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Seducido por un idiota por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 3


Bienvenida, debilidad


Edward entró al cuarto de baño para lavarse los dientes. Era más de la una de la madrugada y se había entretenido terminando el trabajo que debía entregar el día siguiente, aunque ese no era su único pretexto: Mustang le había estado enviando mensajes de texto durante toda la tarde y estos decían cosas como «Tengo la situación controlada, niñera», «Logré ponerle el pijama yo solo, porque él no tiene idea de cómo usar los botones» y «Estoy cansado, creo que me acostaré un rato», algo que a él le parecía soberanamente estúpido, por lo que no le había respondido los últimos cinco.


Guardó sus carpetas y libros en el bolso con supremo cansancio y fue a dejarlo sobre la silla al lado del buró. Una luz blanquecina entraba a través de las cortinas de la ventana, iluminando el espejo y parte de la alfombra. Edward contempló su empobrecido semblante decorado con profundas ojeras y el rubor en sus mejillas. Deseó con todas sus fuerzas que Alphonse no le hubiera contagiado su gripe, porque tenia muchos proyectos que atender.


Se sentó en la cama, sintiendo como su cuerpo se hundía un poco en el colchón, y se tocó la frente con la palma de la mano, sudorosa. Tenía un poco de fiebre.


—Demonios —murmuró, fastidiado ante la posibilidad de enfermarse también y tener que permanecer en cama durante un tiempo como su hermano. Además, beber medicamento le gustaba muy poco.


Se tendió en la cama y cerró los ojos, olvidándose por un segundo de apagar las luces. Se preguntó si en esos momentos Roy Mustang estaría haciéndose cargo verdaderamente de su hijo, tal como lo decía en sus mensajes de texto. En caso de ser así, se sintió un poco culpable por no responderlos: Mustang era un incordio, pero se estaba esforzando.


Casi sin darse cuenta, tomó el móvil de la mesilla de noche y tocó la pantalla para desbloquearla. Su protector de pantalla era un viejo círculo de transmutación que había sacado de uno de sus libros de Química en el que se hablaba de la Alquimia. Ver esa imagen le hacia sentir enérgico, casi como si lo pudiera hacer todo.


Fue velozmente hacia el apartado de mensajes y eligió escribir un nuevo texto. Presionó la pantalla con una velocidad desconocida hasta ese momento y observó las dos simples palabras hasta que ambas perdieron su significado casi por completo. Eligió el número de Mustang como destinatario y oprimió el botón de enviar.


Realmente no esperaba que Mustang le respondiera, pero esa seria una disculpa muda por no haber respondido a sus últimos mensajes, algo que podría parecerse a haberlo dejado hablando solo durante toda la tarde a pesar de que Mustang se mostraba interesado en contarle sus avances. A pesar de todo, ¿a él qué demonios le importaba? Era su obligación comportarse como un padre, ¿no? Y ellos apenas se conocían y la primera impresión no había sido demasiado buena que pudiera decirse…


De hecho, seguía pensando que Mustang parecía más un idiota de pelo alborotado que un policía recatado. Casi de inmediato se arrepintió de haberle enviado ese mensaje. Sus «Buenas noches» no eran importantes y seguro que a Mustang le importarían un soberbio cacahuate. Y posiblemente serian una diversión nocturna para agregarse a la que había tenido durante toda la tarde, como si hubiera sido poca.


Edward, decepcionado de su propia debilidad ante los asuntos familiares de las demás personas, cerró los ojos de nuevo y dejó el móvil sobre su estomago. La garganta comenzaba a arderle y pensó con pesimismo que se había contagiado de la gripe de Alphonse. Además, el clima no auguraba más que catarros.


De pronto, el móvil sobre su abdomen comenzó a sonar y vibrar con una violencia que casi le hizo gritar. Sintió el cosquilleo y se apresuró a levantar el aparato tan sólo para encontrarse con la respuesta de Mustang anunciada en la pantalla. Fingió desinterés y torció la boca.


