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Seducido por un idiota por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 7


Decir Adiós y Hola


Ciertamente, aunque pudiera parecer un mujeriego consumado, Roy Mustang era malo para el romance. Sus coqueteos, flirteos y romances de ocasión eran una coincidencia necesaria para su labor. Huérfano desde pequeño, se había criado con su tía, Chris Mustang, tal vez en un ambiente demasiado promiscuo para un niño de mente brillante como él.


Le gustaban las curvas, los cuellos perfumados, el carmín en los labios y los largos cabellos sueltos y de múltiples colores ondeando con el viento. La suavidad de las caricias femeninas sobre su espalda cansada y tensa debido al trabajo lo volvía loco. Los brazos delicados y más delgados que los suyos siempre habían tenido el abrazo correcto para hacerlo sentir mejor.


Pero era cierto que había cambiado sus ansias de amor pasional al conocerla a ella, siendo los dos un par de jóvenes inexpertos que buscaban aprender lo más posible de la vida para poder ayudar con mayor libertad a los demás. De hecho, podría decirse que el mundo había conspirado para que ambos terminaran enamorados y convencidos de que habían nacido el uno para el otro.


Y, con todo el honor del mundo, Riza había sido una mujer valiente y dispuesta completamente para él, necesitara lo que necesitara, y se había mostrado dispuesta a protegerlo con su vida misma en caso de ser necesario. Él, por otro lado, había tomado como meta personal cumplir el reto de volverse cada día más humano para complacerla a ella y satisfacerla en todas y cada una de sus necesidades. Aunque estaba consciente de que nunca lo había logrado, no a tiempo.


Cuando se habían declarado, cuando se habían convertido en una pareja oficial, incluso cuando se habían fijado una fecha de matrimonio y cuando la habían cumplido por fin, todo el mundo alrededor de ambos se había mostrado contento: «por fin él estaba sentando cabeza y ella estaba domándolo de la manera correcta» se había murmurado en boca de muchos de sus conocidos, y cuando por fin habían dado la noticia de que serían padres, aunque la sonrisa de muchos había menguado un poco, habían obtenido el mismo apoyo de antes, aunque las cosas, a partir del nacimiento de Berthold, habían comenzado a complicarse hasta arañar de una vez por todas la desgraciada separación que había terminado por reventar el lazo con el que sus manos habían permanecido atadas durante todo ese tiempo.


Roy sintió que un ataque de nauseas le sobrevenía mientras caminaba hasta su butaca para dejarse caer de golpe sobre ella. Su pulso cardiaco estaba alterado y fuertes temblores le sacudían todas las extremidades, como si de pronto se encontrara en medio de un clima gélido.


No se había sentido así desde que había disparado un arma por primera vez, en su entrenamiento como oficial, y había comprendido el significado total del salvar vidas y ofrecerte a la sociedad. Tampoco desde que se le había declarado a su querida Riza y ésta había aceptado sus sentimientos sin protestar. De pronto, sufrió un constante de ja vú de emociones que le hicieron sentir completamente fuera de lugar.


Afortunadamente estaba solo en la oficina y nadie tenia qué verlo en semejante estado lamentable, pero estaba seguro de que no tendría libertad por mucho tiempo, por lo que hizo un esfuerzo casi sobrehumano por tranquilizarse. Se imaginaba una burbuja de oscuridad levantándose por encima de su cabeza y extendiendo montones de brazos que separaban sus dedos, convirtiéndolos en garras, dispuestas a hacerse con su cabello, a tirar de él y arrancarle las hebras, a absorberlo mientras le rasguñaban la cara y le apretaban el corazón.


Ganas de llorar, ganas de gritar, ganas de presionar un botón y detener el curso continuo del mundo hasta poder sentirse mejor. Ganas de sufrir, ganas de dejar de hacerlo. Ansiedad, preocupación, preguntas. ¿Qué demonios iba a hacer él con todo eso? ¿Era normal que se preguntara esa clase de cosas? ¿Por qué sentía como si estuviera de pie al borde de un abismo al que le daba la espalda?


Estaba seguro de que pronto necesitaría ayuda psicológica, ninguna persona podía soportar tanta presión física y mental sin enloquecer, ¿no? ¿Y porqué demonios todo el mundo parecía conspirar en su contra para que siguiera pensando en Edward Elric como el remplazo notable de la que había sido su mujer? La idea era enferma la viera por donde la viera, porque estaba hablando de un joven casi diez años menor que él, hombre, terco como una mula y con una lengua peligrosa que le hacia sentir mal constantemente.


