Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Seducido por un idiota por PruePhantomhive

[Reviews - 230]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

CAPÍTULO 6

 

Plática ventajosa

 

Si en verdad Hohenheim iba a permanecer un tiempo en su casa, Edward estaba seguro de que no lo iba a soportar, por lo que posiblemente sería mejor que estar enfermo y encerrado en su recámara para no tener que toparse con su padre, que de todas formas parecía sentirse más cómodo al lado de Alphonse, en caso de que se diera la oportunidad de que las ciencias y su distanciamiento no le hubieran quitado todavía esa capacidad.

 

Ya había anochecido, pero la luz blanca de la farola de la calle entraba a través de las delgadas cortinas que cubrían las ventanas. Estaba lloviendo de nuevo y, por primera vez en mucho tiempo, el ruido constante de las gotas y el granizo aporreando el cristal le provocaron un fuerte ataque de furia que estuvo a punto de hacerlo salir de la cama para comenzar a pasear por toda la habitación, pero no pudo hacerlo pues Winry entró, llevando con ella la bandeja con la cena.

 

—Hola, ¿cómo te sientes? —le preguntó con amabilidad. Iba vestida de color negro y café, permitiendo que su largo cabello rubio callera por sus hombros y su espalda con libertad. Edward no pudo evitar fijarse en la curva de sus piernas, delineadas por la corta y severa minifalda oscura. El tacón de sus botas hizo ruido sobre la alfombra mientras se acercaba a dejar la comida sobre la mesa.

 

—Enfermo —respondió con cierto pesar: su voz sonaba apagada y forzada, como la de un anciano fumador. Winry no se burló, pero Edward no pudo contener su pena, de todas formas.

 

—Espero que te recuperes pronto. Alphonse se ha repuesto muy rápido, si sigues un tratamiento, posiblemente pase lo mismo —le consoló ella, sonriéndole encantadoramente. Edward sintió que le daba otro arranque de fiebre, por lo que levantó un brazo para cubrirse los ojos con él. El móvil, colocado a su lado, no había sonado en toda la tarde—, ¿irás al colegio mañana? no creo que te convenga con éste clima…

 

—Yo tampoco. Todo está tan mojado y tan… frío —dijo, alcanzándose una caja de pañuelos de papel que Alphonse le había colocado sobre la mesilla de noche. Se limpió la nariz y echó los desechos al cesto de la basura, al lado de su cama. Le apenaba un poco que precisamente Winry tuviera que verlo en ese estado. Nunca se preocupaba mucho por estar guapo delante de ella, pero también detestaba esos momentos en los que se mostraba demasiado mediocre. Lo suficiente como para no gustarle…

 

Y no era que le importara demasiado gustarle… es decir, no era que se preocupara mucho por su aspecto, mucho menos delante de ella… Winry no tenia nada qué ver con que quisiera verse bien… era sólo que… sí, si tenia que ver con ella.

 

—Sí, será mejor que descanses un poco. Ahora que tu padre está de visita, supongo que las cosas irán mejor para Alphonse y tú y no tendrás que preocuparte en lo más mínimo. Deberías sentirte contento… oh, pero, no lo estás, ¿verdad? —susurró ella, sentándose en la silla que había delante del tocador.

 

Edward cerró los ojos y después le sobrevino un ataque de tos. Tuvo que cubrirse la boca con la manga del pijama para no babear. Sentía la garganta tan cerrada, que seguía sorprendiéndose de poder respirar. Esa breve pausa le dio tiempo para pensar las cosas con mayor claridad antes de responder: Winry era susceptible a su comportamiento cuando se trataba de «padres». Y era entendible.

 

—No estoy feliz —reveló por fin, acomodándose sobre el colchón y observando el techo blanco. Su habitación estaba pintada por completo de un color azul suave que recordaba al cielo cuando no estaba nublado. Todos los muebles eran de madera. La única parte blanca, sin macula, era el techo, por lo que Edward se perdía libremente en él cuando necesitaba pensar, como si pudiera proyectar en él todas las imágenes que le pasaban por la cabeza—, él puede ser un padre a distancia, no importa el ángulo por el que lo veas.

