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Seducido por un idiota por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 4


De la luz


—Bien, ya basta —dijo Edward cuando su reloj marcó quince minutos exactos antes de su primera hora de clase. De pronto, se avergonzó de que su voz sonara tan gangosa debido a la gripe que apenas estaba dándole. Estaba seguro de que en unos días (sino era que en unas cuantas horas) se sentiría más mal de lo que seria capaz de reconocer—, no tengo tiempo para desperdiciarlo contigo, Mustang.


—¡Auch! ¡Eso debió doler! —se burló Maes, que tenia los brazos extendidos sobre el toldo del automóvil de Roy y observaba la escena con natural curiosidad. Sonreía. Se burlaba. Roy se ruborizó, pero no lo suficiente como para quedar en evidencia.


—Pues bien —protestó Mustang, con los ojos entornados en una muestra clara de fastidio total—, la próxima vez, asegúrate de no darte cuenta de que viene un auto, ¿de acuerdo?


—Pues tú asegúrate de conseguirte un amigo a quien lloriquearle por no saber comportarte como un padre, imbécil —se quejó, bajando un pie de la acera, pero sus movimientos se vieron interrumpidos porque Mustang le sujetó con fuerza monstruosa por el brazo y lo hizo retroceder, estrellándolo sin cuidado alguno contra el poste de luz que Edward tenia a sus espaldas.


Se golpeó la espalda contra el metal y sintió una poderosa punzada de dolor en la nuca, pero a pesar de eso se preguntó si Mustang estaba haciendo las cosas enserio o si se trataba de una broma tonta. Ver su rostro enfurecido y al hombre de gafas apresurándose a interponerse entre ellos fue lo que respondió su duda: la había jodido de nuevo, había dicho algo indebido y Mustang buscaba darle un castigo.


Si le daba un puñetazo, se lo permitiría, pero nadie la aseguraba que no le correspondería. Sin embargo, el hombre de gafas sujetó a Roy por los hombros y lo obligó a retroceder. Edward supuso que no fue una tarea simple, pues Mustang estaba tan tenso, que parecía haberse vuelto de piedra. Sus facciones eran aterradoras.


—Vaya, vaya, Roy, tranquilízate —pidió Maes, sudando, sin dejar de sujetar a su amigo con ambos brazos. Los ojos negros de Roy estaban fijos en Edward, que se sobaba la cabeza sin demasiados ánimos. Se le vino un estornudo y no pudo hacer nada por contenerlo. Se sintió un poco indefenso—, tú te has metido también con él y si ayer te pasaste la tarde entera enviándole mensajes de texto, es lógico que el chico se sienta comprometido a pedirte que dejes de hacerlo, ¿no crees? Además, él no tiene idea de tus circunstancias, por lo que sería injusto que le dieras una paliza sin siquiera permitirle conocer el porqué.


—Sí que las sabe —siseó Mustang, sin dejar de observar a Edward con fiereza. Éste se preguntó qué demonios era lo que tenía que saber. Maes lo observó y se dio cuenta de que tal vez Roy estaba tergiversando las cosas.


—Entonces no debe saber por lo que estás pasando, así que cálmate… ¡con un demonio! —aulló Hughes cuando Roy se soltó de su agarre con un fuerte tirón de brazos, haciéndolo trastabillar. Mustang pareció querer echarse sobre Edward de nuevo, pero lo recapacitó, porque mejor se metió a su auto y cerró la puerta con un golpe seco.


—Lamento haber estado a punto de arrollarte —dijo, con una voz tan gélida, que Edward sintió que le daría un resfriado más fuerte de lo que se había estado pensando—. Y lamento haberte incomodado ayer por la tarde. No volverá a pasar.


—Perfecto —dijo Edward, no muy convencido de lo que estaba pasando.


Mustang puso en marcha el auto de nuevo y esperó a que Hughes se subiera al asiento del copiloto, pero éste no lo hizo. Estaba de pie entre ambos y los observaba con alternancia, como si deseara que alguno de los dos luchara para que las cosas no terminaran de una manera tan tonta. Pero Edward se estaba acomodando el bolso en el hombro, pues se le había caído con el arranque emocional de Mustang y se disponía a marcharse. Mustang, por otro lado, tenía el aspecto de alguien que está a punto de acelerar hasta perderse de vista, sin importante si al principio del camino traía acompañante o no.


—Vamos, chicos, no se comporten como niños. Mucho menos tú, Roy. Me decepcionas —insistió Maes, con los ojos fijos en su amigo.