Se estiró por encima de la mesilla de noche para apagar la lámpara y quedarse en penumbras. Presionó sobre el anuncio de mensaje recibido y éste se amplió en la pantalla. «Buenas noches para ti también» era lo único que Mustang había escrito… pero al menos eran tres palabras más que las suyas, algo que iba todavía más allá de lo que había estado imaginando.


Apagó el móvil, lo dejó sobre la mesilla de madera, se acomodó de costado sobre el mullido colchón de su cama adorada y se cubrió con las mantas. La luz blanca que entraba por la ventana se había ampliado y ahora le iluminaba la espalda. Fue una de las noches más tranquilas que pudiera haberse dado durante la época de lluvias, pues apenas hubo un poco de viento acompañado de una brisa fresca.


Edward se quedó dormido con lentitud, pensando que, en otro lugar de la ciudad, en esos momentos, Roy Mustang estaba haciendo lo mismo.


 


Aunque Roy llevaba casi toda la tarde tumbado sobre su cama, no había podido descansar como hubiera querido. Berthold se había quedado dormido y parecía más contento de lo que nunca se había mostrado antes de meterse bajo las mantas, por lo que su padre podía darse por bien servido.


Sin embargo, había algo que le molestaba y precisamente por eso se había pasado la tarde entera charlando con Elric por medio de su teléfono móvil. En cuanto amaneciera, las cosas tendrían que cambiar de nuevo y convertirse en lo mismo que habían sido antes. Su trabajo en la jefatura le exigía demasiada concentración, sangre fría y nada de respeto por las supuestas relaciones familiares, tal como le había pasado a su esposa.


Cansado, se relajó contra los mullidos cojines de su cama, suspirando y sintiendo como el pecho se le oprimía de manera nerviosa mientras contemplaba las sombras de su habitación en penumbras. Había dejado el teléfono móvil bien aferrado en su mano, como si esperara que éste fuera alguna especie de amplificador que le ayudara a captar mejor la resonancia de sus propios pensamientos.


Sí, estaba preocupado, exhausto, deprimido y ansioso debido a todo eso que se le dejaba caer de pronto sobre los hombros. Por primera vez en su vida, le daba la mano a la desesperación cuando antes procuraba liarse únicamente con la diosa cordura. Si algo le pasaba a él en su trabajo, ¿quién demonios se haría cargo de Berthold? ¿Por qué alguien debería hacerlo?


La verdad era que toda su vida había cosechado más enemistades que amigos leales porque nunca había creído conveniente tener ese tipo de relaciones, ya que su camino a la cima permanecería manchado de sangre hasta el momento en el que lograra que las cosas fueran diferentes. Y ahora tenia que buscarle un escudo, una armadura a su hijo, para protegerlo de cualquier estupidez generada por él.


Maes había estado hablando de eso con él y no había conseguido otra cosa más que preocuparlo, aunque, después de darse cuenta de lo que había hecho, le había asegurado que él y Gracia nunca lo dejarían solo y estarían ahí para ofrecerle ayuda en cualquier cosa que necesitara. Después de todo, estaba pasando por un momento difícil.


—Buen Maes —se burló en la oscuridad, sintiendo que la ansiedad y la ignorancia que había estado padeciendo todo el día se asentaban en su garganta como un nudo difícil de eliminar—, buena Riza —susurró, sintiendo que se le quebraba la voz—, no sé qué es lo que estoy haciendo.


Sus palabras sonaron aterradoras en medio de la oscuridad, como una verdad difícil de aceptar al ser pronunciada por la boca de alguien más. Su estómago se comprimió, desesperado, y casi sintió que tendría que incorporarse a vomitar. Sintió el repentino impulso de levantarse y correr a la habitación de Berthold para asegurarse de que todo estaba bien, de que el niño dormía seguro y sin problemas, pero en ningún momento tuvo la fuerza de voluntad para hacerlo.


En cambio, se golpeó la nuca contra la cabecera de madera de su cama y aferró con mayor fuerza el móvil que reposaba en la palma de su mano. Quería hablar de nuevo con Edward Elric. Quería hablar con alguien completamente desconocido para él que se ofreciera a escucharlo, a soportar el peso de su desesperación como un mero favor. No quería relacionarse ni con Maes ni con nadie conocido por el momento. No quería ver el rostro de nadie que hubiera tenido algo que ver con Riza y le ofreciera un «Lo siento» mudo.


