormentoso e incluso había querido tocarlo, pero el muchacho no se había mostrado conforme. Le gustaba que, siendo un adolescente todavía, quisiera comportarse como un hombre.


También se había sentido muy a gusto cuando le había permitido besarlo, sin huir ni recriminar. Su boca inexperta le daba la sensación de que podría ser él quien le enseñara. El vaho que salía por la rendija entre sus labios mientras se apartaba le parecía una insegura invitación a volver a buscarlo.


Pero no, ¿a qué demonios había estado jugando todo ese tiempo, uh? No era justo que, al sentir que se precipitaba hacia el abismo quisiera sujetar de los tobillos a cuanta persona se le pasara por delante para prolongar el tiempo de caída. Él mejor que nadie sabía que, una vez perdido el juicio, era imposible recuperarlo.


¿Y si no estoy tan perdido como creí? Pensó.


Más que un consuelo, esa posibilidad era una tortura que se incrustó en su cabeza como una larga aguja para tejer que sobresalía por su coronilla. Prefería pensar que estaba enloqueciendo para tener una justificación a sus acciones. Eso era mil veces más fácil que darse cuenta de que, a sus veintinueve años, seguía siendo tan inmaduro como un niño de educación primaria.


Con el sonido de cláxones sonando y el de llantas surcando los canales de agua sucia que se había estancado en las calles después de la lluvia, los autos volvieron a avanzar. Él tardó un poco en darse cuenta, por lo que no le sorprendió que más bocinas comenzaran a quejarse.


Pisó el acelerador y colocó sus manos firmemente en torno al volante. A veces era fácil que olvidara que Berthold se ponía nervioso si se retrasaba y no llegaba a la hora prometida para recogerlo y llevarlo a casa. Se preguntaba si Riza en algún momento habría enfrentado esa clase de situaciones.


Estaba seguro de que todo sería más fácil si ella no se hubiera ido…


 


Gracias abrió la puerta después de que llamara dos veces al timbre. Vestida de manera sencilla, con los labios coloreados de una tonalidad coral que le daba un aire casi inocente, ella le sonrió. Roy, que sentía que su entrecejo se había quedado fruncido para siempre, fue incapaz de devolverle el gesto, pero Gracia no lo resintió.


Le hizo un gesto con la mano para que entrara a la casa y, con un pie dentro y el otro sobre el peldaño debajo de la puerta, Roy dudó: no tenia idea de si Maes había vuelto ya o no. Después de lo que había ocurrido entre ellos durante la mañana, no estaba muy seguro de que poner los pies en su terreno fuera demasiado sensato de su parte.


—No te preocupes —dijo Gracia con su voz suave y tranquila—, Berthold está cenando con Elisia, todavía no terminan —explicó el motivo de su ofrecimiento—, ¿quieres tomar mientras tanto una taza de té?


—La verdad es que preferiría marcharme lo más rápido posible —dijo sin pensar. Gracia abrió mucho los ojos y separó los labios pretendiendo preguntar algo, pero Roy levantó ambas manos antes de que ella dijera nada, en son de paz—. Es que parece que lloverá de nuevo —aclaró. Gracia le sonrió de nuevo, comprendiendo, aunque sin percatarse de que Roy le estaba mintiendo.


—Entiendo. Los niños no tardarán tanto. En unos minutos, tendrás a Berthold contigo —prometió serenamente, girándose de nuevo para encarar a Roy, que se había quedado de pie en el vestíbulo de la casa, con la puerta abierta a sus espaldas, recibiendo una corriente de viento helado en la espalda—. Roy, ¿tú sabes porqué Maes estaba tan desconcertado? Llegó hace un momento, casi antes de que llamaras a la puerta, pero se ha portado un poco extraño. ¿Tienes idea de qué le ocurre, son problemas en el trabajo? —preguntó, preocupada.