—Me importa muy poco lo que tú sientas, Maes —replicó Roy, con los ojos fijos al frente. Edward frunció el entrecejo y, sin despedirse, echó a caminar, por fin, hacia la otra calle, sin siquiera mirar por encima del hombro. Su cabello dorado resplandecía con la luz del sol, por lo que no fue complicado que Maes pudiera seguirlo con atención. Cuando el muchacho desapareció, el hombre respiró hondo y se sobó la frente con un gesto áspero de sus dedos. Subió al auto de nuevo y cerró la puerta con un golpe sordo.


—¿Qué demonios está pasando aquí? —Preguntó, verdaderamente interesado. Roy tenia una expresión tan fiera, que temió que estallara en su contra, pero sabia que no seria así—, si es una simple niñera, ¿por qué demonios se tratan de ésta manera tan personal? ¿Desde hace cuánto tiempo lo conoces? Y, sobre todo, ¿por qué diablos le has estado enviando mensajes de texto? ¿Por qué te ha perjudicado tanto que mencionara tu situación? ¿No es cierto que debas convertirte en un mejor padre?


Roy dio un golpe sobre el volante con ambas manos, lastimándose. Pateó el suelo bajo sus pies con furia y sintió ganas de salir del carro de nuevo para tomar un poco de aire. Estaba tan enojado, que las manos le temblaban y sentía la vista borrosa. No estaba seguro de poder conducir en ese estado.


—¿Qué es esto, Hughes, un interrogatorio? Basta decir que el muchacho no es fácil de domar —dijo, a la par de un encogimiento de hombros. Sin embargo, quedaba más que claro que las cosas no le pasaban demasiado desapercibidas, puesto que enormes goterones de sudor le resbalaban por la frente y el cuello. Había dejado de llover, por lo que Maes le atribuyó el hecho a su fastidio físico y mental—. No lo conozco desde hace más de cuatro días y si le he estado enviando mensajes de texto es porque tú no te encontrabas en casa para molestarte en su lugar —se excusó, sin estar divertido en lo más mínimo. Avanzó por la calle con lentitud, guiando el volante con ambas manos, pues estas todavía le temblaban.


Maes vio de reojo el enorme edificio blanco que, sin duda, era un colegio.  Seguramente ahí se había metido el joven rubio. Sintió un poco de pena por él, aunque había admirado su osadía al levantarle la voz a alguien como Mustang, que no era demasiado tolerante que pudiera decirse en esa clase de aspectos.


—Sin embargo, Roy, estás evitando responder mi verdadera pregunta: ¿por qué reaccionaste así cuando se quejó? ¿Se merecía verdaderamente ese trato de tu parte?


Roy fingió no haber escuchado y durante un largo trayecto guardó un profundo silencio, sólo vencido por el sonido constante de sus bufidos y sus palabrotas. De pronto, Maes se sintió como si estuviera sobrando dentro de la situación.


—¿Cómo se llama el chico? —preguntó, más por querer resaltar que seguía dentro del auto, al lado de Roy, que por verdadera curiosidad.


—Elric. A saber cuál es su nombre de pila, lo he olvidado —dijo con honestidad. Esa era la razón principal por la que todo ese tiempo se lo había pasado llamándolo por su apellido o por el apelativo «niñera».


Maes sonrió. De cierto modo, se daba cuenta de que Roy no estaba estrictamente enojado con el muchacho, sino consigo mismo. Se acomodó mejor en el asiento y cerró los ojos un segundo. Lo molesto de las gafas era que en épocas de frío o de lluvia, se le empañaban con su propio calor corporal, pero prefería ignorarlas a limpiarlas.


—Pienso que en el fondo te agrada. Y creo que te has enojado con él por hablarte sobre tus problemas porque esperabas que él fuera parte de la solución que les darás —sonrió, sin abrir los ojos, pues estaba seguro de que se encontraría con una mirada fulminante de parte de Roy—, ¿o no mencionaste antes que le estabas buscando una niñera al pequeño Berthold?


De pronto, sintió un fuerte golpe en el pecho y abrió los ojos. Mustang le había dado un manotazo. Había estacionado por fin el auto delante de la jefatura de policías y se había llevado las manos a las sienes, como si padeciera un inminente dolor de cabeza. Apoyó los codos en el volante y respiró profundo un par de veces para tranquilizarse.


Esa era su fase desesperada, la cual muy pocos, pero principalmente Maes Hughes, podían conocer.


—No, no tiene nada qué ver con eso —intentó contradecirlo Roy, pero sin demasiada convicción.


Maes le dio unas palmadas amables en la espalda, aprovechando que estaba inclinado sobre el volante.