Necesitaba unas manos limpias en las que acurrucarse como un ave herida. Necesitaba el calor humano de alguien que no estuviera manchado como él y como aquellos a los que conocía. Alguien que no tuviera el sentido del deber arraigado en lo más profundo de las entrañas como Riza. Alguien que pudiera encargarse de Berthold en caso de que él decidiera seguir los pasos de su esposa.


Y no se le venia otro nombre a la cabeza aparte del de Edward Elric.


 


Cuando el despertador sonó, lo derribó con un golpe de la mano sobre la alfombra de la recamara, pero el aparato siguió sonando y, por si fuera poco, la alarma de su móvil se le sumó. Hacia un frío de los mil demonios y la posibilidad de levantarse y ducharse tan temprano le hizo permanecer enredado en las mantas de su cama un rato más.


Sentía cierto ardor en la garganta y los ojos llorosos. Maldita sea: se había contagiado, definitivamente, pero no tenia el tiempo suficiente para hacer cargo de una gripa ahora que tenia proyectos por entregar y atender. Cuando vinieran las vacaciones, posiblemente podría enfermarse a gusto, pero no ahora.


Murmurando una palabrota a modo de saludo matinal, apartó las mantas de una patada y se levantó. Sintió que la cabeza comenzaba a darle vueltas y tuvo que pegar el mentón al pecho y cerrar los ojos para controlarse un poco. El impulso de derrumbarse sobre la almohada de nuevo fue vencido con prontitud.


Arrastró los pies hacia el cuarto de baño mientras soltaba un gran bostezo y se rascaba la cabeza con desesperación. No quería salir de su casa. No quería mojarse de nuevo en la lluvia que empapaba los cristales en esos momentos. No quería toparse con nadie y tener que evitar estornudarle en la cara. Quería darle un abrazo a la pereza y retozar con ella todo el día.


Se desnudó y se metió bajo el chorro tibio de la regadera. El agua sobre su piel fue lo suficientemente fuerte para espabilarlo casi por completo, aunque no pudo evitar pegar la frente a las baldosas blancas que revestían las paredes del baño. Sentía los ojos secos e irritados y su cuerpo era sacudido por un ligero temblor.


Observó la cicatriz de su brazo, esa que se había producido cuando su maestra los había enviado de acampada a la Isla Yock cuando eran unos niños. Alphonse y él se habían divertido mucho, al menos hasta que se encontraron con «ese jodido zorro» (rebautizado así por el mimo Edward) que se les había dejado ir encima.


El evento, después de tantos años, le seguía pareciendo divertido, pero repulsivo. Las cicatrices que conservaba en el cuerpo se habían producido, en su mayoría, tras la desaparición de Trisha, aquejada por su enfermedad, por lo que recordaba casi a la perfección los eventos en los que se habían generado, tal como esa que tenia en la pierna izquierda también, producto de un descuido en el que había terminado cayendo desde lo alto de las escaleras de su vieja casa, en Rizenbul, y se había encajado montones de vidrios rotos de botellas viejas en la pierna. Tanto Pinako como el médico que lo había atendido se habían mostrado gustosos al comprobar que no la había y luego ambos habían expuesto la posibilidad de que Edward tuviera un problema con su subconsciente y debido a eso generara tantos accidentes de gravedad.


Sonrió y estuvo a punto de atragantarse con un chorro de agua que le cayó directo en la boca. Se pasó las manos por el cabello y comenzó a enjabonarse los hombros y el torso. Cuando pensaba en el pasado, daba inicio a un idilio aterrador que casi lo obligaba a regresar sobre sus pasos. Se enjabonó el cabello y lo enjuagó rápidamente, sintiéndose cada vez más despierto.