Además… además… estaba seguro de que ella no toleraría semejante cosa. Intentando remplazarla con un muchacho como ese sólo por el color de su cabello, de sus ojos, el rosa pálido que componía sus labios, la suavidad con la que se había moldeado su piel bajo sus dedos cuando había intentado golpearlo.


Sintió como las agruras acidificadas que burbujeaban en su estómago subían con lentitud por su esófago, por lo que intentó controlarse. Se levantó de nuevo, sintiendo cómo trastabillaban sus pies, en desacuerdo con sus pensamientos, mientras se acercaba con lentitud a la mesa al fondo de la oficina en donde reposaba un solitario garrafón lleno de agua fresca, rodeado de vasos de papel. Se sirvió un poco y la bebió de un trago, sintiendo como su cuerpo luchaba por expulsarla casi de inmediato.


Cerró los ojos e intentó tranquilizarse. Maldito Maes. ¡Maldito Maes! Pensó con desesperación mientras se pasaba una mano por la cara tan sólo para sentir su frente caliente y el sudor pegajoso que resbalaba por ella. ¿Cómo demonios se le ocurría preguntarle si…? ¿Cómo diablos podía proponerle algo como…?


Falman abrió la puerta de la oficina de pronto, haciendo que Roy se sobresaltara. Detrás del hombre de cabello entrecano estaban Havoc, Breda y Fuery, con sendos vasos de café, latas de soda y una bolsa de papel llena de bocadillos. Roy les dio la espalda de inmediato, acercándose a su mesa para dejar resbalar la mano sobre unos papeles en blanco fingiendo que los acomodaba. Sacó su pañuelo del bolsillo interior de su chaqueta azul y se lo pasó por la cara, sin querer parecer demasiado obvio.


—Ah, señor, ¿quiere un poco de…? —llamó Fuery, sacando algo de las bolsas de papel que habían llevado, pero Roy no respondió. Comprobó que su móvil estuviera guardado en el bolsillo de su pantalón y salió con paso apresurado de la habitación, sin decir nada a nadie. Los demás intercambiaron una mirada, pero no se quejaron.


 


La calidez de su auto en el estacionamiento de la jefatura le ofreció cierto confort, sin embargo, no se había metido al asiento del conductor, sino a la caseta de atrás para poder estirar las piernas mejor. Sentía el cuerpo tan tenso, como si una fuerza invisible lo apresara, que moverse hasta ahí le había costado un trabajo supremo.


Dejó que sus manos temblaran libremente en la soledad de ese espacio, en el que las pisadas de otros hombres resonaban con un eco sonoro que rebotaba en cada una de las paredes del lugar, pero sin que ninguna lo importunara de verdad.


A lo largo de toda su vida, se había enfrentado a la pérdida de muchas cosas, al conocimiento y a la derrota, pero nunca los había probado todos al mismo tiempo y de una manera tan personal. Había odiado a demasiadas personas, o eso había creído, pues con el paso del tiempo esa emoción se disipaba con lentitud, dando espacio a otras. Pero en esos momentos, ¿qué demonios se suponía que hiciera con la sensación de ser una hormiga caminando entre las briznas de pasto en un mundo enorme, más grande de lo que jamás había imaginado? ¿Era una tristeza pasiva la que le estaba dando? ¿Se estaba convirtiendo en un hombre inútil a raíz de que su mujer le hubiera sido arrebatada?


—Ay, Riza —fue lo único que pudo decir en un momento de desesperación, aunque le hubiera gustado demasiado explayarse de una manera más larga, poder soltar todo lo que traía dentro, decir «Yo nunca te olvidaré ni traicionaré y mucho menos te cambiaré por alguien más», pero no lo consiguió.


Era sorprendente la forma en la que las cosas más insignificantes se volvían tan complicadas en situaciones como esa. Como uno pensaba «Voy a salir adelante» durante un segundo y al momento siguiente todas las ganas de cumplir con ese cometido se precipitaban hacia un balde. ¿Por qué existía semejante complejidad en algo tan tonto e insignificante? ¿Por qué todo el mundo lo comprendía de maneras completamente distintas?