—Entonces tiene qué ver con todo. Escucha, te daré un consejo: ¿tienes el número del chico? —Roy asintió con la cabeza—, dame tu móvil —y antes de esperar a que su amigo lo hiciera, metió, confianzudo, la mano en el bolsillo del pantalón de Roy y desbloqueó la pantalla.


Roy lo observó teclear unas cuantas cosas y después pasar con rapidez por la lista de números favoritos, que sorpresivamente, no eran muchos. Maes sintió una punzada de dolor en el estómago al darse cuenta de que Roy conservaba todavía el número de Riza. Discretamente, lo eliminó de los favoritos, por el propio bien emocional de su amigo.


Envió un mensaje de texto y le regresó el aparato a Roy, quien lo tomó con incredulidad.


—¿Qué demonios has hecho? —preguntó Roy, observando la pantalla anaranjada de su teléfono móvil como si éste fuera a responderle mejor.


Maes abrió la puerta del copiloto y se bajó del auto. Roy tuvo que imitarlo. Mientras caminaban hacia la entrada de las oficinas, Maes dijo con tono triunfante:


—Sólo le he enviado a ese muchacho una invitación para almorzar contigo. De esa manera, podrás pedirle disculpas por tu comportamiento de hace un rato y contarle sobre tus aspiraciones.


—¡¿Qué?! —exclamó, incauto, deteniéndose de golpe y casi chocando con la secretaria de su superior. Maes rió y se despidió de él con un gesto de la mano. Mustang estuvo a punto de correr detrás de él y obligarlo a retractarse, pero después se dio cuenta de que eso no le serviría de nada. No podría obligarlo a escribir otro mensaje para Elric y aclararle que la invitación la había formulado él.


Con eso se granjearía el odio total del muchacho.


—¡En el Café Loveheart, a las diez!


—¡Quién en su sano juicio citaría a alguien a las diez! ¡Demasiado temprano! —se quejó. Maes subió al elevador y lo dejó solo y decrepito en el recibidor de la planta baja, lamentándose. La mujer de recepción le sonrió con amabilidad mientras acomodaba montones de papeles en gruesas carpetas de color amarillo.


Roy le devolvió el gesto sin demasiados ánimos de coquetear y solucionó las cosas yendo hacia la maquina expendedora para comprarse un café. Se recargó en la maquina mientras abría la lata y daba un sorbo al delicioso liquido caliente. No tenía nada de qué preocuparse. Posiblemente, el muchacho se hubiera enojado tanto que ni de broma iría a encontrarse con él y, en segundo lugar, siempre podía dejarlo plantado y alegar que había tenido un contratiempo, ¿no? Además, si no le confirmaba la cita por medio de otro mensaje de texto, significaba que sólo haría caso omiso de la invitación de Hughes.


Respiró con profundidad, se quitó la gorra y la guardó en su maletín, apoyándolo sobre una de las banquetas de madera acomodadas a todo lo largo de la pared. Sí, sí, todo estaría bien. Se colgó la correa del maletín del hombro y caminó hacia los elevadores, para subir al mismo que Hughes. No tenia porqué preocuparse por lo que la niñera pensara de él, intentó convencerse mientras presionaba el botón superior de la pequeña placa colocada en la pared. ¿Por qué demonios sentía el estómago revuelto? ¿Y esos nervios? ¿Qué diablos?


 


Edward apagó su teléfono móvil y lo metió en el bolsillo superior de su mochila negra. Lo que menos necesitaba en esos momentos era seguir recibiendo estúpidos mensajes de texto de parte de Roy Mustang invitándolo a desayunar. ¿Era ese tipo más idiota de lo que había contemplado en primera instancia? ¿Cómo demonios se le ocurría pensar que aceptaría ir a ningún lado con él después de que durante la mañana había intentado golpearlo?


Bufó, soltándose la trenza en la que se había recogido el largo cabello rubio para hacerse después una cola de caballo bien apretada y ponerse la bata de laboratorio, blanca. Sujetó el cuadernillo con una mano y esperó, al lado de sus compañeros, a que iniciara la clase.


La irritación que sentía en la garganta era cada vez más nefasta y el dolor de sus ojos y mejillas incrementaba con el destello de luz blanca proveniente del cielo nublado. Sentía el cuerpo tan cortado, que temió desmayarse en algún momento. Cerró los ojos y se tocó los parpados hinchados. Ya, basta, se estaba enfermando.


Sentía también un dolorcillo punzante ahí en donde Mustang había provocado que se golpeara contra el poste al saltar sobre él y una oleada de coraje lo invadió. ¿Por qué tenia que hacerse responsable por las estupideces de un hombre como ese? ¡Maldita sea!