 

Winry respiró profundo. Se puso las manos sobre los muslos, apretándolas en un puño. Edward volvió a fijarse en sus piernas y cierto rubor le cubrió las mejillas. Winry era más guapa de lo que podía tolerar.

 

—Y, sin embargo, si mal no recuerdo, Ed, te preocupabas hace poco por él —le recordó con cautela. Su voz rompía el balance del silencio que Edward había creado antes de que ella entrara en la recámara—, dijiste que te preocupaba que no se hubiera comunicado con ustedes durante más de dos meses.

 

—Eso era porque necesitábamos dinero, ¿recuerdas? —la corrigió, sin ánimos de ser demasiado grosero. Y era la verdad: había aprendido que Hohenheim era bueno con ellos siempre y cuando no estuvieran cerca. Él también había reconocido, como parte de sí mismo, que no toleraba ver el rostro de su padre por más de cinco minutos seguidos. Que le molestaba mucho recordar su expresión aquel día en el que se había ido de casa y ni siquiera quiso tomarse la molestia de despedirse.

 

Y le podía la fuerza de la costumbre: había odiado a su padre siempre y así sería hasta que alguien se tomara la molestia de intentar convencerlo de lo contrario. Aunque no estaba muy seguro de poder hacerle caso. Edward siempre había tenido cierto temperamento colérico que lo obligaba a ser completamente fiel a sus emociones, se lo reprochara quien se lo reprochara. Aunque a veces se deprimía e intentaba cambiar de opinión, las cosas volvían a acomodarse cuando comenzaba a tranquilizarse.

 

Se definía a sí mismo como una goma elástica capaz de estirarse lo más posible y recuperar la misma forma que tenia antes de que ejercieran cierta fuerza sobre ella. Y a veces pensaba que sólo Alphonse lo comprendía, porque parecía que ni Winry lo hacia.

 

—Sólo digo que deberías darle una oportunidad, Ed, no creo que las cosas sean tan malas en caso de que intentes convivir un poco más con él —lo animó, sonriéndole con amabilidad, sin embargo, Edward no se contentó con su gesto, como comúnmente hacia. Frunció el entrecejo y sintió una violenta punzada en la cabeza que lo obligó a cerrar los ojos.

 

—Las oportunidades no se dan —susurro, un poco molesto, mientras se sobaba la cabeza con las puntas de los dedos de ambas manos. Se sentía tan mal—, se ganan.

 

Winry se levantó de un salto de su silla, también enojada.

 

—¡Pues gracias por la lección de vida, Edward! —reprochó, agitando su larga melena rubia conforme se movía velozmente hacia la puerta. Por un segundo, a Edward no le importó en lo más mínimo haberla molestado—, ¡sólo espero que pienses mejor las cosas, ¿de acuerdo?!

 

—¡¿Qué demonios es lo que tengo que pensar?! —gritó él, enojado, intentando seguirla, pero no pudo. Su cuerpo cortado le impidió levantarse de la cama. Se derribó de nuevo sobre las almohadas y jaló aire por medio de la boca.

 

Si la presencia de Hohenheim alteraría incluso el comportamiento de Winry, definitivamente no quería encontrarse con nadie. Y, como para contrarrestar el efecto de sus palabras, su móvil comenzó a sonar. Desde antes de contestar supo quién era. Vio el nombre de Roy Mustang parpadeando rítmicamente en la pantalla de su móvil y se preguntó si debía responder. Lo hizo antes de contestarse esa pregunta y se dejó caer de nuevo sobre la almohada, con el teléfono pegado a la oreja.

 

—Mustang —saludó. Su voz sonó espantosa.