Roy sintió como si alguien le hubiera dado una patada en la espinilla. Con el entrecejo fruncido, dio unos cuantos pasos hacia atrás. Su rostro se reflejó en un espejo colocado sobre una mesilla pequeña y se sorprendió al descubrir las ojeras en las que flotaban sus ojos y también sus mejillas descoloridas. Su aspecto era nefasto.


El único problema de Maes, soy yo.


—No tengo idea, lo siento.


—Oh, bien. Hablaré con él más tarde. Debe de ser el cansancio. Tampoco te malpases demasiado, Roy —pidió, sonriéndole nuevamente con amabilidad—. Desde hace unos días te veo cansado. Comprendo que tu situación es difícil ahora y que el pequeño Berthold necesita mucho esfuerzo de tu parte, pero tomate las cosas con calma, ¿sí? Maes y yo te ayudaremos en todo lo que podamos. No te preocupes demasiado.


Ésta vez, Roy pudo devolverle la sonrisa, pero no fue un gesto alegre, sino uno manchado de melancolía. Le hubiera gustado caminar hasta su auto, encerrarse en su interior y no volver a salir de ahí jamás para no exponerse a las muestras de cariño de la gente. Eso era lo que menos necesitaba: eso le hacia sentir querido.


—Muchas gracias, Gracia —dijo con seriedad.


Gracia le sujetó una mano durante un segundo, apretándole los dedos con calidez para demostrarle su total apoyo. Roy sintió como si la palma de su mano le quemara y le dejara la piel en carne viva, algo que distaba mucho de la gratitud que había sentido hacia Edward aquella vez que el muchacho le había sujetado una mano para tranquilizarlo cuando había colapsado en el interior de su auto…


Su piel, su voz, sus labios eran un bálsamo curativo puesto a su disposición y era mucho lo que hubiera dado por poder conservarlo… por poder mantenerlo cerca.


—Por cierto —dijo la mujer, soltándole la mano e interrumpiendo de repente sus pensamientos. Roy la observó directamente a los ojos, intentando concentrarse en ellos y no en el recuerdo de la piel de la mano de Edward sobre sus nudillos, apretando sus dedos con una fuerza masculina y necesaria para devolverlo a la realidad, aunque no tuvo demasiado éxito—, este viernes no podré hacerme cargo de Berthold, lo siento —explicó. Parecía que ese comentario la hacia sentir mal, sobre todo después de haberle dicho que lo apoyarían en cualquier cosa, pero Roy no dio señales de molestarse o sorprenderse, tal vez, simplemente, porque le costaba trabajo escuchar y entender sus palabras, como si éstas fueran pronunciadas al otro lado de una pared lo suficientemente gruesa para impedirle comprender—, es el cumpleaños de mi padre, así que Elisia y yo pasaremos todo el día con él.


—No te preocupes por algo como eso, me las arreglaré —prometió, aunque no tenia idea de con qué debía arreglárselas.


—Bien —sonrió de nuevo Gracia. Desde el comedor vinieron los sonidos de risas y sillas siendo arrastradas por el piso. Roy supuso que los niños habían terminado por fin de cenar. La voz de Maes provino desde la habitación de al lado, aunque no pudo descifrar lo que estaba diciendo—, contrataste una niñera, ¿verdad? Maes me ha dicho que es ese muchacho que estaba en tu auto la última vez, ¿es bueno con el niño?


¿Bueno…?


—Sí —respondió de manera distraída—, Berthold se lleva bien con él y con su hermano. Juega con ellos. Me es fácil llamarlo cuando tengo problemas —explicó, aunque no estaba seguro de que fuera realmente así: más bien, acudía a él en cuanto ya tenía problemas, sin avisarle antes. Bien, entonces que se quejara la próxima vez…


¿Próxima vez? ¿Habría una en verdad?


La tenía justo enfrente.


—¡Eso es magnifico! Me dejas tranquila —festejó ella con un tono de voz encantado.