El profesor abrió la puerta del laboratorio y les permitió el paso, comprobando, a su vez, que cada uno de ellos llevara su respectivo material de trabajo. Edward se sintió reconfortado en el interior de la enorme sala blanca con olor a desinfectante. Ese lugar se había convertido en su refugio seguro para los momentos en los que no se sentía demasiado bien tanto física como emocionalmente, justo como le pasaba en esos momentos.


 


Pinako y Alphonse estaban viendo el televisor en la sala cuando el timbre de la puerta comenzó a sonar con insistencia. Los dos se sobresaltaron y la anciana se puso en pie para ver de quién se trataba mientras Alphonse se arrodillaba en los cojines del sofá e intentaba observar entre el encaje blanco de las cortinas, pero sin distinguir algo que fuera más allá de una sombra alta y enfundada en color negro. Tuvo un presentimiento y se levantó de un salto al tiempo que Pinako abría la puerta.


—¡Tú! —exclamó la mujer, tomada por sorpresa. El corazón de Alphonse comenzó a latir con demasiada violencia y un zumbido en sus oídos evitó que escuchara la respuesta del hombre. Sus ojos vagaron hacia el movimiento que éste hizo a continuación para dejar su pesada maleta en el suelo y caminar hacia el interior de la casa.


Alphonse observó su rostro, largo y un poco lastimado por el paso del tiempo, enmarcado en el mismo cabello rubio que él recordaba con tanto cariño desde que era pequeño y el mismo que observaba seguido en los rasgos diferenciales de su hermano mayor. La misma barba descuidada, las gafas, el traje raido y café…


—Alphonse, hola —saludó Hohenheim, ignorando por un segundo las protestas de Pinako, que intentaba reprenderlo por todo ese tiempo de ausencia en el que ni siquiera se había dignado a regalarles una llamada telefónica o enviarles una carta para informar de su estado y preguntar a sus hijos por el suyo.


Alphonse sintió que la enfermedad, mezclada con el sentimentalismo, se acentuaba en su garganta en medio de una danza homogénea. Cerró los ojos húmedos y, olvidándose de que sentía el cuerpo increíblemente pesado, corrió hacia el hombre alto de facciones inocentes y lo abrazó como había deseado hacer desde la ultima vez que se habían visto, hace más de dos años.


—¡Papá! —exclamó, siendo vencido por las ganas de llorar.


Hohenheim no correspondió a su abrazo, sino que se quedó de pie en medio del recibidor con una expresión un poco sorprendida pero cortés. Parecía estar tan impresionado por el reencuentro como el mismo Alphonse. Pinako dejó de reprenderlo para que pudiera disfrutar del momento al lado de su hijo y sonrió con indulgencia mientras se apresuraba a cerrar de nuevo la puerta y a ir a recoger la manta que Alphonse había dejado caer al suelo al pararse violentamente del sofá


—¿Cómo estás, Alphonse? —fue lo único que pudo preguntar el hombre antes de que se le partiera un poco la voz. Parecía un poco desmejorado y su piel tenia un color cetrino que el muchacho nunca le había visto antes, pero, por lo demás, lucia contento. Contento… en medio de la mirada desesperada de la soledad. La frustración.


 


Roy firmó unos cuantos papeles más y observó el móvil con desesperación. Estuvo a punto de mover la silla en la que estaba sentado hacia atrás y comenzar a pasear por todo el lugar, pero recordó que no estaba sólo en la oficina. Havoc y Breda, sus subordinados, lo observaban con cierta cautela, fingiendo que leían los nuevos reportes, mientras Falman y Fuery se dedicaban a acomodar los nuevos archivos en sus respectivos espacios, echando miradas por el rabillo del ojo a su comandante, preocupados.


Mustang, que fingía no estar al tanto de su actitud, se desesperó y se levantó de golpe, posando las palmas de sus manos con demasiada fuerza sobre la superficie de madera de su escritorio, haciendo que unos cuantos de los papeles que tenia sobre éste estallaran en un revoltijo que se dispersó por todos lados.


Los demás se asustaron y se sorprendieron, poniéndose todos en pie velozmente, en caso de que a Mustang se le ocurriera tener en esos momentos una crisis de identidad debido al fuerte estrés que estaba padeciendo y decidiera desquitar su furia contra las cosas a su alrededor, pero no fue así.