 

—Vaya, sí que te sentías mal —dijo el hombre, cuya voz sonaba tan impecable y arrogante como siempre. El corazón de Edward dio un salto mientras luchaba por mantener los ojos abiertos. Sentía como si se fuera a desmayar en cualquier momento y su latido cardiaco no le estaba ayudando demasiado: ¿por qué demonios tenia que sobresaltarse al escuchar la voz de un hombre como ese?

 

Tal vez era porque estaba solo, con todos los demás a favor de Hohenheim, abandonándolo a su suerte sobre una cama caliente, empapado en sudor. No quiso pensar en las connotaciones sensuales que algo como eso podría tener para un malpensado.

 

—¿Creíste que estaba mintiendo? —Preguntó, un poco ofendido—, mi hermano me contagió. No pensé que fuera a ponerme tan mal. Además, con este clima…

 

—Sí, comprendo.

 

—¿Para qué has llamado? —preguntó, un poco sorprendido. Aunque sabia que Mustang había dicho que lo haría, no había estado esperando que fuera ese mismo día. Pensó que lo había comentado únicamente para despedirse sin demasiado compromiso, al estar delante de una mujer como Pinako, que desconfiaba de cualquier hombre uniformado.

 

—Ah —dijo Roy, sin demasiada convicción. De pronto, se dio cuenta de que no tenia una buena justificación para haberlo hecho, por lo que decidió comportarse sincero, algo complicado en un hombre complejo como él—, dije que lo haría, así que pensé que estaría bien cumplir con mi palabra.

 

Edward se descubrió sonriendo con satisfacción. Sabía que esa sería la respuesta formal de Mustang.

 

—Es bueno conocer por fin a un hombre que cumple con lo que dice, Mustang, aunque nunca pensé que fueras un hombre tan literal. ¿Puedo preguntar si es conveniente que seas de esa manera? Fuiste a recogerme, me acompañaste a mi casa, me llamas «porque dijiste que lo harías», ¿con todo el mundo eres igual? —preguntó, curioso, sin dejar de sonreír. Las frases complicadas con demasiadas M y N le hacían sentir que su nariz se atascaba al mismo tiempo que la mucosa en su garganta, por lo que tuvo que jadear un poco para hablar relativamente de manera correcta.

 

Mustang no se rió, al contrario, guardó un silencio total, como si Edward hubiera dicho algo inadecuado de nuevo. El muchacho estuvo a punto de alegar algo para enmendar su error, pero no se le ocurrió nada lo suficientemente convincente, hasta que por fin Mustang habló de nuevo.

 

—No, no soy así con todo el mundo —confesó. Edward sintió que el corazón le daba un vuelco: eso era una confesión escondida. Mustang le estaba diciendo que a él lo trataba diferente que a todos los demás y para bien, lo cual era un poco sorprendente e inesperado—, creo que te comenté durante la tarde que ni siquiera a mi esposa le condecía ésta clase de cosas.

 

Oh, sí… su esposa. Edward cerró los ojos y de inmediato sintió como si le hubieran pegado los parpados con goma, porque no pudo volverlos a levantar. Recordó la sensación de no saber qué hacer que lo había invadido durante la pequeña caída emocional de Mustang mientras los dos estaban en el auto y un estremecimiento que nada tenia que ver con la gripe le recorrió el cuerpo entero.

 

—Sí, creo que lo mencionaste —aceptó, sin demasiadas ganas de ahondar en el asunto—, ¿estás en tú casa? ¿Qué tal van las cosas con el niño, bien?

 

—Sí, eso creo. Ya había cenado en casa de Maes (el sujeto que me acompañaba hoy en la mañana), por lo que está viendo un poco de televisión antes de irse a la cama —contó. Su voz sonaba fría, pero Edward pudo darse cuenta de que solo estaba aparentando.