Cuando terminó con su ducha y cerró las llaves de la regadera, se percató de que el sonido del agua cayendo contra los azulejos había estado escondiendo todo ese tiempo el ruido de la lluvia azotando las paredes de la casa y las ventanas de su habitación.


Oh, perfecto, pensó con desagrado mientras comenzaba a vestirse.


 


Roy abrigó de nuevo a Berthold con sus ropas más mullidas. Le puso el mismo sombrero de lana que había usado la tarde pasada y se lo cargó al hombro al mismo tiempo que se inclinaba sobre el sofá para tomar su maletín. Dejaría al niño en casa de Maes, al cuidado de Gracia, y después se marcharía al trabajo.


Los brazos del niño se enredaron en su cuello como serpientes inofensivas y pudo sentir su cálida respiración en la piel mientras se aseguraba de dejar las luces apagadas y la puerta bien cerrada antes de ir al auto. Sencillamente, podía decirse que esa labor la llevaba a cabo de manera correcta porque la había venido haciendo desde el día en que Berthold había ido a vivir con él (tres semanas antes), a excepción de que esa mañana se había decidido a prepararle el desayuno él mismo (con resultados un poco desastrosos pero innovadores dada su habilidad controlando el fuego… fumador empedernido resaltaba con letras grandes y brillantes por todos lados).


—Papi —dijo Berthold, haciendo que Roy se sobresaltara mientras abría la puerta del compartimento trasero del auto y dejaba al niño en él, al lado de su mochila de color violeta y su lonchera, azul. No era como si estuviera escuchando esa palabra por primera vez, pero era casi igual de desagradable que en aquella ocasión—, ¿por qué no puedo ir contigo?


Roy se quedó en blanco un segundo, pero aprovechó ese lapsus de tiempo para abrocharle el cinturón de seguridad al crio en torno al pequeño cuerpo y darle una palmada amable en la cabeza. Le seguían gustado los perros…


—Mi trabajo es muy peligroso, ah, uhm… sí, así que no puedes venir conmigo. Es mejor que te quedes con Gracia, ¿de acuerdo? Y no le des muchos problemas —musitó, sin estar muy seguro de que el niño lo comprendiera. Pero estaba equivocado: principalmente porque insistía en ver al niño como un ser que milagrosamente hablaba y parpadeaba y no como un futuro hombre pensante y, en segundo lugar, porque no se esforzaba en dar explicaciones lo suficientemente claras.


Pero, de todas formas, ¿qué demonios podía decirle?


—Pero mami me enseñó que los policías son buenos y que debes pedirles ayuda cuando tienes problemas. Mami era policía también. ¿Ella hacía un trabajo peligroso? —preguntó el pequeño con toda la inocencia del mundo. Roy sintió que algo se le partía en el pecho y temió que se tratara de su corazón. Oh, diablos…


—Sí, mami también era policía, pequeño —dijo, con la voz temblorosa debido a la ansiedad que no se le había quitado desde el funeral de su esposa—, pero dejemos de hablar sobre eso, ¿sí? Vamos, se hace tarde —susurró, cerrando la puerta del compartimento trasero del auto y rodeándolo para sentarse en el asiento del conductor.


Puso el motor en marcha y sintió su fiel ronroneo sacudiéndole las plantas de los pies antes de que se pusiera en marcha. Generalmente, solía poner un poco de música, pero se sentía tan distraído, que en esos momentos no lo creyó conveniente. Sus dedos hormigueaban y palpitaban como si no los hubiera utilizado en años. Su cabeza sentía esa punzada familiar que auguraba un ataque de estrés.


Berthold canturreaba una canción y su voz sonaba, en la pequeña cabina que compartían, como el gorgoreo de una golondrina de alas heridas. Roy hubiera deseado pedirle que se callara, pero no consiguió que las palabras le salieran de la boca. Eso solía pasarle cuando recordaba a Riza Hawkeye, su fiel esposa, amante, compañera y amiga. Aunque había pasado casi un mes desde la tragedia, se sentía como si no pudiera salir del instante en el que Maes le había dado la noticia…


Negó con la cabeza, cerrando los ojos una milésima de segundo, aprovechando que un auto estaba intentando estacionarse delante de ellos. Con los ojos clavados en el cristal delantero del auto, viendo al par de agujas limpiar los rastros de lluvia que se quedaban pegados a él como lágrimas escurriendo por sendas traslucidas mejillas, se preguntó si las cosas podrían haber sido distintas en caso de nunca haberse separado de su mujer.