Le desesperaba la actitud de Maes ante una situación que para él era tan complicada. Le angustiaba mucho que le hiciera ofertas tan sencillas como si se tratara de comprar y vender y no de amar y ofrecer. Él, que siempre había estado sumergido en una burbuja de amor superficial, había comprendido mucho al lado de Riza y había dejado de entender a los demás.


¿Por qué demonios tenia que esforzarse él por algo si nadie más lo iba a intentar? ¿Por qué no dejar que todas las cosas tomaran su propio rumbo, sin preocuparse demasiado por su destino inmediato? ¿Por qué evitar el llanto cuando eso parecía ser su única vía de escape? Estaba estallando. Las cosas no iban a ser sencillas ni en ese momento ni en los que vinieran después. Y, asustado e impresionado al mismo tiempo, recordó la tranquilidad que le había ofrecido la mano de Edward deslizándose por su espalda cuando había tenido su ultima crisis emocional, en ese mismo auto.


Hizo un esfuerzo por mantener el control sobre sí mismo e inclinó la cabeza hacia el frente, apoyando la frente en sus rodillas, pues había tenido las piernas flexionadas sobre el asiento. Valdría la pena un último esfuerzo. Esa era la promesa muda del mal tiempo. Un último esfuerzo. Y si no lo consigues, podrás enloquecer libremente, no importará nada más.


 


Terminó aceptando la invitación de Hughes sin demasiados ánimos. Éste se mostró contento y alagado de haberlo convencido, aunque Roy no le había confesado su verdadero motivo para aceptar ir con él a la fiesta de la hija del jefe: no quería pensar más en el cabello rubio de Edward Elric y tampoco en el destello decidido de sus ojos ni en lo mucho que le recordaban a Riza. Bien, si conocer a una nueva mujer lo ayudaría, perfecto, aunque no prometía que fuera a hacer nada por conseguirse una.


Desgraciadamente, no era tan fácil como eso: las mujeres que le ponían los ojos encima solían tener toda la iniciativa aunque él no mostrara verdadero interés. Temía que alguien lograra moverle lo suficiente el piso, como Edward, y cometer una estupidez. No iba a traicionar la memoria de Riza.


El jueves por la noche, después de volver a casa con Berthold dormido en brazos, se dispuso a dejar al niño en su cama para después llamar a Edward y preguntarle si podía hacerse cargo de él, deseando que ya estuviera recuperado de su gripe completamente, porque no quería dejar a Berthold en casa de Maes (orgullo dolido por la insistencia de su amigo que le impedía depender una vez más de él). No había hablado con Edward en todo ese tiempo, porque había temido hacerlo participe de toda su frustración y no lo creyó conveniente para alguien molestado, de por sí, por una gripe, por lo que se sintió un poco comprometido cuando marcó su número.


Se sentó en su cama, apoyando la espalda en la cabecera de madera, y se colocó el teléfono sobre el oído mientras esperaba a que le respondieran. El corazón le latió con fuerza y sintió que titubeaba, casi como un novio adolescente que llama a la chica que quiere. Supuso que debía controlar esa clase de comparaciones motivadas por los estúpidos comentarios de Hughes…


—¿Diga? —preguntaron por fin al responder la llamada. Roy adoptó una postura demasiado firme, sin atreverse a abrir la boca. No se le ocurría ningún comentario mordaz con el que empezar la charla—, ¿Mustang? —insistió la voz de Edward, que sonaba recuperada, pero desanimada.


—Ah, Elric —saludó por fin, sintiendo que el corazón le daba un vuelco—, te has recuperado de tu gripe, eso es genial. Te tengo trabajo qué hacer.


—No estoy cien por ciento recuperado. Me siento pésimo —confesó, haciendo que Roy se preguntara si seria conveniente pedirle que se hiciera cargo de Berthold al día siguiente—, pero supongo que una semana en cama debería haberme servido de algo y el clima a mejorado un poco. ¿Qué trabajo?


—Cuidar del niño, mañana. Ésta vez te pagaré lo doble de la vez anterior, ¿de acuerdo? Debo mantener a mi niñera contenta —sonrió en la penumbra de su habitación, que de pronto se sentía más cálida—, si sigues sintiéndote mal, puedo pasar por ti a tu casa y traerte. Te llevaré yo mismo también.