 

—No creo que sea demasiado bueno que un niño de cuatro años vea televisión antes de irse a la cama —dijo, sin reparar demasiado en que estaba dándole lecciones de cómo educar a su hijo… ¿de nuevo?—, Al, mi hermano menor, y yo desarrollamos cierta obsesión por los videojuegos a los seis años que nos ha costado eliminar. Hoy en día seguimos teniendo problemas con eso.

 

—No creo que un poco de distracción antes de irse a la cama le haga mucho daño —contradijo Roy, aunque sonaba un tanto divertido. Edward también rió: le estaba dando lecciones a alguien sobre cómo tratar a su hijo cuando él y su propio padre eran un desastre simétrico.

 

—Puede ser. Supongo que nunca viene mal despejarse la cabeza un poco antes de dormir —aceptó, sintiendo que la voz le flaqueaba un poco debido al cansancio. Debió haber sonado como una especie de ebrio en plena resaca para Mustang, pero éste no dijo nada.

 

—También depende de qué clase de distracción sea, niñera —dijo el oficial con un murmullo. Parecía estar en una habitación distinta a la del niño, tal vez el pasillo, eso era conveniente: Edward tuvo la certeza de que estaba huyendo de él—, para un joven, la tecnología sirve, para los hombres mayores, las curvas de una buena dama no están mal, sobre todo si es hermosa.

 

Edward abrió los ojos de golpe, con las mejillas ardiendo por la fiebre y por la vergüenza. No podía creer lo que acababa de escuchar. Se cambió de mano el teléfono y de pronto sintió como si alguien lo observara de cerca, más bien era la pena por lo que el idiota de Mustang acababa de decir.

 

—Sucio pervertido —dijo por lo bajo, cubriéndose la boca con media mano. Mustang, para su sorpresa, soltó una carcajada.

 

—¡El amor nunca está de más! —exclamó a modo de defensa, pero Edward no se mostró conforme.

 

—Pues por la forma en la que lo dices, parece que sí. Es como si tuvieras a cientos de mujeres a tu disposición para querer. Y no dudo que así sea.

 

—Sí, pero existe el desear y el querer es otra cosa. ¿No es hermoso enamorarse, niñera? ¿No serían más fáciles las cosas si todos en el mundo tuviéramos a quién querer? Yo la tuve, ¿y tú?

 

—No, nunca.

 

—Lástima.

 

 

—Sólo por curiosidad, ¿has estado bebiendo? Tu voz suena pastosa y tú un poco incoherente —dijo de pronto, al percatarse del asunto. Roy volvió a reír.

 

—Un poco de Whisky, eso es todo —confesó. Edward escuchó el sonido de un sorbo, por lo que supuso que «un poco de whisky» implicaba que todavía tenía el vaso en la mano. No creyó que eso fuera conveniente para un hombre viviendo solo con un niño de cuatro años, pero no tuvo las fuerzas suficientes para abrir la boca y decírselo. De todas formas, no se pondría de rodillas ante sus instintos de enfermo para seguir diciéndole a ese hombre cómo debía educar a su niño.

 

Aunque la tentación era grande: quería decirle «Mi padre hizo esto conmigo y con Al, por eso te aconsejo que no cometas el mismo error con Berthold» o «No considero conveniente algo como eso, es por el bien del niño» pero tenia el presentimiento de que Mustang no tomaría sus consejos a bien, sino todo lo contrario, como esa mañana, cuando había estado a punto de golpearlo. Cerró los ojos de nuevo y suspiró. Mustang dio otro sorbo a su vaso.

 

—El estrés y el dolor no se curan bebiendo alcohol —dijo, en sustitución de todo lo demás, pero generalizando. Mustang dio un tercer sorbo a su vaso y Edward casi pudo escuchar el sonido del líquido pasando por su garganta cuando lo tragó. De todas formas, ¿a él qué diablos le venia importando si Roy quería ahogar sus penas? ¿Qué más le daba si buscaba la autodestrucción de esa manera tan lenta y horrible? Alguien más se haría cargo del niño…

 

—A veces, hablas como si lo supieras todo —dijo Mustang—, pero tengo el presentimiento de que en verdad no conoces nada, pero intentas aprender. Soy mucho mayor que tú, casi por diez años, he tenido muchas más experiencias que tú y desgraciadamente he aprendido de ellas, pero hay un punto en común entre tú y yo, ¿quieres que te lo diga o ya lo sabes? —preguntó, con la voz más pastosa que antes, por lo que Edward supuso que el alcohol estaba haciendo efecto en su lengua.