Roy se dio cuenta de que Gracia era verdaderamente diferente de todas las mujeres que acostumbraba frecuentar, incluso que Riza, por lo que no pudo evitar sentir un profundo cariño por ella, idéntico al que sentía por Hughes. Él, que estaba acostumbrado a mujeres de carácter feroz y arrojadas a sus necesidades o a su labor, se sintió agradecido de tener a personas como esas a su alrededor. Ahora sabía que Berthold no se quedaría solo.


No se quedaría solo. En caso de que a él se le ocurriera hacer una estupidez.  


Berthold salió del comedor acompañado por Hughes y Elisia. Maes y Roy intercambiaron una mirada seria que dejó en claro que las cosas entre ellos permanecieran tensas durante un tiempo: hasta que Roy dejara de lado sus absurdos planes o hasta que Maes aceptara apoyarlo con ellos.


Era obvio que ninguno de los dos hombres daría su brazo a torcer, por lo que en esos momentos lo mejor que pudieron hacer fue endurecer sus facciones y sostenerse la mirada mutuamente.


Roy elevó el mentón con altanería, algo que provocó que Maes sonriera socarronamente y ladeara el rostro hacia su costado derecho, permitiendo que su expresión se convirtiera en una todavía más arrogante que la de Mustang. Ambos tuvieron un repentino flashback que los transportó velozmente a la época de academia que habían compartido, compitiendo en cualquier campo disponible, intentando dejar detrás al otro para demostrar quién era el mejor. Hasta que la amistad había sido inminente y habían decidido unir sus vidas por medio de la amistad…


—Papi —llamó Berthold, que había ido a la sala de estar por su mochila y su chaqueta—, ya estoy listo —reveló, girándose después para observar a Maes, Gracia y Elisia—. Hasta pronto —se despidió, agitando la mano.


Roy se inclinó para tomarlo en brazos con un ademán veloz. Gracia parecía haberse dado cuenta de que el verdadero problema de su marido tenía que ver con él y no con asuntos laborales. No quiso tener que dar explicaciones. Imaginarlas le provocaba ansiedad.


—Adiós. Gracias por cuidar de Berthold —dijo al mismo tiempo que se volvía en dirección de la puerta. Gracia y Elisia se despidieron también, Maes, por otro lado, fue detrás de ellos, aunque sin mudar su expresión seria.


Una vez salieron al frío nocturno, Maes cerró la puerta de su casa a sus espaldas. Roy fingió acomodar a Berthold mejor contra su hombro para conseguir un pretexto para levantar la cara y observar la de su mejor amigo sin más insolencia de por medio.


Maes fue el primero en romper el silencio.


—No estoy enojado contigo, Roy —aclaró, levantándose las gafas sobre el puente de la nariz con un ademan sencillo de la mano—, pero no te apoyaré con lo que me estás pidiendo. Lo siento.


—Está bien —susurró Roy, no queriendo profundizar en la plática pues presentía que Berthold estaba adquiriendo cierto aire entrometido de los programas que veía en la televisión: en esos momentos, el niño observaba alternativamente a los dos hombres, no perdiéndose detalle de la conversación aunque fuera poco lo que comprendía de ella—. Tampoco estoy enojado. Y quiero que sepas, también, que el no tenerte a mi lado no será un impedimento para cumplir lo que deseo, Hughes.


—Imaginaba que dirías algo como eso —se lamentó el hombre de gafas, cuyo cabello oscuro, así como el de Roy, se sacudió con la brisa del viento. Berthold ocultó el rostro en el cuello de su padre cuando las mejillas comenzaron a ponérsele rojas. Un trueno sacudió la tranquilidad de la noche—. Hazme un favor, pequeño Roy: llama a la niñera ésta noche.


—Tengo que hacerlo de todas formas —explicó, encogiéndose de hombros al recordar las palabras de Gracia sobre su cita del viernes.