Roy tomó su móvil y comenzó a agitarlo con una de sus manos como si se tratara de un sonajero. Fuery y Falman intercambiaron una mirada angustiada mientras Breda y Havoc daban un paso hacia atrás.


—¿Se-señor…? —preguntó Fuery con titubeo.


—¡Responde ya, maldita sea! —chilló Roy, haciendo que todos se sobresaltaran, sin dejar de agitar el móvil con violencia.


—¿Está interrogándolo, señor? —preguntó Breda, iluso, sin dejar de observar la cara crispada de Mustang, que de pronto se puso furioso y apagó el móvil con un movimiento violento y forzado de sus dedos temblorosos.


—¡Pues no me importa si no contestas! —dijo, metiendo el teléfono en el cajón superior de su escritorio antes de volver a sentarse y comenzar a firmar los papeles que Havoc dejaba en su mesa conforme los recogía del suelo. Presionaba la punta de la pluma con tanta violencia sobre el papel, que hizo pequeños orificios en los documentos, algo poco conveniente.


Las manos le temblaban tanto, que a momentos su firma se convertía en un simple garabato mal hecho. ¿Qué demonios le costaba a ese jodido enano rubio responderle un mísero mensaje que ni siquiera había enviado él? ¿Era demasiado problema marcar con sus condenadamente cortos dedos una simple respuesta monosílaba? ¿Sí o no? ¡¿SÍ O NO?!


La frustración le ganó de pronto. Sacó de nuevo el teléfono móvil del cajón y observó la pantalla con reto, como si ésta lo hubiera ofendido. De pronto, marcó un número y se pegó el aparato al oído. Esperó más de diez segundos, pero aparentemente nadie le contestó. Dejó el móvil con violencia sobre la superficie de la mesa. Lo tomó de nuevo, marcó el mismo número y volvió a llamar. Ésta vez esperó más de veinte segundos, pero no le volvieron a responder, aparentemente, porque soltó una palabrota y dejó el teléfono sobre la palma de su mano.


—¿Qué demonios es lo que está esperando, Falman? —Preguntó Fuery, acomodándose las gafas sobre el puente de la nariz, al tanto de que Mustang no estaba prestando atención a nada que no fuera su teléfono móvil—, ¿algo de trabajo?


—No tengo idea —respondió el aludido mientras Mustang probaba suerte por tercera vez, pero sin éxito alguno. Se cansó y se cubrió la cara con ambas manos. Parecía como si hubiera pasado una mala noche. De pronto, su móvil comenzó a sonar y vibrar encima del escritorio y Mustang se apresuró a levantarlo, observando la pantalla con cierto grado de ilusión enferma.


No pareció ser la persona que esperaba, puesto que no tomó la llamada. Guardó el móvil de nuevo en el cajón superior de su escritorio, derrotado, y se dedicó a hacer rodar su pluma en sus dedos compulsivamente, observando el vacio.


Si tan sólo el imbécil le devolviera la llamada…


—Voy a salir —dijo de pronto, levantándose y tomando su abrigo de la percha. Los demás no dijeron nada y sólo lo vieron marchar. Respiraron con alivio al ver que la puerta se cerraba: si Mustang necesitaba despejarse un poco, ellos no se iban a quejar.


 


Edward salió del laboratorio con expresión derrotada. Una de sus compañeras le había regalado un paquete de pañuelos de papel que ya casi se le estaba terminando, pues durante todo ese tiempo no había dejado de estornudar. Se había equivocado y había colocado agua oxigenada en un tubo de ensayo en el que debió poner simple agua. El profesor se había molestado y le había pedido comunicarle que estaba enfermo la próxima vez, para no provocar esa clase de confusiones.


Había dicho que sí simplemente para que le permitieran marcharse. Posiblemente sería mejor que regresara a casa y descansara un poco hasta que se sintiera mejor. Después de todo, ese día sólo tenía dos periodos de la misma clase.


Se quitó la bata blanca, la metió precariamente dentro de su bolso y se lo echó al hombro, echando a caminar por los pasillos de la escuela para marcharse. Se movía en automático y cuando llegó a los peldaños del colegio, apenas se percató de que los estaba bajando. El viento helado le golpeó la cara y le hizo sentir un poco más fresco de lo que en verdad estaba. Tenía fiebre.


El auto de Roy Mustang estaba estacionado en la calle de enfrente y el hombre estaba apoyado contra una de sus piernas, con los brazos cruzados sobre su fornido pecho y las piernas estiradas en una postura indolente. Tenía el rostro agachado, por lo que no le vio aparecer, pero Edward sí que se percató de su presencia y se preguntó si querría más pelea.