 

—Supongo que hablas de lo que le ha ocurrido a mi madre y lo que le ha pasado a tu esposa —respondió, sin demasiadas ganas. Mustang dejó de ser una tabla salvavidas y se convirtió en un fastidio, de nuevo.

 

—Sí, exacto —afirmó el hombre, al otro lado de la línea, aunque Edward podía escucharlo casi como si estuviera recostado a su lado, en la misma cama, las presiones de sus cuerpos juntas hundiendo con lentitud el colchón.

 

—Entiendo tu punto, sin embargo, nunca he buscado escapar de mis problemas bebiendo —dijo, molesto. Nada de lo que hubiera pasado con Trisha tenia que ver con Riza, el nombre que Mustang le había mencionado dos veces ya—, ¿intentas justificarte por medio de la edad? Búscate otro hobbie.

 

—¿Puede ser hablar contigo?

 

—¿Por qué no mejor tener un amigo?

 

—Tengo un amigo, pero no comprende las cosas del todo. Los dos hemos perdido mucho en nuestra profesión, los dos hemos sufrido y hemos llorado, pero tenemos personalidades completamente diferentes, por lo que él no ve las cosas de la misma forma que yo y hablar con él me hace daño —confesó Roy, hablando con lentitud para seguir el hilo de lo que estaba diciendo—. Es Maes, ¿sabes?, lo conociste hoy, ¿te parece que somos iguales?

 

—No —saltó Edward de inmediato, recordando el atisbo de energía extrovertida que había percibido esa mañana en el hombre de gafas. No, Roy y él no se parecían en lo más mínimo, aunque algo debía de tener en común para decidir hacerse amigos, posiblemente un rasgo de su temperamento que Mustang estaba dejando de lado…

 

—Entonces, ¿cómo podría explicarle a él mi dolor por Riza, cómo podría hacer que comprendiera? Tú, por otro lado, parecer estar en la misma orilla del río que yo —insistió. Edward se cansó. Tuvo que hacer el teléfono a un lado para poder estornudar sin que el ruido le estallara en el oído a Mustang, aunque posiblemente eso lo despertara de su ensoñación.

 

—Es complicado.

 

—Mucho.

 

—Pero las cosas van a seguir avanzando, ¿no?

 

—Sí.

 

—De todas formas, acepto que llames cuando tengas problemas, pero te explicaré algo: Intercambio Equivalente —susurró, serio. La fiebre le estaba cansando demasiado y sentía que caería dormido en cualquier momento, pero llegado ese punto de la conversación telefónica, quería ser lo más lucido posible. De todas formas, se había regido por ese mantra durante años, desde que lo había visto por primera vez en uno de los viejos libros de su padre y lo había aplicado en muchas ocasiones.

 

—¿Qué? —preguntó Roy, sin saber muy bien de qué estaba hablando.

 

—Si tú tienes un problema, te sientes mal o simplemente deseas hablar con alguien, seré yo quien te preste atención. Te escucharé en lo que desees, en el momento que quieras, pero será reciproco, ¿de acuerdo? Y en la misma cantidad.

 

—¿De dónde demonios has sacado algo como eso?

 

—¿Lo harás o no? De lo contrario, puedes ir a lloriquearle a alguien más.

 

—¿A cualquier hora, dices?

 

—Dije «momento», idiota.

 

—Acepto.