—Que amable de tu parte —dijo Edward con velocidad—, pero ésta vez no necesito dinero y no tengo motivos para salir de mi casa, ya sabes: Intercambio Equivalente, he faltado cuatro días al colegio, ¿pero tendría que ir a tu casa un solo día para cuidar de tu hijo por a saber qué motivo? —Sonrió con cierta burla, haciendo que Roy se sonrojara—, no lo creo demasiado justo.


—Cierto… uhm…


—Aunque si es demasiado urgente, podrías dejarlo aquí, en mi casa. Mi hermano le echará un ojo por mí, no creo que te haga mucha gracia que se enferme si pasa demasiado rato al lado de mí —propuso, veloz, aunque sin pensar demasiado en lo que eso significaba. Cruzarían una nueva línea de las muchas que los separaban.


—Eso me parece perfecto. Sería toda la noche, así que pasaría a recogerlo durante la mañana. Ya sabes que no da demasiados problemas, es tranquilo cuando…


—Sí, sí, un poco de televisión y jugo, no dejarlo estar cerca de las escaleras, etcétera. Lo recuerdo —interrumpió Edward, haciendo que Roy sonriera de pronto. Era bueno volver a oír su voz.


—De acuerdo. Pasaré a dejarlo en tu casa por la tarde. Hasta pronto —dijo Roy, pero siendo incapaz de despegarse el teléfono del oído, escuchando la respiración un poco agitada de Edward.


—Vale —aceptó Edward, desapasionado.


—Adiós.


—Sí.


—Hasta luego.


—¿Vas a colgar o no, Mustang?


—Cuelga tú.


—De acuerdo.


—Perfecto.


—¡Adiós!


—Sí.


—¡Cuelga de una jodida vez, Mustang!


—¡Pensé que lo harías tú!


—¡Basta!


—¡De acuerdo!


—¡Ya!


—¡Adiós! —Roy presionó la tecla para finalizar la llamada con cierta diversión. Había tenido el presentimiento de que Edward diría algo más, pero eso hubiera sido prolongarse demasiado. De cierto modo, estaba feliz. Era como recuperar el equilibrio luego de tropezarse y estar a punto de caer.


 


Edward dejó el teléfono sobre la mesilla de noche y se rascó la cabeza, un poco tomado por sorpresa, antes de observar todo a su alrededor. Como había cumplido con su palabra de no querer ver a Hohenheim, todo ese tiempo se lo había pasado confinado a su habitación, por lo que el suelo estaba lleno de envolturas de caramelo, cajas de medicamento, bolsas de papas fritas y pañuelos de papel usados. Había botellas de vidrio vacías colocadas a modo de barrera en torno a la cama porque no había tenido las fuerzas suficientes para levantarse y tirarlas y los platos de la comida sucios que había usado a lo largo de la semana se apilaban sobre la mesa y el escritorio porque ni Winry ni Alphonse habían querido llevarlos a la cocina por él.


Además, el lugar estaba tan encerrado y tan cálido por su propio calor corporal que había adquirido la calidad de un sauna que hacia sudar apenas poner un pie dentro. No ayudaba en lo más mínimo que hubiera montones de cobijas tiradas en el suelo, mezclándose con ropa, libros y revistas que había usado para cubrirse, distraerse y construir un fuerte por pura diversión.


—Diablos —masculló, dándose cuenta de que no quería ponerse a limpiar, aunque claro que no era como si fuera a meter a Mustang a su recámara o al pequeño Berthold. Era mejor que éste estuviera en la sala, cerca del televisor. Además, Hohenheim se iría durante la madrugada, por lo que volvería a tener libertad para andar por toda la casa.


Al recordar eso, Edward se puso un poco melancólico. Alphonse estaba molesto con él por utilizar la gripe a modo de pretexto para no pasar tiempo con su padre. A lo largo de la semana había subido a su habitación tres veces para reclamarle e intentar hacerlo cambiar de opinión, pero no había podido, por lo que tanto él como Winry habían tomado la decisión de dejarlo por la paz, yéndolo a ver únicamente para llevarle comida y preguntarle cómo estaba.


Edward había respondido con gruñidos fastidiados. No le agradaba que lo trataran como a un simple enfermo. Apostaba que si Hohenheim no estuviera ahí, las cosas serian diferentes. Pero ya se iba. Y él no había hablado con él ni una sola vez desde que su padre le había abierto la puerta de la casa y habían hecho un escándalo delante de Mustang. Aunque se sentía incómodo, no estaba dispuesto a hacer nada para mejorar la situación.