Caminó hacia su auto, sintiendo la presencia de Maes detrás. Mientras subía a Berthold a la parte trasera del auto y le colocaba el cinturón de seguridad, observó por el rabillo del ojo la expresión de Maes, serena e indiferente a la vez. No estaba bromeando al pedirle que llamara a Edward. Parecía tener la esperanza de que él pudiera convencerlo de no hacer una estupidez. Pero esa conversación ya la había tenido con su niñera esa mañana y, para desgracia de Maes, Edward no lo había convencido de cambiar su punto de vista sobre las cosas.


De hecho, Roy dudaba que algo sobre la faz de la tierra pudiera hacerlo prescindir de sus ansias de resarcimiento.


 


Esa noche, cuando la casa quedó en silencio después de que Berthold se fuera a dormir, Roy se propuso llamar a Edward. No pasaban de las nueve y media. Pero antes de llevar a cabo cualquier cosa relacionada con la niñera, fue a la cocina con paso pausado para sacar una nueva botella de licor de la gaveta de la alacena.


No podía alardear de tener demasiadas botellas buenas. La mitad del contenido del armario se componía de regalos de viejos amigos y compañeros de trabajo y no era algo que pudiera jactarse de satisfacer a su paladar, pero servían para sus propósitos mundanos de perder la consciencia al grado de dejar de pensar.


Pensar. Un castigo hecho únicamente para el ser humano.


Sacó un vaso de la alacena y lo llenó hasta la mitad con el contenido de la botella de brandy que acababa de sacar de la gaveta. Aunque esa no era su bebida favorita, se había quedado escaso de whisky en su ultima visita a la cocina, la noche pasada.


Dio un sorbo mientras caminaba a la sala con verdadera pereza para tomar su teléfono, el cual había arrojado sobre el sillón de la sala. Lo tomó, seleccionó el número de Edward y llamó. Esperó un par de segundos antes de que la voz cansada del muchacho le respondiera.


En cuanto lo escuchó decir «¿Qué quieres, Mustang?» con cierto grado de hastío, las ganas de seguir bebiendo se le neutralizaron. Si escuchaba el sonido de su voz era como si un analgésico le fuera administrado y el efecto de sus labios era mil veces peor.


—Llamaba porque necesito que cuides de Berthold el viernes, ya que la esposa de mi amigo no puede —dijo, sin andarse con rodeos, recargándose en el respaldo del sillón para cerrar los ojos relajadamente y dar un nuevo sorbo a su vaso, aunque éste más pequeño que todos los demás, únicamente para humedecer sus labios.


—No puedo —se negó Edward casi de inmediato, aunque a Mustang no le sorprendió—, tengo clases durante toda la mañana y salgó a las dos de la tarde.


—Eso es ponerme en un predicamento, ¿sabes? —comentó, enderezándose mejor en el asiento. Ya había contemplado esa posibilidad, por supuesto, pero al ser la única y mejor de sus opciones, había decidido dejarla pasar de largo: ¿ahora qué diablos iba a hacer?


—¿Y qué demonios puedo hacer? Además, no soy una niñera.


—¿A quién intentas engañar? ¿Cuántas veces lo has cuidado hasta el momento? —preguntó, divertido con la seriedad que Edward había empleado para su aseveración. Lo escuchó murmurar una palabrota, por lo que su sonrisa se acentuó.


—Ese no es el punto —replicó Edward, insistente, haciendo que Roy sonriera todavía más—: se trata de que no puedo seguir cuidando de Berthold, ¡consigue a alguien más!


De pronto, se hizo el silencio. Roy había comprendido cierta parte de sus palabras de una manera que le desagradó. Dio otro trago a su vaso: el alcohol le adormeció la punta de la lengua y le raspó la garganta al pasarlo.