 

—Bien. Ahora, espero que no te moleste, pero necesito dormir un poco. Me siento pésimo, como si un rebaño de vacas me hubiera pasado por encima, lo cual ya es detestable porque ellas producen leche.

 

—¿Qué?

 

—Buenas noches, Roy.

 

—Buenas noches, niñera.

 

Edward cortó la llamada antes de que lo hiciera Roy, dejó el teléfono en la mesilla de noche y se estiró un poco para apagar la luz. Se acomodó mejor en la almohada y cerró los ojos, sintiendo como todo el peso del día le caía encima como si se encontrara apresado bajo el pie de un gigante.

 

Le parecía un trato justo el que había hecho con Mustang, que parecía querer que todo el mundo le tendiera la mano sin hacer nada por merecerlo. Aunque tenia el presentimiento de que todavía le faltaban muchas cosas por conocer sobre él, pues, como él mismo le había dicho, había un mar de edad entre ellos. Casi diez años. Casi…

 

 

 

Roy bajó el móvil y observó la pantalla durante un par de segundos hasta que ésta se apagó. Estaba en la cocina, con las luces completamente apagadas, escuchando el zumbido del televisor en la sala. La botella de whisky brillaba con la luz pálida que se colaba por las cortinas de encaje de la ventana. Dejó el aparato al lado de su vaso y se sirvió un poco más de licor.

 

El corazón le latía con mucha fuerza y sus ojos escocían debido al esfuerzo que hacia para distinguir apenas algo en la oscuridad, pero se sentía tranquilo. El ardor del whisky en su lengua le servía para dejar de pensar, para concentrarse en el cosquilleo y no en el dolor emocional.

 

A pesar de todo, estaba sonriendo. Intercambio Equivalente, ¿no? Intercambio Equivalente había dicho el joven Elric y le había hecho una propuesta que Roy no había creído posible hasta ese momento. Sintió que algo burbujeaba con alegría en su estómago y se preguntó si sería la emoción o la ebriedad. Al menos tenía el permiso de hablar con él, en el «momento» que quisiera, sin sentir después culpabilidad o tener que pelearse con él.

 

Eso le daba un poco de tranquilidad. Sólo un poco. Era como apagar durante un momento la flama de la desesperación y la incredulidad. Dejar de pensar que estaba soñando y que las cosas serian diferentes en cuando dejara de hacerlo, que Riza estaría de nuevo a su lado cuando abriera los ojos…

 

Bebió de un solo trago la nueva cantidad de alcohol que se había servido y se levantó, un poco tambaleante, guardándose el móvil en el bolsillo del pantalón. Caminó despacio hasta la sala para ir a apagar el televisor. Berthold se estaba quedando dormido con la cabeza colgando por uno de los brazos del sillón. Roy se permitió un segundo para observarlo por completo, sin preocuparse por lo que el niño pudiera pensar del padre al que no había visto en tanto tiempo.

 

Tenía el cabello despeinado, tan negro como el suyo, y la piel blanca que evocaba a un copo de nieve, aunque su expresión poseía la inocente seguridad de Riza, esa mujer que había estado dispuesto a protegerlo en cualquier momento, tanto de los otros como de sí mismo. Y era tan pequeño… tan vulnerable, tan necesitado, que Roy se espantaba al pensar que apenas le llegaba a la rodilla, rozándosela con la coronilla, y recordando que él, en algún momento, se había convertido en otro par de piedras, brazos y ojos para él, para observarlo, procurarlo y cuidarlo.

 

Se preguntó si las cosas hubieran sido igual de complicadas para Riza. De todas formas, ella sólo se había tomado la molestia de contarle las partes amables de la maternidad, pero nunca le había hablado sobre las necesidades del niño en sí. Nunca le había dado la lección importante, que era Ser un Buen Padre, pero fue porque él nunca se lo permitió.