Se levantó y recogió la ropa sucia para arrojarla al cesto de mimbre del baño, dobló las mantas y las acomodó lo mejor que pudo en el espacio correspondiente a ellas en su armario. Aunque le costaba trabajo admitirlo, sin ellas regadas por el piso, parecía hacer menos calor. Luego, levantó las botellas de vidrio y las desparramó de una en una dentro del cesto de la basura, lo suficientemente grande como para contenerlas todas, escuchando el tintineo del cristal al reventarse poco a poco. Empujó la basura restante con la punta del pie hacia un costado del cesto y la levantó con más pereza de la que había sentido momentos antes.


No es como si fuera a meterlo en mi habitación pensó de nuevo, con una clara imagen de Mustang gravada en la cabeza, pero el sentido de la vergüenza le decía que, en caso de que se diera la oportunidad de que cualquier persona entrara en su recamara, no le gustaría que se quejaran por su tiradero, en el que vivía feliz.


Los platos sucios podría llevarlos a la cocina en cuanto Hohenheim se hubiera marchado, por lo que no tenía nada más de que preocuparse. Nada. Más que esperar a que Mustang apareciera en su casa, con el pequeño Berthold.


 


Hohenheim siempre había tenido la costumbre de entrar a las habitaciones de sus hijos mientras estos dormían y podía pasar horas enteras observándolos, sin acercarse a ellos o decir algo, situación que, con el paso del tiempo, había contribuido a mitigar los miedos de Alphonse y del mismo Edward a los posibles monstruos debajo de la cama o dentro del armario porque sabían que, al lado de su cama, su padre los estaba vigilando.


Pero el comportamiento de Hohenheim, con el paso del tiempo, se había vuelto un poco tedioso, cansino y angustiante. Cuando abrió la puerta de la recámara de Edward, éste abrió los ojos casi de inmediato al escuchar el crujido de la madera del piso, pero se quedó quieto en su cama, con el rostro semi oculto debajo de las gruesas mantas.


Sabia que era Hohenheim, su aroma era inconfundible, su sombra, proyectada gracias a la luz del pasillo, también. Incluso el sonido de sus pasos, el ruido de su respiración. Edward se detestó al darse cuenta de que conocía de memoria esa clase de cosas y que, inconscientemente, las añoraba cuando las recordaba. Apretó los ojos con fuerza, deseando dormirse, sin saber cuánto tiempo más se prolongaría la estancia de su padre a su lado.


Tampoco pudo girarse para pedirle que se marchara, porque eso seria delatarse e iniciar una nueva discusión, algo que podría despertar y molestar a Alphonse, con quien no quería más peleas. Hohenheim se acercó a la cama con pasos que pretendían ser silenciosos, pero que en realidad eran más ruidosos de lo que se pretendía que fueran.


Vete, sólo vete pensó Edward con desesperación, conteniendo las ganas de moverse para evitar que se acercara más. Quería gritarle, reclamarle de nuevo, hacerle ver todos los errores que había cometido a lo largo de su vida y esos en los que los había involucrado a ellos, pero no se atrevió. No en la oscuridad, no cuando se suponía que estaba durmiendo. No cuando su padre iba a despedirse para marcharse a QuiénSabeDónde, dejándolos solos de nuevo.


Vio la sombra de la mano de Hohenheim levantarse, pero, como siempre, se detuvo. De momento, Edward lo agradeció, pero el simple hecho de saber que su padre no era capaz ni de regalarles una caricia, como siempre, le afectó. Bueno, que se fuera de una buena vez y no volviera, pero que se hiciera cargo de sus responsabilidades ésta vez. Que se hiciera cargo de las necesidades de Alphonse al menos.


Lo escuchó dar media vuelta para marcharse y fue un alivio cuando por fin la puerta abierta se cerró. Se acomodó mejor en la cama, caliente por su propio calor corporal, pero a pesar de eso no pudo volver a dormir. Hohenheim iba a marcharse y en cuanto lo hiciera, las cosas volverían a ser como antes. Sólo esperaba que el vacio que quedara tras su ausencia no fuera demasiado grande.


 


Bajó a desayunar con Alphonse, quien ya lo había dispuesto todo sobre la mesa, pero el ambiente no fue el de siempre. Su hermano menor le dio los buenos días, pero había algo en su cara que lo hacia parecer distante, como si fueran un par de desconocidos sentados a la misma mesa.