—Pensé que ésta mañana habíamos dejado claro el motivo por el que no quiero conseguir a nadie más —siseó, molesto, cruzando una pierna sobre la otra con altanería. Edward se aclaró la garganta ruidosamente, provocando que Roy se apartara un poco el teléfono de la oreja para no escuchar el sonido lastimoso de su tos.


—¡No dejamos en claro nada! ¡Consíguete a alguien más! —insistió el muchacho. Roy escuchó el sonido de varias hojas de papel siendo estrujadas y unos cuantos bolígrafos siendo arrojados sobre una superficie. Se preguntó si estaría haciendo algún trabajo para la escuela.


Murmuró algo, sin decir realmente nada significativo. Edward tampoco dijo nada que los arrastrara a ambos a ninguna conclusión, pero a Roy le hubiera gustado mucho que se siguiera quejando, incluso que siguiera proponiéndole que se consiguiera a alguien más como niñera de Berthold por el simple hecho de querer escuchar su voz.


El sonido de sus palabras, el timbre ronco proveniente de su garganta, lo rudo de sus palabras y la docilidad con la que aceptaba su presencia le parecían el faro que lo prevenía de ir a estrellarse contra el inevitable risco, aunque supuestamente había llegado a la conclusión de que pronto dejaría de tener algo que ver con él, por su bien.


Pero Edward era adictivo como el mismo alcohol que tenia dentro del vaso que sujetaba con la mano. Era como oler un perfume en la distancia y no querer perderlo a pesar de ser consciente de que con el flujo del viento desaparecería. El simple color de su cabello o el resplandecer de sus ojos le decía que debía mantenerlo cerca…


Pero eso era tan injusto: en el fondo era muy consciente del porqué lo deseaba tanto y si alguien le hubiera hecho algo como eso a él, estaba seguro de que su ego se hubiera sentido furioso. Pero no lo podía evitar. Simplemente, no podía.


—Te has quedado callado de repente —dijo Edward, sacándolo de sus elucubraciones de golpe.


—Estaba pensando… —confesó—. De todas formas, ¿cómo podría conseguir a alguien que cuide del niño de aquí al viernes? Es muy complicado.


—Pon otro anuncio en el periódico, seguramente alguien te responde —propuso Edward sin entusiasmo.


Roy rió despectivamente.


—¿Qué pasa si se trata de un muchacho desesperado por conseguir dinero para comprar la medicina de su hermano? —preguntó con seriedad. Escuchó a Edward toser.


—Pues le das el trabajo luego de dejarlo esperando casi cuatro horas en un jodido café —respondió. Ninguno de los dos se estaba burlando de la situación, sino todo lo contrario: sonaban tan apagados, que Roy no le auguraba mucho tiempo más a esa conversación—, pero no te embriagues y respires en su cuello mientras está dormido en tu sillón. Eso es escalofriante.


Roy se quedó sin aire durante un segundo: de aquella noche, solamente recordaba haberse acercado demasiado a él y haberle tocado el cabello, pero haberle respirado en el cuello, dejándole sentir el calor de su aliento sobre la piel, le pareció demasiado.


Un rubor extraño se extendió por sus mejillas, obligándolo a levantarse e ir a la cocina para llenar nuevamente su vaso. Deseó que Edward no escuchara el sonido del licor golpeando el interior de la copa: era posible que se molestara de nuevo y le colgara el teléfono.


—¿Debería convertirlo en el confidente de mis penas? —preguntó después de darle un sorbo al liquido frío. La punta de su lengua se adormeció. Edward no contestó—. Tal vez comparta con él un beso también… ¿eso te molestaría? —Edward guardó silencio de nuevo. Roy se sintió expuesto: en caso de que la respuesta fuera negativa, se daría cuenta, de una vez por todas, de que todo estaba perdido.


—Mustang —respondió por fin Edward, aunque con un hilo de voz que era difícil de escuchar con claridad—, haz lo que quieras. No puedo cuidar de Berthold el viernes. Buenas noches.


Y la llamada terminó.