Y, como siempre, podía alegar solemnemente que lo había hecho por cuestiones de trabajo. Por querer arañar la cima cuando ni siquiera había comenzado a subir los peldaños que lo llevarían hasta ella. Y era cierto que en ningún momento se había puesto a pensar en los sentimientos de Riza o en los de Berthold, que era lo suficientemente pequeño desde un comienzo para no comprender las cosas. ¿No hubiera sido mejor hacer un esfuerzo por olvidarse de su necesidad de ser un líder justo y correcto y quedarse al lado de su familia para verlos, para quererlos y apoyarlos, no hubiera sido mejor ver a Berthold crecer poco a poco, sin preocupaciones, no se hubieran dado las cosas de otra manera en caso de haber tenido el valor suficiente de convencer a Riza de dejar sus empleos e irse a vivir al campo aunque fuera de manera modesta?


Roy no era un hombre cien por ciento indiferente. De hecho, estaba tan consciente de su entorno, que era muy probable que desde el principio supiera que el sueño de Riza era estar a su lado pasara lo que pasara, en el lugar que fuera, viviendo rica o pobremente, pero juntos, aunque, por supuesto, lo había ignorado en pos de su propio bienestar.


Con los ojos irritados como si le hubieran restregado una cebolla sobre los parpados, estacionó el auto delante de la casa de Maes y Gracia. Giró la llave y el motor se quedó quieto, callado, estático al igual que él. Observó por el espejo retrovisor y se percató de que los ojillos pequeños de Berthold estaban fijos en él.


—¿Qué pasa? —preguntó, aterrado. Cuando Berthold hablaba, Roy le temía a todo aquello que saliera de su boca como si el niño no fuera carne de la suya.


—¿Por qué nunca pasas tiempo conmigo? —preguntó con lentitud, como si le costara trabajo formular una pregunta como esa, completa en su totalidad a pesar de parecer una insignificancia. En efecto, Roy sintió que algo se apretaba en su pecho como si se hubiera tragado una burbuja de aire.


Entornó los ojos y tragó saliva para ganar un poco de tiempo antes de responder. Tenia la garganta seca. Tamborileó con los dedos rítmicamente sobre el cuero del volante.


—Por trabajo —explicó con un hilo de voz mientras abría la puerta del conductor y daba la vuelta al auto para sacar al niño y sus cosas. Berthold le echó los brazos al cuello de manera obsesiva, como si pensara que con eso bastaría para que Roy no volviera a dejarlo solo.


—Mami pasaba mucho tiempo conmigo —explicó con su vocecilla aguda mientras Roy empujaba con la punta del pie las puertas del auto para volver a cerrarlas y se aventuraba por el camino de tierra que atravesaba el jardín de los Hughes. Gracia parecía haberlos estado esperando, pues antes de que Roy llamara al timbre, ella ya le había abierto la puerta. Llevaba el cabello corto y castaño un poco despeinado. Les sonrió y se secó las manos en su delantal blanco para tocar con un gesto amable la coronilla de Berthold, quien le sonrió con timidez.


—Oh, Mustang, pequeño Berthold, buenos días —saludó mientras observaba cómo Roy se inclinaba y dejaba al pequeño bajo el umbral de la puerta. El niño caminó como una pequeña cría de pato hacia el salón de descanso, en donde se sintió con la confianza de encender el televisor y ver los dibujos animados que le gustaban.


Roy le sonrió con un poco de pena a la mujer mientras le entregaba las cosas del pequeño.


—Pasaré por él a la misma hora de siempre, ¿de acuerdo? Gracias por hacerte cargo del niño —sonrió con un poco de vergüenza. En ese momento, Maes apareció bajando las escaleras, vestido impecablemente con su uniforme azul, al igual que Roy. Le sonrió y le hizo un gesto con la mano que Roy correspondió con un poco más de seguridad.