 

Sonrió con malestar, apenándose de si mismo. Uno diría que un hombre dispuesto a ayudar a la sociedad no tendría problemas con algo tan simple como educar a un niño, pero supuso que eso era un reto más grande de lo que se plasmaba en libros o en televisión. Mucho tiempo, mucho sufrimiento, sudor y lágrimas eran el manto que cubrían al mismo tiempo a los niños y a los padres, pero se acompañaban de alegrías, satisfacciones y regocijos, algo que compensaba todo el dolor sufrido.

 

Y, por alguna estúpida razón, había aprendido eso en una mañana y una conversación con Edward Elric.

 

 

 

Llegó de mejor humor a la oficina al día siguiente, después de dejar a Berthold en casa de Maes, quien no había ido con él al trabajo pues había tenido asuntos que atender y tenia que llegar antes. Saludó a Breda y Fuery, que siempre eran los primeros en llegar a la oficina, y fue a sentarse detrás de su escritorio, dispuesto a aceptar esa nueva masa de papeleo que le habían dejado apilada al lado de sus carpetas de siempre.

 

El cielo, a diferencia de los últimos días, estaba despejado, por lo que los rayos del sol dorado le daban en toda la espalda, brindándole un poco de calor. Había olvidado lo bien que se percibía esa sensación desde la muerte de su esposa, ahora que podía sentirla de nuevo, respiraba el olor tibio despedido por su ropa y se sentía mejor.

 

—Ah, señor —llamó Fuery, levantándose las gafas con la punta de un dedo mientras se acercaba a la mesa de Mustang para dejar una nueva carpeta sobre el montón de papeles que Roy apenas había comenzado a firmar—, quería preguntarle esto desde hace mucho, pero no lo había creído conveniente por todo lo que ha pasado últimamente —explicó un poco cohibido pues Mustang le estaba ofreciendo más atención de la que había creído posible—, ¿qué ha pasado con Black Hayate? Recuerde que es… era la mascota de la teniente y yo se lo… se lo regalé —explicó ante el escepticismo pintado en el rostro de Roy.

 

—Yo sólo me hago cargo del niño, Fuery —explicó, con voz energiza. A espaldas del joven de gafas, Breda soltó una exclamación sencilla pero contundente. Mustang frunció el entrecejo, fingiendo que no había escuchado nada.

 

—Ah, sí, es decir… sólo preguntaba si sabe quién se lo está quedando, quién lo está cuidando… —insistió Fuery, dejando de observar a Mustang directo a los ojos. Este aprovechó la oportunidad de seguir firmando papeles, tal vez si terminaba rápido podría marcharse a casa más temprano.

 

—No lo sé —respondió, siendo su voz acompañada por el rasgueo de su pluma sobre las hojas blancas—, tal vez se esté quedando con mi suegro o a lo mejor el viejo lo echó a la calle.

 

—¡Eso no…!

 

Pero en ese momento la puerta de la oficina se abrió de golpe y Maes Hughes entró en la sala con la fuerza de un torbellino, saludándolos a todos con voz potente y agitando la mano con velocidad. Fuery se alejó del escritorio de Mustang para darle espacio al superior, que mostraba una expresión de suficiencia en las facciones.

 

—Tengo buenas noticias para ti, Roy —exclamó, sentándose sobre el escritorio sin darle la menor importancia a los papeles que Roy estaba firmando. Éste tuvo que apartar unos cuantos para que no se arrugaran—, el jefe me ha invitado a la fiesta de cumpleaños de su hija. Se me permite llevar un acompañante, por lo que he decidido invitarte a ti para que te despejes un rato, puesto que Gracia no siente demasiada atracción por esa clase de cosas y, a menos que quieras compartir a tu niñera, no tendríamos a nadie con quién dejar a la pequeña y hermosa Elisia —dijo, sacando una foto de su bolsillo y poniéndosela a Roy a milímetros de la cara, haciéndolo bizquear—, por cierto, ¿no es hermosa?

 

—¿Y quién demonios te dice que yo quiero acompañarte, Hughes? —preguntó, alejando la fotografía de su cara con un gesto rápido de la mano. Maes volvió a meterla en su bolsillo, sonriendo con presunción.