Negó con la cabeza, como si la invitación ya hubiera sido hecha. No le había respondido el mensaje de texto diciendo que desayunaría con él o que se encontrarían en el Café Loveheart, lo que significaba que se había negado, ¿entonces porqué demonios estaba esperándolo fuera de la escuela, con una postura de YoLoPuedoTodo como si Edward dependiera de él?


En ese momento, Mustang levantó el rostro y se fijó en él. Los ojos de ambos se encontraron y ambos se ruborizaron casi al mismo tiempo. Edward quiso marcharse, pero Mustang ya estaba mirando a ambos lados de la calle para cruzarla y encontrarse con él.


—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó el muchacho, sacando penúltimo de sus pañuelos de papel regalados para limpiarse el fluido nasal de la nariz, que no parecía querer detenerse. Roy metió las manos en los bolsillos de su pantalón azul y suspiró. Su aliento tenía el aroma del café caliente.


—Pensé que sería un poco más cortés venir a recogerte hasta la escuela que hacerte caminar hasta la cafetería —se encogió de hombros, sonriendo con coquetería—, después del pequeño incidente que tuvimos ésta mañana.


Edward fingió no saber de qué estaba hablando y, con sarcasmo, puso los ojos en blanco.


—¡Oh!, ¿te refieres a ese pequeño (y estúpido) incidente en el que casi me atropellas con tu jodido auto y tras el cual intentaste golpearme? —inquirió, molesto. Su voz hubiera tenido un efecto más ofensivo—. Dudo mucho que venir a recogerme después del colegio sea suficiente disculpa. ¿Qué hubieras hecho si hubiera tardado en salir? ¿Te hubieras marchado, no? Entonces no cuenta.


Roy borró todo rastro de sonrisa de sus facciones. Inexpresivo, lucía intimidante, pero Edward lo prefería de esa manera para poder comportarse igual.


—Sólo vine a disculparme —se encogió de hombros, con la voz tan fría como su rostro. Edward entornó los ojos—, por lo de ésta mañana, por los mensajes de ayer. Quiero que sepas que en ningún momento fue mi intención incomodarte —dijo con verdadero pesar.


De pronto, Edward se sintió un tanto culpable. El rostro de Mustang lucía tan cansado como el de él mismo. Se limpió la nariz de nuevo con el pañuelo de papel y lo guardó después en el bolsillo de su abrigo, comenzando a asentir con la cabeza.


—Creo que no hay problema —susurró. Roy sonrió—, no estoy molesto, es sólo… ¿a mí qué demonios me importa lo que te pase? No nos conocemos, trabajé para ti una noche y de pronto me tratas como si nos conociéramos desde hace años. Que te quede bien claro que no suelo relacionarme casi con nadie a menos que sea necesario.


—De acuerdo. Eso me parece demasiado sensato de tu parte.


—Por lo mismo, no tengo idea de cuáles sean tus intenciones, por lo que quiero que no te sientas con la suficiente confianza de comunicarme tus penas o dudas, tampoco quiero que pienses que puedes invitarme a cafés para charlas o incluso que creas que puedes golpearme, ¿de acuerdo? Nada me prohíbe no contestarte, pero creo que a pesar de todo debería de tenerle un poco de respeto a un oficial, ¿no crees? —dijo, apoyando su dedo en la placa que Mustang lucia en su pecho.


Roy sonrió.


—Sí, eso creo yo también. Entonces, ¿aceptas ese café? —propuso, sonando un poco indiferente, aunque le agradaba la idea de que las cosas no se le hubieran ido tan rápido de las manos.


Edward sopesó las cosas. No estaba lo suficientemente enojado como par decir que no, pero se sentía mal, lo mejor seria irse a casa, encontrarse con Alphonse, con Winry y Pinako y descansar la tarde entera.


—No, pero —dijo, levantando las manos en son de paz al ver que Mustang estaba por protestar, intentando convencerlo— aceptaría que me llevaras a mi casa. Al parecer, mi hermano me ha contagiado su gripe y no creo soportar un trayecto demasiado rudo en el transporte público, ¿aceptas?


Roy asintió con la cabeza, sonriendo de medio lado. Hizo un gesto con la mano señalando su auto. Edward caminó delante de él y se subió al asiento del copiloto, cuya puerta estaba abierta, como si Mustang hubiera previsto que su respuesta seria positiva para ir al Café.


Se pusieron en marcha. Edward abrazó la mochila contra su pecho para tener un punto de agarre y no sentirse tan perdido en medio de su estado febril. En esos momentos, lo único que deseaba era meterse en la cama y dormir todo lo que pudiera. Cerró los ojos y se acurrucó contra el mullido respaldo del asiento, abriendo los ojos sólo cuando era necesario para indicarle a Roy el camino.