—¡Roy, qué madrugador! ¡He de suponer que quieres invitar a tu buen amigo Maes a tomar un café antes de sumergirnos en el papeleo de la oficina! ¡Vamos, vamos! Querida… —dijo a modo de despedida para Gracia mientras se inclinaba a besarle una mejilla—, cuida muy bien de la péquela Elicia, ¿quieres? —ella les dijo adiós a ambos sacudiendo una de sus manos.


Los dos hombres salieron de la casa y Maes se encargó de cerrar la puerta detrás de sí. A pesar de que parecía un hombre poco nostálgico, Roy le vio observar su hogar con aprehensión mientras caminaban hacia su auto, al que abordaron casi al mismo tiempo, el uno al lado del otro. Apenas estuvieron encerrados en la paz de la cabina del carro y se animaron a bajar las ventanillas para permitir el paso del frío matinal, los dos guardaron un silencio sepulcral.


Roy se pasó las manos por el rostro y el cabello antes de apoyar la frente en el volante y sentir que el cuerpo comenzaba a pesarle como si de pronto se le hubiera vuelto de hierro. La atenta mirada de Maes estaba fija en él, pero fingió no estar al tanto porque no quería dar pie a una nueva e inevitable conversación.


—Las cosas te están yendo mal, ¿cierto? —preguntó el hombre de gafas con su típico timbre de voz calmado pero lo suficientemente alto como para sacar de su ensimismamiento a cualquiera—. Algo me dice que no te has acostumbrado por completo a tu nueva forma de vida.


—¿Cómo demonios podría hacerlo, Maes? —inquirió, derrotado, mientras sentía que sus ojos irritados amenazaban con inundarse. Maes, previsor, sacó su pañuelo del bolsillo superior de su chaqueta y se lo tendió. Roy lo tomó y se cubrió la cara con él, más avergonzado de lo que podía llegar a sentirse en un solo día. Su cara estaba muy roja y su respiración era pausada—. Él no deja de preguntarme por su madre. A veces no sé qué demonios le voy a decir, ni qué le voy a hacer. Me desespera y me pone los nervios de punta cada vez que lo veo. Se queda de pie en medio de una habitación como esperando mi jodido permiso para moverse. Estoy seguro de que a ella no le hubiera gustado que las cosas fueran de ésta manera.


Maes asintió con la cabeza, comprensivo. Roy le devolvió su pañuelo y éste lo metió con movimientos lentos en su bolsillo. Cerró los ojos y respiró profundo.


—Las cosas no serán fáciles a partir de aquí, Roy —dijo, siendo la verdad peligrosa una bestia que Mustang estaba acostumbrado a ver salir sólo de su boca—, para ninguno de los dos.


—Lo sé.


—Y supongo que también sabes que él está completamente en tus manos —insistió—, pero éste es otro tipo de responsabilidad, otro sentido del deber. Tienes que ser fuerte, valiente, sobreponerte y luchar por los dos, ¿de acuerdo? —Roy asintió con la cabeza como un niño al que se le impone una pesada lección—, y aunque sé que te desagrada que lo mencione, me aventuraré a hacerlo de nuevo: consigue una novia. Una nueva esposa. Vive con otra mujer… y asegúrate de que te impregne de consejos femeninos para que sepas hacerte cargo de él.


—¡¿Crees que es tan fácil?! —aulló Mustang, harto de la conversación. Metió su llave en el orificio del tablero y puso el motor en marcha de nuevo. Giró el volante y enfiló por la calle, rodeando la casa de Maes para tomar el camino que los llevaría a ambos hacia la jefatura.


Maes dejó que su amigo recuperara la compostura y volvió a atacar su punto de vista con renovado fervor.


—No te digo que te enamores de nuevo —dijo, encogiéndose de hombros para quitarle importancia a las cosas. Roy le regaló una mirada fulminante.