Se sirvió un poco de jugo y lo bebió de un trago. Ya no sentía la garganta tan irritada, pero seguía sudando a goterones cada vez que hacia el esfuerzo de levantarse de la cama. Podía decir que volví a oler y que su sentido del gusto era bueno de nuevo.


—¿Te pasa algo? —Le pregunto por fin a Alphonse, después de largos veinte minutos en silencio. El menor de los Elric negó con la cabeza y siguió recogiendo los platos que había utilizado para dejarlos en el fregadero. La luz amarillenta que entraba por las cortinas auguraba buen clima, aunque nubes negras se estaban amontonando a lo largo del cielo que cubría la ciudad. Edward pensó que llovería de nuevo.


—Es sólo que no puedo creer que papá estuvo aquí durante casi cinco días y no te dignaste a dirigirle la palabra más que para regañarlo o reclamarle cosas que deberían estar en el pasado, hermano —soltó Alphonse, con las mejillas coloreadas debido al coraje. Él ya estaba completamente fuera de las garras de la gripe.


Edward bufó y soltó el tenedor, pues él no había terminado de desayunar aun.


—¿Estás molesto únicamente por eso o por algo más? Yo no te pido que dejes de quererlo, Al, por eso no tienes el derecho de exigirme que yo sienta algo bueno por él cuando lo único para lo que ha servido ha sido para abandonarnos a nosotros y a mamá —replicó, enojándose y dando un manotazo sobre la superficie de la mesa. Alphonse lo observó con ojos vidriosos durante largo rato—. Ese hombre nunca ha querido ser un padre, Alphonse, compréndelo de una buena vez.


—Posiblemente lo sería si le dieras la oportunidad de serlo alguna vez y no sólo te le fuera encima a golpes y gritos, hermano. Intenta ponerte en sus zapatos por lo menos una vez. No te debe de ser difícil, ya que has elegido la misma carrera que él —le recordó, haciendo que Edward se sintiera más enojado de lo que había estado en mucho tiempo—, pronto tu vida la dedicarás a las investigaciones científicas y no querrás permanecer atado a un único sitio, querrás viajar por el mundo, analizar todas las formas y especies que se te pongan delante. No puedes culparlo por tener los ojos abiertos al mundo, por querer saber más de él.


—¡Puedo culparlos porque nos abandonó! —gritó, levantándose de golpe, derribando su vaso de jugo y provocando que el contenido amarillo de éste se desparramara a lo largo del mantel blanco que cubría la mesa e inundara un poco el plato con huevos estrellados que no estaba dispuesto a comer ahora que la furia le había llenado el estómago—, ¡yo no planeo seguir sus pasos, yo no pienso tener una familia y dejarla colgada como si se tratara de simples harapos!


—¡Entiende que él no lo hizo porque no nos quisiera, lo habló con mamá y ella estuvo de acuerdo en darle su espacio, hermano! —protestó Alphonse, con las manos apretadas en puños.


Edward entornó los ojos y apretó los labios. Sí, esa historia había sido contada miles de veces, pero en qué jodido momento Hohenheim había preguntado la opinión de sus hijos, ¿eh? No sólo había contado Trisha, demonios.


—Basta, no voy a discutir contigo, piensa lo que quieras, que a mi ya no me importa. Espero vistas, así que te pido que me avises cuando lleguen, si no es mucha molestia —dijo, iracundo, decidido a no prolongar mucho más la pelea entre ambos. Alphonse pareció estar a punto de decir algo, pero Edward salió de la cocina antes de darle tiempo. Por un segundo, deseó vestirse y salir de casa, airado, para despejarse un poco la cabeza, pero no lo creyó conveniente.


Sólo tomaría una larga ducha, pensaría un poco sobre las cosas y posiblemente tendría tiempo de dormir un poco antes de que Mustang llegara a casa con el pequeño Berthold. Así lo hizo y, para cuando salió del baño, vestido con su mejor pijama negro, se sintió mejor, incluso con los ánimos de pedirle disculpas a Alphonse por todo lo que había dicho, pero cuando iba a salir de su habitación para bajar a la sala, no supo qué decir, como si todo su conocimiento sobre el lenguaje se lo hubiera llevado el viento.