—Por cierto, he notado que has dejado de hablarme «de usted» —comentó Mustang, fingiendo desinterés. Edward, que se estaba quedando dormido, negó con la cabeza.


—Te perdí todo el respeto de repente —confesó, dejando que su cabeza resbalara hasta golpear el cristal de la ventana, en donde sentía el rebote del cristal debido a los saltos del automóvil.


Roy no se quejó. De cierto modo, sabía que se lo merecía.


—Nunca me he sentido muy contento cuando la gente me habla con formalismos —mintió. La verdad era que el respeto nunca había sido un problema demasiado grande para alguien como él y le gustaba que la gente se lo tuviera.


—¿Por qué intentaste golpearme en la mañana? ¿Fue demasiado para ti lo que dije? ¿Ofensivo? —inquirió Edward, soñoliento. Mustang apretó los dedos con demasiada fuerza en torno al cristal.


—No demasiado —respondió, luchando por mantener el control sobre su voz—. Nunca me habían dicho algo tan cierto. Creo que ayer estaba intentando dejar caer el peso de mis responsabilidades sobre ti. Te denominé «Niñera» de mi hijo porque era más fácil, a pesar de saber que eres un muchacho demasiado joven que no tiene porque lidiar con mis problemas personales. Y sí, nunca he sido un buen padre. Al niño no lo había visto en dos años más que en fotografías. Cada vez que su madre intentaba que hablara con él por teléfono, me negaba, alegando que habría un tiempo para cada cosa. No tenía idea de que él terminaría viviendo conmigo, de ésta manera. Es difícil. Muy difícil.


—Lo sé —admitió Edward, convertido en madre, padre y hermano para Alphonse desde hace años—, ¿qué le ocurrió a tu esposa?


Roy se detuvo detrás de una larga hilera de autos que esperaban detrás de un semáforo en rojo. Sus ojos, irritados por la mala noche que había pasado, escocieron con la destellante luz blanquecina que luchaba por tomar lugar entre las nubes grises.


Observó el perfil de Edward, recostado contra la ventana, y de cierto modo comprendió que su perfil era idéntico al de Riza. Los dos parecían tener el mismo mentón frágil y, aunque el color de cabello de Edward era un poco más oscuro que el de su esposa, parecía casi lo mismo al ser iluminado por la luz nacarada.


Se estaba equivocando. Y era esa equivocación la que lo obligaba a buscar tanto a Edward, como había buscado su aroma aquella noche en que el muchacho se había hecho cargo de Berthold en su casa.


—Ella era oficial también —explicó—, con un marcado sentido del deber. Cuando nos casamos, prometimos que nos daríamos un tiempo antes de tener una relación más formal, con hijos, pero digamos que…


—¿Qué? —insistió Edward, prestando más atención de la que podía a la conversación. Sacó el pañuelo que le quedaba y se limpió la nariz de nuevo. Bajó la mochila y la colocó entre sus pies, descansando de la presión que sentía en el pecho. Le estaba costando mucho trabajo respirar.


—Hay cosas que no se pueden evitar, ¿comprendes? —preguntó, mientras la larga hilera de autos comenzaba a avanzar de nuevo. Edward asintió con la cabeza, no queriendo profundizar más en el asunto— y cuando Berthold nació, creo que los dos tuvimos que ponernos de acuerdo en demasiadas cosas. Lo que yo sacrificaría y lo que sacrificaría ella a su vez.


—No creo que fueran demasiadas cosas de tu parte, la verdad —murmuró Edward, aunque tan bajo, que Mustang no pudo escucharlo. Edward señaló una calle hacia la derecha y Mustang giró el volante para ir hacia allá.


—Ella dejó sus labores como oficial para cuidar del niño y nos separamos, ella regresó a casa de su padre, en donde se encontraría más cómoda. Yo nunca estaba en casa. Era complicado. Y la relación se iba a pique, porque yo no soportaba la presencia del niño. Era demasiado irritante, ¿sabes? Sus llantos, sus gritos. Un bebé que necesitaba cientos de cuidados y yo, un hombre necesitado de su mujer.


Edward sonrió de medio lado. Supuso que algo parecido les había ocurrido a Trisha y Hohenheim, pero en otro sentido.