—¿No es eso como si estuviera traicionando la memoria de mi mujer? ¿No es eso engañar a la pobre incauta dispuesta a hacerse cargo de mí, de mi tristeza y de mi hijo con otra persona? —preguntó, con los dientes tan apretados que le dolieron las encías.


Debía admitir que no tenia problemas con el romance, pero también era cierto que después de su matrimonio con Riza se había olvidado de que existían más mujeres en el mundo. Aceptar esa realidad de nuevo le parecía un poco complicado. Y no era necesario tener una mujer a su lado para hacerse cargo del crío, ¿o sí?


—No lo creo, Roy. De todas maneras, piensa que pronto has de rehacer tu vida. Y necesitas a alguien a tu lado. Alguien fiel, leal, que no te dé la espalda a pesar de nada —se encogió de hombros. Roy esperó delante de un semáforo mientras veía el trafico de la calle de enfrente deslizándose con suprema lentitud delante de sus ojos—. Éste trabajo es riesgoso, Roy, no puedes arriesgarte a dejar a Berthold…


—Solo.


—Exactamente.


Se hizo un silencio entre ambos sólo mitigado por el sonido de tráfico a su alrededor. El sonido de los otros autos era como el bramido de una jauría de hienas dispuestas a tragárselos sin piedad. Roy se sentía nervioso, decaído. Maes parecía tener un buen punto, pero dentro de él había algo que se negaba a aceptarlo.


—No creas que no he pensado en eso —dijo con un hilo de voz—, me preocupa que las cosas se repitan para él. Es decir, yo me separé de Riza para que ella pudiera hacerse cargo del niño sin dificultades, pero fue una decisión que nos afectó demasiado a los dos: yo perdí a mi familia, ella perdió su libertad y su sentido del honor siempre fue más grande que eso. Y las cosas finalizaron de esta maldita manera.


Maes movió afirmativamente la cabeza. Sabia que para Roy era doloroso recordar el incidente: un marido golpeador, vecino de la casa del padre de Riza, se había propasado con su esposa, que había terminado semiinconsciente en el suelo. Riza se había inmiscuido para intentar ayudarla y había terminado herida de gravedad. Roy había puesto el grito en el cielo para amortiguar el efecto de la posible fatalidad, pero se había derrumbado al llegar a casa de Berthold Hawkeye, el padre de su esposa y su viejo maestro, y recibir la trágica noticia.


—¿Entonces qué demonios es lo que tienes pensado hacer?


—Le consigo una niñera —explicó, encogiéndose de hombros.


—¡¿Y crees que con eso basta?! ¡Pensé que eras más inteligente, Roy! ¡Entonces sólo tienes que dejar al niño en mi casa, Gracia y yo nos haremos cargo de él en caso de que a ti te ocurra algo por estúpido! ¡¿Piensas obligarme a cuidar también de ti?! ¡Lo haré gustoso porque parece que tú ya perdiste todo interés en cuidar de ti mismo! —exclamó Hughes, fuera de sus casillas por un momento ante la pasmosa pasividad de su mejor amigo.


Roy Mustang era peligroso cuando no sabia mimetizarse con sus propios sentimientos. Un hombre como él, que solamente respondía a los estímulos flemáticos de su personalidad, no podía estar sometido a semejante tristeza y estrés o, de lo contrario, se convertía en un inútil, como una flama luchando a mitad de la lluvia.


—Sé que te tengo a ti, Maes —dijo Roy con cautela, con los ojos fijos al frente mientras el trafico volvía a moverse—. ¿Pero a quién demonios tiene él?


—A Gracia y a Elicia.


—No es suficiente.


—Vaya, pues muchas gracias.


Guardaron silencio todo el camino que restaba hasta la jefatura. Roy evitando todo el tiempo observar los ojos molestos de su acompañante. Tal vez estaba haciendo las cosas más grandes de lo que él mismo podía soportar. A lo mejor mayores de lo que todo el mundo podía aguantar y permitirle. Pero quería un mundo lejos de todo lo malo para Berthold. Y nadie que él conociera se lo podría brindar a menos que se tratara de alguien lejos de cualquier perfidia.