¿Pedir disculpas deshonestas solamente para hacer las paces con su hermano sería lo correcto? No, por supuesto que no. Eso sería cometer un nuevo error. Se fijó en los platos sucios que había prometido bajar a la cocina en cuanto su padre se manchara y se dispuso a hacerlo a manera de sustitución de las disculpas que se suponía debía pedirle a su hermano.


 


Cuando Mustang llamó al timbre de la casa de los Elric, cerca de las ocho y media de la noche, el tiempo se había descompuesto de nuevo y comenzaba a llover. Le había puesto su gorro de lana a Berthold sobre la cabeza para que no se mojara y lo llevaba cargado en su brazo derecho, mientras que en el hombro izquierdo llevaba colgado el pequeño bolso violeta del niño, en donde había guardado todo lo que podría necesitar para pasar una noche fuera de casa (Grecia Hughes había tenido que darle consejos para empacar lo correcto y no llenarle la mochila sólo de juguetes).


Alphonse Elric abrió la puerta y observó al hombre con cierta sorpresa, pues parecía no recordar quién era. Luego, dirigió sus ojos claros hacia el pequeño niño, quien tímidamente lo saludó con una sacudida de la mano.


—¿Se encuentra tu hermano? —preguntó Roy, pensando, muy en sus adentros, que más valía que Edward sí estuviera, porque ya había comenzado a llover más fuerte. Alphonse se hizo a un lado para que Roy pasara al recibidor y no se empapara.


—Ah, sí, enseguida lo llamo —dijo el muchacho, casi tan alto como el mismo Roy, caminando hacia las escaleras. Se sujetó a la barandilla y gritó con fuerza—: ¡Hermano! —mientras asomaba la cabeza hacia el rellano superior—, ¡te buscan!


Roy se sintió un poco incómodo. La última vez que había estado ahí, no se había podido fijar en el interior de la casa, que tenía una entrada similar a la suya, con unas escaleras frente al vestíbulo y un salón a su costado izquierdo, pero que tenía un aire muy distinto. Había fotografías enmarcadas colgando en todas las paredes y portarretratos independientes sobre la mesita de madera del recibidor, al lado del teléfono. Parecía un sitio hogareño a pesar de que tenia entendido que los dos muchachos vivían solos.


Mientras esperaba a que Edward bajara, se inclinó sobre Berthold para quitarle el gorro y la bufanda, pues en el interior del auto parecía haberse estado asando debido al calor. El niño levantó ambas manos y se sacudió el cabello, despeinándolo, pues el gorro le había dejado forma de casco. Roy sonrió.


Edward apareció por fin, bajando las escaleras. Iba vestido con un sencillo pijama oscuro con costuras y botones blancos, de pésimo gusto, en opinión de Mustang, llevaba el cabello suelto, dejando que callera sobre su cuello y hombros y que un par de sencillos flequillos le cubrieran los ojos. No llevaba zapatos, por lo que se veía todavía más bajo de lo que Roy recordaba. No quiso hacer un comentario al respecto, no quería que lo corriera de la casa con todo y niño.


—Hola —dijo, observando a Roy—, hey —saludó al niño, que parecía un poco fuera de lugar, observándolo todo a su alrededor al tiempo que intercambiaba miradas con su padre, como si temiera que fuera a abandonarlo.


—¿Estás seguro de que podrás cuidarlo toda la noche? —le preguntó Roy a Edward mientras éste se inclinaba sobre Berthold, a quien por primera vez veía despierto, para darle una palmada amable en la cabeza y sacudirle más el cabello.


—Sí, haremos una fiesta de pijamas, ¿verdad, Berthold? No te espantes, tengo la despensa llena, a diferencia de tu padre —bromeó, sonriendo. El niño le tomó un poco más de confianza y le sonrió también, sujetándole una mano. Roy fingió no haberlo escuchado—, mi nombre es Edward, puedes decirme Ed, y él es mi hermano menor, Alphonse.


—Al —corrigió el otro, saludando al pequeño también con una sonrisa.


—De acuerdo —alegó Mustang, que no podía apartar sus ojos del cabello suelto de Edward, que brillaba con la luz de los focos encendidos a los largo del pasillo. Hizo un esfuerzo por concentrarse, pasándole la bufanda y el gorro a la niñera y también la mochila violeta—, dentro viene todo lo que pueda necesitar: un cambio de ropa, una manta, muñecos, los números telefónicos de la ultima vez (que pienso que deberías guardar en tu móvil, por si las dudas), su luz de noche, etcétera. Llámame al móvil si necesitas cualquier cosa.