 


El jueves por la tarde, Roy se planteó seriamente la posibilidad de llevar a Berthold con él al trabajo el día siguiente, pero una vocecita interna dentro de su cabeza le dijo que esa sería la más patética y desesperada de sus opciones, por lo que, mientras comía, pinchando el pollo con los dientes del tenedor con más fuerza de la necesaria, intentó hacer memoria de todos los conocidos con los que tenia buenas relaciones.


Al darse cuenta de que pocos nombres venían a su mente, se aventuró a subir a su habitación y a sacar del cajón superior de su mesilla de noche su agenda «secreta» en la que predominaban los nombres y números de ciertas damas que había conocido en el pasado. En su mayoría, se trataba de buenas mujeres que había conocido en el bar de Madame Christmas y con las que había tenido un enamoramiento de media noche, especial a su debido momento e irrelevante al amanecer.


A veces, cuando se encontraba a algunas de ellas en la calle o en algún sitio en específico, las saludaba con caballerosidad y las invitaba a un café que ellas aceptaban con gusto: se preguntó si alguna de ellas estaría contenta ahora de que las invitara a cuidar de su hijo de cuatro años. Le hubiera gustado mucho no tener que preguntarles.


Antes de marcar cualquier número al azar, observó la larga lista de nombres que se extendía a lo largo de quince páginas. Vanessa, Jacqueline, Susana, Victoria, Kate… no tenia ni la más remota idea de quiénes podrían ser.


Llamó a Susana primero.


Susana se puso contenta (en extremo) al escuchar su nombre.


—…Así que tienes un hijo pequeño —dijo la voz femenina luego de que Roy le hablara sobre sus circunstancias. De cierto modo, al escuchar la incertidumbre de la muchacha se dio cuenta de que acababa de cometer un error: ciertamente, era inusual que una mujer aceptara cuidar al hijo de otra… con la que había compartido al mismo hombre.


—Sí —dijo, riendo de manera nerviosa. Susana no pareció compartir su felicidad—. Escucha, no tengo a nadie con quien dejarlo mañana, porque trabajo, y pensé que tú podrías hacerme el favor de…


—No puedo, lo siento —y cortó la llamada mucho más rápido de lo que Edward solía hacerlo.


Decepcionado, se recargó contra la cabecera de su cama. Supuso que con ninguna mujer funcionaria la misma promesa que le hacia a los hermanos Elric («¡Les pagaré lo que quieran!»), algo que le complicaba todavía más las cosas. ¿Por qué demonios tener un hijo pequeño significaba tanto problema? Si tan sólo Riza estuviera ahí…


Antes de tener un nuevo ataque de furia, llamó a Vanessa, quien también se mostró contenta de «escucharlo de nuevo» hasta que mencionó a Berthold. Luego de que pasara exactamente lo mismo con Jacqueline y Victoria, comenzó a deprimirse: nunca en su vida tantas mujeres le habían colgado el teléfono de forma continua luego de hablarle con voz gutural.


Repentinamente le sobrevino el pánico de lo que pasaría en caso de no encontrar a nadie que cuidara de Berthold: tendría que llevarlo al trabajo, en donde posiblemente haría un desastre y provocaría que se responsabilizara un poco más de él, interfiriendo con sus labores, seguramente lo metería en problemas con sus superiores y…


Como última opción, llamó a Kate para preguntarle si podía cuidar del niño el día siguiente.


Kate dijo que sí.


 


Edward levantó las piernas de forma simétrica, sosteniéndolas delante de él como si fuera un equilibrista, permitiendo que Alphonse aspirara la alfombra debajo de sus pies. Él, mientras tanto, pasó la hoja del libro de química que leía con renovada pasión, consciente de que esas últimas semanas había estado descuidando las cosas que verdaderamente le gustaban por culpa de las preocupaciones que le provocaba Mustang.