De nuevo, pensó en Edward Elric.


 


Había tenido que cederle su asiento a una mujer embarazada, por lo que tuvo que sujetarse de uno de los postes de metal del autobús para no caerse. Estaba enojado: no alcanzaba el poste del techo, al que todos se sujetaban. Perfecto. Jamás en su vida se había sentido tan estúpidamente enojado y enfermo.


Le goteaba la nariz y la tos áspera le había lastimado la garganta desde antes de salir de casa y, por si fuera poco, no dejaba de llover. Tendría que mojarse al andar desde la parada del autobús hasta el colegio, pues no había llevado con él un paraguas. Le parecían tan tontos y estorbosos. Se deslizó la manga de la chaqueta por la nariz húmeda para limpiarse el flujo nasal con discreción.


Y pensar que la noche pasada se encontraba a la perfección…


Se bajó en la parada más próxima y se molestó al sentir las gotas de lluvia helada cayéndole en la coronilla. Metió las manos a los bolsillos de su pantalón y caminó con indecisión por toda la acera. No tenia muchas ganas de prestar atención en clases, hubiera preferido quedarse en casa con Al y Pinako. Seguramente Winry llegaría a visitarlos por la tarde.


Se disponía a cruzar la calle cuando un auto apareció de la nada, andando a toda velocidad. Las llantas chillaron en el asfalto y él apenas tuvo tiempo para saltar hacia atrás, con la sangre helada debido a lo cerca que había visto pasar el capote del vehículo, de color azul oscuro, y su parabrisas empapado.


—¡Imbécil! —exclamó, colérico, mientras se sujetaba bien el bolso sobre el hombro y agitaba el puño en son de guerra. Para su sorpresa, el auto, que había avanzado unos cuantos metros, retrocedió con un sonido vibrante. Por un momento, pensó que el conductor querría pelea, pero se sorprendió al ver por la ventanilla del conductor el rostro ofendido de Roy Mustang.


—¡Te evité con tiempo, ¿no?!


—¡Casi me das, idiota! —aulló, dando un golpe sobre el toldo del auto. Mustang, enojado, abrió la puerta de un empujón y casi le pegó, pero Edward volvió a alejarse a tiempo.


—¡No fue a propósito, ni siquiera te reconocí hasta que gritaste! ¡Ahora deja de hacer un escándalo, que estás llamando la atención de las personas! —exclamó, señalando alrededor. En realidad, sólo una mujer y su pequeña hija los observaban, alertas en caso de que se produjera una pelea. Cerca de la escuela no había tanto transito de autos, por lo que no tenían que preocuparse mucho porque la gente comenzara a quejarse del estancamiento.


De pronto, la puerta del copiloto se abrió y un hombre con gafas apareció. Edward supuso que se trataba de un amigo de Mustang y, de inmediato, pensó que debía de ser igual de fastidioso y autoritario que él.


—¿Qué pasa, Roy? No molestes de esa manera a un niño que ni siquiera conoces sólo para desquitar tu frustración —le reemprendió. Edward recapacitó las cosas y pensó que no debía de ser un hombre tan desagradable, después de todo…


—¡Sí que lo conozco! ¡Es la niñera que contraté para el crio! —exclamó Mustang, enojado. Edward bufó y exclamó una larga sarta de palabrotas por lo bajo.


—Yo no soy la niñera de nadie. Eso ya pasó y fue sólo una vez, sin embargo, ¿quién fue el imbécil que ayer se pasó la tarde entera enviándome mensajes de texto para vanagloriarse de sus logros con un niño de cuatro años? —se mofó, cruzándose de brazos.


De pronto, un rubor espeso se extendió por las mejillas de Mustang, quien abrió mucho los ojos antes de responderle con un «No fue porque me interesaras, sino porque no tenía a nadie más con quien hablar». Maes Hughes, espectador de los hechos, contempló la escena de los dos sujetos peleando, casi como si se tratara de un par de enamorados melodramáticos.


Supo de antemano, que Roy Mustang le tenía casi la misma confianza a ese muchacho que a él mismo.


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