—Lo haré, descuida —aceptó Edward, arrastrando a Berthold al lado de Alphonse y entregándole la mochila y las demás cosas del niño a su hermano—, Berthold, dile adiós a tu padre. Pasará a recogerte en la mañana, mientras tanto, nos divertiremos un rato los tres juntos —aseguró, pues el niño parecía reticente a dejar que Roy se marchara. El labio inferior le empezó a temblara, por lo que Alphonse se apresuró a levantarlo, conmovido, y a prometerle que le enseñaría su colección de videojuegos si se tranquilizaba.


—¿Vas a venir por mi, papi? —preguntó, con los ojos húmedos, haciendo caso omiso de las promesas de Alphonse. Edward y Roy intercambiaron una mirada preocupada: ¿cómo decirle a un niño «No pasa nada, te dejé con él la noche pasada, me largué y tú ni siquiera te diste cuenta» sin traumatizarlo de cierta manera?


—Por supuesto que sí, pero papi tiene asuntos que atender, por lo que no puedo estar contigo ésta noche —dijo, alzando ambas manos en son de que todo estaba bien. Berthold asintió valientemente con la cabeza—, será como cuando pasas el día entero jugando en casa de Gracia y Elisia, ¿estás de acuerdo?


—¿También podré jugar y ver televisión aquí?


—Sí —aseguró Edward, haciéndole una señal positiva con el pulgar. Berthold pareció más seguro de sí mismo—, y también te enseñaremos todos los juguetes que Alphonse no se ha atrevido a tirar desde los seis años, incluso cuando nos mudamos, ¿quieres? Tiene un poni.


—¡Hermano!


Berthold asintió con la cabeza. Una solitaria lágrima le había rodado por la mejilla derecha, pero sus manos se aferraban al cuello de la camiseta de Alphonse, señal de que no los rechazaba por completo. Se giró hacia Mustang y le hizo un gesto de despedida con la mano. Roy, por primera vez en su vida, sintió deseos de dejar plantado a alguien y preguntarle a Edward si él también podía quedarse a la fiesta de pijamas y a jugar, pero supo que debía cumplir con sus compromisos, por lo que se despidió de los dos hermanos Elric y de su hijo con un simple «Hasta luego» y se marchó.


Una vez la puerta se hubo cerrado, Alphonse caminó con Berthold hacia la sala y encendió el televisor con el mando a distancia después de dejar al niño sobre el mullido sillón. Como por la noche no pasaban demasiadas caricaturas, decidió que sería bueno escarbar un poco en su colección de películas, en donde estaba seguro de que debían tener, por lo menor, a Peter Pan. Puso la película y Berthold se mostró contento y complacido, haciéndole más caso al televisor que a ellos dos. Alphonse aprovechó la distracción para jalar del brazo a Edward hasta el pasillo.


—¿Por qué no me dijiste que cuidarías de un niño? —preguntó, molesto.


—Porque no preguntaste —se defendió Edward.


—¿Y qué haremos con él? ¡Nunca hemos cuidado un niño, tú mismo dijiste que la vez pasada se había pasado todo el tiempo dormido! ¿Y si tiene hambre?


—Le damos de comer.


—¿Y si tiene sueño?


—Lo llevamos a dormir.


—¿Y qué pasa si se nos cae o si hace un berrinche?


—Pues lo sobamos o lo dejamos llorar. Depende. ¿Por qué te asustas tanto? El niño no debe de ser tan complicado —aseguró, guiñándole un ojo a Alphonse mientras observaba cómo el niño sacaba una caja de jugo de su mochila, lo destapaba sin necesidad de ayuda y se lo empinaba directo a la boca—. Además, pasa por un momento difícil. Perdió a su madre y Mustang, el Desastroso, es lo único que le queda. Me siento en la obligación de mantener a esa pobre criatura lejos de un hombre como él.


—Oh, vaya. Sí, creo que tienes un poco de razón: las cosas deben de ser complicadas. De acuerdo. Pero no creo aguantar toda la noche despierto —advirtió Alphonse, girándose para observar al pequeño niño.


—¿Y crees que él sí? —inquirió Edward, yendo hacia la sala para ver la película con Berthold. Poco después, Alphonse lo siguió. 


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