 

—Tú no lo entiendes: éste sujeto tiene cinco hijas, casaderas y exquisitamente hermosas todas ellas. Rubias, noventa, sesenta, noventa, educadas, dóciles. Si le echas el ojo a alguna, yo mismo te supervisaré para que no metas la pata y puedas ligar con una de ellas —sonrió, apuntándolo con un dedo que movía de arriba abajo, haciendo que Roy lo siguiera con la mirada. Ésta vez, estaba verdaderamente enojado, pero no sabia cómo externarlo sin caer en el escándalo. Se levantó y encaró a Maes con una expresión pétrea.

 

—Por si no lo recuerdas, imbécil, acabo de enviudar hace apenas un mes —dijo, enfurecido.

 

—Ah, nosotros nos vamos… —interrumpió Breda, levantándose con rapidez de su asiento.

 

—Un mes, un año, tú necesitas una mujer —respondió Maes, sin hacer caso al subordinado de Roy, que en esos momentos tenia el aspecto de alguien que está a punto de escupir al suelo.

 

—…Sí, a tomar un café, ¿gustan uno? —siguió Fuery mientras caminaba tras los pasos de su compañero, hacia la puerta.

 

—Yo no necesito ninguna mujer a mi lado —insistió Roy, apretando con tanta fuerza la pluma, que ésta tembló. Maes se estiró para ponerle una mano en el hombro mientras escuchaban el clic de la puerta al cerrarse. Estaban solos y eran libres para hablar sin tapujos.

 

—Oh, no, tú prefieres a tú niñera, ¿verdad? Ese atractivo muchacho que usa pantalones apretados y abrigos de color rojo brillante. De largo cabello rubio y ojos castaños como los de Riza Hawkeye…

 

Roy no pudo soportarlo más. Rodeó el escritorio y encaró a Hughes, tomándolo por las solapas de la camisa con toda la fuerza que poseía. A pesar de todo, pensaba que de un momento a otro se pondría a llorar sobre su pecho. Sí, también se había percatado de esa similitud: cabello y ojos del color de la miel tibia. Se había dado cuenta desde aquella primera vez en que se había encontrado con Elric en el Café Loveheart y lo había confirmado cuando, borracho, se había acercado a él mientras estaba dormido en el sillón de su casa y había aspirado su aroma y tocado su cabello.

 

Pero no eran la misma persona. Ni en físico ni en pensamientos se parecían lo suficiente como para confundirlos del todo.

 

—¡Ellos NO se parecen en nada! —exclamó, irritado, provocando que Maes sintiera las gotas de saliva que salían de su boca en plena cara. Algunas mancharon sus gafas.

 

—No, pero te la recuerda, ¿no es así? —insistió, sin importarle en lo más mínimo la desesperación dibujada en el rostro de su amigo—, ¿te has imaginado alguna vez lo que sería besar sus labios o tocar su piel desnuda? ¿Escucharlo decir «Te amor» con su voz ronca?

 

—¡NO!

 

—Considéralo. Ya conoces a su familia, lo conoces a él, charlan por teléfono como un par de novios en plena conquista, le das paseos en tu auto…

 

—¡Maldita sea!

 

—Y si es cierto que no quieres nada con él, mi querido Roy, tendrás que echarle el ojo pronto a una de estas mujeres que te he mencionado. Ninguna es rubia.

 

—¡Lárgate de aquí, Hughes! —exclamó Roy, desesperado, sintiendo que la ira y la frustración le bullían en la boca del estómago. ¿Qué demonios le pasaba a ese sujeto? ¿No podía compadecerse ni un poco de él por lo mal que la estaba pasando? ¿Estaba decidido a hacerlo sentir cada vez peor?—, vete, por favor… vete.

 

Maes le obedeció antes de que Roy se rompiera en pedazos. 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).