»—Cuando se marchó, procurábamos llamarnos diario por teléfono. Ella me contaba cómo iban las cosas, yo estaba un poco contento debido a mi libertad. Y las cosas fueron bien hasta que con el paso del tiempo las cosas comenzaron a cambiar: yo la llamaba una vez a la semana y cuando ella tomaba la iniciativa de hacerlo, a veces yo no quería contestar. No quería decirle que la necesitaba a mi lado. Y esas semanas se convirtieron en un mes. En meses. Dos años. La fotografía que viste en mi cartera la tomamos en una escapada de todos nuestros asuntos personales. Ella vino, me buscó y me invitó a la feria. Fue la única vez en la que sentí que éramos… una verdadera pareja.


—Vaya —susurró Edward, que ahora estaba completamente atento a la plática. De cierto modo, se había olvidado hasta de lo mucho que le costaba respirar. Tenía los ojos llorosos y le dolían los pómulos. Se dio cuenta de que ya habían llegado a la calle en la que se encontraba su casa y señaló el sitio, pintado de un bonito color blanco que resplandecía con la luz.


Roy se estacionó delante del camino que llevaba hacia la casa y observó el lugar con cierto dejo de curiosidad. Sin embargo, continuó con su historia, recargando la frente sobre el volante con aire meditabundo.


—El mes pasado, se metió en un pleito que no le correspondía. Al lado de su casa, vivía una pareja, con cuatro hijos, y ellas eran amigas. El marido la golpeaba, por lo que Riza no pudo hacer otra cosa más que meterse cuando su amiga quedó inconsciente —hizo una pausa. Su voz era un hilo. Edward le observaba con verdadera atención. Había puesto una mano sobre la correa de su bolso, pero lo soltó, a sabiendas de que no podía dejar a Mustang colgado al estarle contando algo como eso—. Riza era una mujer extraordinaria, hermosa y fuerte. Tenía la capacidad de someter a las personas tanto con su fuerza como con su personalidad. Pero aquella vez no pudo. No pudo… —explicó, recargando su cuerpo entero sobre el volante del auto. Sus hombros se sacudían con velocidad y Edward se preguntó si estaría llorando, pero no lo escuchó sollozar en ningún momento.


Conmiserándose de Mustang, estiró una mano y la pasó a lo largo de su espalda, sintiendo los fuertes músculos debajo de la ropa del oficial. Se estiró un poco más y puso su mano libre sobre la de Roy, cuyos nudillos se estaban poniendo blancos debido a la fuerza con la que aferraba el volante.


—Está bien, Mustang, tranquilo —susurró. No tuvo que esforzarse mucho por mantener el tono confidencial de su voz: estaba tan ronco en esos momentos debido a su gripe, que le costaba trabajo hasta usar la voz.


Mustang se movió con lentitud, separándose del contacto de las manos de Edward para recargarse en su asiento. Tenía los ojos húmedos, pero no lo suficiente para delatarlo. Edward, por respeto a sus emociones, observó hacia otro lado, no queriendo comprometerlo a seguir hablando sobre el tema o a decir algo que le restara importancia al asunto.


Guardaron silencio, pero no fue uno molesto o incomodo, sino uno confidencial. Edward esperó hasta que Mustang se recuperara para bajar del auto, a pesar de que se sentía verdaderamente mal.


—Lo siento —dijo Roy, recuperando un poco de su compostura. Tenía las mejillas rojas.


—No hay problema. Te ofrecería un pañuelo, pero he terminado con todos los que tenia —se disculpó, mostrándole la pequeña bolsa vacía—. Lamento haberte hecho hablar sobre eso, Mustang.


—No, no, gracias por escucharme. Creo que… esto cabe dentro de tus prohibiciones sobre el exceso de confianza, ¿no crees? —intentó sonreír. Ese era el comentario que Edward no había querido escuchar, por lo que no le quedó más que asentir con la cabeza y abrir su puerta para bajar del auto.


—Gracias por traerme —dijo, cerrando la puerta del copiloto y observándolo a través de la ventanilla.


Roy asintió con la cabeza. Edward le sonrió con amabilidad y dio media vuelta, enfilando el caminillo hacia su casa. Roy quiso esperar hasta verlo entras, sólo por si las dudas.


Edward llamó al timbre un par de veces, pues no quería perder tiempo buscando sus llaves, y la puerta la abrió la persona a la que menos había esperado ver. Su primer instinto fue hacer una exclamación violenta, debido al sobresalto, y después dar unos cuantos pasos hacia atrás.


Roy, alertado, salió del auto, aunque no creyó que el sujeto fuera tan desconocido cuando Edward gritó con voz enferma «¡HOHENHEIM DE LA LUZ!», aunque sí le dio aires un poco extravagantes. 


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