—Por cierto —comentó Alphonse repentinamente, elevando la voz para hacerse oír por encima del zumbido de la aspiradora—, mañana no tengo clases: mi profesora de Biología se ha roto una pierna y tiene incapacidad y tampoco tendré Filosofía y Gimnasia, así que estoy completamente libre. Creo que pasaré por casa de Winry para visitar a la abuela. Con un poco de suerte, es posible que haya preparado más tarta.


—Sí, no te olvides de traerme un poco, ¿de acuerdo? —Comentó, sin despegar los ojos del renglón que estaba leyendo, aunque se sobresaltó de pronto y cerró el libro, que produjo un ruido sordo—. ¿No tienes clases mañana?


—Eso es lo que te acabo de decir —le recordó Alphonse, un poco dolido por la falta de atención de Edward, aunque eso no era nada del otro mundo para él cada vez que su hermano se ponía a leer.


—Mustang necesita que alguien cuide a Berthold mañana —dijo sin rodeos.


Alphonse se mostró entusiasmado con la idea.


—¿Por qué no lo llamas? Puedo llevarlo conmigo a ver a la abuela, se divertirá. La última vez que nos vimos me contó que su padre no lo saca mucho de la casa y me dijo que le gustaría mucho salir por ahí.


—¿Con éste clima? Ustedes están locos —se quejó, sacando su teléfono del bolsillo de su pantalón, marcando el número de Mustang sin ponerse a pensar demasiado en que esa sería la primera vez que sostuviera una conversación con él delante de alguien más. Se aclaró la garganta al mismo tiempo que Mustang tomaba la llamada—. Ah, hola, uhm, soy yo… —Mustang hizo un ruido con la garganta parecido a un ronroneo. Edward se sonrojó y levantó las rodillas contra el pecho, abriendo el libro de nuevo solamente para cubrirse la cara con él, pues los ojos de Alphonse estaban clavados en su cara, expectantes—. Llamaba para decirte que mi hermano está libre mañana, así que él puede hacerse cargo de Berthold.


Silencio.


Alphonse apagó la aspiradora y fue a dejarla al corredor, al lado de un balde lleno de agua jabonosa.


—Gracias —dijo Mustang por fin, provocando que Edward sintiera que los músculos de todo el cuerpo se le ponían tensos—, pero ya encontré a alguien más que cuidará de él.


En cuanto escuchó esas palabras, Edward sintió que algo se estrujaba en su pecho. Apretó la mano derecha en un puño al mismo tiempo que permitía que el libro se deslizara por sus rodillas hasta golpearle el abdomen. Alphonse entró a la sala de estar de nuevo, observándolo con recelo.


—Ah, vaya, bien… entonces… hasta luego.


—Adiós.


—Sí, adiós —se despidió también, sintiendo como la cara se le calentaba más con cada segundo que pasaba, pero fue completamente incapaz de ocultarla de Alphonse, por lo que simplemente levantó la mano que tenia libre y comenzó a mesarse uno de los flequillos que tenia a ambos lados de la frente con los dedos—. Ah, Mustang… ¿quién es?


—Una chica que conocí hace tiempo. Se ha mostrado encantada con la idea de vernos de nuevo. Me ha prometido que pondrá su mejor esfuerzo cuidando a Berthold —aclaró sin mofarse, manteniendo una voz que expresaba confidencialidad y seriedad. Eso hizo que las cosas se sintieran peores.


—Que bueno —susurró Edward—. Adiós.


—Adiós.


Se retiró el teléfono de la oreja y lo dejó caer sobre el cojín del sillón tras presionar un botón. Recogió el libro que tenía desparramado sobre el abdomen y se acomodó mejor en el sillón, con el rostro un poco ensombrecido.


—¿Qué te ha dicho, hermano? —preguntó Alphonse, preocupado por el repentino mutismo de su hermano mayor.


—Que alguien más se hará cargo de Berthold —respondió con fingida afabilidad.  


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